sábado, 28 de mayo de 2016

Gerardo Deniz, desasosegante sabiduría


Sobre las ies. Antología personal
Gerardo Deniz
Presentación de Fernando Fernández
Fondo de Cultura Económica. Madrid, 2016.

En 1990, Susana Rivera antologa a un grupo de poetas hispano-mexicanos a los que califica, desde el título mismo del volumen, como Última voz del exilio. Se trataba de autores nacidos entre 1925 (Manuel Durán) y 1937 (Federico Patán), coetáneos de los poetas del cincuenta, casi una rama escindida por la guerra de esa generación. Se trata de autores tienen dos tradiciones, que unen dos patrias (una de ellas más soñada que vivida), con una excepción: Gerardo Deniz.
            Gerardo Deniz (1934-2014) se llamaba en realidad Juan Almela. Su padre, hijastro de Pablo Iglesias, fue secretario de Largo Caballero y desde 1936 hasta 1939 representante del gobierno español en la ginebrina Oficina Internacional del Trabajo. En 1942 se instala con su familia en México, donde trabajaría como restaurador de libros antiguos, desentendiendose por completo de cualquier actividad política. Su hijo se educó en colegios mexicanos, al margen de las nostalgias de los exiliados, a los que incluso llegaría a dedicar un áspero artículo: “Funesta influencia de los refugiados españoles sobre las editoriales de México”.
            Desdén con desdén se paga, y la obra poética de Gerardo Deniz –iniciada en 1970, bajo el patrocinio entusiasta de Octavio Paz, con el libro Adrede–, apenas si ha tenido eco en España. La antología Sobre las íes fue preparada en 2002 por el propio autor, pero la editorial española a la que estaba destinada no la creyó de interés. Aparece ahora con el añadido de un poema, “Patria”, sobre las escasas relaciones –más turísticas que sentimentales– de Gerardo Deniz con su país natal.
            Al lector español le cuesta entrar en la poesía de Deniz. Sus lecturas y sus referencias parecen muy otras que la que encontramos en sus contemporáneos españoles: no hay en él ecos de Machado ni de Juan Ramón ni de Cernuda; utiliza el lenguaje coloquial de otra manera, de otra manera el culturalismo. La disposición de la antología, que no respeta el orden cronológico, que deja fuera los textos más ligados a la tradición (como los sonetos gongorinos del primer libro), contribuye a la sensación de extrañeza.
            Gerardo Deniz practica lo que podríamos llamar un expresionismo burlesco; su sintaxis hereda las libertades de la vanguardia; sus referencias culturales proceden, no del mundo del arte (con excepción de la música) o la literatura, sino de la ciencia.
            No es un poeta de lectura fácil; rechaza, como el culterano Góngora, al lector apresurado. Resulta alérgico a lo convencionalmente poética, a la falacia patética; si le parece que eleva el tono demasiado, enseguida nos sorprende con el quiebro de un sinsentido o un apunte humorístico; los finales que prefiere son siempre anticlimáticos.Y los títulos de sus libros ya parecen estar puestos para espantar a cierto tipo de lectores: Gatuperio (1978), Picos pardos (1987), Cuatronarices (2005)
            En el epílogo de Aurelio Martín Nájera (dedicado a los antecedentes familiares del poeta), se nos sugiere que empecemos con el poema último, “Patria”, que oscila entre el capítulo de unas memorias que nunca escribió y la crónica de su único viaje a España. Yo señalaría también el texto anterior, “Congéneres”, que podría figurar en cualquier antología de poemas de amor, protagonizado, lo sabemos en el verso último, por una gata.
            No resulta tan ajeno a la tradición literaria española Gerardo Deniz como pudiera parecer: el feísmo de Quevedo está en él muy presente; del mismo modo que el extenso poema “Noche política” no podría haber sido escrito sin la lección de Valle-Inclán (especialmente su Tirano Banderas). Pero tanto en un caso como en el otro no hay mimetismo alguno: Deniz no gusta de los homenajes obvios ni incurre nunca en el pastiche.
            Como Dámaso Alonso tradujo en prosa las Soledades gongorina, quizá pronto algún aplicado estudioso esclarezca los meandros, las alusiones y las elusiones de los extensos y algo fatigosos, aunque finalmente gratificantes, poemas de Gerardo Deniz. Otros no lo necesitan, pero no por ello resultan menos enigmáticos. Baste un ejemplo, el titulado “Confeso”: “En mi alto armario de luna, / entre el traje de Pierrot y un camisón, / cuelga, de un gancho atornillado en la coronilla, / el esqueleto del significante. / Así concluyó, hace años ya, / una larga antipatía entre él y migo. / (Del significado tengo solo huesos sueltos / en una caja de cartón, sobre la tabla de arriba, / con el vestido de novia de mi esposa / que el jeopardo olfatea.)”
            ¿Encontrará por fin la poesía de Gerardo Deniz entre sus compatriotas la atención que siempre se le ha negado? El esfuerzo de adaptación que requiere su lectura resulta pronto recompensado con la reconfortante aspereza de una dicción ajena a la retórica consabida y una bienhumorada y desasosegante sabiduría.

sábado, 21 de mayo de 2016

César Antomio Molina, el viajero enciclopédico


Todo se arregla caminando
César Antonio Molina
Destino. Barcelona, 2016.

Un título engañoso el del último libro de César Antonio Molina, Todo se arregla caminando, como engañoso resulta el de la serie en que se inserta: “Memorias de ficción”. Tampoco resulta muy precisa la contraportada, que habla de un “gran estilo intergenérico (narrativo, ensayístico, memorialístico, viajero, filosófico y siempre poético), atemporal y universal”. Ni demasiado adecuada la disposición tipográfica, que elimina la separación entre capítulos y finge una obra unitaria en prosa.
            En realidad, nos encontramos ante una nueva recopilación de los artículos viajeros que el autor, destacado gestor cultural, fue publicando en los principales diarios españoles mientras ejercía importantes cargos políticos (director del Instituto Cervantes, ministro de Cultura). Esos viajes, muchos de ellos oficiales, no fueron realizados a pie.
            Como en todas las obras misceláneas, la mejor lectura no es la lineal, de la primera a la última página. En esta clase de libros, conviene empezar por algún lugar que conozco y así podemos comparar nuestra información con la del autor. Mi lectura omienza en Ginebra, paseando por uno de mis rincones favoritos: el cementerio de Plain Palais, donde está enterrado Borges. Muy cerca se encuentra Calvino y al lado mismo de la de Borges la tumba de Crisélidis Réal, “escritora, pintora, prostituta”, según se la define en la lápida. De esta extraordinaria mujer, César Antonio Molina nos ofrece una minuciosa semblanza, con abundantes citas de sus libros. Es su procedimiento habitual. Se trata de un viajero erudito, bien informado, al que le gusta recargar de citas, a menudo poéticas, sus páginas. El mejor guía para los viajeros literarios. Del cementerio, nos trasladamos a la villa Diodati, en Cologny, donde una noche de invierno nació el monstruo de Frankestein, y luego, tras pasar por Carouge, buscamos otro cementerio, en este caso judío, donde está enterrado Albert Cohen, el autor de Bella del Señor. César Antonio Molina no tiene inconveniente en contarnos minuciosamente el argumento de la novela (más adelante nos contará alguna película). De Ginebra nos trasladamos a Montreux, tras las huellas de Nabokov. Y a continuación, de un salto, a Pompeya y Herculano. Hermosas páginas, que habrían dado solas para un libro: menos es más, una vez más.
            Todo lo ha leído, de todo se ha informado César Antonio Molina. Para el viajero literario, para el que gusta de peregrinar a los lugares de los escritores que admira, no hay mejor guía.  
            El interés decae, sin embargo, cuando condesciende con la vanidad y nos cuenta que le están esperando las autoridades a la entrada de tal museo o de tal biblioteca, que viaja para recibir un importante premio literario o que lee sus poemas en una universidad y que es muy aplaudido. El lector benévolo puede pensar que a veces habla con ironía: entra en Montreux Palace “por lo que hoy es la entrada principal y, como nadie me detiene, lo cual dice mucho de mi prestancia, semejante a la de tantos poderosos que allí se albergan, busco el ascensor y me dirijo a la sexta planta, donde sé que estaban las habitaciones del matrimonio Nabokov”.
            Al excelente guía que es César Antonio Molina, le agradeceríamos que se limitara a hablar de los lugares que visita y de los muchos libros que ha leído. Cuando se convierte en protagonista, a menudo nos hace sentirnos un tanto incómodos. En la calle Monte Esquinza, de Madrid, se fija en una muchacha que va buscando un número: “Me acompaso a su marcha y evito adelantarla. Tiene buena planta, cabellos rubios, un andar agradable, casi etéreo; estoy seguro de que su rostro no me defraudará. De pronto se para ante un portal, el número 22, entre en él y yo hago lo mismo. Sube unas escaleras y abre las puertas del ascensor, que yo también tomo. Marca un número. Yo, el superior. Es suficientemente bella para mí”. A continuación cita unos versos de Vladimir Holan: “Entramos en la cabina y estábamos allí solos los dos. / Nos miramos sin hacer otra cosa. / Dos vidas, un instante, la plenitud, la felicidad…” Eso sería lo que pensaría el exministro, pero el lector lo que se imagina es el susto de la joven cuando el hombre que la seguía en la calle se mete tras ella en el ascensor. Hoy en día a esos comportamientos, frecuentes hace un siglo, se suelen denominar acoso.
            Nos compensan las páginas dedicadas a Bolonia y a Parma, la visita al taller de Morandi, a las casas de Milosz y Szymborska en Cracovia, al rincón de Portugal en que Camilo Castelo Branco vivió su amor de perdición.
            Enamorado de la literatura, pero con un amor no enteramente correspondido, César Antonio Molina es sobre todo, y no es ello poco, un excelente periodista cultural. Unas “memorias de ficción” suponen algo más que hacerse acompañar a Roma por una hija adolescente que se aburre con las ruinas, y “un gran estilo intergenérico” no consiste en trufar la prosa de extensas citas poéticas (que, por cierto, se leerían mejor maquetadas de otra manera).
            Pero el lector disculpa la ingenua vanidad y las incursiones biográficas, ante tanta invitación a visitar, o revisitar, junto a un guía bien informado, lugares prestigiados por la literatura y el arte con los que todos hemos soñado alguna vez..

sábado, 14 de mayo de 2016

Refutación y elogio de Juan Bonilla


Biblioteca en llamas
Poemas pequeñoburgueses
Juan Bonilla
Renacimiento. Sevilla, 2016.

Mucho de juego de ingenio hay en todo lo que escribe Juan Bonilla, lo mismo da que sean poemas, artículos periodísticos o relatos. Como Ramón Gómez de la Serna,  como  Unamuno, cultiva un único género literario, aunque disfrazado de muchos. Por eso no resulta un error que dos libros suyos aparezcan a la vez en idéntica editorial: no se hacen la competencia, se complementan. El lector que disfruta con Biblioteca en llamas, aunque no sea lector de poesía, no puede dejar perderse Poemas pequeñoburgueses, que le emocionarán y entretendrán –y en algún caso le defraudarán– de la misma manera.
            Biblioteca en llamas no empieza del mejor modo posible, aunque sí termina de la mejor manera, y quizá el lector debería comenzar ese libro por el epílogo, que puede considerar también un prólogo a los Poemas pequeñoburgueses. Se trata de una espléndida pieza autobiográfica en la que el autor, a la vez que nos cuenta el azaroso encuentro con “la casa de su vida”, para decirlo con la afortunada expresión de Mario Pratz, nos traza un autorretrato de madurez cuando, a punto de cumplir cincuenta años, importan más un gato y un naranjo que las ambiciones de otro tiempo.
            Los artículos de Juan Bonilla no siempre son lo que parecen, y el lector debería tenerlo bien en cuenta si no quiere hacer el ridículo como ciertos eruditos (es el caso de Rodolfo Costa, editor de Borges) o escritores más o menos posmodernos (es el caso de Juan Francisco Ferré), según se nos refiere en “Matilde Urbach revisitada”.  
            Entre las necrológicas de “Gente que ya no está” (una de las secciones de Biblioteca en llamas), se incluyen dos relatos, “El librero Castillo” y “Una librería en Bogotá”, además de otra notable pieza autobiográfica, “Primer libro”, que se refiere a su primer libro de cuentos, El que apaga la luz, pero no de su verdadero primer libro, Veinticinco años de éxitos, que sigue conservando todo su atractivo y quizá sigue siendo el mejor de los suyos.
            “Una librería en Bogotá” nos habla de un poeta modernista colombiano, Mario Andrés Trujillo, cuya casa acabó convirtiéndose en un burdel y en una librería de viejo. Se publicó anteriormente, con el título de “Un cisne patinando sobre un lago”, en el volumen colectivo Bogotá contada 2.0. Nada nos extrañaría que, como ocurrió con Matilde Urbach (el misterioso personaje borgiano cuyo origen fingió descubrir), algún profesor distraído acabara citando a Mario Andrés Trujillo entre los poetas modernistas que merecen ser rescatados del olvido.
            Pero no se conforma Juan Bonilla con ser un humorista y un narrador que juguetea con la erudición y la autobiografía. A veces se pone serio, demasiado serio, y entonces acierta menos. Un ejemplo: el primer capítulo de Biblioteca en llamas, que no anima a seguir leyendo. “¿Por qué no considerar literatura a la literatura que nunca pasa por literatura? ¿Por qué no devolver a la literatura su concepción antigua”, se pregunta al comienzo. Cierto que en el siglo XVIII la palabra “literatura” se refería a todos los textos escritos (tratados de medicina, de matemática, lo que todavía se llama a veces “literatura científica”), pero no se rescata ese uso cuando se incorporan a la literatura epistolarios o diarios escritos con otro fin. Juan Bonilla, al pedir que se incorpore a la literatura un libro como Diario de un estudiante en París de Gaziel, del que nadie ha dudado nunca que sea literatura (como no nadie ha dudado de que lo sean los artículos de Larra), parece que está confundiendo, como un periodista apresurado y desinformado, literatura con literatura de ficción.
            En lo bueno y en lo malo, la poesía de Juan Bonilla tiene que ver mucho con su prosa. “Un día de regalo”, el más extenso e impactante de los Poemas pequeñoburgueses podría incluirse en cualquiera de sus libros de cuentos sin más que cambiar la disposición tipográfica (o sin cambiarla). Y “Mateos, 14, 24” es un microrrelato con final abierto que no perdería nada (solo ocuparía menos espacio) si se dispusiera en prosa. A la inversa, la larga enumeración con que concluye “Pedro y el lobo o la responsabilidad de los lectores” fácilmente podría convertirse en un poema al estilo de “Desiderata” (y mucho más convincente). Por su parte, “Beberse un árbol” y “Propiedades” glosan pasaje del epilogo a Biblioteca en llamas.
            Un libro se salva por los mejores poemas y en Poemas pequeñoburgueses los hay conmovedoramente magistrales, pero también hay otros que incurren en la nadería o que se basan en una ocurrencia poco afortunada, como la serie “Apuntes de bachillerato”. ¿Vale siquiera como chiste el titulado “Historia del arte”: “Belleza es aquello / que te la ponga dura”? Poca belleza hay en la mayoría de las películas pornográficas; mucha en el Partenón. A veces Juan Bonilla da la impresión de ser uno de esos becarios que trabajan como guionistas en “El intermedio” y de los que se burla el Wyoming. En Biblioteca en llamas leemos: “Todo el que imita a Proust acaba con problemas de proustata” (debería disculparse tras escribir eso como el Gran Wyoming tras algún juego de palabras). También nos encontramos entre la prosa con la reescritura del famoso dístico de Catulo: “Parodio y amo, tal vez preguntes por qué lo hago; no sé, pero es así, y me lo paso bomba”.
            Poemas memorables: “El río”, que da la vuelta a la metáfora tradicional; “Por regresar”, con su intento de evitar la falacia patética; todos los incluidos en la sección final, “Cincuenta años de éxitos”, que juega con el título de su primera obra. También en esos poemas hay ingenio (véase, por ejemplo, “La gala” donde celebra su cumpleaños a la manera de los Oscars), pero no un ingenio que chisporrotea y se queda en nada. “La secta de los viles” reescribe un pasaje de la Divina comedia sustituyendo como guía a Virgilio por Maiakovski.
            A su libro sobre Maiakoski le debe Juan Bonilla su mayor fortuna: uno de esos galardones por el estilo del Premio Mastodonte de Novela de los que se burlaba en Veinticinco años de éxitos. Algo de mala conciencia por haber dejado de ser el que era entonces, y haber condescendido con el mercado editorial, encontramos en algunos capítulos de Biblioteca en llamas. Imperfecto (como todos) e imprescindible (como pocos), Juan Bonilla sigue conservando buena parte de la desenfadada agudeza de sus irreverentes comienzos y le ha añadido una verdad humana que en aquellos años, por pudor juvenil, nos escamoteaba.

            .

jueves, 5 de mayo de 2016

Vicente Luis Mora contra la poesía de la normalidad


La cuarta persona del plural
Vicente Luis Mora (ed.)
Vaso Roto. Madrid, 2016.

Vicente Luis Mora, poeta, novelista, teórico de la literatura y analista de la nueva realidad que ha creado Internet, selecciona en La cuarta persona del plural a veintidós poetas españoles que, de acuerdo con su criterio, son de “máxima excelencia”, no solo buenos (buenos hay muchos más), sino óptimos. No habría nada que objetar si se limitara a eso. Él cree que la “máxima excelencia” en la poesía española contemporánea la representan Mariano Peyrou o Juan Andrés García Román, Melcion Mateu o Julieta Valero. Nada que objetar. Cada antólogo tiene derecho a hacer su propuesta, que luego será aceptada mayoritariamente por lectores y críticos (y entonces la antología se convertirá en “canónica”) o recordada solo en las más exhaustivas bibliografías.
            Pero Vicente Luis Mora no se limita a indicarnos cuáles son sus preferencias en el campo de la poesía española, pretende justificarlas teóricamente en un extenso prólogo. Y ahí sí que hay mucho que decir. El autor de El lectoespetador. Deslizamientos textovisuales entre literatura e imagen da la impresión de encubrir, tras una apariencia retórica de gran modernidad y profundidad teórica, una cierta despreocupación por los datos concretos y una notable carencia de rigor conceptual.
            El subtítulo del libro, “Antología de poesía española contemporánea (1978-2015)”, induce a pensar que selecciona la mejor poesía escrita entre esos años, en los que publicaron José Ángel Valente, Ángel González, María Victoria Atencia, Guillermo Carnero, Eloy Sánchez Rosillo, Aurora Luque, Elena Medel y los jovencísimos poetas que Miguel Floriano incluye en Nacidos en otro tiempo, la antología recién publicada por Renacimiento. Pero no, la contraportada nos indica que se limita a los poetas nacidos entre 1960 y 1980 (en el prólogo habla de seleccionar “solo poetas nacidos con posterioridad a 1960” y terminar con los nacidos “a principios de los ochenta”, aunque la realidad es que selecciona poetas nacidos entre 1958 y 1979). ¿Por qué esas fechas? Justifica la primera, no la segunda. Se trata de poetas cuya mayoría de edad coincidió con la proclamación de la Constitución. Una “barrera digital” separaría “la Weltanschauung de los poetas nacidos con anterioridad a 1960 de los que crecieron con un formateo audiovisual y tecnológico que ha operado cambios sobre su percepción, amén de otros psicológicos, culturales, biológicos y neuronales”. Renuncio a comentar semejante afirmación, que escapa a cualquier consideración racional (¿la Constitución supuso cambios neuronales y en el formateo audiovisual?), aunque ese es el estilo que más crédito teórico ha dado en ciertos departamentos universitarios y en los suplementos culturales a Vicente Luis Mora.
            Insiste mucho en que la suya no es una antología generacional, pero aplica todos los esquematismos generacionales: incluye solo a poetas nacidos entre unas determinadas fechas, se refiere a un hecho histórico determinante, habla de una formación distinta a la de los poetas anteriores. Lo que hace, en realidad, Vicente Luis Mora es una relectura de la llamada “generación de los ochenta”, destacando a los poetas que fueron oscurecidos por la dominante “poesía de la experiencia”.
            En buena parte de su prólogo arremete contra la “poesía de la normalidad”, contra unos poetas a los que nunca nombra y que habrían logrado el éxito gracias a diversas artimañas que él se encarga de puntualizar: “apoyo de ciertos catedráticos”, “buenos contactos políticos”, “colecciones enteras de poesía consagradas a su entronización”, “incesantes subvenciones públicas”, “ejemplares comprados para bibliotecas”, domesticación de los críticos mediante “invitaciones a encuentros” (como vemos, Vicente Luis Mora domina el arte de pasar de las más abstrusas vaguedades teóricas a la más inane simplificación periodística). Esa “poesía de la normalidad” estaría condenada a desaparecer “porque los desarrollos simples que interesan al público han pasado –y algunos aún no lo han advertido–- a los medios audiovisuales, que hacen mejor el trabajo de enunciar lo mínimo e intrascendente”. Por eso, profetiza, “dentro de no demasiados años los discursos literarios simples, que nada añaden a la miríada de películas, series de televisión o vídeos de gatos compartidos en las redes sociales, serán condenados a un olvido todavía mayor que el que ahora sufren”.
            Pasemos por alto el desprecio a lo medios audiovisuales que supone esa afirmación: servirían solo para expresar lo más simple, como si no pudiera haber experimentación y complejidad en una película o en un documental. Esos “poetas de la normalidad”, cuyos nombres Vicente Luis Mora ni siquiera se rebaja a citar y cuyos poemas banales compiten con los vídeos de gatos serían Luis García Montero, Vicente Gallego, Felipe Benítez Reyes, Aurora Luque, Carlos Marzal, Lorenzo Oliván, José Luis Piquero, González Iglesias… Poetas que solo tienen en común el aprecio de la crítica más exigente y de buena parte de los lectores.
            Bastantes páginas de su dilatado prólogo, las que no dedica a arremeter contra los “poetas de la normalidad”, las dedica Vicente Luis Mora a la crítica de la enseñanza de la literatura en la universidad y en la enseñanza media. No vale la pena que entremos a rebatirle. Cree que todavía los profesores de universidad siguen las tesis de Dámaso Alonso y se limitan a aplicar el manual Cómo se comenta un texto literario, de Lázaro Carreter y Evaristo Correa (él se lo atribuye a Dámaso Alonso). Cuenta incluso una enternecedora anécdota: ayuda a su hermano menor a hacer los deberes, esto es, a “contar los tropos” de un poema de Lorca, que es todo lo que piden los profesores en España. E incluye un email de un amigo que estuvo en un tribunal de oposiciones en el que se burla de la ignorancia de los opositores.
            El aparente gran vuelo teórico alterna con generalizaciones de tertuliero desinformado y con continuas inexactitudes de detalle. Un ejemplo entre mil: “A principios de los 80 el impacto novísimo era tal que muchos poetas, sobre todo los por entonces más jóvenes, comenzaron a moverse con rapidez. Se produjeron dos alineaciones. Una se mostraba algo escéptica ante la estética novísima, pero se dejaba querer, quizá con la voluntad de ser incluida como epígona de ese exitoso movimiento. Esta línea incluía poetas como Luis Alberto de Cuenca, Luis Antonio de Villena”, que conformarían “el kitsch del kitsch”. Pero esos dos autores ya fueron incluidos en Espejo del amor y de la muerte, una antología de 1971.
            Vicente Luis Mora se inventa que para los que él llama “poetas de la normalidad” todos los poetas tienen idéntico valor y se dedica a explicarnos que hay poetas mejores y peores, lo mismo que no es igual un Rothko que “una pintura de mi tía Paqui”. Otras muchas obviedades nos explica este teórico, como la razón de que en una antología de poesía española se incluya a un poeta español que resida en el extranjero.
            Se escandaliza de que, en una antología de 1998, La nueva poesía de Miguel García-Posada, entre veinte poetas seleccionados solo haya tres mujeres. Él cita por su nombre a sesenta y añade un “inmenso y sólido etcétera”, pero luego, entre los veintidós poetas seleccionados, solo incluye a cinco mujeres: no parece que predique con el ejemplo.
            La “excelencia” de los poetas seleccionados trata de explicarla con rigor científico y para ello apela a conceptos como el de “tensión superficial” (la terminología científica le gusta tanto como a uno de los autores antologados, Agustín Fernández Mallo: en ambos casos no pasa de adorno retórico): “No apelaremos a sesudos trabajos científicos, la Wikipedia servirá para apuntalar la metáfora: en física se entiende por tensión superficial la manifestación de fuerzas intermoleculares en líquidos, que general una resistencia para aumentar su superficie”. Como explica ese concepto que los versos de Rikardo Arregi (“Puesto que no me es posible follarte, / pueda escribir al menos un poema. / Tanto el sexo como los libros, ambos, / me producen placer, goce, deleite”) tengan un nivel de excelencia al que no llegan nunca ni Montero ni Marzal, ni Benjamín Prado ni Aurora Luque es algo que no acabamos de entender.
            A la hora de seleccionar, afortunadamente, Vicente Luis Mora no se atiene siempre a los principios borrosamente enunciados en el prólogo y el lector, entre tanta indigesta confusión de poesía y teoría, se encuentra con la grata sorpresa de algún poeta, como Eduardo García, que podría estar incluido en la más exigente selección de los “poetas de la normalidad”. Notables resultan también la inquieta poesía comprometida de Jorge Riechmann, el distanciamiento hopperiano de José Ángel Cilleruelo, las incursiones de Álvaro García en el poema extenso y en el soneto. Hay otros nombres, pocos; el resto está a la altura de lo que nos tememos tras el extenso estudio preliminar.