viernes, 30 de noviembre de 2018

Susana Benet, cotidianidad y magia




Don de la noche
Susana Benet
Pre-Textos. Valencia, 2018.

 Susana Benet es conocida principalmente por sus libros de haikus, ese poema-estrofa de origen japonés que ha invadido todas las lenguas occidentales y al que tan propensos son, por su facilidad engañosa, tantos aprendices de poeta, tantos poetas ocasionales.
            El haiku se muestra más propenso a la mixtificación que cualquier otro género poético. Incluso al lector experimentado le cuesta a veces distinguir (recordemos el tan citado haiku de Basho sobre el salto de la rana) entre una nadería y una obra maestra.
            Susana Benet ha conseguido el milagro de que sus haikus resulten inconfundibles. No hay en ellos ningún pastiche orientalizante: se limitan a reflejar su cotidianidad con una mirada distinta; a ver, como quería Blake, el universo en un grano de arena, toda la belleza del mundo en un tiesto con flores.
            Cuando no escribe haikus, Susana Benet conserva el espíritu sugerente y minimalista de sus diecisiete sílabas. No hay apenas anécdota en los breves poemas de Don de la noche, solo una mirada asombrada y sabia sobre la realidad de todos los días.
            Leves acuarelas paisajísticas parecen muchos de estos poemas. “Impresión de la mañana” se titula el primero de ellos: “Están rotas las nubes. / Un manto desgarrado cubre el cielo. / Las ramas de los árboles desnudos / atraviesan los pálidos jirones. / Una dulce quietud invade el aire / tras semanas de viento enloquecido. / Las plantas en sus tiestos / parecen dormitar agradecidas / por esa amable tregua / que sumerge las hojas y las flores / en luz apaciguada”.
            Ese “viento enloquecido” lo volvemos a encontrar en el poema “Vientos”, en el que la autora explicita lo que el lector ya había adivinado:  que todo paisaje, como afirmó Amiel, es un estado del alma: “Cerradas las ventanas / se agita en mi interior / otro viento que agita y acelera / el paso silencioso de las horas”.
            Lo mismo podemos comprobar en “Otro día” (“Otro día en que el viento / zarandea las ramas de los árboles…”), cuya segunda parte contrasta con la objetividad descriptiva de la primera: “Parece que ese viento / arranque de mi mente las ideas, / las agite en furioso torbellino / y las aleje de mí como los pétalos / que no llegan jamás a despuntar”.
            La terraza de su casa, ese ámbito a la vez interior y exterior, constituye el escenario de la mayor parte de los poemas de Susana Benet. En el que se titula precisamente “La terraza” nos describe ese pequeño universo, con su “hondo silencio vegetal”, el gato que dormita, las nubes que van cubriendo el cielo, y donde ella, “una mente que observa”, se siente de pronto “un cuerpo extraño”.
            Ese gato que dormita reaparece en varios poemas, acentuando la sensación de interior doméstico. En “Sonora mañana”, poema construido todo él sobre la sinestesia, “traza sobre el aire / la nota musical de su maullido”; en “Gato cazador” –otra mínima maravilla– vigila agazapado la mano que escribe “como si / pudiese alguna letra / saltamontes / alzar de pronto el vuelo”.
            No podía faltar la presencia de la muerte en este doméstico paraíso. “Chaqueta” y “Adormecida” evocan a seres queridos en la ropa que aún les sobrevive o en el recuerdo de una costumbre familiar. Menos anecdótico, pero no menos memorable, resulta “Ausencia”.
            Muchos de lo poemas de Susana Benet parecen hechos de nada, de palabras cotidianas, se resisten al análisis, no acertamos a encontrar dónde está su misterio. El lector apresurado puede ver solo una banalidad, una enumeración de consabidos tópicos en “El día”: “Qué pronto la mañana / se ha convertido en tarde. / En los cercanos árboles / ya palidece el sol. / Llega la noche. / Otro día que pasa / rozándome los ojos, / donde dura un instante / el brillo de la luna”. No hace falta ni una palabra más para reflejan toda la fugacidad y la belleza de la vida, de cualquier vida.
            Hay libros de poemas que no necesitan recomendación ni exégesis, que funcionan –al contrario que tanto arte contemporáneo– sin prospecto, sin excipiente teóricos. Basta abrir Don de la noche por cualquier página  –“Llegada”, “Tu mano entre las flores”– para sentirse seducido por una poesía que acierta a reflejar sin énfasis retórico ni rebuscamientos léxicos, con las menos palabras posibles, la magia, el misterio, el asombro de la cotidianidad.





martes, 20 de noviembre de 2018

Pastiche, parodia y nada



Antología invisible
Rafael Courtoisie
Visor. Madrid, 2018.

La literatura se homenajea a sí misma de muchas maneras. El pastiche es la forma extrema de admiración: un autor escribe con el estilo de otro y trata de mimetizarse con él. Deja de ser pastiche, y se convierte en una falsificación, cuando el nombre del autor admirado pasa del título o el subtítulo (“A la manera de Marcel Proust”) a la firma, como hizo el editor de Bécquer, Fernando Iglesias Figueroa, con su poema “A Elisa”, que llegó a incluirse en las Rimas y muchos lectores aún se saben de memoria  (“Para que los leas con tus ojos grises, / para que los cantes con tu clara voz, / para que llenen de emoción tu pecho, / hice mis versos yo”).
            Cuando se exageran los rasgos del escritor mimetizado, cuando se le caricaturiza, nos encontramos ante la parodia, que a veces puede ser bien humorada (recordemos la eutrapélica Antología apócrifa, de Conrado Nalé Roxlo)  o disparatada y malintencionadamente divertida, como Las mil peores poesías de la lengua castellana, de Jorge Llopis, o esa obra maestra del género que es Vidas improbables, de Felipe Benítez Reyes, donde se caricaturizan no tanto autores concretos como tendencias literarias.
            De la parodia y del pastiche, y también de la invención heteronímica, participa la Antología invisible de Rafael Courtoisie, un poeta uruguayo multipremiado. Quizá el modelo más cercano se encuentra en la Antología traducida de Max Aub, donde se dan cita numerosos poetas inventados precedidos de una breve, e ingeniosa por lo general, nota biográfica.
            El libro de Courtoisie carece de cualquier prólogo que nos ilustre sobre las intenciones del autor.  ¿Qué une estos cincuenta textos, no todos poemas, no todos escritos en español? A una imitación de un poema chino, le siguen unos versos en inglés de un probablemente inventado Clarke Woody. Alternan los poetas inexistentes (que podríamos considerar heterónimos) con los pastiches: inéditos de Paul Celan, Emily Dickinson, Franz Kafka, Juan Rulfo y hasta el propio Courtoisie. A veces se indica en nota al pie algún dato sobre el autor o la circunstancia en que fue encontrado su texto.
            Chesterton afirmó que, al contrario de lo que suele pensarse, “divertido” no es lo contrario de “serio”, sino de “aburrido”. Comenzamos a leer esta Antología invisible con la mejor de las intenciones, pero pronto nos damos cuenta de que no es seria, pero eso no significa que resulte divertida.
            No es seria: bastantes de los poetas apócrifos nacieron en el futuro, en 2036, 2096 o incluso 2387. ¿Hay algún rasgo que diferencia a esos poetas de los actuales? Ninguno. La fecha parece puro capricho. Leamos lo que escribe Juan Carlos Arens, presuntamente nacido en Valencia en 2036; “Apagué la luz / y se encendió el mundo. / La herida de vos / cerró en mí / como un poema. / La última línea / es una cicatriz”. Y uno se pregunta si resulta verosímil que un poeta valenciano escriba “la herida de vos”.
            El capricho parece la única razón para reunir este heterogéneo centón. ¿Por qué el inédito de Bob Dylan, “fragmentos de una canción sin terminar”, está redactado casi todo en español pero con algunos fragmentos en inglés? ¿Por qué el inédito de Emily Dickinson, encontrado entre las páginas de un libro viejo, en manuscrito de la propia autora, aparece en español mientras que el de Virginia Woolf está en inglés? ¿Qué pintan un presunto fragmento más o menos teórico de Todorov o unos párrafos de un supuesto cuento de Juan Rulfo?
            Pronto el lector deja de tomarse en serio estos ejercicios de taller, con mucho de broma privada, que el autor amontona de cualquier manera en una obra que parece solo destinada a ganar uno de tantos devaluados premios literarios como publican las editoriales españolas. Ni siquiera tiene gracia escuchar a Donald Trump disparatar sobre el asesinato de Kennedy.
            No quiere eso decir que no haya algunos fragmentos no desdeñables en este estropicio. “Silvia Plath lee un poema de Vallejo antes de cometer suicidio”, si prescindimos del título y de los dos primeros versos, es un conmovedor monólogo dramático. Y hay alguna lograda chinería.
            El juego hay que tomárselo, como los niños, muy en serio. Fernando Pessoa atribuyó textos a un centenar de nombres inventados, pero solo fue capaz de crear tres poetas, cada uno con su estilo, con su biografía, con su manera de ver el mundo: Álvaro de Campos, Alberto Caeiro y Ricardo Reis. Nadie confundiría un poema de uno con el de otro, ni tampoco con los que escribió Pessoa con su propio nombre. Los poetas inventados por Rafael Courtoisie son todos intercambiables, nacieran donde nacieran, hace unos años, un siglo o en un futuro próximo o remoto.
            Antología invisible es un libro que promete lo que no da: una fiesta de la literatura. Es un libro para curiosear en la mesa de novedades y dejar de lado mientras pensamos que hay formas más divertidas de despilfarrar el dinero público o privado que tantos inanes premios literarios.

martes, 13 de noviembre de 2018

Emilio Carrere, el último poeta



Son de bohemia
Emilio Carrere
Edición de Rafael Inglada
Sevilla. Renacimiento, 2018.

 ¿Qué tienen en común el olvidado poeta modernista Emilio Carrere y el novísimo Leopoldo María Panero, considerado por buena parte de la crítica como “el último poeta”, el que llevó al extremo las exigencias de la modernidad? Aparentemente nada, salvo alguna coincidencia anecdótica: Carrere salvó su vida durante la guerra civil internado en un manicomio –así se decía entonces– y fingiéndose loco. Pero ambos encarnaron –durante el primer y el último tercio del siglo XX– el mito del poeta, del verdadero poeta, del que no renunciaba a sus ideales para adaptarse a las exigencias de la sociedad burguesa.
            Emilio Carrere nació en 1881, el mismo año que Juan Ramón Jiménez, y como él se inició en un tardío romanticismo antes de ser deslumbrado por Rubén Darío. Tras un titubeante primer libro, titulado precisamente Románticas, alcanza su temprana madurez con El Caballero de la Muerte, de 1909, aunque aumentado en sucesivas ediciones. No se moverá de la manera de hacer de ese libro, que se inicia con un autorretrato a la manera de Manuel Machado (“Yo soy un hombre triste, altivo y solitario / a quien brinda la luna su ajenjo visionario”) y que incluye el poema que pronto le haría popular, “La musa del arroyo”.
            Al contrario que Juan Ramón Jiménez, Emilio Carrere no abandonó nunca su estética inicial. Muy al contrario, insistió una y otra vez en ella porque sabía que esos ritmos y esos temas, escandalosamente revolucionarios en el fin de siglo, se habían convertido en lo que la mayoría de los lectores –los de la difundida Blanco y Negro, por ejemplo, la revista que mejor pagaba sus versos– consideraba la auténtica poesía, la poesía de siempre, frente al arte de los años veinte, más dirigido al cerebro que al corazón.
            Emilio Carrere volvió una y otra vez en sus versos al tema de la bohemia y él mismo quiso aparecer como “el último bohemio”. Siempre vistió como un personaje de Murger, el autor de Escenas de la vida bohemia, con su chalina, su capa y su pipa y su rechazo de los convencionalismos burgueses. En realidad, era un empleado del Tribunal de Cuentas –uno de esos empleados que se limitaban a cobrar sin aparecer por el trabajo– y un profesional de la literatura, de colaboración asidua en todas las revistas de la época y en las colecciones de novelas cortas tan abundantes en esos años.
            Son esas escenas de la vida bohemia, falsamente autobiográficas en la mayor parte de los casos, lo que se lee hoy con más gusto de la poesía de Carrere. Muchos de sus poemas están dedicados, a la manera de Fernando Fortún, a los viejos cafés. En “Crónica y responso a los cafés románticos” hace aparecer a los escritores de su generación: “Bohemia del año diez: chambergo, pipas, / melenas y pergeños arbitrarios; / en honor de Rubén se quemaba un incienso / de exaltación y ensueño en todos los cenáculos”. Junto a los olvidados que tanto juego dieron en Lucen de Bohemia y en las evocaciones de Juan Manuel de Prada, nos encontramos al Valle-Inclán de las “melenas merovingias”, a Azorín con su monóculo y su paraguas rojo, a Baroja “huraño y con su barba rala / y atestado de libros el tabardo”.
            Buscaba Carrere escandalizar y por eso uno de sus poemas se titulaba “Elogio de las rameras”, denostada profesión que practican la mayor parte de las protagonistas femeninas de sus versos.
            Emilio Carrere, leído hoy, es un poeta pintoresco y menor, que tuvo un discípulo inesperado en el Baroja de Canciones del suburbio.  Muchos de sus romances, como “Café de artistas” (“Viejo café solitario / de artistas, en donde suenan / los románticos sollozos / del final de La Bohemia…” ) se caracterizan por la misma algo destartalada y asordinada melodía que los epigonales poemas del novelista que tanto irritaron a Pedro Salinas.
            Son de bohemia, antología preparada por el poeta Rafael Inglada, rescata algunos de los poemas de Emilio Carrere con los que más benévolo se ha mostrado el paso del tiempo: “Autorretrato”, “La capa de la bohemia”,  “Estampa tragicómica del Rastro” o “El Barrio Alto de Lisboa” (“recodos tenebrosos en donde acecha el crimen” sobre “la blanca ciudad de las palmeras / y de los escondidos jardinillos fragantes”).
            Incluye también otros, que son simple curiosidad, como los tres poemas publicitarios dedicados al jabón Heno de Pravia o los que muestran la fidelidad hasta el final de Carrere a los modelos estéticos de su juventud. “El desfile de la victoria” recrea la rubeniana “Marcha triunfal” (“¡De nuevo los arcos triunfales! / ¡De nuevo la gloria nos brinda sus frescos laureles!”) para homenajear a los vencedores de la guerra civil. “París, bajo la svástica”, escrito en 1940, reescribe sus “Glosas de la guerra”, publicadas en 1916 en Dietario sentimental; incluso repite un verso: “Lutecia, la loca sirena, presiente su trágico fin”.
            Sobran poemas de esta antología y se echa en falta alguno, como la humorístico “Divagación pintoresca” (“Haré un libro serio, adecuado / a mi edad, a mi calva y a mi tripa: / La moral y la nave del Estado / o El arte de fumar en pipa”) o “La noche en la ciudad”, que rehúye cualquier pintoresquismo: “La noche de la Nada / debe de ser así de negra y desolada”.
            La popularidad de Carrere, su carácter emblemático de una manera de entender la poesía, desapareció en los años treinta, aunque en su última etapa (murió en 1947) recibieran los honores correspondientes a su fervor franquista. Se le sigue recordando como cantor de la bohemia y del viejo Madrid. Este volumen nos recuerda, que entre mucha caediza hojarasca, fue capaz de escribir algunos versos pintoresca o emocionadamente memorables.

viernes, 9 de noviembre de 2018

Lo que queda de Oliverio Girondo



Oliverio al alcance de todos
Oliverio Girondo
Trampa Ediciones. Barcelona, 2018.

Cuando se publicaron los libros de Sabato en Italia, llevaban una faja que decía: “El rival de Borges”. Al enterarse Borges, respondió malicioso: “Qué curioso. Los míos no indican el rival de Sabato”.
            El rival de Borges no fue nunca Sabato, sino Oliverio Girondo, de quien ahora se publica en España su poesía completa con el título –que se presta a equívoco, como el prefacio de Luis de Bergara– de Oliverio al alcance de todos. Luis de Bergara nos cuenta la vida de Oliverio Girondo, desde el final hasta el principio, como si fuera el propio Girondo quien la contara; al no ir adecuadamente firmada esa “Girovivencia” más de un lector se llamará a equívoco.
            Durante los años veinte y primeros treinta, Borges y Girondo se disputaron el liderazgo de la nueva poesía argentina, la que seguía la estela del ultraísmo y las vanguardias europeas. El triunfo fue para Girondo, que contaba con todas las bazas a su favor: típico representante de la oligarquía argentina con gran sentido de la autopromoción, se educó en Inglaterra y Francia, pasaba la mayor parte de su tiempo viajando por Europa,  y le gustaba ejercer de mecenas –a su cargo estuvo la revista Martín Fierro– y de elegante y generoso anfitrión.
            La personalidad arrolladora de Girondo –un poco parecida a la de Victoria Ocampo– pareció opacar a la de Borges y contribuyó sin duda a su temprano desdén por las vanguardias y al apartamiento de lo que no tardó en llamar “la equivocación ultraísta”. Hubo quizá algo más, una derrota más humillante. Oliverio Girondo se casó con Norah Lange, una amiga de Borges de la que al parecer este estaba enamorado. Edwin Williamson, en su minuciosamente delirante biografía del autor de El Aleph, dedica bastantes páginas al enfrentamiento entre Borges y Girondo e incluso llega a sostener –con peregrina argumentación– que casi la totalidad de los versos, relatos y ensayos que Borges escribió a lo largo de su vida no son más que un largo lamento por la pérdida de Norah Lange.
            Las opiniones de Borges sobre quien fue su principal rival en los años más vulnerables no pueden resultar menos favorables. En el libro que le dedicó Bioy Casares, encontramos abundantes muestras. En 1956, habla de que Gómez de la Serna, “en un rato puede escribir toda la obra de Girondo”. Al año siguiente (por estas fechas Girondo trata de recuperar protagonismo con la publicación de En la masmédula), comenta que cierto escritor tenía fama de ocurrente y que Girondo aspiraba a esa fama “solo que a él no se le ocurre nada, salvo plagiar a los demás diez años después”. En 1963, cuando Girondo publica sus últimos poemas, dictamina que en toda su vida “ha escrito una sola línea memorable”.
            Queda claro que, en el enfrentamiento entre Borges y Girondo por el liderazgo de la vanguardia argentina, el primer combate lo gano Girondo, pero la victoria final fue de Borges, quien nunca dejaría de burlarse y de menospreciar a su rival.
            Oliverio Girondo fue, ante todo, un personaje. También fue un poeta, un poeta menor si se quiere, pero un poeta. Leída ahora en conjunto su breve obra podemos comprobar que los libros que le dieron fama tienen la pátina de su tiempo, un encanto un tanto arqueológico. Se salvan por los rasgos de humor y disparate –muy en la línea de la literatura “deshumanizada”, por aplicar la terminología de Ortega–. aunque pueda resultar fatigoso el continuo recurso a la greguería.
            Veinte poemas para ser leídos en el tranvía se publicó en París en 1922, con ilustraciones del autor que ahora se reproducen. Es un libro de anotaciones viajeras, de postales turísticas en las que se trata de dar la vuelta al tópico, un poco a la manera de Paul Morand. Calcomanías, de 1925, se publicó en España y a ella se circunscribe el poeta viajero. En un ejercicio de relaciones públicas, cada poema está dedicado a una figura ilustre del momento: Enrique Díez-Canedo, Eugenio d’Ors, Ortega y Gasset, Ramón Gómez de la Serna, precedidos siempre de un respetuoso “don” que disuena del pretendido aire anticonvencional del conjunto. Uno de los poemas reescribe en clave vanguardista “El tren expreso” de Campoamor y el más extenso trata de ser una personal crónica en prosa de la semana santa sevillana. Fatiga un tanto el esfuerzo por ser original en las imágenes, pero todavía nos hace sonreír algún acierto, como cuando concluye “Calle de las Sierpes” con estos versos: “Cada doscientos cuarenta y siete hombres, / trescientos doce curas / y doscientos noventa y tres soldados, / pasa una mujer”. Calcomanías fue reseñado sin mucho entusiasmo por Benjamín Jarnés en Revista de Occidente.
            El libro de más éxito de Girondo, Espantapájaros al alcance de todos (de ahí procede el título de esta recopilación), se publicó en Buenos Aires el año 1932. Para su lanzamiento se organizó un peculiar despliegue publicitario, como un gran fin de fiesta de la vanguardia. Se trata un conjunto de pequeños relatos de humor disparatado que aún conservan buena parte de su gracia. Entre ellos, hay un poema enumerativo (“Se miran, se presienten, se desean”) que hizo famoso la cantante Nacha Guevara.
            El siguiente libro, Persuasión de los días, no apareció hasta 1942, cuando ya los tiempos eran otros. Es el más intimista  y el más verdadero de su autor. Ya no pretende “epatar” ni ser más moderno que nadie. El personaje trabajosamente construido deja paso a la desolación, a la gratitud y a la piedad. Renunciando a estar en primera línea, anticipa Girondo la poesía que vendría después, la de las Odas elementales de Pablo Neruda, por ejemplo. Menos afortunado se muestra en Campo nuestro, de 1946, un canto a la pampa argentina. Arrepentido de este retorno al orden, quiere volver a encabezar la rebelión vanguardista y en 1953 publica En la masméduta, para muchos –entre los que no me cuento– su obra maestra, una mezcla del Vallejo de Trilce y los jugueteos del postismo español –que quizá no conocía– sin mayor interés: “Sombracanes / pregárgolas sangías / canes pluslagrimales / entre bastardos roces contelúricos de muy ausentes márgenes”.
            Lo que queda de Oliverio Girondo es su rechazo de lo sublime y lo pomposo, unas notas de humor y un puñado de poemas, casi todos ellos incluidos en Persuasión de los días, como los dispares  “Aparición urbana”, “Rebelión de vocablos” o “Gratitud”.
           
           
           

jueves, 1 de noviembre de 2018

Andrés Neuman, prensar el sentimiento



Vivir de oído
Andrés Neuman
La Bella Varsovia. Madrid, 2018.

Tras sus comienzos como poeta, a finales de los noventa, Andrés Neuman pronto destacó en otros géneros que le dieron mayor popularidad: la novela, el relato, el microrrelato y el aforismo.
            Como novelista, logró con El viajero del siglo una obra de largo aliento –a la manera de Thomas Mann– que le permitió, sin dejar de ser un escritor de culto, competir con los autores de best seller.
            Recién cumplidos los cuarenta años, Andrés Neuman, nacido en Buenos Aires, afincado en Granada– resulta sin duda el autor más destacado de su generación, el más culto y cosmopolita, el más capaz de dedicarse con igual acierto a los diversos géneros literarios.
            Casi todos los grandes prosistas tienen su inicio en la poesía –ahí están los casos de Julio Cortázar, Francisco Umbral o Ignacio Aldecoa–, pero luego lo habitual es que la dedicación poética desaparezca o se convierta en una actividad casi secreta que solo reaparece póstumamente y como curiosidad (la mejor poesía de Cortázar, Umbral o Aldecoa está en su prosa, no en sus versos). Andrés Neuman constituye una excepción: tras unas tempranas poesía completas, Década (2008), ha seguido publicando poesía con regularidad, aunque esos nuevos títulos quedaran opacados por otros más propicios a la promoción editorial.
            Como poeta, Andrés Neuman ha ido tendiendo cada vez a un minimalismo conceptual, a una poesía que no prescinde de la emoción ni de la anécdota, pero que procura no enfatizar la primera, desdibujar la segunda y decirlo todo con las menos palabras posibles, confiando en el lector atento y eludiendo deliberadamente al lector apresurado.
            “Ocho, etcétera” se titula el primer poema memorable del nuevo libro. Es una elegía, un recuento de familiares y amigos que ha ido quedando en el camino. El tema se presta como ningún otro a los trémolos de la falacia patética. Andrés Neuman lo reduce a una escueta lista, sin apenas adjetivos, sin énfasis, pero con una sorpresa lingüística en cada frase, comenzando con  el “ataúd camarada en el patio escolar” y siguiendo con el “abuelo jardinero elevado a raíz”. Léxico cotidiano, pero lenguaje irracional para enumerar acontecimientos tan naturales como incomprensibles.
            Algunos de los aludidos en este poema reciben después una elegía personal y en la dedicatoria aparecen con nombre y apellidos. El “maestro descifrando su oxígeno con lupa” es el poeta argentino José Viñals, al que se dedica “Le regalé una lupa a mi maestro”; el “amigo que disuelve su silueta / masticando el teléfono” es Eduardo García, el poeta cordobés fallecido en 2016, cuyas poesías completas fueron precisamente editadas y prologadas por Andrés Neuman.
            Muy representativo del pudor sentimental del autor es la aparente frialdad con que vuelve, en el poema “Inventos a los que llegamos tarde”, a la que sin duda fue la más dolorosas de las pérdidas que se recuentan en “Ocho, etcétera”.
            No es fácil entrar en este libro, escrito por un poeta que detesta lo convencionalmente poético y que parece rechazar deliberadamente a cierto tipo de lectores. Por eso quizá convenga comenzar la lectura por los poemas menos conceptuales o por los que menos emborronan la anécdota que le sirve de punto de partida. “Retablo con chica corriente” recrea un tópico iniciado por Baudelaire  en el soneto “À une passante”, solo que en este caso la desconocida de la que fugazmente nos enamoramos está sentada frente a nosotros en un transporte público y no tiene en principio nada de extraordinario, salvo “su forma exacta de tomar asiento, / su quietud de paréntesis, / el resplandor digamos de retablo / en torno a su cabeza despeinada” y otros pequeños detalles que se enumeran con precisión y sorpresa verbal: “el tenue titubeo en la sandalia”.
            Hay poemas que aluden a la dictadura argentina (“Penúltima derrota frente al mar del Sur”), a sus antepasados judíos (“Flashback en Praga”), y en todos ellos se nota el esfuerzo del autor por no ser demasiado explicito ni obvio, de acuerdo con la poética enunciada en “La otra vía”: “Un poema no acude / a un solo andén. // En la estación que sabe demasiado / lo que quiso decir // descarrilan los trenes”.
            Y algún tren descarrilla en este libro, aunque quizá no por saber demasiado, sino por exceso de síntesis y abstracción, de telegrama y nebulosa. Pero son más los otros: “Mínimas miserias de la puntería” (que a mí me trae a la memoria un poema de Antonio Machado y otro de Dámaso Alonso), “Zoología de bolsillo”, vuelta de tuerca a los animales moralizantes de los fabulistas, o el paisaje esencial descrito en “Desierto con gorra”. También hay memorables, y nada convencionales según norma del autor, poemas de amor en la segunda parte del libro.
            Acá y allá, de entre los versos podemos extraer algún aforismo, género del que también Neuman es maestro: “lo frágil / es un gimnasio donde cada alma / multiplica la fuerza que comparte”. Pero tiene buen cuidado de no incurrir demasiado explícitamente ni en la greguería ni en lo sapiencial.  
            El título, Vivir de oído, juega con la expresión “tocar de oído”, aplicada a los músicos que no saben leer una partitura. La partitura de la vida no nos enseñan a leerla en ninguna parte y por eso todos “vivimos de oído”.
            Andrés Neuman, maestro en tantos géneros literarios, confirma con este libro que sigue siendo uno de los poetas esenciales de su generación.