jueves, 26 de septiembre de 2013

Julio Camba, un okupa de lujo

Maneras de ser periodista
Julio Camba
Edición y prólogo de Francisco Fuster García
Libros del K. O. Madrid, 2013.

Mariano José de Larra fue el primer escritor español que ocupa un lugar en la historia de la literatura española casi exclusivamente por su obra periodística; Julio Camba, el segundo y quizá el último. En su caso, se puede prescindir del “casi”: no publicó ningún libro que no fuera una recopilación de artículos previamente aparecidos en la prensa.
            Tras su muerte en 1962, sufrió, como la mayor parte de los escritores, un largo eclipse: sus libros dejaron de reeditarse y las ediciones de la colección Austral se amontonaban a muy bajo precio en cualquier librería de viejo.
            En los últimos años, como en el caso de otro periodista de su tiempo, Chaves Nogales, vuelven a editarse sus títulos más famosos y se recopilan las innumerables colaboraciones que quedaron dispersas por las hemerotecas.
            Francisco Fuster, que ya recopiló Caricaturas y retratos: semblanzas de escritores y pensadores (Fórcola Ediciones), selecciona ahora otra antología temática, Maneras de ser periodista, también formada por artículos en su mayor parte inéditos.
            ¿Qué nos dice del periodismo uno de los tradicionalmente considerados maestros del periodismo? Paradójicamente, poca cosa.
            Julio Camba fue un periodista y un personaje peculiar. Había nacido en Villanueva de Arosa en 1884. A los catorce años se embarcó como polizón hacia Argentina; a los dieciséis fue devuelto a España, expulsado por su relación con el anarquismo, relación que duró, ya en nuestro país, hasta más o menos 1907. Tras el atentado de Matero Morral, al que conocía, fue interrogado, y Pío Baroja se inspiró en él para uno de los personajes del tercer tomo de La lucha por la vida.
            Siguiendo los pasos de otro militante del anarquismo, José Martínez Ruiz, quien en 1905 cambia de rumbo ideológico y de nombre, metamorfoseándose en el conservador Azorín, Julio Camba, a partir de 1907, abandona la prensa republicana, que pagaba poco o nada, que condenaba a sus colaboradores al miserabilismo y a la bohemia, y se convierte en el periodista favorito de la burguesía ilustrada gracias a un estilo que huye de la ampulosidad y a un humorismo que gusta de la paradoja y de darle la vuelta al tópico.
            Pronto comienzan sus estancias en el extranjero, como corresponsal de diversos periódicos. El Mundo, La Correspondencia de España y, desde 1913, el Abc, lo que supone su consagración. De esos viajes surgieron sus libros más famosos. En 1916 aparecieron los tres primeros, Alemania, Londres y Playas, ciudades y montañas; en 1933, el que puede considerarse el mejor de todos ellos, La ciudad automática, que recopila crónicas de un viaje a Estados Unidos realizado entre 1929 y 1931.
            La llegada de la República supuso para Julio Camba, como para tantos otros liberales, un primer momento de ilusión. En su caso la desilusión llegó muy pronto, al parecer más por razones personales que políticas: esperaba alguna jugosa canonjía del nuevo régimen, a ser posible un cargo diplomático, y le dejaron de lado. No lo perdonó nunca.
            Haciendo de República, su libro de 1934, abandona el irónico escepticismo habitual para bordear el libelo antirrepublicano. Julio Camba todavía es Camba, pero pronto dejará de serlo. Tras la guerra, que pasó como mejor pudo, bajo el generoso cobijo de Sainz Rodríguez, se convirtió en una sombra de lo que había sido, en una especie de reliquia de tiempos mejores. Siguió escribiendo, pero sus artículos nuevos sonaban a viejos o eran directamente viejos artículos levemente remozados, no por él, por algún oscuro redactor del Abc, e ilustrados llamativa, pero no muy adecuadamente, por un famoso dibujante de entonces, Lorenzo Goñi.
            El caso de Julio Camba tiene algún paralelismo con el de Ramón Pérez de Ayala, cuya obra terminó más o menos con la llegada de la República, aunque siguiera escribiendo treinta años más. A Pérez de Ayala sí le dieron la esperada embajada, y nada menos que en Londres, adonde también soñaba ir Camba, pero eso no le impidió desengañarse de la República y ofrecer sus servicios a Franco, que le trató desdeñosamente.
            En Maneras de ser periodista solo raramente encontramos al mejor Camba. Incluye artículos publicados a lo largo de casi toda su trayectoria, entre 1912 y 1959. Uno de los fechados en ese último año se titula “Lajeunesse” y comienza así: “Ernesto Lajeunesse, el famoso crítico literario de Le Journal, pontificaba todas las noches, de diez a doce, en un bar de los grandes bulevares adonde me llevó una vez Rubén Darío”. Pero para entonces Ernst Lajeunesse llevaba casi tantos años muertos como Darío y hacía décadas que había dejado de ser famoso, incluso en Francia.
            El mejor Camba está en los libros que él mismo preparó, o que se prepararon bajo su supervisión, entre 1916 y 1933, antes de que se convirtiera en un desengañado superviviente. Rescatar obra suya inédita, sobre todo si se refiere al periodo posterior a la guerra civil, apenas si tiene otro interés que el meramente erudito.
            El Camba anarquista de principios del siglo XX, el que aparece en la autobiográfica novela corta El destierro, una de sus escasas incursiones en la narrativa, parece estar muy lejos del colaborador del monárquico Abc que pasó los últimos años de su vida alojado en el madrileño hotel Palace. Algo tenían en común, sin embargo: de su vida bohemia, a Julio Camba le quedó siempre la costumbre de dejarse invitar, de dar sablazos, de escribir solo cuando no encontraba otra forma de conseguir algún dinero. Se duda quién le pagaba la habitación del hotel; lo que parece claro es que él no lo hacía: era un okupa de lujo.

            Y fue un lujo en la literatura española de la Edad de Plata, del primer tercio del siglo XX. Y lo sigue siendo, aunque a su desdeñosa y desganada manera de ser periodista no le beneficien los acríticos rescates de las hemerotecas.

jueves, 19 de septiembre de 2013

Vicente Sabido: Amor y más

Amor (Antología poética)
Vicente Sabido
Renacimiento. Sevilla, 2013.

Conviene, al juzgar un libro, no incurrir en la falacia patética, no confundir la emoción que provocan el tema o las circunstancias biográficas de su autor con la emoción estética. Pero resulta inevitable, al comentar la antología de Vicente Sabido titulada escuetamente Amor, aludir a la circunstancia de que su llegada a las librerías coincide con el fallecimiento del poeta en los primeros días de septiembre.
            Vicente Sabido había nacido el año 1953 en Mérida. Comenzó sus estudios en Pamplona –donde tuvo como profesor a Miguel d’Ors, lo que resultaría determinante en su obra– y los terminó en Granada, en cuya universidad sería posteriormente profesor.
            Su trayectoria literaria comenzó muy pronto, en 1975, con un libro, Aria, muy acorde con la estética rupturista del momento. Un poema disonaba del conjunto, “Canto solar”, escrito en prosa bajo la influencia de Whitman y Saint-John Perse y con referencias al paisaje extremeño; será el único que se salve en la antología final. Poco después, con Décadas y mitos, de 1977, cambia el tono, que se vuelve en apariencia, solo en apariencia, más conservador, en coincidencia con las primeras obras, que aparecen por entonces, de poetas como Eloy Sánchez Rosillo, Fernando Ortiz o Víctor Botas. Es el momento estético antologado en Las voces y los ecos, de 1980. Miguel d’Ors –en la solapa de Amor– lo define como aquel en que “el verso y la vida vuelven a anudarse, el yo, lo autobiográfico y lo confesional recuperan su papel, se retorna a la tradición como punto de apoyo para el desarrollo del mundo personal, se busca un equilibrio entre cuidado del lenguaje y contenidos humanos”.
            Vino luego un libro fundamental, Sylva, de 1981, y, tras un largo periodo de silencio, solo roto por el breve cuaderno Adagio para una diosa muerta, la obra con la que cierra su labor creativa, Aunque es de noche, de 1994. Acababa el poeta de cumplir cuarenta años; viviría aún otros veinte, pero ya no volvería a publicar más poemas, ni parece que tampoco a escribirlos. Ni en Los cuarenta principales (1999), antología preparada por él mismo, ni en Amor no se incluye ningún inédito.
            El silencio de Vicente Sabido se asemeja al de Jaime Gil de Biedma, pero ha llamado menos la atención y no parece que nadie se haya preocupado por él. Vicente Sabido fue un poeta discreto, invisible más allá del círculo de los más atentos y avisados. Su cercanía a Miguel d’Ors –mentor y amigo, autor de las más lúcidas páginas sobre él– le benefició tanto como le perjudicó. Le benefició al ayudarle a librarse de las vaguedades de su primer libro y al subrayar la importancia de la cuestiones técnicas, de las minucias formales, tan desdeñadas por algunos vates inspirados, sin las cuales no hay verdadero poeta. Le perjudicó al opacarle un tanto con el brillo de su propia obra. Para el lector desatento y apresurado, Vicente Sabido no era más que un aplicado discípulo, un poeta grato y menor, de algún modo prescindible. Sus largos años de silencio –frente al continuo, y con frecuencia polémico, desarrollo de la obra del “maestro”– parecían abonar esa opinión.
            Amor, antología seleccionada y prologada por José Julio Cabanillas, prescinde del orden cronológico. Los poemas se agrupan en tres apartados. El primero, “Versos de amor”, se inicia con el poema “Sylva”, el más extenso de los escritos por el autor y uno de sus logros mayores. Su estructura musical de tema con variaciones recuerda a “Sepulcro en Tarquinia”, de Antonio Colinas, que quizá le sirvió como modelo, aunque el resultado sea muy distinto, más irracional y culturalista en un caso; más intimista y meditativo, en el otro.
            La sección segunda, “Versos de la niñez”, se inicia con el poema “Datos para una biografía”, dedicado a Víctor Botas. Esa dedicatoria ha sido añadida a esta edición, como ocurre con la mayoría. Todos los poemas de Amor están dedicados y esa es la única intervención que parece haber tenido el autor, que no ha vuelto –al contrario de lo que suele ser común–  sobre los viejos textos para juanramonianamente revisarlos y no siempre mejorarlos. Vicente Sabido parecía adivinar que ya no le sería posible enviar con dedicatoria autógrafa su libro y por eso ha querido que en él figure una muestra casi completa de sus afectos y admiraciones. Algunos de sus mejores poemas están en esta sección, como “Del tiempo viejo” o los machadianos “Recuerdo infantil” y “La escuela”.
            No es Vicente Sabido un poeta que guste de levantar la voz, de subrayar sus aciertos, que a menudo solo se descubren en una segunda o tercera lectura. Una excepción representan el poema “Sylva”, ya aludido, y también el que cierra la antología, “Adagio para una diosa muerta”, canto en alejandrinos a la ciudad de Mérida que tiene todo el empaque –y la majestuosa musicalidad– del mejor modernismo.
            Los poemas de la tercera sección, “Versos del tiempo adentro”, rescatan momentos de la historia general y personal; de la historia, o de la intrahistoria (así se titula uno de los mejores poemas). Vicente Sabido gusta, y en eso coincide con Miguel d’Ors (al que dedica el poema más dorsiano del conjunto “Cabina telefónica”) de pequeños detalles exactos que den sensación de verdad al poema. Disuena uno de esos detalles, el que en “España Siglo XX (Fragmento)” se atribuye a Indalecio Prieto, que no parece que en 1908, a sus veinticinco años, anduviera “viendo crecer las mazorcas en un vallín de Mieres”.
            En el 2006 reunió Vicente Sabido lo más significativo de su obra en prosa, dejando a un lado los trabajos estrictamente académicos y curriculares, en el breve volumen La lluvia de Cartago, uno de cuyos capítulos “Et in Arcadia”, recuerdo infantil cercano al poema en prosa, ha pasado a Amor. En ese libro, comentado el póstumo Las rosas de Babilonia, de Víctor Botas, escribe: “Creo que Botas, como algunos excelentes poemas, ha escrito media docena de buenos poemas y un par de docenas de excelentes versos. Y eso es mucho”. Hablaba Vicente Sabido también –y sobre todo– de sí mismo.
            Cuando la emoción del momento desaparezca, seguiremos encontrando en Amor un puñado de poemas emocionantes y minuciosamente ejemplares.

            

jueves, 12 de septiembre de 2013

¿Qué fue de Roger Wolfe?

Gran esperanza un tiempo
Roger Wolfe
Renacimiento. Sevilla, 2013.

Aunque había publicado un primer libro en 1986 –Diecisiete poemas, de muy correcta factura–, la importancia de Roger Wolfe en la poesía española comienza en 1992 con la aparición de Días perdidos en los transportes públicos. Ese libro supuso de algún modo un antes y un después. Roger Wolfe iba más allá en el uso del lenguaje coloquial de lo que estábamos habituados y además trataba temas, si no inéditos (recordemos el malditismo y la bohemia modernistas), sí con un toque nuevo de audacia y contemporaneidad. Un fenómeno semejante se produjo por entonces en la narrativa con Historias del Kronen, de José Ángel Mañas.
            Fueron legión los poetas que, tras el ejemplo de Roger Wolfe, incurrieron en la corriente que los críticos denominaron (con la impropiedad habitual en este tipo de etiquetas) “realismo sucio”. Incluso algunos nombres de generaciones anteriores, como Luis Antonio de Villena o Luis Alberto de Cuenca, se sintieron atraídos por el mundo y la dicción de Roger Wolfe, un poeta nacido en Inglaterra, formado en Alicante y Asturias, que, lo mismo que hizo Rubén Darío con simbolistas y parnasianos franceses, incorporó a la poesía española ciertas tradiciones de la poesía de lengua inglesa, especialmente norteamericana.
            En los años siguientes, Roger Wolfe se convirtió en un hombre de moda. Cultiva todos los géneros literarios, aunque destaca especialmente en el dietario contundente y en la poesía. Luego sus obras se fueron espaciando, apareciendo en editoriales cada vez más desconocidas.
            El título de su más reciente libro de poemas, Gran esperanza un tiempo, parece aludir a ello. Pero Roger Wolfe no fue solo la moda de un momento, como quizá José Ángel Mañas. Al contrario que tantos seguidores suyos, que encontraron un camino fácil en la narración de anécdotas etílicas con un lenguaje bronco y descuidado, es un buen lector, un escritor que conoce la tradición literaria en varias lenguas, un poeta verdadero.
            Los mejores poemas de Gran esperanza un tiempo (como los del breve cuaderno anterior Afuera canta un mirlo) parecen hechos de nada, como si fueran anotaciones en el lenguaje de todos los días. La suma maestría es la que no necesita exhibirse.
            Claro que también, de vez en cuando, como si no quisiera defraudar a sus antiguos seguidores, aparece el Roger Wolfe más tópico y contundente. Un ejemplo muy característico lo encontramos en “El humo del infierno”, su agresiva reacción a la ley de “medidas sanitarias frente al tabaquismo”, aludida en el subtítulo. Aunque no llega a la irracional embestida de otros fumadores, que incluso llegaron a comparar esa ley con los nazis y el Holocausto, Roger Wolfe tampoco se queda corto. Se trata “del más grave atentado / que quinientos años de historia han conocido”; España, que “agonizaba ya”, con esa ley “acabó de morder el polvo”; la responsable es una ministra “flaca y seca como un pedazo de mojama”, cuyo nombre calla para no manchar el papel en que escribe.
            No destaca precisamente Roger Wolfe por ser un lúcido analista de la sociedad contemporánea. Sus observaciones apocalípticas dicen poco de la realidad actual, porque no habla de ella, sino de sí mismo. Se ha repetido muchas veces la frase de Hölderlin que afirma que el poeta es un Dios cuando sueña y un mendigo cuanto reflexiona. Las reflexiones de Roger Wolfe no resisten el menor análisis. “Cuidado con los que tienen coche / y siempre están censados y acuden a las urnas, / y se abstienen del tabaco y llevan vida sana. / Cuidado con la gente y su energía incombustible. / Cuidado con la masa. Cuidado / con la malvada muchedumbre. / Indefectiblemente, son los que te linchan”. Solo le faltó añadir que cuidado con los vegetarianos porque Hítler era vegetariano.
            Afortunadamente estos poemas presuntamente críticos son los menos, como es una excepción un poema como “Dulce pájaro de juventud”, donde se narra una batallita de su juventud en unos míticos años ochenta en que los policías “fumaban porros sin disimularlo / y estaban muy versados en el arte / de hacer la vista gorda”.
            Sabia, desengañada, escueta poesía de las postrimerías la que, dejando a un lado contadas excepciones, nos ofrece Roger Wolfe en Gran esperanza un tiempo, desde el primer poema, “Deseo de ser perro”, hasta el último, “Tómate tu tiempo”, en el que vuelve a cantar el mirlo que daba título a su libro anterior.
            “Sucede que me canso de ser hombre” escribió Pablo Neruda, y a Roger Wolfe parece que en ocasiones le ocurre lo mismo: “Ser perro. / Tener un dueño bueno. / Ir en coche y asomar / la cabeza por la ventanilla, / y olisquear el mundo. / Correr entre los árboles / en busca de piedras y de palos. / Enroscarse junto al fuego / en lentas tarde de invierno / soñando con praderas / bañadas por el sol / y batidas por el viento”.
            En otro poema afirma que, puesto que no puede ir de momento al otro barrio, le gustaría envejecer “más deprisa, más deprisa”. Esta es su idea de un posible paraíso en la tierra: hacerse viejo “y estar sentado en una silla / al sol del mediodía” con un poco de mar y un poco de cielo, “medio lelo, / pero tranquilo y solo”.
            De mínimas felicidades, con las menos palabras posibles, nos hablan los mejores poemas de este libro. El poeta de Días perdidos en los transportes públicos (“Suena el teléfono. Manolo. Me comunica / que le han dejado el ojo como un plato”, comenzaba el primer poema) ha atenuado su algo grafómana exasperación y ha ganado sabiduría con los años. Casi todos sus defectos se los ha dejado a los imitadores.
            Estaremos a dos pasos del Apocalipsis (por culpa de los espacios libres de humo y de los progresistas y su “corrección política”: el lector no puede por menos de sonreír ante tan toscos tópicos), pero siempre habrá un árbol, un mirlo, una ventana, “mágicos momentos en que por instantes / todavía se puede ser feliz”.  

jueves, 5 de septiembre de 2013

Borges y Fanny. Una historia paraguaya


El otro Borges & Fani, su ama de llaves
Armando Almada Roche
UniNorte. Asunción, 2012.

En “El otro”, uno de los más conocidos relatos de El libro de arena, el adolescente Borges ginebrino se encuentra con el anciano en que se convertiría (o al revés). El Borges de 1969 le da noticias sobre el mundo actual: “Ahora, las cosas andan mal. Rusia está apoderándose del planeta; América, trabada por la superstición de la democracia, no se resuelve a ser un imperio. Cada día que pasa nuestro país es más provinciano. No me sorprendería que la enseñanza del latín fuera reemplazada por la del guaraní”.
            La lengua guaraní, tan despectivamente aludida, Borges tenía ocasión de escucharla en su propia casa. Lo sabemos por un libro desigual y fascinante. El segundo dedicado a recoger conversaciones con Epifanía Uveda de Robledo, familiarmente conocida como Fanny, la mujer que, durante casi cuarenta años, residió como empleada doméstica, junto al escritor y su madre, en el pequeño apartamento de Maipú 994. Después de su madre, fue la persona que durante más tiempo compartió la intimidad del escritor. Fanny –como tantas empleadas del servicio doméstico, entonces y ahora– era paraguaya.
            Ya en El señor Borges (2005), al cuidado de Ricardo Vaccaro, Fanny nos había contado el día a día en casa de los Borges y su enfrentamiento final, que acabó en los tribunales, con María Kodama. Las nuevas confidencias han sido recogidas por Armando Almada Roche, un escritor argentino-paraguayo. La amistad entre ambos se estableció desde el día en que visitó la casa de Borges para hacerle una primera entrevista. El guaraní, idioma que ambos hablaban, contribuyó a la sintonía mutua. Fanny, en el prólogo, evoca aquellos encuentros: “Recuerdo que él solía venir a menudo casi con cualquier pretexto, en distintos meses y años, y le sacaba fotos y le grababa horas y horas al señor Borges, que nunca se negaba. A veces, el señor me llamaba y nos hacía hablar en guaraní y él se reía y gozaba. No sé por qué le gustaba tanto este idioma”. ¿Le gustaba? Le divertía, quizá, pero lo despreciaba como propio de gente inculta, según era norma entonces, incluso entre los propios paraguayos.
            A Armando Almada Roche no solo le interesan los detalles de la relación de Fanny con Borges, sino la propia Fanny y es ella, no el escritor, quien se convierte en la verdadera protagonista del volumen. Las líneas iniciales constituyen un espléndido autorretrato hablado: “Yo soy una mujer tímida (¡no cobarde!), callada, me gusta el silencio, la soledad; me enloquecen las plantas y las flores, la paz y el trabajo. Mi sueño es tener una casa con jardín. A pesar de mis setenta y seis años, todavía disfruto mucho haciendo las labores de la casa: limpiar, lavar, planchar, hacer la comida. Cosas muy simples, pero que también necesitan de magia para que la rutina no se convierta en un suplicio. Gracias a Dios, a mis manos y a mis piernas y a mi hija Stella Maris, aun puedo cumplir con mis obligaciones de ama de casa”.
            En los doce primeros capítulos nos cuenta Fanny su vida, desde su nacimiento en Colonia Romero, un pueblecito en las afueras de General Paz, provincia de Corrientes, hasta su llegada a Buenos Aires. Son páginas llenas de pequeños detalles exactos en las que hasta los recuerdos más dolorosos resultan hermoseados por la melancolía.
            Todo el libro está puesto en boca de Fanny y se nos ofrece como el resultado de las conversaciones mantenidas con ella a lo largo de más de un año, entre febrero de 1998 y abril de 1999, cuando se cumplía el centenario del escritor, pero en algunos pasajes sus palabras resultan un tanto inverosímiles: “Su entusiasmo –nos dice presuntamente Fanny hablando de Borges–  no solo se alimentaba en las cosas grandes: las campanadas de las iglesias, la estrofa de un poema, una milonga, un tango, todo podía hacerle feliz. Y como dije antes, quería y veía especialmente lo positivo, lo productivo, la vida le resultaba, la mayoría de las veces, de una riqueza sin término, y todo lo encontraba hermoso en su plenitud. Solo tenía miedo a las peleas domésticas, al escándalo. Soportaba muchas cosas con tal de no hacer barullo. Amaba no solo a su patria, los últimos arrabales, sino a Suiza, a Inglaterra y al mundo; amaba más el porvenir que el pasado, me parece, porque aquel traía nuevas posibilidades insospechadas de la alegría y el entusiasmo; y, sin tenerle miedo a la muerte, amaba infinitamente la vida, porque se le daba todos los días llena de bellas promesas”. Aquí no escuchamos a Fanny, sino vaguedades periodísticas.
            Balzac en zapatillas, de Leon Gozlan, fue el título que inició la serie, que tanta morbosa curiosidad despierta en los lectores, de biografías de grandes hombres vistos por su ayuda de cámara. Epifanía Uveda de Robledo nos muestra a Borges, no solo en zapatillas, sino también en camisón y hasta sin ropa ninguna. Cuenta cosas, como los episodios de incontinencia urinaria, que sin duda habría sido más elegante callar.
            Pero era una mujer herida, resentida con el trato que le habían dado, y de ese resentimiento se aprovecharon algunos para arremeter contra María Kodama. Con alguna razón, pero no con toda la razón. Porque pocas dudas caben de que fue el gran amor de Borges (en la página 304, tras sembrar muchas dudas sobre el verdadero carácter de la relación entre ambos, se cuenta una anécdota muy significativa al respecto) y de que ha cuidado ejemplarmente su legado y la difusión de su obra. Con Fanny, sin embargo, se comportó de la más mezquina manera. Y no por el asunto de la herencia, sino porque, después de casi cuarenta años de relación laboral (los últimos sin sueldo como en los viejos tiempos: lo comido por lo servido), la puso en la calle de un día para otro sin indemnización ninguna. El que eso fuera posible dice muy poco de la legislación laboral de Argentina en 1986.
            El hombre Borges, racista y clasista, con mucho de irresponsable niño mimado, no parece que estuviera a la altura de su prosa y de sus versos. Humanamente no valía más que su criada, incluso es posible que valiera menos. Pero la historia de Fanny, que es la de tantos humillados y ofendidos, la de tantas mujeres paraguayas de ayer y de hoy, la conocemos gracias a su cercanía al gran escritor. De otra manera habría resultado invisible.
Este libro, tan descuidadamente escrito, tan descuidadamente impreso, nos ayuda a conocer mejor a Borges (incluso en aspectos que preferiríamos no conocer) y nos descubre, de cuerpo entero, a una mujer admirable, a una de esas mujeres que hacen posible la historia y a las que la historia nunca tiene en cuenta.