domingo, 28 de agosto de 2016

Menard y Millás, sinrazones para no leer, sinrazones para leer


20 buenísimas razones para no leer nunca más
Pierre Menard
Traducción de Palmira Feixas
Ilustraciones de Ana Flecha Marco
Los libros del lince. Barcelona, 2016

El título de este desenfadado panfleto de Pierre Menard (el nombre no parece ser un pseudónimo borgiano) anuncia veinte buenas razones para no leer. Se ofrecen algunas más, pero ninguna, no ya buena (y las hay, sobre todo para no leer a determinados autores), sino medianamente razonable.
            “Los lectores mienten” se titula uno de los capítulos. Tras resumir la historia del traje del emperador que tan admirablemente nos contaron don Juan Manuel, Cervantes y Andersen, continúa: “Los escritores, los libreros y los editores, todos ellos hábiles sastres, alaban la belleza de lo que venden. Pero ¿cómo podría ser desinteresada su opinión, teniendo en cuenta que se ganan la vida precisamente vendiéndonos sus mercancías? Da igual. Los ingenuos no quieren que los tomen por tontos. Se precipitan a la librería o la biblioteca y luego se ponen a leer, convencidos de que los paralepípedos de papel son fragmentos de inteligencia y de belleza. Ya es hora de abrirles los ojos”.
            ¿Pero en qué mundo vive Pierre Menard? ¿En qué país los lectores se precipitan a la librería nada más escuchar al autor elogiar su obra? Las razones de Pierre Menard (al parecer un joven francés de poco más de veinte años que trabaja en una consultoría de negocios) insultan a menudo la inteligencia de sus lectores, sin que el tono humorístico le sirva de excusa. “Leer mata” titula uno de los capítulos y lo ejemplifica con que García Lorca fue fusilado. Y si no logran que sus libros los maten (para Pierre Menard, en esto muy borgiano, lector y escritor son lo mismo), se suicidan: “Primo Levi se tiró por el hueco de la escalera”. ¿Por leer, por escribir?
            No ayuda demasiado al interés del libro la traducción de Palmira Feixas, que trata de adaptarlo añadiéndole referencias a autores españoles, casi siempre muy traídas por los pelos (la alusión al Pascual Duarte) o falsamente atribuidas, como la anécdota sobre Dante y Lope de Vega.
            Pero este presunto ataque a la lectura, esta dilatada broma sin demasiada gracia, tiene una utilidad, confirma el dicho de que no hay libro malo que no contenga algo bueno. Pone de relieve que la mayoría de las habituales defensas de la lectura no incurren menos en el sofisma y la desinformación.
            Un ejemplo reciente lo constituye la serie “Lectura y vida” publicada en el diario El País por Juan José Millás. Resume docenas y docenas de charlas dadas a los alumnos de institutos y universidades. No pretende ser humorística, como el panfleto de Pierre Menard, aunque no prescinda de rasgos de humor (ni de los cuentecillos surrealistas que ha popularizado en sus columnas), y eso acentúa lo que en ella hay de desprecio a la realidad y a la inteligencia de los lectores.
            Un ejemplo: “Les digo a los chicos y a las chicas que, de todas formas, en fin, si no leen para comprender el mundo, ni para modificar la realidad, ni para no ser manipulados, etc., lean al menos por dinero”. Y continúa afirmando que hay demasiados arquitectos, ingenieros, condenados al paro o al subempleo, pero que en cambio aumenta la demanda de las personas que sepan leer y escribir. ¿Nunca ha levantado el brazo alguno de esos alumnos y le ha preguntado si conoce algún arquitecto o ingeniero que no sepa leer y escribir? Continúa el bueno de Millás metiéndose en jardines (pero involuntariamente, al contrario que Menard) al afirmar que hoy en día es mucho más difícil ser astronauta que telefonista, porque a unas oposiciones a telefonista de la Comunidad de Madrid para seis o siete plazas se presentaron “del orden de las sesenta o setenta mil personas”. También sería entonces mucho más difícil que ser catedrático de Universidad: para cada plaza se presentan solo tres o cuatro candidatos. Ignora Millás que determinados requisitos (en el caso de astronauta o de catedrático) han eliminado ya a miles de posibles aspirantes. Sin miedo al ridículo, llega a afirmar muy en serio que “desde el punto de vista estadístico cualquier español que sepa leer y escribir tiene más posibilidades de ganar el premio Planeta que de obtener una plaza de telefonista”. Antes de llevarle a dar otra charla en un instituto (o de encargarle un artículo de opinión), habría en matricular a Millás en un curso de estadística.
            La lectura en general, que no necesita defensa, suele ser confundida con la lectura de libros y, más en concreto, con la lectura de libros literarios, sobre todo novelas. Que leer es imprescindible lo demuestra la desaparición del analfabetismo; que leer libros lo es igualmente, lo demuestra el que nadie puede desempeñar un trabajo medianamente cualificado si no ha leído los manuales de su especialidad, si no sigue al tanto de lo que se publica sobre la materia.
            La mayor parte de las librerías están llenas de libros que no son de literatura (o son de mala literatura) y gracias a ellos sobreviven.
            ¿Ayudan a entender la realidad la mayoría de los best-seller? Sirven para pasar el rato, y no es poco mérito, pero no resulta intelectualmente más valioso leer una novela policíaca que ver una serie de televisión.
            Leer y escribir son actividades imprescindibles en el mundo contemporáneo (por eso se enseñan en la escuela). Leer libros fuera de nuestros intereses profesionales, no es ni bueno ni malo. Es como ver la televisión o ir al cine. Depende de lo que se vea, depende de lo que se lea.

            

sábado, 27 de agosto de 2016

Rafael Reig, historia y novela de la literatura


Señales de humo
Rafael Reig
Tusquets. Barcelona, 2016.

¿Qué tienen en común Petrarca y la OTAN, Berceo y las películas de Hollywood, el amor cortés y la explotación capitalista? No sabemos si la respuesta que se nos da a esos interrogantes en Señales de humo debemos atribuírsela a su autor, Rafael Reig, o solo al protagonista de su novela, un catedrático de literatura ingresado en un sanatorio mental.
            Señales de humo es y no es una novela. Cierto que, dentro de los géneros literarios, sus fronteras resultan especialmente difusas. “La novela es un saco donde cabe todo”, se ha dicho. Y lo que Rafael Reig ha metido en ese saco lo indica en el subtítulo: “Manual de literatura para caníbales”. Buena parte de las páginas de Señales de humo pueden considerarse como el primer tomo, que abarca desde la aparición de las jarchas hasta la muerte de Carlos II, de un manual de literatura alternativo. 
            El elemento propiamente novelesco está formado por los delirios de un profesor de literatura que, desde que intentó suicidarse por primera vez a los dieciocho años, viaja en el tiempo y se reencarna en un contemporáneo de los juglares o de Cervantes.
            La mezcla resulta legítima; el resultado, sin embargo, chirría un tanto. El narrador-personaje comienza remedando el lenguaje de la época al contarnos su primer traslado en el tiempo,: “En el nombre de la santa Trenidat, Padre, Fijo, e Spíritu Santo, tres personas e un solo Dios verdadero, sin la cual cosa nin puede ser bien fecha, ni bien dicha, començada, mediada ni finida; eso iba diciendo en mi interior, y supe de inmediato que estaba en el año 1453, en el reinado del muy prepotente don Juan el segundo, y era el 28 de mayo”.
            Pero este personaje que se habla a sí mismo en un lenguaje más o menos del siglo XV, cuando se dirige al compañero con el que labra la tierra lo hace como un mal estudiante que recita una lección: “¿Sabes que mañana se acaba la Edad Media? Mañana martes terminará todo. Después de muerto, el emperador Constantino Paleólogo será decapitado y los turcos se quedarán su cabeza embalsamada: nosotros solo podremos enterrar un cuerpo sin rostro, ni siquiera habrá una frente sobre la que hacer la señal de la Cruz. La imprenta de tipos móviles ya está funcionando en Mainz. Cristóbal Colón descubrirá unas Yndias equivocadas. Luego vendrá el Renacimiento, Marcos, y un día, gracias a la guillotina, todos seremos iguales e con los mismos derechos”.
            ¿Humorística mezcla de registros? Esa es sin duda la intención del autor, pero no parece funcionar demasiado bien. Durante muchas páginas se olvida de su personaje y adopta el tono didáctico y moralizante de quien no comulga con los tópicos heredados y ha leído la Historia social de la literatura española de Blanco Aguinaga, Iris M. Zavala y Rodríguez Puértolas. Un ejemplo: “La invención de esa interioridad libre y privada fue de gran importancia para el desarrollo del capitalismo, que no utiliza esclavos por fuerza (como lo era Antón Sánchez), sino que necesita sujetos libres para que puedan obligarse por su propia voluntad, mediante un contrato”.
            ¿Resulta verosímil que un profesor de literatura, internado en un psiquiátrico y que está convencido de que ha viajado varias veces en el tiempo escriba de esa manera? Tan escasamente verosímil como que indique a pie de página la procedencia de cada cita y que, al final de su explicación del Lazarillo figure la siguiente nota: “Esta lectura del Lazarillo arranca de las clases de don Francisco Rico, que supo ver (y contarnos) la novela como la explicación del ‘caso’ en el eje de la diacronía y otras muchas cosas que nadie debería dejar de leer, tanto en el clásico La novela picaresca y el punto de vista, como en sus Problemas del Lararillo”.
            Quien nos habla en bastantes páginas de este libro –tan torpemente resuelto en la cuestión esencial del punto de vista– no es el personaje, sino directamente el autor. Él es quien nos ofrece un análisis textual (con diagrama de flechas y todo) de un poema de Catulo (en la página 188) y quien encuentra en Petrarca, aunque resulte así tan disparatado como su personaje, el antecedente de los intelectuales que apoyan el ingreso en la OTAN o lo que decida “el poder”: “El perfil para la nueva oferta de empleo lo diseñó Francesco Petrarca, que creó también un cuerpo organizado de intelectuales a los que llamó ‘humanistas’. Lo que hizo fue transformar a la antigua clerecía en los nuevos y traicioneros clercs, los antepasados de quienes hoy firman insufribles artículos de opinión (en apoyo de la OTAN o de la ley Antiterrorista, si se les requiere a ello), reciben premios Cervantes y forman parte de las academias”.
            La interpretación marxista de la literatura alcanza en Rafael Reig, que fue profesor de Literatura en una universidad norteamericana, una extrema tosquedad. La verdadera literatura, la que representa al pueblo, es la de los juglares; a partir de Berceo se convierte en lenguaje del poder. Tras Berceo, es Garcilaso su bestia negra, el mayor propagador de la peste bubónica del petrarquismo en nuestra literatura.
            Entretenido a ratos (pero no en las páginas novelescas que nos cuentan las andanzas del viajero en el tiempo tras la gitana Martina), brillante en pasajes como los dedicados a Villon o Lope de Vega, discutible casi siempre cuando el autor se pone serio, Señales de humo podría utilizarse en los escuelas de escritura creativa –Rafael Reig es profesor en una de las más famosas, Hotel Kafka– para ejemplificar cómo no se escribe una novela. Y menos, por supuesto, un manual de literatura, a menos que se quiera hacer la competencia a La literatura explicada a los asnos, de José Ángel Mañas.

            

sábado, 20 de agosto de 2016

Cela en el purgatorio


Cela, piel adentro
Camilo José Cela Conde
Ediciones Destino. Madrid, 2016.

Es bien sabido que los escritores muy aclamados en vida pasan, tras su muerte, a una especie de purgatorio del que unos pocos salen convertidos en clásicos mientras que la mayoría se hunden en el infierno del olvido o en el limbo sin lectores de los trabajos académicos.
            Camilo José Cela, por méritos propios, entró en el purgatorio mucho antes de su desaparición física, aunque siguiera siendo presencia continua en la prensa seria y menos seria (pero no, ciertamente, por su actividad literaria).
            El año 1989, en la estela del Nobel, su hijo Camilo José Cela Conde le dedicó un libro, Cela, mi padre, que ahora reescribe desde otra perspectiva y con un añadido documental importante: las cartas que el escritor, cuando todavía no se había convertido en un figurón, le dirigía a su primero novia y luego esposa, Charo Conde.
            El libro, que algo tiene de novela picaresca, se lee con gusto en la primera mitad, en la que el protagonismo del escritor alterna con los recuerdos de infancia de su hijo. Cela Conde, además de profesor de antropología y sociología, es un escritor sabio y bien humorado. A ratos nos recuerda al Gerald Durrell de Mi familia y otros animales; la ironía con que ambos tratan al “gran hombre” de la familia (en el caso de Gerald su hermano Lawrence Durrel) resulta muy similar.
            No sale demasiado bien parado el personaje de Cela del retrato que se quiere fiel, y lo más imparcial posible, de su hijo. Cela Conde no carga las tintas, no lo necesita. Han cambiado los tiempos y la mayoría de las anécdotas que se nos cuentan, presuntamente graciosas, nos hacen sentir vergüenza ajena. Casi todas ellas tienen que ver con pedorretas y otros desahogos verbales que todavía hacen reír hoy en las películas dirigidas a un público que no ha superado la edad mental de los nueve o diez años. Alguna solo encajaría en la paródica biografía de algún dictador norcoreano: “Estaba internado en el hospital de la Cruz Roja de Palma de Mallorca cuando se negó a que le bajaran a la sala de operaciones si no salían a aplaudirle todos los de planta. Enfermeras, personal subalterno, monjas, enfermos, familiares, y médicos tuvieron que alinearse a lo largo del corredor y vitorear al paso de CJC, que iba metido en la camilla y saludaba con la mano a un lado y otro”.
            En una película de Berlanga, con guion de Azcona, quedaría gracioso. Lo que ya no quedaría gracioso en ninguna parte son sus ocurrencias al ir a visitar a la nuera embarazada. “Si nace un niño, le doy un millón de dólares”, dijo. “¿Y si es una niña?”, se atrevió a preguntarle la mujer. “Entonces que se conforme con que la admitamos en la familia”.
            ¿Y cómo fue Cela antes de convertirse en el personaje al que se le perdonaba y se le reía todo? Hubo ciertamente una etapa de lucha por la vida, de la que Cela Conde nos da significativos detalles, etapa por cierto en la que Cela escribió sus obras más significativas, por las que se les seguirá recordando. Si después de los cuarenta años no hubiera vuelto a escribir más, su lugar en la historia de la literatura sería el mismo que el que ahora ocupa.
            El éxito económico y la decadencia literaria parecieron venir de la mano. Da la impresión de que cuando aceptó escribir una novela por encargo de un dictador venezolano  –inicio de su fortuna– vendió su alma al diablo y no volvió a recuperarla nunca.
            Pero de que era un gran escritor no cabe ninguna duda y de que, al menos en sus obras mayores, no condescendía con la facilidad tampoco. Escribía a mano, trabajosamente, tachando y corrigiendo una y otra vez, confiando siempre en el buen criterio de su mujer, Charo Conde, algo más que eficaz mecanógrafa.
            Camilo José Cela era consciente de que, tras La colmena, todas sus obras eran obras menores, a veces muy menores y de que los críticos estaban esperando una novela a la altura de aquel título emblemático. San Camilo, 1936 sería ese título largamente esperado. Charo Conde leyó las primeras páginas y en seguida llamó a su hijo: “Quiero darte algo de tu padre para que lo leas”. Cela Conde lo leyó: “Pero esto es muy malo”. “Ya lo sé, pero no pienso decírselo. Se lo has de decir tú”. El matonismo de Cela parece que no era solo cosa del personaje. El hijo cuenta lo que ocurrió: “Me armé de valor, subí al templo de trabajo de mi padre y le dije lo que pensaba. Nunca lo hubiera hecho. A lo largo de mi vida ha habido muy pocas veces en las que mi padre y yo hayamos tenido una pelea de verdad; aquella fue una de ellas y, a ciencia cierta, la de más alcance”. A pesar del enfado, el libro fue reescrito y rehecho infinitas veces y, aunque recibido con diversidad de opiniones, quizá sea su última obra significativa.
            Camilo José Cela fue un escritor que supo aprovecharse de las contradicciones del franquismo. En 1951, cuando presuntamente estaba boicoteado por el régimen, daba una conferencia en Tetuán a la que acudían el Alto Comisario de la zona y todas las autoridades civiles y militares. Ese mismo año aparecerá en Argentina La colmena, prohibida en España, pero meses antes se anuncia su publicación y se anticipa, con ilustración de Enrique Herreros, en una revista oficial: “Cuadernos Hispanoamericanos se complace en ofreces a sus lectores de España y América las primicias de la última novela del autor de La familia de Pascual Duarte”. Curiosa manera de prohibir un libro.
            De las andanzas últimas del escritor, premio Planeta e inverosímil (pero probablemente verdadera) acusación de plagio, Cela Conde prefiere callar piadosamente. Cela, piel adentro describe a un escritor y también a un país miserabilista, homófobo y misógino que, afortunadamente, ya nos resulta ajeno.

domingo, 14 de agosto de 2016

Dostoievski y los abismos del corazón


Diario de un escritor
Fiódor M. Dostoievski
Traducción, selección y prólogo de
Víctor Gallegos Ballestero
Alba. Barcelona, 2016.

Hay obras de título engañoso. El Diario de un escritor, de Fiódor Dostoievski, no es un diario, sino una revista mensual que se publicó, con intermitencias, entre 1873 y 1881, y que redactaba él solo. No se trata de un caso único, ni mucho menos. Dentro de la literatura española, y por las mismas fechas, podemos citar el Nuevo teatro crítico, de Emilia Pardo Bazán, o los Folletos literarios, de Clarín.
            No es tampoco una obra literaria en sentido estricto, sino el contenedor de muchas obras literarias, como suelen ser las publicaciones periodísticas, aunque en este caso de un solo autor.
            En el Diario de un escritor se publicaron por primera vez algunos de los relatos más celebrados de Dostoievski: “Bobok”, “La mansa”, “El sueño de un hombre ridículo”, “El murik Marei”. Pero lo que caracteriza a la publicación son sus componentes autobiográficos y propiamente periodísticos (a veces se disculpa cuando publica “un simple relato”). También lo que tiene de taller literario. El prólogo a “La mansa” (en otras traducciones “La sumisa”) resulta, en este aspecto, muy significativo. Lo subtitula “relato fantástico”, a pesar de que lo considera “realista en grado sumo”. Dostoievski siempre fue un defensor del realismo. Su consejo a una joven escritora, que le solicitó alguna orientación, fue el siguiente: “No invente nunca ni la fábula ni las intrigas. Tome lo que la vida misma le ofrece. ¡La vida es infinitamente más rica que nuestras invenciones!”
            Lo que “La mansa” tendría de fantástico sería la forma misma del relato, su carácter de “monólogo interior”, técnica que Dostoievski es uno de los primeros en utilizar. Por eso nos explica que no se trata propiamente “de un relato ni de unas anotaciones”, sino de los incoherentes pensamientos de un hombre que trata de ordenar sus ideas ante el cadáver de su mujer, que acaba de suicidarse. “Si un taquígrafo hubiera podido oírlo y anotarlo habría resultado una narración más caótica e informe que la que yo ofrezco, pero el fondo psicológico habría sido el mismo”. La existencia de ese imposible taquígrafo que lo anota todo (el escritor se habría limitado a pulir sus notas) es el elemento que Dostoievski denomina “fantástico”. Cuando Miguel Delibes, en Cinco horas con Mario, utiliza la misma técnica ya no necesita justificarla.
            El Diario de un escritor, aunque se ha publicado completo (e incluso hay una traducción española firmada por Cansinos Assens), es una obra que solo se mantiene vigente en selecciones. La que ha preparado Víctor Gallego Ballestero no deja de lado los relatos a los que nos hemos referido (y que también se han publicado al margen del Diario), pero se centra en los pasajes autobiográficos y en lo que podríamos llamar crónica judicial. Nada refleja mejor el estado de una sociedad que sus hechos criminales. “El misterio de un crimen –escribió Emilia Pardo Bazán– es su psicología, los abismos del corazón que descubre, la luz que arroja sobre el alma humana, sobre el estado social de una nación, sobre una clase, sobre algo que rebase los límites de la caja de caudales, la cómoda o el armario forzados, el baúl destripado, la cartera sustraída”.
            A Dostoievski le interesan sobre todo los crímenes que tienen lugar en el seno de la familia, lo que hoy denominaríamos violencia doméstica. Los casos de maltrato infantil le afectan especialmente, como a nosotros los lectores. El desarrollo uno de esos procesos, el de la joven Kornilova, acusada de arrojar a su hijastra por la ventana, lo podemos seguir a lo largo de varios capítulos y constituye –como indica el prologuista– uno de los hilos narrativos que unifican estas páginas aparentemente tan caóticas.
            Abundan también las polémicas literarias, políticas, directamente personales. Dosteivski, desde el punto de vista ideológico, parece tener las cosas claras: es un nacionalista y un regeneracionista, quiere la grandeza de Rusia sin interferencias extranjeras, pero siempre encuentra una réplica a cualquier rotunda observación, es un escritor en continua discusión consigo mismo; su dogmatismo está lleno de grietas por las que se vislumbran los enigmáticos claroscuros de la realidad.
            No faltan los apuntes costumbristas, los aguafuertes de la vida de Rusia trazados con mano maestra. Tampoco, aunque Víctor Gallego Ballestero, ha tratado de reducirlos al mínimo, las divagaciones sin interés, las alusiones a olvidados personajes que no se salvan con una nota a pie de página.
            Dostoievski era un escritor profesional que cobraba a tanto la página, por lo que a veces daba la impresión de extenderse sin necesidad y de que no tenía tiempo (al contrario que su rival Turgueniev) para entretenerse en primores de estilo; además se contradecía con frecuencia. A sus detractores no les resultaba difícil encontrar argumentos para combatirle. Pero sin esos defectos le habría resultado imposible llegar a ser el escritor que aún nos asombra.
            El nervioso lector actual se impacientará a veces con este volumen misceláneo, como con cualquiera de sus afamadas novelas, pero si sabe resistir la tentación de abandonar recibirá su recompensa: nadie como Dostoievski supo ver los abismos de la condición humana.  

viernes, 5 de agosto de 2016

Borges en zapatillas


Roberto Alifano
El humor de Borges
Renacimiento. Sevilla, 2016.


La prensa del corazón, los programas televisivos de cotilleos, tienen ilustres antecedentes. En 1856, Léon Gozlan, un escritor francés hoy olvidado, publicó Balzac en pantoufles, una biografía anecdótica –había sido su secretario– del novelista francés que ya se había convertido en un personaje mítico. El género creó escuela y pronto amigos desleales, examantes, mayordomos indiscretos, se dedicaron a airear las intimidades de figuras ilustres, curiosidades biográficas que a veces acabaron interesando más que sus obras. De ahí quizá surgió la frase de que no hay gran hombre para su ayuda de cámara.
            Jorge Luis Borges, quien en los últimos años aunó al aprecio crítico una fama que lo acercaba a las figuras del deporte o del espectáculo, ha sido objeto de infinidad de libros más centrados en su vida y en sus opiniones que en su obra literaria. Aunque no todos tuvieran la intención de dejarlo en mal lugar, como el de Estela Canto, incluso los escritos desde la amistad y la admiración –es el caso del diario de cenas con Bioy Casares– nos dejan un cierto mal sabor de boca.
            Los ensayos deslumbrantes, los relatos de prodigiosa sutileza, los poemas que nos sabíamos de memoria habían sido escritos por un hombre al que le gustaban los maliciosos chismes sobre sus colegas, que no disimulaba su homofobia (Freud tendría mucho que decir al respecto) ni su desprecio hacia los negros o la democracia.
            Roberto Alifano, colaborador de Borges durante la última década de su vida, escribe desde la admiración y el respeto, pero el resultado no resulta a menudo menos demoledor que si estas anécdotas hubieran sido recogidas por el peor enemigo del maestro. Y sin embargo los admiradores de Borges, los que consideramos que no hay página suya que no encierre una felicidad, no podemos dejar de leer El humor de Borges, por mucho que a veces nos irrite. Seguro que esta paradoja tiene una explicación, aunque yo no acierte a encontrarla.
            No ayuda el libro a la correcta lectura del volumen. Cierto que a menudo aparece un Borges humorista, pero también comentarios presuntamente graciosos que hace tiempo que han dejado de serlo, o que solo lo fueron en su contexto (la comicidad, que no coincide exactamente con el humor, es el género que más envejece). A fin de cuentas, las ocurrencias más divertidas no son de Borges, sino de un Oscar Wide quizá apócrifo: “Lo único malo del matrimonio son los cuarenta o cincuenta años que siguen a la luna de miel”. Habría defraudado menos al lector un título como Borges a diario o La cotidianidad de Borges.
            Varias anécdotas nos demuestran la popularidad del escritor entre quienes ni le habrían leído ni le leerían nunca. Bien sabido es que el peronismo, que llevó a la cárcel a su madre y a su hermana y que a él lo relegó de bibliotecario a inspector de aves de corral, era una de sus bestias negras; jamás desaprovechó ocasión para denigrarlo. En vísperas de las elecciones de 1983, caminaba del brazo de Alifano cuando se encontraron con una manifestación peronista. Algunos le señalaron murmurando su nombre. Aterrado, pidió que le sacaran de allí. Pero de pronto toda la multitud cambió el lema que coreaba por este otro: “Borges y Perón, un solo corazón”. Otra vez, unos hinchas de fútbol que regresaban de un partido le reconocieron y le gritaron: “¡Borges, sos más grande que Maradona!”
            Las filias y las fobias de Borges, bien conocidas la mayoría de ellas, se reiteran en estas páginas, a menudo con matices inéditos. Queda claro el motivo personal de algunos de sus desdenes literarios. A Lorca lo había conocido durante su visita triunfal a Buenos Aires. Al oscuro escritor que era entonces Borges (solo un año más joven) no le cayó bien y por eso más adelante tratara de descalificarle llamándole “andaluz profesional”. Hablaron solo una vez y Borges tuvo la impresión de que le estaba tomando el pelo: “Me dijo que toda su preocupación, más que en la poesía, más que en el teatro, estaba puesta en ese momento en el personaje que él consideraba más importante de este siglo”. A la pregunta de un intrigado Borges sobre quién era ese personaje, respondió: “Un personaje en el que se puede leer toda la tragedia de Estados Unidos. A ver arriesgue un nombre…” Y Borges, el tímido Borges, se atrevió a balbucear: “No sé, Melville, Whitman, Mark Twain, Poe…”. La respuesta de Lorca, que terminó con una carcajada general, no le hizo ninguna gracia: “No, no. Mucho más importante que esos: Mickey Mause”. No parece que ese sea precisamente el comportamiento de un “andaluz profesional”. Otro motivo había para el desdén: “Era un amanerado insoportable”.
            Afortunadamente, las banales opiniones y los prejuicios de Borges rara vez pasaron a su obra literaria. Le sirvieron solo para construir el ocurrente y paradójico personaje de tanto éxito periodístico. Y que nos sigue divirtiendo e irritando en estas páginas, no siempre memorables y redactadas un tanto a la diabla, de Roberto Alifano.