viernes, 26 de junio de 2020

Un lector desatento: El Borges de Vargas Llosa


Medio siglo con Borges
Mario Vargas Llosa
Alfaguara. Madrid, 2020.

En el prólogo a El informe de Brodie escribió Borges: “Por increíble que parezca, hay escrupulosos que ejercen la policía de las pequeñas distracciones”. No quisiera ser incluido entre ellos, y por eso no me detendré en las pequeñas distracciones de Mario Vargas Llosa en esta recopilación: fechar en 1963 la entrevista inicial con Borges y mencionar dos veces esa fecha en el artículo conmemorativo “Borges en París” (fue en 1964 cuando invitó a Borges el Congreso por la Libertad de la Cultura –hoy sabemos que financiado por la CIA—y pasó dos meses en Europa) o llamar Ezequiel Martínez Estrella a Ezequiel Martínez Estrada (error en este caso de la editorial, que dejó hacer de las suyas al corrector automático).
            Más significativo resulta el hecho de que cite de memoria y equivocadamente una frase de Borges en la entrevista de 1964 y mantenga esa interpretación errónea durante medio siglo: “Desvarío empobrecedor el de querer escribir novelas –dice Vargas Llosa que escribió Borges--, el de querer explayar en quinientas páginas algo que se pude formular en una sola frase”. Pero lo que Borges escribió –en el prólogo a El jardín de los senderos que se bifurcan, luego incluido en Ficciones-- fue: “Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos”. No parece que se refiera expresamente a las novelas, sino en general a los libros extensos, que él no pudo o no quiso escribir (los suyos son siempre recopilación de trabajos breves, por lo general anticipados en la prensa). Continúa: “Más razonable, más inepto, más haragán, he preferido la escritura de notas sobre libros imaginarios”. Si la frase se refiriera a las novelas –muchas de menos de quinientas páginas, por cierto--, diría que habría preferido la escritura de cuentos.
            Aunque Vargas Llosa, en la pieza de más empeño del volumen “Las ficciones de Borges”, indique que lo relee cada cierto tiempo, “como quien cumple un rito” y que incluso, para preparar esa conferencia de 1987, releyó “de corrido toda su obra”, su conocimiento de la obra de Borges parece presentar importantes lagunas. La primera tiene que ver con su poesía, que conoce poco y que valora menos.
            Medio siglo con Borges comienza con un retrato en verso del escritor (es el único poema que conocemos de Vargas Llosa y no nos hace lamentar desconocer otros), en cuyos primeros versos puede leerse: “De la equivocación ultraísta / de su juventud / pasó a poeta criollista, / porteño, cursi, patriotero / y sentimental”.
            ¿Borges poeta cursi y patriotero? También a veces dormita Homero y no es Vargas Llosa el único escritor notable que carece de sensibilidad para la poesía, pero quizá debería abstenerse de hacer juicios sobre lo que le resulta ajeno.
            Menos comprensible resulta que este gran admirador de los relatos de Borges limite su conocimiento a los libros que le dieron la fama, en los que prevalece “el quehacer intelectual de razonar fantasías”. Ignora por completo El informe de Brodie, donde Borges, según señala en el prólogo,  intenta “la redacción de cuentos directos”. Cuentos realistas y tan impactantes como “La intrusa”, que nada tiene que ver con sus elaboradas fantasías sobre una presunta biblioteca que contenga todos los libros o sobre la lotería en Babilonia.
            El Borges de Vargas Llosa –“intelectual y abstracto”, “de una concisión matemática”, tal como se le veía en la Francia de Barthes y Foucault-- es solo una caricatura del Borges verdadero o una simplificación de los varios Borges que el escritor fue siendo a lo largo de una trayectoria literaria de más de sesenta años en la que no hubo decadencia: sus últimos libros están entre los mejores suyos.
Borges no fue capaz de escribir novelas, llega a afirmar Vargas Llosa, no porque el género no le interesara, sino porque en las novelas “se mezclan el intelecto y las pasiones, el conocimiento y el instinto, la sensación y la intuición, materia desigual y poliédrica que las ideas por sí solas no bastan para expresar”. Pero eso ocurre no solo en las novelas, sino en cualquier obra literaria que merezca la pena.
No era Borges puro intelecto, no estuvo al margen de las pasiones humanas. En uno de sus famosos prólogos, que Vargas Llosa parece no haber leído escribió: “El ejercicio de las letras es misterioso; lo que opinamos es efímero y opto por la tesis platónica de la Musa y no por la de Poe, que razonó, o fingió razonar, que la escritura de un poema es una operación de la inteligencia”.
El Borges humano, demasiado humano, aparece en un libro monumental que Vargas Llosa descubrirá con asombro cualquiera de estos días: Borges de Adolfo Bioy Casares. Las opiniones de Borges no le restan un ápice a su grandeza de escritor (él procuró que no interfirieran en su obra literaria), pero su rechazo de unas dictaduras y su defensa de otras o su racismo impiden que lo consideremos, como persona, ejemplar. Con incredulidad leemos algunas de sus opiniones, como la formulada el 12 de enero de 1963: “Los negros de los Estados Unidos son un problema real y no ficticio. Hay algo evidente en los negros que nos rechaza. Por eso los argentinos vemos a los brasileros como macacos”. Su interlocutor, Juan José Hernández, trata de razonar: “No hay ningún parecido entre los negros y los monos. Los labios abultados son propios del hombre; los monos no tienen labios, la boca es como un tajo”. Pero Borges no se da por vencido: “Todas esas diferencias que usted señala son contraproducentes. Son muy sospechosas. Usted las señala porque piensa que hay algún parecido entre negros y monos. No se pondría a enumerar las diferencias que hay entre negros y monos, entre la Venus de Milo y un mono”. Se habla luego de que hubo y ya no hay negros en Argentina. “Qué lástima”, exclama Hernández. Y Borges, al recordar esa exclamación, comenta después a Bioy: “Este muchacho es completamente idiota”.
No cabe duda de que Vargas Llosa, como eficaz divulgador, sabe llamar la atención sobre un libro –léanse sus páginas sobre Textos cautivos o Atlas--, pero como crítico literario resulta algo prejuicioso y sorprendentemente desatento. Basten dos muestras.
Afirma que la prosa literaria creada por Borges es una anomalía en un idioma, el español, “palabrero, abundante, pirotécnico, de una formidable expresividad emocional, pero, por lo mismo, conceptualmente impreciso”. Y eso explica que “un Valle-Inclán, un Alfonso Reyes, un Alejo Carpentier o un Camilo José Cela –para citar a cuatro magníficos prosistas-- sean tan numerosos (como decía Gabriel Ferrater) a la hora de escribir”. Unas líneas más abajo, sin embargo, nos indica que el propio Borges confesó “que debe a Alfonso Reyes, a su prosa, el haber aprendido a ser ‘claro y directo’, en vez del prosista enrevesado y barroco que es en sus primeros libros”.
En “Borges entre señoras”, comentando las notas seleccionadas en Textos cautivos, escribe: “No es raro que un elogio vaya acompañado de un mandoble letal, como en esta frase en la que, luego de alabar dos novelas de Lion Feuchtwanger –El judío Süss y La duquesa fea--, añade: “Son novelas históricas, pero nada tienen que ver con el laborioso arcaísmo y con el opresivo bric-à-brac que hace intolerable ese género”. Curioso “mandoble” –y nada menos que “letal”-- decir que sus novelas carecen de los defectos habituales en el género en que se incluyen.


viernes, 19 de junio de 2020

Femenino singular



Gavieras
Aurora Luque
Visor. Madrid, 2020.

El riesgo de tomar como punto de partida a la literatura clásica, a los manidos mitos griegos, es hacer arqueología, apolillado neoclasicismo; el riesgo de escribir poesía decididamente feminista, es hacer feminismo y no poesía.
            A Aurora Luque no le importa correr esos riesgos. En Gavieras nos encontramos con la olvidada diosa Anfítrite y con Eurídice, con Esquilo y con Safo, con Orfeo y Medusa; y apenas hay poema cuyo protagonista no sea una mujer: la exiliada republicana Isabel Oyarzábal en “Monólogo de Isabel sobre los rescoldos de su libertad”; una viajera de la antigüedad en “Itinerario de Poimenia”; la napolitana Eleonora Fonsesa en el estremecedor “Reppublica Partenopea”, sin olvidar “Carta a una joven poeta” o la versión “tuneada” –así la califica el título-- de una canción de Joaquín Sabina, con todas las referencia masculinas convertidas en nombre de mujer.
            En la poesía de Aurora Luque, hay un ética y una estética, ambas presentes en cada poema, hay una lección de vida y un gustoso paladeo de las palabras, un gozarse con su precisión y su brillo.
            Las palabras y el deseo son las dos alas que mueven a la poeta en “La condición aérea”, uno de tantos inolvidables poemas del libro. En otro, “Senderuelas”, “las palabras caminan, / andan, vagabundean y desandan” y no hay magia igual ni tan seductora “como ese caminar de las palabras, / portadoras de luz, amigas fieles, / pasajeras y libres”.
            A las palabras y al deseo se añade el viaje, como tercer motor del libro: el viaje por mar o por aire (“Vivir: escoger rumbos en el aire”) o la simple errabundia ciudadana. El “Decálogo de la flâneuse” le da la vuelta al tópico baudelairiano y es la mujer la que pasea y observa la ciudad, no el convencional objeto de deseo del paseante. El decálogo en prosa tiene algo de catálogo de buenas intenciones, bordea el riesgo de la prédica antimóvil o anticonsumo, pero acierta casi siempre a evitarlo con la gracia expresiva: “Descubrir el placer de no comprar. Tres excepciones: zapatos de andariega con su nube interior. Un libro de flâneuse  para leer en bancos, terrazas, céspedes o pretiles. Santificarás el sol sobre las páginas bendecidas y abiertas. Y la moneda para el músico y la música que embellecen las calles. ¿Son los nuevos altares? ¿Oyes cómo esa música te facilita claves de vuelo figurado sobre las palmeras?”
            “Deambulares” se titula precisamente la primera parte –la más extensa—de Gavieras. “De la agenda del duelo”, la segunda. “Envejecer, morir / es el único argumento de la obra” decía Gil de Biedma y Aura Luque lo va descubriendo en este libro en el que el “carpe diem” horaciano (que ella convirtió en “carpe noctem”) sigue presente, pero cada vez más asediado por las sombras.
            Hay en “De la agenda del duelo” algún convencional poema de circunstancias –“Machadiana”, por ejemplo--, pero también algunos de los mejores momentos del libro, como el homenaje a la música, tan presente en toda la poesía de Aurora Luque, que encontramos en “Partículas del don de la ebriedad”: “La música andariega, / con sus alas plegadas en la espalda, / descalza junto a ti la vida toda, / harapienta, coronada de rosas, compañera”.
            Personal & político se titula el libro anterior de Aurora Luque. Lo personal y lo político se entreveran en toda su obra. En Gavieras, un poema, “Rumbo al Este” puede comenzar con una diatriba contra Donald Trump y continuar escuchando en Radio Clásica a Maja Vasiljevic hablar sobre el tanbur, “un instrumento clásico otomano que por la procedencia de sus maderas simboliza un amplio abrazo fraternal”. El actual problema de los refugiados lo enfoca desde una poco conocida obra de Esquilo, Las refugiadas: “De todas las desgracias / elegimos al menos la más noble, / la de huir libremente”.
            No niega Aurora Luque en este libro de madurez ni las sombras del mundo ni las que van creciendo y oscureciendo el horizonte vital de cualquier vida, pero todavía pueden más la invitación al viaje, el canto al goce de vivir, al paladeo del instante. Lo que la poesía le dijo a ella en el poema “Aproar” nos lo dice ella a nosotros: “Túmbate y mira al cielo. / Vuelve al ciclo del huerto, / vuelve al mar mitológico. / Da la espalda al vecino vertedero / de datos, ruido y prosa”. Al comienzo de “Lenguajes vegetales de mi país vaciado” –otro de los poemas inolvidables del libro-- formula una pregunta con respuesta incluida: “¿Nos vamos a negar a las flautas de junio?”
            Los poemas de Gavieras traducen “esa gracia del mundo / que es aullido y sonrisa”. Lo hacen en femenino, singular y plural, pero hablan a todos, nos interpelan directamente a cada lector.
           
           

viernes, 12 de junio de 2020

Burlas y veras


La lengua suelta
Fermín Gabor
Edición de Antonio José Ponte
Sevilla. Renacimiento, 2020.

Alabada un tiempo, ferozmente denostada desde hace tiempo, de lo que nadie duda es de que la revolución cubana convirtió a un pequeño país del Caribe en uno de los protagonistas del siglo XX. Hizo también algo más: lo convirtió en un muy frecuentado género literario.
            Entre 2001 y 2010, un apócrifo Fermín Gabor publicó en la revista digital La Habana elegante una serie de crónicas sobre presentaciones de libros, ferias literarias, mesas redondas, concesiones de premios literarios y otros asuntos que ocupan fugaz y mínimamente las páginas culturales de los periódicos.
¿Le interesaría a algún editor reunirlas en volumen –un volumen de más de setecientas páginas-- si no trataran de Cuba? ¿Le interesarían a alguien las minucias de la vida cultural chilena o peruana de hace una década? Seguro que no. Pero Cuba, ya dije, es un género literario con reglas propias, una utopía que pronto se convirtió en distopía y que nos sigue fascinando. 
            No tardó en saberse en Cuba quién estaba detrás de Fermín Gabor: Antonio José Ponte, poeta, narrador y sobre todo uno de los más inteligentes ensayistas de hoy. En La lengua suelta se suelta verdaderamente la lengua y escribe con un desparpajo que impide a estas páginas, en principio ocasionales, envejecer.
            Varios de los escritores de los que se habla en el libro son conocidos, y en algunos casos muy leídos, fuera de Cuba --Lezama Lima, Cintio Vitier, Leonardo Padura, Antón Arrufat--, pero a la mayoría de ellos ni siquiera los habíamos oído nombrar ni probablemente volvamos a oír hablar de ellos fuera de este libro. Importa poco. El talento satírico de Antonio José Ponte hace que funcionen como personajes de novela. Y eso es lo que es La lengua suelta: una novela colectiva, una comedia humana de los años en que Fidel Castro deja finalmente el poder y algo cambia para que todo siga igual.
            Antonio José Ponte –transmutado en Fermín Gabor--  no hace crítica literaria, aunque trate sobre todo de escritores. Lo mismo da que hable de un hilarante fantoche como Rufo Caballero que de un exitoso autor, premio Princesa de Asturias, como Leonardo Padura. Las novelas policiales de este último serían “mortalmente aburridas”: “Menos policiales que de horror, la sombra del censor y sus tijeras atraviesa sus páginas. Y en lugar del manual de autoayuda, Padura parece haber dado con la fórmula del manual de autocastigo”.
Lo que le reprocha al creador del detective Mario Conde es su habilidad para desarrollar una actividad literaria de interés desde dentro de Cuba. Su reproche a El hombre que amaba a los perros nada tiene que ver con la calidad literaria de la novela, sino con el hecho de que en las cerca de seiscientas páginas dedicadas al asesino de Trosky no llegue a preguntarse “qué hacía Mercader pasando su vejez en La Habana”.
            El anticastrismo razonadamente visceral de Antonio José Ponte podía haber convertido estas páginas en un aburrido panfleto. Las salva el afilado sentido del humos de su heterónimo, capaz de destrozar un libro con cuatro citas bien hechas o de convertir el acontecimiento más aburrido del mundo –una feria literaria, una mesa redonda—en un entretenido espectáculo de marionetas.
            Las crónicas de Fernando Gabor –escritas en Cuba hasta 2007 y luego viendo los toros desde la barrera del exilio--  se completan con un nutrido diccionario, más de doscientas páginas, que Ponte firma ya sin máscara. En algunos casos, se nos informa de lo que ha ocurrido con los personajes y personajillos que aparecen en las crónicas; en otros añaden datos autobiográficos y valen como textos independientes. Se nos narra así un encuentro con Manuel Díaz Martínez en una playa de Gran Canaria o las razones de su enfrentamiento con Antón Arrufat, a quien Gabor alude siempre despectivamente y valorando en poco su obra literaria. En una reunión de escritores, cuando alguien mencionó el caso de María Elena Cruz Varela, cuya casa fue asaltada y ella encarcelada, Arrufat sonrió y dijo: “Ay, pero si salió rosada y gordita de la cárcel…”. La reacción de Ponte fue abandonar de inmediato la casa y no tener más trato con un Arrufat cuya “catadura moral” quedaba al descubierto. Lo que en realidad parece no perdonarle es que, tras haber sido víctima en la época del caso Padilla, se haya reconciliado con los herederos de sus verdugos y aceptado premios y reconocimientos oficiales.
            La crítica de Antonio José Ponte es política y moral (y discutible a ratos en lo estrictamente literario); la escritura de Fernando Gabor, desenfadadamente imaginativa y burlona y eso es lo que salva a La lengua suelta  de ser una diatriba más contra un régimen que parece capaz de sobrevivir a todos sus enterradores.


viernes, 5 de junio de 2020

Apuntes de clase

Borges profesor
Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires
Edición de Martín Arias y Martín Hadis.
Lumen. Barcelona, 2020.

La llamada “revolución libertadora”, que acabó con la dictadura de Perón en 1955 para instaurar otra “cívico-militar”, tuvo en Jorge Luis Borges uno de sus principales valedores. Entre los beneficios que ese apoyo le reportó están la dirección de la Biblioteca Nacional y una cátedra de Literatura Inglesa y Norteamericana en la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires. Borges, que carecía de títulos oficiales (no había terminado el bachillerato) explica así las circunstancias de su nombramiento: “Los demás candidatos habían enviado cuidadosas listas de sus traducciones, sus publicaciones académicas, sus conferencias y otros logros. Yo me limité a la siguiente oración: ‘Sin saberlo, me he venido preparando para este cargo a lo largo de toda mi vida’ Mi llana exposición fue exitosa. Fui contratado y pasé diez o doce años felices en la Universidad”.
            Gracias a la minuciosa reconstrucción filológica de Martín Arias y Martín Hadis tenemos la ocasión de asistir a las clases de Borges en el trimestre que abarca de octubre a diciembre de 1966.
Nos imaginamos el asombro de los alumnos oficiales (poco a poco fueron asistiendo también, como simples oyentes, muchos admiradores) ante aquel raro profesor. Algunos decidieron grabar las clases y luego transcribirlas. Se han perdido las cintas, que probablemente fueron regrabadas, pero se han conservado las transcripciones y otros apuntes. Que no eran muy duchos esos alumnos ni entendían muy bien la dicción de Borges nos lo indica, como señalan los editores, que la mayoría de los nombres propios resultaban irreconocibles y muchas citas aparecían grotescamente deformadas, Baste un ejemplo. “Walt Whitman, un cojo, hijo de Manhattan”, se leía. El texto original, en Hojas de hierba, no dice “un cojo”, sino “un cosmos”.
            Las veinticinco lecciones de este curso de literatura inglesa ocupan más de cuatrocientas páginas y constituyen, sin duda, la obra más extensa de Jorge Luis Borges. Muy probablemente, él no habría autorizado su edición, pero los admiradores del escritor estamos de enhorabuena. Como lo estuvieron sus alumnos de entonces, aunque el nombramiento tuviera mucho de cacicada para premiar favores políticos. Hablando de sus tiempos de profesor, declaró en una entrevista de 1979: “Siempre les aconsejé a mis estudiantes: si un libro les aburre, déjenlo; no lo lean porque es famoso, no lo lean porque es moderno, no lo lean porque es antiguo. Si un libro es tedioso para ustedes, déjenlo, aunque ese libro sea el Paraíso perdido o el Quijote”.
            Borges dictaba sus clases sin ningún tipo de apuntes, citaba siempre de memoria (ya para entonces era ciego). Admira su erudición, la cantidad de datos y de textos que maneja;  no sorprende que a veces se equivoque en una fecha o cite mal. Los editores señalan esos errores en nota, pero han tenido el acierto de no corregir las citas: nos permiten así el placer de ver cómo la memoria de Borges mejora a veces unos versos ajenos.
            Al Borges profesor le gustan las etimologías, sobre todo las que tienen que ver con el inglés antiguo; las anécdotas biográficas; convertir en un cuento, en ocasiones muy borgiano, el argumento de las obras literarias.
            De vez en cuando se permite alguna broma, ciertas digresiones. Se burla de Paul Valery, quien al parecer preparaba borradores falsos de sus poemas para poder venderlos cuando necesitaba dinero. Nos habla de Truman Capote y de A sangre fría para contraponer su procedimiento de escritura al de Shakespeare: “Coleridge pensó que Shakespeare no había observado a los hombres, que no había condescendido a esa baja tarea de espionaje, o de periodismo”.
            Shakespeare, por cierto, es mencionado acá y allá, pero no se le dedica ninguna lección: Borges salta de la Edad Media al siglo XVIII.
           El índice temático y cronológico de las clases, con su subtítulos explicativos --aunque un tanto escondido y sin paginar--, facilita el manejo del volumen: cada lector podrá encontrar con facilidad la lección que le interesara especialmente (no faltará quien piense que Borges se deja llevar en exceso de su pasión por la literatura anglosajona).
           El título del libro resulta inadecuado: Borges profesor no es un estudio de la labor profesoral de Borges (aunque se refiera a ella uno de los prólogos). Como autor debería figurar Jorge Luis Borges y como título Curso de literatura inglesa. No es el único caso de un curso transcrito a partir de las notas de los alumnos, recordemos a Ferdinand de Saussure y su célebre Curso de lingüística general.
            Hay unos pocos escritores de los que no desdeñamos ni el más mínimo escrito ocasional. Borges es uno de ellos. El Borges mayor está en otra parte, ciertamente. Pero en este Borges hablado y profesoral quedan suficientes muestras de su perspicacia lectora y de su inteligencia como para que no convenga perdérselo.