martes, 24 de julio de 2018

Académica palanca



Las mañanas triunfantes. Asedios a la poesía de Luis Alberto de Cuenca
Adrián J. Sáez (ed.)
Renacimiento. Sevilla, 2018.

Frente a la crítica urgente de los suplementos culturales, tan a menudo denostada, la crítica académica goza de un prestigio no siempre justificado, muy especialmente cuando se ocupa de literatura contemporánea. Una de las razones de ese desprestigio estaría en su carácter endogámico, de negocio entre colegas que se citan y se evalúan mutuamente para conseguir ayudas institucionales y méritos acreditados que permiten ir ascendiendo en el escalafón.
            Los profesores universitarios, y quienes aspiran a serlo, han de publicar sus investigaciones, pero no en cualquier sitio, sino en determinadas revistas y editoriales que cuentan con un “comité científico” que garantizaría el rigor y la originalidad del trabajo. Los evaluadores oficiales –la ANECA, los tribunales de oposiciones– se evitan así tener que leerlos, limitándose a aplicarles un baremo establecido: artículos, medio punto; libros, un punto. No sé en otras disciplinas, pero en los estudios literarios ese sistema propicia abundante “basura curricular”.
            No es enteramente el caso de Las mañanas triunfantes. Asedios a la poesía de Luis Alberto de Cuenca, que inicia una colección dedicada en exclusiva al poeta. La financia la universidad suiza de Neuchâtel y cuenta con un nutrido “comité científico” (varios de sus integrantes colaboran en el volumen), pero existen serias dudas de que ese comité haya leído el volumen. Ni siquiera parece haberlo hecho el director de la colección y editor del volumen, Adrián J. Sáez, un brillante y activísimo investigador joven que hasta ahora se había ocupado de la literatura del siglo de Oro. Solo así se explica que, al comentar las dos versiones del poema “El caballero, la muerte y el diablo” (pp. 288-290), indique que la primera aparece en el libro Scholia (se publicó en Elsinore) y reproduzca además la versión de 2014 y no la original de 1972. La lectura del artículo de Luis Miguel Suárez Martínez, que aparece unas páginas después, le habría evitado esos errores.
            Una revisión medianamente atenta también habría evitado la referencia (p. 154) a “ciertos fragmentos del pagano Horacio” que “predecían el advenimiento de Cristo” (se alude, en realidad, a la égloga IV de Virgilio). O que se cite un chiste erudito, “escritura palimpsestuosa”, atribuyéndoselo una vez a “Lanz, 2009, echando mano de Genette” (p. 129) y otra a Darío Villanueva (p. 128). También atribuirle un artículo titulado nada menos que “El sentido moral en la poesía española” a Leopoldo María Panero (p. 357).
            Pero esos lapsus y otros, fácilmente evitables, no constituyen el mayor reparo que se le podría hacer a este volumen, en el que se reúnen estudiosos destacados de la poesía española contemporáneo (Juan J. Lanz, Ángel L. Prieto de Paula), junto a neófitos en el tema. El principal consiste en la ausencia de cualquier perspectiva crítica. “Poesía familia: Luis Alberto de Cuenca y Lope de Vega” termina, muy en la línea del autor estudiado, con una especie de brindis por “el adalid de la línea clara, el gran Luis Alberto de Cuenca”.
            Solo Prieto de Paula se permite alguna objetividad. Lo esencial de la trayectoria de Luis Alberto de Cuenca, lo que le ha permito ocupar un lugar cierto en la historia de la literatura española, concluye con Por fuertes y fronteras (1996), afimar. Después ha publicado “una amplísima relación de títulos, pero los ingredientes de su escritura estaban ya establecidos”. Claro que eso no implica –añade cauteloso– “que desde entonces se haya limitado a dar vueltas a un manubrio”. No se ha limitado a eso –encontramos poemas espléndido incluso en su último libro Bloc de otoño–, pero con cierta frecuencia ha bajado el listón y ha reiterado fórmulas hasta la saciedad, quizá consciente de que sus fieles seguidores –como ejemplifica esta acrítico volumen colectivo– le aplaudirían igual.
            A la “línea clara”, como caracterización de la poesía de Luis Alberto de Cuenca, se alude una y otra vez en más de uno de los trabajos, pero ninguno de los estudiosos se refiere a la reseña de El hacha y la rosa, publicada en 1994, que aplica por primera vez ese membrete, tomado del mundo del cómic, a la poesía de Luis Alberto de Cuenca (el propio poeta ha declarado que lo tomó de ella para referirse a su propia poesía). Citar se cita mucho, aunque no venga a cuento o se trate de obviedades, pero siempre a autores del clan académico que nos citarán a su vez a nosotros (las veces que un artículo es citado cuenta para el currículum).
            La mayor de los artículos de este libro son glosas temáticas, algo a lo que se presta mucho una poesía como la de Luis Alberto de Cuenca, llena de explícitas referencias a la llamada alta cultura y a ciertas formas de la cultura popular. Luis Bagué Quílez se ocupa de los poemas dedicados al cine, Isabel Logroño de las referencias a Safo, Xaime Martínez de los poemas dedicados a personajes de ciencia ficción (aunque su artículo tenga otra ambición), Pablo Núñez a las referencias bíblicas, Antonio Sánchez Jiménez a los elogios a Lope de Vega, casi todos tomados de su obra divulgativa en prosa. Los poemas relacionados con la pintura y otras artes son comentados por Adrián J. Sáez, al que la facilidad verbal parece que le lleva a descubrir un género nuevo, “el poema xilográfico” (p. 288).
            Especial mención merece el más ambicioso, desde el punto de vista de la ambición teórica, de estos trabajos: “Traducción y variación: estrategias de intertextualidad en Luis Alberto de Cuenca”, de Juan José Lanz. Sus primeras páginas, que hablan de la “posmodernidad” en general y del “yo textual” en particular,  constituyen el mejor ejemplo del galimatías en que algunos convierten la teoría de la literatura. Las afirmaciones de Lanz, basadas en imprecisas generalizaciones sobre el arte contemporáneo de este filósofo o de aquel otro, una veces carecen de sentido (de la “posmodernidad”, que no se sabe cuándo empieza ni cuándo acaba, puede afirmarse cualquier cosa y la contraria) y otras no son verdad. “La parodia se disuelve en nuestros días en el pastiche”, afirma basándose en la autoridad de Fredric Jameson. Pero diga lo que diga Jameson hoy en día, como en tiempos de Proust, como en tiempos de Mesonero Romanos, son tan posibles las parodias como los pastiches. ¡Y cuánta palabrería después cuando debería limitarse a hacer, como han hechos los eruditos de todos los tiempos, a comparar las traducciones y las variaciones de textos ajenos con los originales! Compara también un poema muy menor de Luis Alberto de Cuenca con el artículo periodístico en que el autor aprovecha la misma anécdota (no es el único caso de reciclaje ni de hacer pasar por poema lo que no pasa de simple apunte) y aclara las alusiones que en él se hacen a un texto de Bioy Casares. El lector agradece tales minucias, pero rechaza la gratuita farragosidad teóríca con que vienen envueltas.
            En resumen: que el actual sistema de promoción entre los profesores universitarios no favorece el desarrollo de la crítica literaria. Pero eso es algo que al lector común no le importa demasiado. A veces tengo la impresión de que soy yo el único que tiene la mala costumbre de leer este tipo de estudios.
           

viernes, 13 de julio de 2018

Cantar de cantares de Salomón o La erudición engaña



Cantar de cantares de Salomón
Traducción literal y Exposición
Fray Luis de León
Edición de Víctor García de la Concha.
Vaso Roto Ediciones. Madrid, 2018.

Si Fray Luis de León cantó la “descansada vida / del que huye del mundanal ruido” en la más horaciana de sus odas, no fue precisamente porque él viviera descansado ni alejado de las querellas de los hombres.
            Cuatro largos años estuvo en las cárceles de la inquisición y quienes le denunciaron y más se obsesionaron en que fuera condenado (no lo conseguirían), eran precisamente algunos de sus colegas en la Universidad de Salamanca, frailes como él, aunque profesaran en órdenes distintas. Entonces la ambición y la envidia se disfrazaban de discrepancias teológicas.
            Uno de los motivos que motivaron los problemas de fray Luis con el temido y todopoderoso tribunal eclesiástico, fue su traducción de El cantar de los cantares, el impactante epitalamio bíblico atribuido a Salomón.
            Se cuenta –él mismo hizo correr esa historia, pero no es más que un artificio literario– que lo tradujo a petición de una prima suya, monja que no sabía latín. En realidad, lo tradujo y lo comentó movido por su deseo de que pudiera ser leído y entendido por todos los creyentes, aunque solo conocieran la lengua materna.
            Esa intención le aproximaba peligrosamente a la Reforma. Sus contrincantes en las cátedras universitarias no desaprovecharon la ocasión de arremeter contra él. Poe si fuera poco, en más de un punto fray Luis se permitía, con muy buenas razones, discrepar de la Vulgata, la versión de San Jerónimo, que el Concilio de Trento había consagrado como la versión canónica de la Biblia.
            Contra lo que pudiera pensarse hoy, lo escandaloso de la traducción literal (que no negaba las interpretaciones alegóricas, pero tampoco era borrada por ellas) no constituyó el principal motivo de los problemas de fray Luis.
            Incluso en la actualidad, es posible que alguno de los superiores del fraile le pidiera que atenuara ciertos comentarios. Baste un ejemplo. “Tus dos tetas, como dos cabritos mellizos entre las azucenas”, se lee en el Cantar. Y fray Luis glosa: “No se puede decir cosa más bella ni más al propósito que comparar las tetas de la Esposa a dos cabritos mellizos, los cuales, demás de la ternura que tienen por ser cabritos, y de la igualdad por ser mellizos, y demás de ser cosa tan apacible llena de regocijo y alegría, tienen consigo un no sé qué de travesura y buen donaire con que llevan tras sí y roban los ojos de los que los miran, poniéndoles afición de llegarse a ellos, y de tratarlos entre las manos. Que todas son cosas muy convenientes, y que se hallan así en los pechos hermosos a quien se comparan. Dice que pacen entre las azucenas porque, con ser ellos de sí lindos, así lo parecen más; y queda así más encarecida y más loada la belleza de la Esposa en esta parte”.
            Atrás quedan las pudibundeces y el odio al cuerpo de la Edad Media. Fray Luis es un hombre del Renacimiento, además de un consumado teólogo, y no ve nada sucio ni nefando en el amor carnal, ya que de otra manera no podría haber sido escogido por Dios como símbolo del amor que siente por la Iglesia.
            La traducción literal, y casi palabra por palabra, del Cantar sonaba áspera a los oídos de entonces y por eso pronto se hizo una versión en octavas reales y otra en liras, atribuidas ambas, con poco fundamento, a fray Luis. Hoy nos resulta más moderna que cualquier versión rimada (sin que eso suponga desdeñar el “Cántico espiritual”, de san Juan, que es otra cosa).
            Bienvenida, pues, esta nueva edición de una de las obras maestras del Renacimiento español firmada por Víctor García de la Concha y cuidada, o descuidada, por el filólogo Carlos Domínguez Cintas, según se indica en los agradecimientos preliminares.
            El prólogo, que se pierde en minucias eruditas, no se corresponde con lo que parece pedir una edición no dedicada a los estudiantes o a los estudiosos (como la publicada en Cátedra), sino a los borgianos y hedónicos lectores.
            Pero es que además “la erudición engaña”, como diría Góngora. Todo da a entender que se han juntado, sin reelaboración, fragmentos de diversos trabajos anteriores: falta la habitual bibliografía; no han sido unificadas las distintas maneras de citar (en ocasiones, páginas 40-41, no se sabe de qué libro se cita); hay errores de bulto (José Manuel Blecua no examina, en su edición crítica, ocho manuscritos, sino cinco); se indica algo confusa e imprecisamente la procedencia del texto.
            “Esta edición quiere rendir homenaje a la benemérita salmantina de 1798”, escribe el prologuista; y luego añade: “en algunos lugares recurro también a la benemérita del P. Merino”. Pero ni una ni otra ponen en verso la traducción en prosa que hace fray Luis. ¿De dónde toma esa disposición Víctor García de la Concha? No se preocupa de indicárnoslo. Tampoco nos dice por qué prefiere, en el capítulo II, 9, “mostrándose por las ventanas / descubriéndose por las celosías” en lugar de la versión que figura en los manuscritos.
            Resume mal –páginas 44-45– el comentario que Luis Alonso Sckökel hace en La traducción bíblica. Lingüística y estilística de la versión de fray Luis. No alaba Sckökel “la fineza del ritmo” en los versos “Béseme de besos de su boca, / porque buenos [son] tus amores más que el vino” (10-12 sílabas, o mejor, 10-13), se limita a señalar que no se ajusta al original: 10-9 sílabas.
            Parece una broma que no se nos indiquen los criterios con que se moderniza la ortografía, sino que, para quien tenga curiosidad por conocerlos, se le remita a los que Francisco Rico “adoptó y razonó” en una determinada edición de la primera parte del Quijote que a Víctor García de la Concha le “correspondió el honor de promover, coordinar y presentar”.
            Eduardo Aunós, un político franquista que publicó más de cien libros sobre las más variadas materias (incluso compuso una ópera), contó para ello con ayudantes a los que pagaba tarde y mal. Uno de ellos se vengó haciéndole decir en su erudita Biografía de Venecia (1948) que del puente de Rialto  “se han apoderado la leyenda y la poesía por enlazar el Palacio con la Cárcel”.
            No sabemos si esa es la razón del disparate con que Víctor García de la Concha concluye esta edición, excelente en lo material pero muy mejorable en lo intelectual. Si hacemos caso al índice, incluye –sin necesidad alguna, me parecer– una “edición facsimilar de la Paraphrasis Caldayca en los Cantares de Selomoh”. En realidad, reproduce solo dos páginas de esa edición publicada en Ámsterdam en 1712. Se nos dice que el título indica que es una paráfrasis “en arameo” y luego que, “como podemos ver en la doble página aquí reproducida”, al texto hebreo sigue su traducción al ladino o judeo-español “y a ellos se añade una paráfrasis en arameo”. ¿En arameo? Así suena el arameo para el exdirector del Cervantes y de la Real Academia, según leemos en la reproducción facsímil: “cuánto hermosa tú, mi querida, hermosa casa del santuario que fraguaste para mí, como el santuario primero que fraguó para mí Selomó el Rey en Ierusalaim”.  Si esto es arameo, que venga Dios –o Yavé– y lo vea.


Otra opinión:


[El mismo día en que aparece mi reseña comenta Luis María Anson la edición de Víctor de la Concha en su primera página de El Cultural  Para el ilustre académico se trata de "una edición definitiva", "un trabajo de primer orden", etc, etc.  Me cuesta contener la risa, pero no le voy a contradecir: que el lector que tenga la paciencia de leer el libro saque sus propias conclusiones. Reconozco que a mí estas cosas --ser el ingenuo que apunta con el dedo y grita que el rey está desnudo-- me divierten bastante.]

domingo, 1 de julio de 2018

Elisabeth Mulder, Juan Manuel de Prada y la teoría de la conspiración



Juan Manuel de Prada tiene experiencia en rescatar autores olvidados. Con su primera novela, Las máscaras del héroe, puso de moda, no solo a Pedro Luis de Gálvez, hasta entonces solo el protagonista de un puñado de anécdotas truculentas, sino también a toda la zarrapastrosa bohemia de las primeras décadas del siglo XX.
            Lo intenta ahora con Elisabeth Mulder, una sutil narradora, poeta, ensayista y esforzada traductora, que tuvo su momento en los años cuarenta y cincuenta y luego se fue progresivamente apagando hasta morir (“bella como una estatua que desdeña la lepra del tiempo”, escribe el prologuista), completamente olvidada, en 1987, tras varias décadas de alejamiento de la escritura,
            Juan Manuel de Prada, muy en su estilo desaforado, trata de explicar por qué en ese momento sus colegas escritores no le dedicaron ni siquiera los habituales elogios de despedida: “Tal vez el recuerdo de Elisabeth Mulder los señalase y abochornase; tal vez, al evocarla, tuvieran que enfrentarse a su propio pasado con su repertorio de cambios de chaqueta y servilismos abyectos, que los empujó a ser abnegadamente franquistas con Franco y arrebatadamente demócratas con la democracia, españolistas y catalanistas, castizos o cosmopolitas según dijeran las modas y las subvenciones. Y aquella Elisabeth Mulder, siempre en su sitio, delataba sus traiciones y componendas”.
            Pero esa diatriba no es más que literatura, en el mal sentido de la palabra, la habitual teoría conspiratoria. Que un escritor, que tuvo cierto nombre en su tiempo, resulte olvidado a su muerte o cuando deja de publicar, no es la excepción, sino la regla. Sin promoción, no hay renombre y esa promoción no depende solo de editores y agentes, también –y en primer lugar cuando se trata de poetas– de los propios autores. Lo que abandonas, te abandona.
            Elisabeth Mulder –nacida en Barcelona en 1904, dentro de la alta burguesía, cosmopolita, con una cultura excepcional en la España de su tiempo y casi de cualquier tiempo– comenzó publicando poesía, una poesía posmodernista y menor, que no podía destacar entre la de sus coetáneos, los poetas del 27; siguió con relatos del género rosa en una revista, Lecturas, de público mayoritariamente femenino. Se convirtió en escritora a tener en cuenta con la novela corta La historia de Java (1935), novela lírica muy en la línea de las que por entonces escribían, bajo el magisterio de Ortega, autores como Jarnés, Ayala o Máx Aub, aunque sin su chisporroteo ingenioso y gregueristico.
            Sinfonía en rojo, la selección de su obra que ahora publica Juan Manuel de Prada, incluye ese título primero y otro epigonal, El vendedor de vidas, una novela realista y barojiana que disuena del ambiente de gran mundo y las morosas sutilezas psicológicas del resto de su narrativa. Se le añaden cinco cuentos, una quizá no demasiado exigente selección poética y otra de sus colaboraciones en la prensa (artículos de tema literario, por lo general sin demasiado interés, salvo sus colaboraciones en la revista Ínsula sobre temas ingleses).
            El interés de Juan Manuel de Prada por Elisabeth Mulder es ya antiguo. De hecho, el prólogo a esta selección reproduce en buena medida las páginas que le dedica en Las esquinas del aire, una quest, para decirlo a la manera anglosajona, una búsqueda de otra escritora olvidada, Ana María Martínez Sagi. Las esquinas del aire –aclara el autor en el prólogo– “no es una novela, sino que participa de la biografía, el ensayo literario, el reportaje y el libro de memorias, y todo ese mogollón de adscripciones está servido de manera novelesca”.
            Novelesca es la conversión de la relación de amistad entre las dos escritoras en una relación lésbica, novelesca la interpretación más o menos rebuscadamente psicoanalítica de los poemas de Elisabeth Mulder (considera “El pulpo”, que narra un pesadilla, como la manifestación de “una repulsa mórbida” hacia el hombre).
            La mezcla de investigación y ficción, si adecuada para obras como Las esquinas del aire o las exitosas falsas novelas de Javier Cercas, disuena en un prólogo ensayístico y le hace perder buena parte de su credibilidad. No cabe duda de que Juan Manuel de Prada conoce bien la obra de Elisabeth Mulder y lo que se ha escrito sobre ella (echamos en falta, sin embargo, la acostumbrada, y tan útil, bibliografía final), pero se permite la licencia de citar, y muy ampliamente, unas “memorias inéditas” de Ana María Martínez Sagi, que ni son inéditas ni son de Ana María Martínez Sagi.
            No son inéditas porque proceden del capítulo “Almas gemelas”, de Las esquinas del aire, y no son de Ana María Martínez Sagi, aunque estén puestas en su boca, sino una recreación más o menos fantasiosa de la vida de la escritora en el estilo inconfundible de Juan Manuel de Prada.
            Conviene manejar con cuidado realidad y ficción. En la novela cabe todo, también los documentos históricos, pero en una investigación que se pretende rigurosa un toque de novelería  le quita validez al conjunto.
            Los reparos al prólogo –tan lleno de buena información y de buenas intenciones, por otra parte– no le restan interés a esta obra selecta de una autora que dio un toque distinto, entre Somerset Maugham y Katherine Mansfield, a la literatura de su tiempo.