jueves, 25 de marzo de 2021

Materia bruta

 

 

Notas para unas memorias que nunca escribiré
Juan Marsé
Edición de Ignacio Echevarría
Barcelona. Lumen, 2021.

¿Todo lo que un escritor escribe puede incluirse en su obra literaria? La respuesta negativa parece obvia, pero en la práctica cuando un escritor se convierte en una marca prestigiosa, en un nombre que vende, siempre habrá editores capaces de reunir en volumen desde sus borradores desechados hasta la lista de la compra. Por lo general, se trata de publicaciones póstumas con las que editores y herederos pretenden agotar el rentable filón hasta sus últimas escurridoras. Pero a veces ese bajar el listón de la exigencia ocurre en vida del escritor.

            Es el caso de estas Notas para unas memorias que nunca escribiré, que aparecen pocos meses después de la muerte de su autor, pero que cuya publicación este autorizó y a las que revisó y corrigió minuciosamente.

            Integran el volumen el diario de un año, 2004, escrito sin mucho entusiasmo y como un deber autoimpuesto, y tres libretas que contienen apuntes de muy diverso alcance y tono. Libro de acarreo, preparado por razones económicas en un momento en que se había agotado la obra creativa de Marsé, defrauda y divierte a partes iguales. Lo hojeamos al azar y no tardamos en encontrarnos con una de esas opiniones contundentes que los escritores acostumbran a formular en la charla ocasional, más o menos etílica, pero que no suelen poner por escrito: “Ana María Matute en la Biblioteca El Carmel-Juan Marsé. La encantadora anciana empieza seduciendo al auditorio y acaba durmiendo a las ovejas. Todo lo que dice sobre el oficio de escribir, sobre ella misma, es puro camelo”, “¿Quién es el mejor palanganero de los escritores betselleros? Sergio Vila-San Juan”, “Dice el repipi de Luis María Anson que Antagonía, la tridimensional obra de Luis Goytisolo, dentro de tres siglos se leerá con el mismo interés que ahora. (O sea, ninguno. Totalmente de acuerdo.)”

            Podríamos seguir y seguir copiando. Ya conocíamos la obsesión de Marsé con Baltasar Porcel, con Umbral, el de la prosa sonajero, o con Cela, el de la prosa campanuda; se le añade ahora Juan Manuel de Prada, que compite con los políticos del independentismo catalán en ser la diana preferida para unos denuestos, a menudo más viscerales que ingeniosos.

            Pero no son esas descalificaciones, junto a malhumorados desahogos contra esto y aquello (la televisión, los periódicos, los obispos) lo que hay en el libro. Hay también evocaciones autobiográficas, reflexiones literarias, pinceladas para un autorretrato en el que el autor no sale demasiado favorecido.

            Decía Marcel Proust que el verdadero yo de un escritor estaba en su obra, no en las anécdotas biográficas. A los admiradores del autor de Últimas tardes con Teresa o de Teniente Bravo, les desilusionará profundamente este libro. El vanidoso cascarrabias que aparece en sus páginas, el que condesciende con la queja o el insulto, el que nos muestra su descontento por cómo lleva su mujer la casa (a otro familiar, al parecer, lo trataba peor, pero los editores, no él, tuvieron el buen cuidado de eliminar esas referencias), no es la persona que sus lectores se imaginaban.

            Leyendo a este Marsé último, que no sorprende demasiado a quien recuerda sus entrevistas y declaraciones, nos ha venido a la cabeza el caso de Pío Baroja. En los últimos quince años de su vida, tras volver de París, donde había pasado la guerra, Baroja publicó más que nunca, a veces varios títulos al año. Esas obras, hechas de recortes antiguos y de apuntes nuevos juntados de cualquier manera, llenas de anacolutos y de incongruencias, literariamente valen poco, pero están llenas de encanto, sobre todo los tomos de sus memorias. Incluso las Canciones del suburbio, ese libro de poemas que tanto irritó en su momento, lo leemos hoy con más gusto –a pesar de sus rechinantes ripios-- que los repeinados sonetos garcilasistas de la época. El último Baroja era, sobre todo, un personaje. Y lo sigue siendo, casi tanto como sus mejores novelas (que no van más allá, con alguna excepción, de los años veinte y que rara vez incluyen los tomos dedicados a Aviraneta) nos interesan los libros que cuentas su vida, a favor en contra, desde la inicial Pío Baroja en su rincón, de Miguel Pérez Ferrero, hasta la diatribas furibundas de Eduardo Gil Bera o las más matizadas de Miguel Sánchez-Ostiz, tan barojiano, de quien Renacimiento acaba de reeditar su Pio Baroja, a escena.

            Para la sociología de la literatura, para entender el entramado de lo que supone la industria literaria, resultan de gran interés estas páginas. Lo que nos dice del premio Planeta confirma con creces lo que todos los que intervienen en el tinglado –periodistas y políticos que ayudan al tinglado publicitario-- saben y callan. Las novelas finalistas que les presentaron al jurado eran cinco, aunque oficialmente se indica que son diez; a todos les parecen de muy poca calidad, pero el premio no puede quedar desierto ni ellos pueden votar en blanco. El portavoz del jurado es Carlos Pujol, “empleado de la editorial”, como se cuida de indicar Marsé, quien “anuncia a los periodistas que el nivel de calidad literaria es altísimo”. Nada que no supiéramos, pero divierte verlo confirmado por quien, cuando le convenía, no dudó en participar de todos los tejemanejes de la sociedad literaria y, como señala en una de estas notas, rechazó muchos premios y honores, pero nunca si iban acompañados de una cantidad en metálico, “porque eso sería de imbéciles”.

            Un libro irritante y divertido, que apenas puede considerarse literatura, un juntapapeles para ganar algún dinero, que sin embargo envejecerá mejor que mucha literatura. Cuando nadie lea las novelas --¿las lee alguien ya?—que Marsé pergeñaba laboriosamente en los últimos tiempos (Canciones de amor en el Lolita’s Club se escribió a la vez que el diario de 2004), se seguirán leyendo con curiosidad estás páginas que, como las instantáneas fotográficas hechas sin voluntad artística, van ganando en interés a medida que pasan los años. Son las paradojas de la literatura, que contra lo que suele pensarse –y salvo que sea gran literatura--, envejece antes que la prosa periodística y testimonial.                                                                   

           

viernes, 19 de marzo de 2021

Entre dos épocas

 

 

Peregrinaciones
Carmen de Burgos
Epílogo de Ramón Gómez de la Serna
Edición de Concepción Núñez Rey
Renacimiento. Sevilla, 2021.

Carmen de Burgos, que hizo famoso el pseudónimo de Colombine, es una de las figuras más atractivas del primer tercio del siglo XX. Fue una mujer que se atrevió a romper con todas las estrictas normas que aprisionaban a las mujeres: se separó de un marido maltratador, brilló en papeles antes reservados a los hombres, tuvo amantes sin ocultarlos demasiado, trabajó activamente por la causa republicana.

            El novelero y valiente personaje, tras décadas de olvido, cada día suscita más atención, pero no parece que hayan tenido el mismo éxito los intentos de rescatar su obra literaria.

            Carmen de Burgos fue narradora, y su nombre está presente en todas las colección de novelas cortas tan de moda en su tiempo, biógrafa de figuras como Larra o Leopardi, autora de libros de viajes y de incontables títulos sobre los temas que entonces se consideraban “femeninos”, desde la cocina hasta la moda pasando por las buenas maneras sociales. Una obra quizá en exceso prolífica y que da la impresión de que ha resistido menos el tiempo que la figura de la autora.

            Carmen de Burgos viajó por el mundo como pocas mujeres lo hacían entonces: a menudo sin más compañía que la de su hija, prescindiendo de la figura protectora del varón, considerada imprescindible. Peregrinaciones, de 1916 (reeditado al año siguiente en dos tomos y con el título de Mis viajes por Europa), deja constancia de sus andanzas por media docena de países europeos en la fecha crucial de 1914. Cuando inicia el viaje, a comienzos del verano, el mundo es uno; cuando regresa a España, pocos meses después, ha cambiado por completo.

            A la confortable primera parte –Suiza, Dinamarca, Suecia, Noruega--, le sigue lo que tiene mucho de novela de aventuras: su regreso a través de una Alemania que parece haber enloquecido tras el comienzo de la guerra y donde están a punto de lincharlas al tomarlas por espías rusas.

            De la primera parte, nos interesan los pasajes poéticos, como las líneas finales que dedica a Ginebra, el elogio de las campanas o la enumeración de las distintas plazas. También ese encuentro con la ciudad del futuro en las ciudades nórdicas: “Una nota típica de Copenhague son las bicicletas. Les tengo más miedo que a los automóviles y a los tranvías. Apenas se ven transeúntes a pie; hombres, mujeres, niños, todo el mundo va en bicicleta, lo mismo la criada que sale a la compra que la señora que va de visita, o el hombre que acude a su negocio, al teatro o al café”. Carmen de Burgos viaja, entre otras cosas, para encontrarse con el futuro que sueña: “La mujer tiene ancho campo –nos dice de Dinamarca--, abierto en todos los empleos y carreras, es electora y elegible y goza de un gran respeto y una gran libertad”.

            Muy distinta era, casi hasta ayer mismo, la situación en España, según nos refiere Ramón Gómez de la Serna, en el extenso y magistral epílogo: “La mujer española solo se salva en el extranjero de la persecución que sufre, de esa persecución innoble que la muerde en los tobillos, de esa noche de la ciudad imposible a las mujeres, pues por todos lados parece que las gritan, las befan, que las arrastran, y también se salva en el extranjero de ese vestido de una crudeza insoportable con que las visten las miradas mientras las tuercen y las hacen insoportable el sombrero, de esa picazón, de ese escozor que debe hacerlas sufrir la luz de la ineducada calle española”.

            Interesan especialmente de estas páginas viajeras los pequeños detalles que nos permiten viajar en el tiempo, esos detalles de la vida cotidiana que suelen escapar a la mirada del sesudo historiador.

            “Un viaje es como una gran biblioteca puesta en fila, con los libros abiertos en lo más interesante, que vamos leyendo al pasar”, escribe Carmen de Burgos. Pero lo que más ha envejecido de su obra es lo que tiene de divulgación cultural: las páginas sobre escritores, músicos, pintores o escultores nórdicos. Lo que nos puede decir sobre Kierkegaard, Ibsen o Grieg interesa bastante menos que su sorpresa de que no sea costumbre dejar a los niños en casa: “Hasta los más pequeños van por la calle en una silla con ruedas y toldo, a guisa de coche, que empujan hombre y mujeres”. Deducimos que, en 1914, los bebés españoles solo se sacaban a la calle en brazos.

            Cuando escribe Peregrinaciones, Carmen de Burgos tiene por compañero al joven Ramón Gómez de la Serna, representante de otra generación, y su influencia se nota en algunos de los pasajes del libro más acordes con la estética vanguardista, como el dedicado a los zapatos que se dejan –se dejaban—a las puertas de los cuartos de hotel o el fragmentarismo, tan ramoniano, de alguno de los capítulos dedicados a Londres.

            La parte final del libro, “Portugal”, ya nada tiene que ver con aquel viaje de 1914 que comenzó idílicamente y acabó atravesando la Europa en guerra con riesgo de la vida. A Portugal viajaría al año siguiente y de inmediato se convierte en una de sus patrias. La república portuguesa, de la que desde el comienzo es firme defensora, se convierte en modelo de lo que quiere para España. En el amor a Portugal, y a Italia, coincide con Gómez de la Serna y ambos, en la etapa más feliz de su relación, tuvieron casa en Estoril y en Nápoles.

            A Peregrinaciones, como a cualquier viaje demasiado largo, no le faltan momentos de tedio, pero los compensan los continuos hallazgos de la mirada curiosa de la autora y desaparecen por completo cuando el libro se convierte en una autobiográfica novela de aventuras..

jueves, 11 de marzo de 2021

Plural y memorable

 

Todos los versos son de despedida
Javier Almuzara
Renacimiento. Sevilla, 2021.

“La poesía es música que piensa” ha repetido más de una vez Javier Almuzara, cuya vida transcurre entre la pasión poética y la pasión musical. Pero la pasión, la emoción extremada, y el contagioso entusiasmo no nublan su lucidez. Pocos escritores a la vez tan inspirados, tan conscientes de que en la obra de arte debe haber siempre “un no sé qué” indefinible, y tan dueños de su oficio.

            “Línea de canto”, la serie de aforismos sobre poesía que cierran Todos los besos son de despedida, explicita –con excelente literatura, por cierto-- los fundamentos teóricos de su poesía. Uno de los fragmentos, escrito a la manera de una oración laica, define su manera de entender la poesía contraponiéndola a otras concepciones que algunos consideran más “modernas”. Lo copio íntegro, es una pieza de antología y de orfebrería verbal: “Danos, Poesía, ligereza sin frivolidad y gracia sin vulgaridad, ambigüedad sin confusión y hondura sin hermetismo, inteligencia sin aridez y emoción sin patetismo, biografía sin banalidad y trascendencia sin afectación. Dánosle hoy un discurso ordenado y lúcido, preciso y bello, claro y sugerente, no balbuceos chamánicos, ni circunloquios etílicos, ni absortos egotismos, ni puzles semánticos. Poesía, líbrame de la incompetencia lingüística disfrazada de experimento gramatical y aparta de mí el cáliz de la pereza mental servida como hallazgo surrealista”.

            Dicho y hecho. Pocas veces lo que el poeta pretende que sea su poesía se adecúa tanto a lo que de verdad es como en Javier Almuzara. Todos los besos son de despedida, un libro extenso, variado, no pretende ser sublime sin interrupción, incluso incurre en algún raro descuido rítmico (quizá no sea descuido, sino deliberado homenaje a Unamuno, el áspero endecasílabo “con quien el tiempo iba a mentir tu ser”, del primer soneto, “Paternidad responsable”, por lo demás espléndido con su unamuniana paradoja), pero contiene un puñado de poemas que pueden pasar, que pasarán, no a cualquier antología generacional, sino de la poesía española. Enumero algunos de ellos: “Resplandeciente oscuridad”, que no habrían desdeñado firmar los místicos del Siglo de Oro, aunque no tenga nada de pastiche; “Oh, suene de contino”, que pone letra a la música improvisada de la naturaleza (el título homenajea a la oda a Salinas y a la música de las esferas de Fray Luis); “Signo de admiración”, un soneto, abundan los sonetos en el libro, que consigue en prodigio de tratar el tema más tópico y volverlo deslumbrantemente verdadero; los “Dos dúos”, con su gracia entre Lope y Metastasio; un poema de amor, “Doble o nada”; el unamuniano --la lección de Unamuno (“piensa el sentimiento, siente el pensamiento”) está muy presente--“Para quien sangra angustia”; la impactante elegía –una de las grandes elegías de la lengua española-- que lleva por título “Ángel (1891-1937)”.

            “En poesía, casi todo lo que no es tradición es contagio” parafrasea Javier Almuzara a Eugenio d’Ors en uno de los aforismos finales, y él gusta de seguir la tradición y de dejarse contagiar por los poetas que admira. Un guiño al Carlos Marzal de El último de la fiesta hay en “Señas de identidad”: “Prefiero la alusión al testimonio. / el íntimo dolor al escenario. / Y, aunque mi estilo finja lo contrario, / gustándome Manuel, yo soy de Antonio”.

            Los pareados del irónico autorretrato “Qué pasa conmigo” homenajean a Manuel Machado. Tiene algo de “tour de forcé” conseguir que el poema, el más extenso del libro, no se venga abajo en ningún momento. Hay tácitas alusiones o apropiaciones –Jorge Guillén, Gil de Biedma—y muy explícitas referencias. “Ascendientes” dice así: “Moriré como hubieron de morir / las rosas, Aristóteles y Borges, / pero aspiro al aroma que dejaron”. Uno de los apócrifos poemas de El hacedor termina con estos versos: “¿Es posible que yo, súbdito de Yaqub Almansur, / muera como tuvieron que morir las rosas y Aristóteles?”

            Javier Almuzara es un maestro en el arte de recrear la poesía ajena. Las versiones de Omar Jayyam reunidas en Caravana y desierto son poemas propios sin que deje de resonar en ellos lo esencial del poeta persa. “Bajo otra luz” es a la vez un poema suyo y la mejor traducción de uno los grandes sonetos de la lengua inglesa, escrito curiosamente por un español, “Night and Death”, de Blanco White; algo semejante podría decirse de los “Epitafios de la guerra”, de Rudyard Kipling.

            Hay en Todos los besos son de despedida poemas que nos cortan el aliento y otros que se limitan a hacernos sonreír. Arte mayor y atinadas recreaciones de la poesía popular, que también puede ser arte mayor, aunque se escriba en versos de arte menor: “Al fin y al cabo, morirse / no debe ser tan sencillo, / que hay quien se muere de pena / y no deja de estar vivo”.

            Como en Blas de Otero, otro referente (aunque no el poetas más explícitamente social), hay juegos de ingenio, continuas sorpresas expresivas: ante el misterio, o ante el silencio de Dios, es necesario “hablar a ritos”; “La poesía es mortal” afirma el último verso de un sonetillo (abundan los juegos con la estructura del soneto), pero lo que dice es exactamente lo contrario: “Mi ser definitivo, / lejos del cuerpo inerte / que ahora no concibo, / revivirá verbal, / porque para la muerte / la poesía es mortal”.

            Hay un poema de un solo verso, “Pompeya”; hay un epigrama que no habrían desdeñado firmar Catulo o Marcial, “La tapadera”; hay nanas, memoria familiar y ternura. Gracias al gimnasio de los clásicos, como afirma él mismo en uno de sus aforismos, Javier Almuzara ha conseguido no ser “un poeta formal, sino en buena forma”. En la mejor forma se muestra en este libro plural y memorable.

           

jueves, 4 de marzo de 2021

El ruido y las nueces

 

Independencia. Terra Alta II
Tusquets. Barcelona, 2021.
 

Independencia, la nueva novela de Javier Cercas, lleva el subtítulo de Terra Alta, II, y puede considerarse como la segunda entrega de una serie protagonizada por “el héroe de Cambrils” o como las dos partes de una única novela, a la manera del Quijote, obra a la que se homenajea con las reiteradas referencias a la primera parte, ya publicada y conocida por los personajes, en la segunda.

            El que el protagonista sea “el héroe de Cambrils”, el mosso d’esquadra que abatió a cuatro de los terroristas del atentado de las Ramblas, plantea un problema extraliterario. ¿Es lícito tomar un personaje real del que poco se sabe (se ocultó su identidad para evitar represalias, está de baja por depresión y en lugar desconocido) y atribuirle una rocambolesca biografía de malhechor reconvertido y un uso de la violencia para imponer la ley al margen de la ley? ¿Se imagina alguien que el protagonista fuera el mayor Trapero o que a quien se convirtiera en un Rambo con vocación de bibliotecario, hijo de una prostituta asesinada, fuera al líder de Ciudadanos? Jugar con la verdad y la mentira, con la mezcla de realidad y ficción, tiene sus límites legales, al margen de su mayor o menor eficacia como recurso literario.

            También hay límites de otro orden. Los personajes de Independencia –parece que todos menos el protagonista-- han leído Terra Alta y aluden a ella, y a su autor, dudando de si lo que cuenta es verdad o mentira. “Menudo elemento, el tal Cercas, qué manera de embaucar a la gente…”, dice uno de los personajes. Pero resulta que Terra Alta se publicó en 2019 y los hechos que narra ocurrieron en 2021. ¿A nadie, en un relato que se quiere realista, le extrañó que fuera profética? Resulta además que en la realidad de la ficción “ni Blai ni nadie en la comisaría de la Terra Alta tuvo el menor interés en desmontar la versión oficial del caso, según la cual había sido él y no Melchor quien lo había resuelto”. Una novela debe atenerse a su propia coherencia interna y Cercas se la salta por su afán de homenajear a Cervantes sin darse cuenta de que su caso es como si Cervantes hiciera aparecer la primera parte del Quijote, publicada en 1605, en una segunda parte que transcurriera durante la juventud del protagonista, muchos años antes.

            Independencia pretende ser varias cosas: una narración policíaca a la manera de las que pronto se convierten en series de televisión (curiosos resultan sus puntos de coincidencia con un reciente éxito de Netflix, Lupin), una novela de tesis que trata de desmontar las falsas razones del independentismo catalán y, en menor medida, un ejercicio de metaficción que se hace evidente en el discurso final del protagonista: “Lo que he aprendido es que las novelas no sirven para nada. Ni siquiera cuentan las cosas como son, sino como hubieran podido ser, o como nos gustaría que fueran. Por eso,nos salvan la vida. Bueno, eso es todo lo que os quería decir: que las novelas no sirven para nada, excepto para salvar vidas”.

            Como narración policíaca, la novela pierde todo interés a partir de la página 94. Cercas sabe contar, y la estructura de su novela --con esa larga conversación final, que todo lo aclara, y que se va sabiamente dosificando desde los primeros capítulos-- resulta la más adecuada para mantener el suspense, pero no acierta a inventar una trama medianamente verosímil. La alcaldesa de Barcelona –estamos en 2024 o 2025, no pensemos, o solo un poco, en Ada Colau-- es chantajeada. La amenazan con hacer público un vídeo de carácter sexual si no ingresa trescientos mil euros en moneros en una determinada cuenta. Le advierten que no hable con la policía si quiere que todo salga bien. Y ella cita a los policías en el Ayuntamiento, les alarga el sobre que contiene la amenaza y luego un maletín de cuero negro. “Ahí tiene el dinero. Pague a esa gente y que me dejen en paz”, le dice al inspector. ¿Nos frotamos los ojos? ¿Le piden que no avise a la policía y ella les avisa, no para que eviten el chantaje o detengan a los chantajistas, sino para que simplemente ingresen la cantidad que le exigen en una cuenta? ¿Tan torpe es que no se las sabe arreglar ella misma con la banca digital ni tiene a nadie que le explique el procedimiento?

            Por si no dejamos de tomarnos en serio el relato policial en ese momento, Cerca nos ofrece casi una ocasión en cada página. Los policías descubren que no es el primer intento de chantaje, que ya hubo otro anterior. ¿Y cómo fue ese anterior? Pues como sacado de una aventura de Mortadelo y Filemón. Los extorsionistas pidieron a la alcaldesa “que les pagase trescientos mil euros por no divulgar la grabación”, debía pagarlos en billetes de cincuenta euros. Ella personalmente debía depositarlos “un día concreto, al atardecer, en un punto concreto de la playa de Gavà, muy cerca de la orilla, donde encontraría una fiambrera en la cual lo extorsionadores dejarían, a cambio del dinero, la grabación”. ¿Se imagina alguien a la alcaldesa de Barcelona yendo al banco a pedir trescientos mil euros en billetes de cincuenta (unos seis mil, si no me engaño), yendo con ellos a una playa,  buscar una fiambrera y luego irlos embutiendo allí. Menuda sorpresa se llevarían los que la vieran. ¿Y después dónde esperaba a que llegaran los extorsionadores para que sacaran de la fiambrera los billetes y colocaran en ella la cinta del vídeo? ¿Sentada en un chiringuito?¿Y cómo podía estar ella segura de que no había copias? Lea el curioso lector como acabó esta aventura en la intervienen unos detectives, un submarinista y una cuerda, al parecer invisible, atada a la fiambrera. No pretende ser un episodio humorístico, aunque dé un poco de risa.

            El caso es que el extorsionador de la fiambrera la segunda vez recurre a los moneros, una criptomoneda creada en 2014 para ocultar mejor “la identidad de emisores y receptores y las cantidades de las transacciones”, según leemos en la Wikipedia. Han dado un gran salto cualitativo, pero les sirve de poco: en seguida los policías descubren que el número de la cuenta en que quieren que la alcaldesa ingrese el dinero “está adscrito a una tarjeta SIM” a nombre de Farooq Hoque y que el teléfono fue comprado en el MediaMark de Diagonal. No podemos evitar frotarnos los ojos. ¿Esto lo escribe un novelista serio? Cercas abandona la fiambrera y el submarinista, pero sigue en el mundo de Mortadelo. ¿Una cuenta en moneros adscrita a una tarjeta SIM? ¿Pero qué cuenta bancaria, aunque se en convencionales euros, está adscrita a un teléfono?

            Sospechamos que Cercas utiliza la trama policial como un Macguffin que le permite hablar de otras cosas que le interesan más y que confía en que el gran público al que se dirige –Terra Alta fue premio Planeta-- no resulte demasiado exigente. Pero quizá le hubiera convenido no menospreciar tanto la inteligencia de los lectores. El vídeo con el que amenazan a la alcaldesa –quien tuvo una juventud bastante abierta en materia sexual y no se avergüenza de ello-- nos la muestra teniendo relación con tres hombres que pretendían abusar de ella. No lo consiguen: es ella la que logra controlar la situación.

            En fin, no vamos a destripar la novela en la que Cercas demuestra cumplidamente su habilidad en el manejo de las técnicas narrativas, pero es imposible dejar de subrayar que hay que tener muy amplias tragaderas para encontrar un  átomo de verosimilitud en esos violadores en serie que cometen un asesinato y que, no solo se olvidan ello, y de las grabaciones de sus actos, sino que además pretender chantajear a una de las mujeres de las que intentaron abusar. Claro que la actuación, como “deus ex machina” de ese diputado socialista implicado en las “tarjetas black” (que Cercas llama tarjetas fantasma) llevando un cadáver a un descampado y haciendo desaparecer cualquier rastro del crimen también es de antología. De antología del disparate, claro.

            Insistir en más detalles sería un poco ensañamiento, pero no me resisto a señalar que los chantajistas, no contentos con el dinero, al final le ponen como condición a la alcaldesa que dimita si no quiere que se difunda un vídeo… que la obligaría a dimitir. O sea que ella debería pagar trescientos mil euros y dimitir para no ser obligada precisamente a dimitir.

            Trata de compensar Cercas lo inverosímil de la trama con la abundancia de “pequeños detalles exactos”, según la lección de Stendhal. Pero se toma demasiado al pie de la letra el consejo y, si el protagonista en un supermercado, mientras efectúa un seguimiento añade al azar productos a su cesta, Cercas no se priva de enumerarlos: “una bolsa de pan de molde, unas lonchas de queso envasadas, unas tortitas de arroz con chocolate, una lata de atún”. Y estamos de suerte si no nos indica la marca de la lata de atún. A otros detalles, en cambio, parece estar menos atento: en la página 106 un policía interroga a la alcaldesa sobre sus dos hijas; en la 196, la alcaldesa dice que tiene una hija.

            Pero la historia del chantaje, y del descubrimiento de un crimen de hace años, no es lo que más le importa a Cercas. Su novela se atiene al “prodesse et delectare” horaciano, quiere enseñar deleitando y la lección que quiere transmitirnos es que el famoso Procés fue artificialmente montado por la clase dirigente catalana para chantajear a Madrid. Así se lo hace decir a uno de sus personajes: “En 2012 vivíamos sumidos en una crisis tremenda, la más fuerte en un siglo, y lo estábamos pasando muy mal.  ¿Qué hicimos? Lo que debíamos hacer: sacar a la gente a la calle, con nuestros medios y con la ayuda inestimable de nuestro gobierno, para meter toda la presión posible al gobierno de Madrid, ponerlo entre la espada y la pared y obligarnos a resolvernos el problema”. La clase dirigente catalana no es independentista, afirma el personaje en sus declaraciones (dejemos a un lado, una vez más, la verosimilitud) a un periodista británico, pero ellos no crearon el independentismo: “Lo que montamos nosotros fue el Procés, es decir, transformamos una reivindicación de una minoría en una reivindicación de casi la mitad del país”. La pregunta del periodista es obvia: ¿Y cómo consiguieron ustedes solos sacar a la calle a un millón de personas cada año durante una década? “Ni que fueran idiotas”, precisa. Y esta es la respuesta del prohombre catalán en versión de Cercas: “Es que lo son”. Sutileza argumental se llama esa figura.

            Independencia es una novela con pretensiones de análisis social y de denuncia (y que cita a Montaigne y a Borges –“mientras dura el remordimiento dura la culpa”-- y no escasea en reflexiones atinadas), disfrazada de entretenido y poco exigente telefilme de sobremesa. O quizá lo contrario.

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