jueves, 28 de marzo de 2024

La educación sentimental

 

Ángeles Mora
Quién anda aquí
(Poesía reunida 1982-2024)
Tusquets. Barcelona, 2024.

El tiempo juega unas veces a favor de las obras literarias y otras en contra. En el caso de Ángeles Mora, ha jugado a favor. Sus primeros libros, publicados en los años ochenta, apenas si fueron tenidos en cuenta en la algarada polémica que causó el grupo granadino de “la otra sentimentalidad”, capitaneado en un principio por Álvaro Salvador y muy pronto por Luis García Montero, que fue quien se alzó con el santo y la limosna de las revueltas poéticas de entonces. El mentor intelectual del grupo era Juan Carlos Rodríguez, catedrático y teórico marxista de literatura que hizo hincapié en la historicidad, no solo de la poesía, sino muy especialmente de los sentimientos, considerados eternos, que suelen expresarse en ella.

            La importancia de Juan Carlos Rodríguez en Ángeles Mora fue algo más que intelectual. A él se le dedica “Un largo adiós”, la sección final de Soñar con bicicletas, su último libro, y es el protagonista, explícito o implícito, de buena parte de su poesía, fundamentalmente amorosa.

            En los ochenta, Ángeles Mora parecía una poeta menor, con las características atribuidas tradicionalmente a la poesía femenina: sentimentalismo, delicadeza, arte menor. “Fue entonces / cuando te posaste llorando / en la mejilla-rosa del parque”, leemos en los versos finales de su primer libro, Pensando que el camino iba derecho. Pero ya desde sus comienzos, lo que parecía convencional confesionalismo, iba acompañado de un rasgo culturalista –la abundancia de citas explícitas e implícitas-- que la emparentaba con la renovación novísima. Esas referencias procedían tanto de la llamada alta cultura como de la cultura popular. Si el libro inicial tomaba su título de un verso de Garcilaso, el segundo lo hacía de una zarzuela: La canción del olvido. Y a las referencias literarias y musicales se añaden las cinematográficas, que le ayudan –según ha declarado en reciente entrevista-- “a decir más con menos y a crear un clima emocional, una complicidad con el lector”.

En el poema “Casa de citas” se ha referido Ángeles Mora a esa costumbre suya de apoyarse en textos previos: “Durante algunos años / padecí ‘mal de citas’. / Mis poemas / iban acompañados de ilustres firmas (casi siempre varones: / ellos son más famosos / y saben fatigar las librerías)”. Poco a poco fueron apareciendo también escritoras (Emily Dickinson es una presencia constante) y desaparecieron las dudas sobre si esos apoyos obedecían a “complejos de mujer”. Eran solo un intento “de no borrar las huellas”.

            El tiempo ha jugado a favor de Ángeles Mora y ya no tiene que pedir disculpas, como parecía antes, por escribir como mujer. Todo lo contrario, ese es hoy uno de sus principales atractivos. Consciente de ello, acentúa el carácter reivindicativo de sus versos. Lo hace a veces con sutileza, como en “Vivir en tercera persona”, y otras con mayor explicitud, como en “La soledad del ama de casa” o en los versos de “Noche y día”: “Nunca quise hacer ganchillo, / prefería leer el periódico / o escribir garabatos a la luz de la lámpara. / Los hombres no barrían la casa, / mis hermanos entraban poco en la cocina”. Resulta preferible la primera opción.

            Ángeles Mora es poeta del amor y de la memoria más que de la reivindicación feminista o política. Para ella “el poema no es un juego, / no es un jeroglífico”, pero tampoco un directo desahogo del corazón: “hay que darle la vuelta / a las palabras, saber / que viven entrelíneas, / que se muerden la lengua”. Por eso titula “Ficciones para una autobiografía” su libro más memorialístico. La verdad notarial no es siempre, en literatura casi nunca, la verdad más verdadera.

            Quien anda aquí reúne más de cuarenta años de dedicación poética. A pesar de un progresivo enriquecimiento formal y temático, sorprende la coherencia: el volumen se puede abrir por cualquier página y muy pronto nos seduce su música, su dolorido sentir, la sabiduría con que va entrelazando con los propios versos ajenos o tomándolos como punto de partida, sea en la cita preliminar o en el título: “Todo más claro”, “Sombra del paraíso”, “Huésped eterno del abril florido”, “El tercer hombre”.

            Hay en sus versos música de tango (“Un tango arrastra / mi corazón / amor / sin mirar si hace daño”) o de bolero: “Comentaste / (no es reproche, es elogio, / me advertías) / que aquellos versos míos / arrastraban un aire de bolero”.

            También hay onirismo, compromiso (“Imágenes para una exposición”), atmósferas cinematográficas (“El tren de la noche o El desino se divierte”), estampas de posguerra y una invitación a vivir con plenitud el instante que pasa y que no vuelve. Entre tantos adioses y lúcidas melancolías, destaca un poema como “El rincón del gourmet”, tan próximo a las odas elementales nerudianas: “Una pizca de sal. / un poco de vinagre / balsámico, / un toque alegre / de pimienta. / El tacto / cuenta y el color / anima. / Basta un guiño / agridulce, / una roja / granada / desgranándose / sobre el verde / lecho de la vida. / No olvides / el dorado aceite / que todo lo liga y despierta / las buenas sensaciones, / oscuras, / luminosas. / Apaga la ventana, / amor, / cierra la luz, / abre la boca”.



             

martes, 19 de marzo de 2024

Baile y revolución

 

Janet Riesenfeld
Bailarina en Madrid
Edición de Amparo Martínez Herranz
Traducción de Aurora Rice.
Espuela de Plata / Prensas de la Universidad de Zaragoza. Sevilla, 2024.

Con un “Prólogo de obligada lectura” –así se titula-- comienza Janet Riesenfeld su libro Bailarina en Madrid, publicado en 1938 y ahora por primera vez reeditado y traducido al español. Preceden a ese prólogo tres ensayos de Julián Casanova, Agustín Sánchez Vidal y Amparo Martínez Herranz que a pesar de su interés constituyen, como las palabras preliminares de la autora, otros tantos escollos antes de adentrarnos en una historia verdadera que no ha perdido nada de la gracia ni de la frescura con que fue escrita. Conviene empezar a leer por la página 77, con el relato de cómo pierde, por pocos minutos, el último tren de París para Madrid. Es la mañana del 19 de julio de 1936. Comienza así su odisea para llegar a la capital de España, donde está contratada por una compañía de baile flamenco y la espera su prometido.

            Janet Riesenfeld tenía veintidós años cuando empieza su aventura española. Nacida en Nueva York, hija de una ilustre familia de músicos, a esa edad ya había tenido tiempo de viajar por Europa, aprender cuatro idiomas, ejercitarse en el baile, enamorarse apasionadamente de un joven español que había ido a Hollywood a probar fortuna en el cine, de olvidarse de él, de casarse con otro, de reencontrarlo en México y volverse a enamorar, de iniciar los trámites de divorcio. La razón de su viaje a España en ese año que pronto pasaría a la historia es doble: por un lado, ha sido contratada por Miguel Albaicín para bailar en su compañía; por otro, pretende casarse con su primer amor, Jaime Castanys, que ahora, abandonadas las ambiciones como actor, se ha convertido en empresario.

            El tren la deja en Hendaya y allí fallan todos sus intentos de cruzar la frontera, aunque en uno de ellos logra pisar tierra española en Vera del Bidasoa: “Para llegar había que subir una montaña, en cuya cima se encontraba el primer puesto fronterizo de la zona. Aquí, en la mismísima cumbre, había una taberna con un balcón desde donde se contemplaba la belleza sombría y primitiva de los valles vascos”. Los aburridos guardias, que estaban allí como olvidados del mundo, los permitieron pasar, pero en Vera la recepción fue muy distinta: “Dos guardias jugueteando con sus pistolas nos dejaron bien clarito que teníamos que marcharnos y deprisa”. Al volver a la taberna fronteriza, comprueban que no son los únicos que abandonan España: “Mientras bebíamos sidra helada, nos sorprendió el sonido de un coche que subía la cuesta a toda velocidad. Debía de ser conocido o esperado, porque en seguida salieron todos a ponerse junto a la carretera, puño en alto, gritando emocionados”. Se trataba de Pío Baroja, a quien la autora define como “el gran autor radical español”.

            Bailarina en Madrid pretende ser un alegato en favor de la República, que todavía no había sido derrotada cuando el libro se publica, pero eso es lo que menos importa al lector actual. Resulta fácil encontrar algunas ingenuidades en la descripción de la situación política de entonces. Al llegar a Barcelona, le pregunta a uno de los jóvenes que la han traído desde Portbou si no querría quedarse unos días para conocer la ciudad. Dijo que no, que llevaba dos meses casado y quería regresar pronto. “¿Su mujer es española?”, “Oh, no, señorita. Prefiero casarme con una de cualquier nacionalidad antes que española”, “¿Pues qué nacionalidad tiene?”, “Es catalana”. Pero la guerra, según la joven bailarina, había acabado con esas diferencias y todos los pueblos de España habían olvidado sus diferencias para luchar contra el fascismo, del mismo modo que todos los partidos demócratas –de la FAI al Partido Socialista-- “unieron sus manos en un objetivo común y un frente único”. 

            Al simplismo del análisis político, se contrapone la fidelidad con que nos refleja el ambiente de los primeros meses de la guerra, primero en Barcelona, luego en Madrid, que por un tiempo sigue siendo “la ciudad alegre y confiada”, para decirlo con el título de Benavente. Son los días en que la revolución, con su caótica mezcla de heroísmo y barbarie, se adueña de las calles, cuando incluso los republicanos moderados sienten que sus vidas están en peligro y abandonan el país. Janet, que para entrar en España ha tenido que hacerse pasar por corresponsal de guerra, tarda en percatarse del riesgo. Sus amigos son destacados militantes republicanos mientras que su novio, aunque ella tarda en enterarse, es un activo integrante de la quinta columna. Y la familia de Miguel Albaicín, cuya madre es famosa por haber sido modelo de Zuloaga y aparecer en los billetes, la adopta como una más. Su fascinación por el mundo gitano es semejante a la de los viajeros románticos.

            Terminado el relato, es el momento de completar la lectura con los ensayos preliminares. “Madrid 1936”, de Julián Casanova, sintetiza muy bien como fueron los primeros meses de la guerra en la capital de España, cuando las distintas milicias camparon sin control, los meses de los paseos y de los asesinatos de Paracuellos, pero también los de los bombardeos indiscriminados y el heroísmo revolucionario, que impidió a los sublevados tomar la ciudad a pesar de que contaban, dentro de ella, con buen número de simpatizantes, la llamada quinta columna. Agustín Sánchez Vidal, en “Locuras españolas”, nos habla de la fascinación por lo hispano que caracteriza a los Estados Unidos de principios de siglo XX y que explica tanto la fundación de la Hispanic Society como el que una adolescente neoyorquina se convirtiera en una bailarina flamenca. Amparo Martínez Herranz nos cuenta la continuación de la fascinante novela que fue la vida de Janet en los muchos años que le quedaban por vivir (nacida en 1914, no moriría hasta 1998). Trabajó en México como actriz y bailarina, pero su verdadero camino lo encontró como guionista de cine. Se casó con Luis Alcoriza, actor, guionista, director, y colaboró con Buñuel y García Márquez. Ella se dedicó a los trabajos más alimenticios mientras permitía brillar a su marido en producciones cinematográficas más arriesgadas. Lo común en las mujeres de su tiempo.

            Este libro la rescata como una figura excepcional, tan seductora para los lectores de hoy como lo fue en el Madrid todavía esperanzado de los primeros meses de la guerra civil.

jueves, 14 de marzo de 2024

La escritura del tiempo

 

Ana María Moix
Conversaciones en el tiempo
Amarillo Editora. Madrid, 2024.

El tiempo, gran escultor titula Marguerite Yourcenar uno de sus libros. También podríamos decir “gran escritor”, un escritor que nunca se cansa de dar nuevos retoques a las obras literarias. Por eso, muy acertadamente, se ha titulado Conversaciones en el tiempo la recopilación –aumentada-- de Veinticuatro por veinticuatro, la recopilación de entrevistas que Ana María Moix publicó en 1973. Entonces constituían el mejor reflejo de aquella Barcelona del final del franquismo que se había convertido en capital modernidad. Eran los años del boom, de la irrupción novísima, del combate contra el acartonado realismo de posguerra o la literatura de “la berza” (ese calificativo despectivo se emplea varias veces, en especial contra Alfonso Grosso).

            Parafraseando a Stefan Zweig (y a Fernando Vela), estas entrevistas llevaban el título de “Un día en la vida de…” y pretendían seguir a un personaje conocido durante veinticuatro horas. No solo figuran escritores, pero los escritores son mayoría. Hay un maestro, Josep María Castellet (inicia el libro una humorística crónica social cuando se le concede un lucrativo premio de ensayo), y un empresario, Oriol Regàs (creador de Bocaccio, el lugar de encuentro de la que se llamó la gauche divine), que fue algo más que un empresario, el ideólogo de una nueva manera de entender el ocio y la cultura.

            Pero el tiempo --ha pasado más de medio siglo desde que fueron escritas-- le ha dado un nuevo sentido a estas crónicas que no desdeñan el humor naíf ni cierta frivolidad. En una de ellas, acompaña la autora a José Donoso, a su mujer y a su hija hasta la casa que se está construyendo en Calaceite. A medio camino, la niña “coge el volante con sus pequeñitas manos y casi termina ahí este reportaje. Frenazos. Insultos del conductor que venía de frente y que por lo visto es de la opinión de que los niños de tres años no deben conducir por la carretera”. Más adelante, otra anécdota sorprendente: “La niña, que se quedó jugando en el pueblo, ha desaparecido. Los Donoso no se inquietan. Ya la traerán”. Esa niña, a la que permiten cualquier peligroso capricho y que no les inquieta se pierde, es Pilar Donoso, que se suicidó a los cuarenta y cuatro años después de publicar un único libro, Correr el tupido velo, donde desvelaba toda la turbiedad de una vida familiar que desde fuera parecía idílica.

            Ana María Matute, en 1971, nos habla largamente de un libro que está a punto de terminar y que considera su obra maestra, Olvidado rey Gudú. Ni ella ni los lectores de entonces podían suponer que no aparecería hasta 1996 porque antes tendría ella que atravesar un largo tiempo fuera del tiempo.

            Jaime Gil de Biedma y Ángel González son los únicos autores que se salvan de la crítica feroz a la poesía social por parte de los nuevos poetas, según Ana María Moix. Gil de Biedma no parece tener, en cambio, muy buena opinión de los novísimos, a pesar de que la entrevistadora fuera uno de ellos: “La antología está presentada como un intento de renovación, y la verdad, es una continuación lamentable. No rompe con nada anterior, la poesía de los novísimos sigue siendo tan provinciana como antes”. Cuenta “con humor y teatralidad” divertidas anécdotas de su vida en Filipinas. Hoy, después de leer el diario póstumo, esas anécdotas no nos parece que fueran tan divertidas.

            De la entrevista con Ángel González, nos sorprende su repetida alusión “al cura que lleva dentro”, a su mala conciencia tras una noche de juerga. No falta algún dato autobiográfico al que luego evitaría referirse, En Barcelona, “vivía de mala manera, pero muy feliz, hasta que me enamoré de una chica que vivía en Madrid y la seguí y allí me quedé hasta que me marché a América”.

            La bulimia era una enfermedad que aún no se había inventado y Monserrat Caballé no tiene inconveniente en declarar que, tras los ensayos, siente “un apetito atroz”: “Como y revivo. ¿Cómo voy a privarme de una buena comida?”

            A veces la editora, Ester Vallejo, se siente obligada a hacer algunas aclaraciones en nota. “Cuando a una familia pobre le salía un hijo subnormal, lo ponía a vender cupones en una esquina”, afirma el pintor Joan Ponç, y Ester Vallejo trata de justificar tales palabras indicando que “ese término que hoy nos resulta tan fuera de lugar es el que se empleaba de forma habitual en los años setenta”. No anota, en cambio, la curiosa observación de que Rosa Chacel “habla en perfecto castellano, a pesar de haber vivido tantos años en Sudamérica”. Parece que todavía en 1970, como en tiempos de Clarín, se pensaba que los españoles eran los dueños de un idioma que en América se habría corrompido.

            A Max Aub le entrevista el 1 de julio de 1972. Su obra es extensísima, nos dice, y “si continúa con la vitalidad que demuestra tener hoy, a los setenta años, será interminable”. Antes de acabar ese mes, moría el escritor. Con melancolía y una sonrisa leemos las que quizá fueran sus últimas palabras: “Hoy a la gente le gusta demasiado el fútbol, la televisión, ya no hay tertulias, no se toma café. Sí, sí, tomar café, hacer tertulia, hablar. Hoy solo hay diversión, drugstores. ¿Quién lee hoy los poemas de los demás? Hoy la gente baila, bebe, mira la televisión: no hay tiempo para escribir. Cuesta menos esfuerzo vivir, todo es más fácil, muchas distracciones. Con tantas cosas, ¡quién se sienta a trabajar durante horas y horas, meses y meses, en un libro? Pocos, muy pocos. Con tanta televisión y tanto fútbol, bailes, etc., ¿quién se sienta luego a leerlos?, menos, todavía menos”. O sea, les diríamos a los agoreros de hoy, que no hacía falta que se inventaran las redes sociales para la “decadencia” de la cultura.

           

           

           

 

 

jueves, 7 de marzo de 2024

Misterio sin resolver

 

Roger Chartier
Libro, lectura y cultura escrita
Trama Editorial. Madrid, 2024.

Roger Chartier, leemos en la solapa de este volumen, es profesor emérito en el Collège de France y director de estudios de la École des Hautes Études en Sciences Sociales, además de uno los más reconocidos historiadores del libro, la lectura y la cultura escrita. En el prólogo se nos presenta como “uno de los principales representantes de la Escuela de los Annales” y como “un viajero consumado, un académico que imparte cursos y conferencias en universidades de diversos continentes”, uno de los más cualificados representantes de la “cultura historiográfica francesa”, que demuestra además “un interés voraz por las historiografías de otros países, por las novedades editoriales que aparecen por aquí y por allá, estando al tanto de lo que otros hacen”. No solo un erudito, también un sabio.

            Pero comenzamos a leer Libro, lectura y cultura escrita y apenas si nos encontramos con un capítulo que no contenga una inexactitud o un disparate. En el titulado “Biblioteca”, se la define así: “Tradicionalmente, la biblioteca es una colección de libros y otros textos escritos o impresos que el lector lee en el mismo sitio”, Eso cambiaría con la aparición de la edición digital. Pero cambió mucho antes, con el servicio de préstamo. Del recinto de la biblioteca, solo no pueden salir aquellos libros de especial valor.

Sigamos leyendo: al ser los libros accesibles de forma digital, “la biblioteca podía reutilizar sus espacios, liberándose de sus colecciones, y ya algunas bibliotecas han transferido sus colecciones impresas a almacenes fuera de sus edificios. Evidentemente, se puede pedir un libro, pero ya no está más en la colección dentro de la biblioteca”. Pero toda gran biblioteca, cuyos fondos se amplían continuamente, ha de recurrir a depósitos fuera del edificio primitivo, sin que ello tenga que ver con la edición digital. ¿Puede ignorar eso uno de los más ilustres estudiosos del libro?

Trata luego de explicar “a las instituciones, a los poderes, a los lectores, a los estudiantes” por qué es necesario leer en la biblioteca. Y lo hace señalando que “un texto no es solamente un contenido semántico, sino que siempre fue encarnado, ha recibido un cuerpo”. Traduzco esa obviedad: que una obra literaria la leemos siempre en una determinada edición y que la edición en que la leamos condiciona de alguna manera su contenido. Cierto, ¿pero importa algo que leamos el libro en casa o en la biblioteca?

            No distingue Chartier entre los diversos tipos de bibliotecas –particulares, municipales, provinciales, nacionales, universitarias-- y por eso las defiende como “espacios de sociabilidad, gracias a la lectura de sus obras por los autores, gracias a las conversaciones y debates después de la presentación de un libro”. Se opondría así la lectura en la biblioteca a la “comunicación desmaterializada y ‘descorporalizada’ del mundo digital”. Confunde una biblioteca pública con un centro cultural (pueden coincidir en algún caso) o una librería. Y no solo eso: piensa que los autores que publican sus libros en edición digital, los poetas que difunden sus versos en las redes sociales no pueden leer sus obras en público y charlar con los lectores.

            En el capítulo dedicado a Borges, nos encontramos con una más que peculiar defensa de la “forma material de la obra” frente a su “desmaterialización”, o dicho más correctamente, de la edición impresa frente a la edición digital. Resulta que el más famoso pasaje del Hamlet, no se lee de la misma manera en la edición de 1603 (“To be, or not to be, I there’s the point”) que en la de 1604 (“To be, or not to be, that is the question”), lo que hace que la lógica del monólogo sea “profundamente diferente”. Esas diferencias se borran cuando la obra se “desmaterializa” en la edición digital. Pero también desaparecen en cualquier edición impresa, ya que la forma que adopta como definitiva es la segunda. Solo si se trata de una edición anotada podemos ser consciente de esa versión anterior y resulta que las notas pueden aparecer igual en una edición impresa que digital (incluso puede ser la misma edición escaneada página a página). ¿Acaso cree Chartier que los lectores, cuando leen Hamlet, van a una biblioteca y piden la edición de 1603 y luego la de 1604 para comparar?

            Apenas hay capítulo que no contenga una imprecisión o un disparate, repito. En el titulado “Traducción”, se nos dice que la traducción fue “la primera forma de profesionalización de la escritura”. Durante siglos, los traductores cobraban por su trabajo, pero los autores no. Los autores recibirían ejemplares de su libro, no dinero, ejemplares que podían dedicar a cambio de protección. Confunde Chartier la dedicatoria impresa a un mecenas con las dedicatorias manuscritas de los autores en los libros que reciben del editor. Y aunque para considerar la traducción como la primera profesionalización de la escritura se basa en el Quijote, ignora que Cervantes –como hacían los autores de su tiempo-- vendió el privilegio de editar su obra (parece que por 1400 maravedíes) y que obtuvo un diez por ciento de los beneficios, más o menos lo mismo que un autor actual.

            Libro, lectura y cultura escrita lleva el subtítulo de “Breve diccionario oral”. Invitado por una universidad de Chile, a Roger Chartier se le pidió un libro y él ofreció resumir sus saberes de manera verbal y en forma de diccionario. Los encargados de recoger y transcribir sus palabras fueron Pedro Araya y Yanko González, antropólogos. ¿Explica ese carácter improvisado los desatinos del breve volumen? No debería. Las diversas entrevistas que están en su origen fueron cuidadosamente revisadas y editadas, según se nos explica en el minucioso prólogo. La razón de tales continuos desajustes con la realidad en un universitario del prestigio de Roger Chartier –sus publicaciones están traducidas a muy diversos idiomas, también al español-- constituyen un misterio que yo no soy capaz de resolver.