sábado, 27 de septiembre de 2014

José García Nieto o para qué sirve un centenario


Poesía
José García Nieto
Selección e introducción de Joaquín Benito de Lucas
Fundación Banco Santander. Madrid, 2014.

¿Qué queda de la poesía de José García Nieto a los cien años de su nacimiento? Hay quien piensa que solo un adjetivo y un divertido capítulo en la novela de la literatura. El adjetivo, “garcilasista”, le permite ocupar un sitio en todas las historias de la poesía española de posguerra; al principio representó un honor, luego se convirtió en una losa  de la que no fue capaz de librarse, aunque se pasó el resto de su vida intentándolo.
            El picaresco secreto que se escondía tras el premio Adonáis concedido en 1950 a la desconocida poetisa Juana García Noreña pronto fue un secreto a voces. El libro. Dama de soledad, fue recibido con unánimes elogios, incluso el exigente Juan Ramón Jiménez, allá en su exilio, aseguró que nos encontrábamos ante una obra maestra. Gerardo Diego, presidente del jurado, no fue menos entusiasta en el elogio: Juana García Noreña aportaba una sensibilidad nueva a la poesía española, sus versos de amor solo los podía haber escrito una mujer. Pero a esa mujer no la conocía nadie. Una joven asturiana, Ángeles Fernández de la Borbolla, aspirante a escritora, habitual en las tertulias del Gijón, afirmó que era un pseudónimo suyo, cobró el importe del premio e incluso leyó públicamente los poemas del libro. Pero no pudo sostener mucho tiempo el engaño y se refugió en la finca segoviana de la poeta Alfonsa de la Torre, de la que fue secretaria y quizá amante. El autor de ese libro premiado con el Adonáis era José García Nieto, que nunca pudo declarar su autoría porque era miembro del jurado y con el voto que se dio a sí mismo había derrotado a otros candidatos meritorios como Victoriano Crémer.
            No aparece ningún poema de Juana García Noreña en la antología que Joaquín Benito de Lucas le ha dedicado con motivo de su centenario. En realidad, se trata de una reedición de la publicada en 1996, el mismo año en que se le concedió el premio Cervantes. Entonces y ahora se perdió una buena ocasión de rescatar la figura paradójica de García Nieto.
            Su nombradía comenzó en 1943 cuando le encargaron dirigir Garcilaso, una de las revistas con que el nuevo régimen trató de desmentir a León Felipe, quien afirmaba que los derrotados en la guerra civil “se habían llevado la canción”. Los poetas de Garcilaso, los nuevos poetas que comenzaron a surgir en la España de Franco, no se dedicaban a cantar loas al régimen, aunque alguna hubo, sino a mirar para otro lado ante la dictadura y hablar “del campo y soledad”, de amores y melancolías, en perfectos endecasílabos. Muchos de estos autores, como el propio García Nieto, procedían de la zona republicana; el régimen les perdonó la vida y los utilizó como perfecta coartada para justificar su generosidad y la presunta superación de viejos enfrentamientos. La oposición al régimen no vendría de la mano de los viejos republicanos que se quedaron en el interior, sino en buena parte de los hijos de los vencedores.
            En los años sesenta, cuando comienzan a tener predicamento poetas como Ángel González o José Ángel Valente, ya José García Nieto, aunque sigue cosechando premios y honores oficiales, es visto como un poeta de otro tiempo. En 1966 –el año de los grandes libros de la llamada generación del cincuenta: Tratado de urbanismo, La memoria y los signos, Moralidades– publica Memorias y compromisos donde por primera vez se atreve a hablar de lo que hasta entonces había callado: “Yo sé lo que es el miedo, y el hambre, y el hambre de mi madre y el miedo de mi madre; yo sé lo que es temer la muerte, porque la muerte era cualquier cosa, cualquier equivocación o una sospecha (…) Yo sé lo que es enfermar en una celda, y defecar entre ratas que luego pasaban junto a tu cabeza por la noche”.
            Pero su perfil literario estaba ya fijado para siempre y el poeta, preso de su virtuosismo, siguió ganando premios, cada vez menos significativos, y dirigiendo revistas oficiales. En una de ellas, Poesía española, tuvo como secretario a Francisco Umbral; desde otra ayudó en sus comienzos a Camilo José Cela, que nunca olvidaría ese favor y le llevaría a la Academia y luego, cuando ya la enfermedad le había apartado de la literatura, a obtener un premio Cervantes que debe más al autoritarismo del Nobel ante un jurado pusilánime que a los méritos del galardonado.
            Una buena antología de José García Nieto nos mostraría a un poeta quizá menor, pero sin duda verdadero: “En este lado está la vida; / mis palabras, al otro lado”. Para ello haría falta un exigente lector contemporáneo que rescatara la obra viva entre tantas hojas secas. No lo hace Joaquín Benito de Lucas, quien llega al extremo de incluir íntegro uno de los libros más prescindibles del autor, su Nuevo elogio de la lengua española, discurso de ingreso en la Real Academia escrito en verso, pero del que también se reproduce la protocolaria introducción en prosa, que nada pinta en una antología.
            El puñado de espléndidos sonetos dispersos en estas páginas  (“No sé si soy así ni si me llamo / así como me llaman diariamente…”) se pierde entre tantos otros que son solo obra del excelente versificador que más de una vez se dejó llevar por la facilidad.
            Un centenario es una buena ocasión para hacer balance de lo que queda de un escritor que tuvo su tiempo y que se fue borrando, quizá injustamente, con el tiempo. Con García Nieto, hasta el momento, se ha desaprovechado esa ocasión. No parece que esta antología vaya a añadirle nuevos lectores. Joaquín Benito de Lucas ha perdido una excelente oportunidad de descargar de peso muerto la anterior edición y añadirle textos más acordes con la sensibilidad contemporánea (como los ingeniosos y maliciosos epigramas que firmó con pseudónimo en diferentes revistas o circularon manuscritos). Se ha limitado a añadir unos cuantos artículos sobre poesía. Pero como crítico –véase El cuaderno roto, que recoge sus colaboraciones en La Estafeta Literaria– García Nieto se caracterizó más que por el rigor y la hondura, por la generosidad y la cordialidad, cualidades personales que marcan su trayectoria literaria.

viernes, 19 de septiembre de 2014

Leopoldo María Panero, prosa y paradoja


Prosas encontradas
Leopoldo María Panero
Edición de Fernando Antón
Visor Libros. Madrid, 2014.
  
Leopoldo María Panero es una figura paradójica por varias razones. Para muchos lectores, y para no escasos estudiosos, constituye el paradigma del poeta de nuestro tiempo; radical, rupturista, al margen del sistema. Túa Blesa, profesor de la Universidad de Zaragoza, destacado teórico de la literatura, le denomina “el último poeta” en el subtítulo del libro que le dedica.
            Pero esta figura marginal, “el último poeta” (signifique lo que signifique esa afirmación), ha ocupado, desde sus inicios, un lugar no precisamente marginal en la escena literaria española. La edición que Fernando Antón ha preparado de sus artículos periodísticos nos informa que se publicaron en los principales medios: primero, durante los últimos años del franquismo, en el diario Pueblo; luego en El País y en revistas como Triunfo, Cuadernos para el diálogo o Ajoblanco. Leopoldo María Panero ha sido el único escritor español que contó, durante largos años, con sección fija en el monárquico Abc, representante de la tradicional derecha española y españolista, y en el diario Egin, portavoz, mientras la legalidad lo permitía, de la izquierda abertzale.
            Fernando Antón propone acercarse a esta prosa dispersa en los más diversos e influyentes medios no como antesala de su poesía “sino como una estimulante experiencia intelectual”. No parece que haya sido muy leída de esa manera, ni quizá de ninguna otra manera. Explica ello que, según afirma el recopilador, varios de los artículos que aparecieron en Abc se publicaron repetidos sin que lo advirtieran ni la dirección del diario ni ninguno de los lectores. “Un ejemplo más de la picardía del autor para conseguir dinero”, comenta el recopilador.
            Rara vez se tomó en serio nada de lo que decía Leopoldo María Panero, en seguida convertido en una especie de bufón o fenómeno mediático, en un personaje del que importaba más la apariencia y el gesto que el contenido intelectual de sus palabras, si es que tenían alguno. Por eso podía proclamar su “odio a España” en un manifiesto “anti español” leído en París y ser luego llamado a colaborar regularmente en el diario monárquico.
            Solo una vez se le tomó en serio y fue cuando publicó una antología de sus contemporáneos en Poesía, la revista más prestigiosa y lujosa del momento, dirigida por Gonzalo Armero y publicada por el Ministerio de Cultura. Ahí aprendió Panero, tan aficionado a transgredir los límites, que con la vanidad de los poetas no se juega. “Última poesía no española”, que tal es el título de su selección poética, desde las primeras líneas mostraba su carácter de boutade o de broma, si bien involuntaria. Decía cosas como que Dámaso Alonso “se creyó en la obligación de traducir Góngora al español”, que a Aleixandre “su edición francesa lo ha descubierto como lo que es, poeta menor para una antología” o que Féliz de Azúa “es un poeta muy guapo y muy creído”. Los lectores de Poesía se rieron con las cosas de Panero, que por una vez olvidaba el psicoanálisis, la antipsiquiatría y la escatología, pero Guillermo Carnero (al que se presenta como uno de los imitadores de Gimferrer) le replicó con una feroz andanada, “No dar pie con bola”, que Fernando Antón tiene el acierto de reproducir en este volumen. Termina con estas palabras: “Eróstrato era un patán que prendió fuego al Templo de Diana en Éfeso para darse celebridad. La enfermedad del joven Panero se llama erostratismo, es decir, la clase de locura que lleva a cometer barbaridades para hacerse famoso. Está claro que en lo de tener opinión en literatura, el joven Panero no toca pito. En cuanto abre la boca se mea fuera de tiesto. Más le vale escurrirse del asunto a cencerros tapados y hacer curso de cultura general por correspondencia, para que no tengamos que ponerle otra vez de cara a la pared y con orejas de burro”.
            A una referencia de pasada, quizá algo despectiva, responde Valente en El País con “Nueve aforismos para un neojoven”: “Poco hay peor que el joven persistente y el repetido gesto del payaso abolido”.
            En la entrevista a Gil de Biedma, realizada en colaboración con Biel Mesquida, y que es una de las piezas destacadas del volumen, a poco de comenzar a hablar Panero (“Ten en cuenta que la trampa en que hemos caído todos los poetas es que nuestro discurso, al no pasar por esta simbólica abstracta que rige la sociedad, no es leído, está proscrito simbólicamente por la sociedad y, por tanto, este discurso del inconsciente que es la poesía, la literatura y el delirio, esta discurso analógico…), le corta el entrevistado: “Mira, yo estoy muy poco à la page: elabora tu discurso a otro nivel…”
            Y a otro nivel –el de Gil de Biedma, el de la lucidez, el sentido común y la inteligencia– transcurre luego la entrevista, gracias sobre todo a Biel Mesquida.
            Destaca en esta recopilación, entre otras páginas de valor autobiográfico, impactante monólogo que lleva el título de “Déjame que me tome un cuba libre” (apareció en la revista Estaciones en 1981). No parece un texto escrito por Panero, sino declaraciones recogidas por algún periodista: “El desencanto es una película desastrosa, sobre todo para mí, una película que me hundió en la medida en que me convirtió en un payaso que yo no era. Yo era muy serio, escribiendo mis cosas, inventando mis cosas, perfeccionándolas, sin la película; escribía para pocos. Tenía libros publicados, pero escribía para pocos, para los que me leían y que no fueron la cantidad de miles de payasos que me empezó a ver como un payaso después de la película”.
            Pronto el autor se sentiría a gusto en ese papel mediático que la sociedad le había asignado y le sacaría toda la rentabilidad posible: importaba el personaje, no lo que escribiera.
            Tampoco el prologuista parece preocuparse demasiado de la coherencia de sus afirmaciones: “Prosas encontradas reúne alrededor de doscientos textos de Leopoldo María Panero […], de los que más de la mitad permanecían inéditos hasta hoy en libro. En la presente edición, por tanto, se ha prescindido de todo aquel material que ya había aparecido previamente publicado en otros volúmenes”. Si se ha prescindido de los textos publicados anteriormente en volumen, ¿cómo es que solo más de la mitad sean inéditos en libro? No es el único caso en que el estudioso se contagia de la falta de rigor del autor estudiado. Indica que en “Textos enfrentados” publica una crónica de Martín Vilumara, “pseudónimo de un gran librero y editor que prefiere seguir en el anonimato”, a la que responde Panero, y luego reproduce esas páginas firmadas por el verdadero autor, José Batlló.
            Entre 1970 y más o menos 1980, Leopoldo María Panero fue uno de los escritores más significativos de la nueva literatura; a partir de entonces, aunque siguió escribiendo y publicando con profusión, se convirtió en otra cosa. El valor literario de sus textos dejó de tener importancia, tanto para él, como para sus admiradores, que acabaron siendo legión.

viernes, 12 de septiembre de 2014

Eugénio de Andrade y el misterio de la poesía


Les manes enceses. Antoloxía (1948-2001)
Eugénio de Andrade
Selección, traducción y prólogu d’Antón García
Saltadera. Oviedo, 2014.

Después de Fernando Pessoa, que no admite parangón, Eugénio de Andrade es quizá el poeta portugués más influyente en la poesía española. Al contrario que el creador de los heterónimos, que mostró escaso interés por nuestra literatura, Andrade se ha sentido desde la adolescencia interesado por ella, como ha declarado en más de una ocasión: “España me abrió las puertas para siempre, cuando un amigo de Lorca, el bailarín Pepe Montes, llegó a Lisboa y mis dieciséis o diecisiete años oyeron por primera vez los versos embrujados del Romance Sonámbulo; nunca hasta entonces la poesía se me había aparecido vestida de luces”. La influencia de Lorca resulta muy patente en sus dos primeros libros, Adolescente (1942) y Pureza (1945), muy pronto eliminados de su bibliografía. En la reescritura de esos libros que con el título de Primeiros poemas publica en 1977 ya la lección de Lorca, bien asimilada, se ha vuelto invisible.
            En los años ochenta, Eugénio de Andrade es uno de los más reconocidos maestros de la joven poesía española, no solo de la escrita en castellano, sino también en catalán o en asturiano. Incluso podría decirse que sin el ejemplo de Andrade no habría sido posible la nueva poesía asturiana, la que convirtió al tradicional bable, que parecía solo apto para el costumbrismo y la comicidad, en una lengua de cultura. El principal impulsor de la relación de Andrade con Asturias fue Antón García, quien en 1985 publicó la primera traducción al asturiano de uno de Memoria d’outru ríu, y ahora, treinta años después, nos ofrece una amplia antología de toda su obra.
            Eugénio de Andrade, nacido en 1923, pasó la mayor parte de su vida en Oporto, la ciudad de Garret, como él la llama en el título de uno de sus libros, pero hasta los veinte años vivió en Lisboa y en esa ciudad lo sitúa el prólogo de Antón García, evocación de un encuentro con motivo de la presentación, en 1988, de otros de sus libros traducidos al asturiano, Contra la escuridá.
            Descartadas las dos entregas iniciales, la obra de Eugénio de Andrade se inicia con Las manos y los frutos, de 1948; su último libro es Los surcos de la sed, de 2001. A lo largo de más de medio siglo se ha mantenido fiel a sí mismo, insistiendo en unas pocas obsesiones, pero evitando el riesgo de la reiteración y de la monotonía.
            Difícil resulta señalar el secreto de esta poesía, que parece hecha de nada, tan cercana a la música, tan ligada a la lengua portuguesa y paradójicamente  capaz de resistir, sin perder su encanto, el traslado a cualquier otra lengua.
            El deslumbramiento inicial lo produjo Lorca y también un poeta portugués, hoy bastante olvidado, António Botto, a quien conoció personalmente y que fue su primer mentor. Pero los verdaderos maestros de Andrade fueron otros: los cancioneros galaico-portugueses, la poesía griega (especialmente Safo y los epigramas de la Antología palatina), la brevedad del haiku. “La mejor poesía ha sentido siempre la tentación del silencio”, escribió alguna vez.
            Un poema de ese grácil cancionero amoroso titulado Las manos y los frutos, “A uma cerejeira en flor”  (“Despertar, ser en la mañana de abril, / la blancura de este cerezo; arder de las hojas hasta la raíz, / dar versos o florecer de esta manera. / Abrir los brazos, acoger en las ramas / el viento, la luz, lo que quiera que sea, / sentir el tiempo, fibra a fibra, / tejer el corazón de una cereza”) podría estar en el último libro, Los surcos de la sed, lo mismo que otros de este, como “Rilkeana”,  no desentonarían en el primero: “De ti y de esta nube; de esta nube / blanca como vuelo de pájaro / en mañana de abril; de ti / y de la íntima llama de un fuego / que no admite extinción; / de ti y de mí hacer un solo acorde, / un acorde solo; para no perderte”.
            La inmediata sintonía de los poetas asturianos de los ochenta con Eugénio de Andrade se debe, en buena parte, a su gusto por lo esencial, por el mundo natural; de él aprendieron que el ruralismo no resulta incompatible con la modernidad. O outro nome da terra tituló Andrade un libro de 1988 y Xuan Bello, como explícito homenaje, Los nomes de la terra otro suyo aparecido poco después. La poesía de Xuan Bello, de Pablo Antón Marín Estrada, de Berta Piñán, de tantos otros, no habría sido posible sin el magisterio de Andrade.
            La comparación de las actuales versiones de Memoria de otro río –un libro de poemas en prosa–  con las anteriores ejemplifica bien el esfuerzo llevado a cabo en estos treinta años para convertir el asturiano en una lengua literaria adulta. La versión de 1985 estaba escrita en la variante occidental del asturiano. El poema “Com a manha” decía así: “Vien de la parte el ríu, las manos fresquísimas, dellas gotas d’augua inda nu pelu. Cona mañana chega l’anónimo respirar del mundu. Un cheiru a pan frescu invade el patiu todu. Vien de la parte el ríu: pa llevar a la boca ou al poema”. Ahora el título, que antes era “Cona mañana”, cambia a “Cola mañana” y el resto suena de este modo: “”Vien de la parte’l ríu, les manes fresquísimes, delles gotes d’agua inda en pelo. Cola mañana llega l’anónimu respirar del mundu. Un arrecendor a pan fresco invade’l patio todu. Vien de la parte’l riú: pa llevar a la boca o al poema”.
            La poesía se hace con palabras, pero si es verdadera poesía está más allá de las palabras, sigue siendo poesía en una lengua o en otra, en una o en otra variante de una misma lengua. Esta espléndida antología bilingüe –que ningún admirador de Andrade debería perderse– lo demuestra cumplidamente.

viernes, 5 de septiembre de 2014

Una historia de las falsificaciones literarias españolas




El crimen de la escritura. Una historia de las falsificaciones literarias españolas
Joaquín Álvarez Barrientos
Abada Editores. Madrid, 2014.

Puede parecer paradójico que un estudioso de la literatura no sea un buen lector de literatura, pero resulta más frecuente de lo que se cree. El caso más reciente es el de Joaquín Álvarez Barrientos, un conocido especialista en la literatura del siglo XVIII, que dedica más de cuatrocientas páginas a ofrecernos una historia de las falsificaciones literarias españolas y no tiene ni medianamente claro en qué consiste el concepto de falsificación. Explícitamente declara que “no son las mismas categorías, aunque a veces se solapen, el plagio, la contrahechura, el fraude, la falsificación, el apócrifo, el pastiche, lo espurio, ni tampoco heterónimo ni seudónimo, a pesar de que, con frecuencia, se empleen casi de modo intercambiable unos y otros términos”. Pero luego resulta que él confunde una y otra vez esos términos a lo largo de su libro.
            Se defina como se defina el concepto de falsificación, el machadiano Juan de Mairena, que no en balde lleva el subtítulo de “sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo”, no es una falsificación. Tampoco lo son las Rubaiyatas de Horacio Martín que Félix Grande publica en un libro así titulado. Tampoco el Quijote de Avellaneda es una falsificación como no lo es la novela de Trapiello titulada Al morir don Quijote; solo lo serían si se publicaran bajo la firma de Miguel de Cervantes. No parece que sea necesario repetir esas obviedades, pero Joaquín Álvarez Barrientos, que pertenece al Consejo Superior de Investigaciones Científicas, las ignora. Para él pertenecen igualmente al género de las falsificaciones literarias las historias que nos cuenta Papini en Gog o en El libro negro (el encuentro del protagonista con Freud el descubrimiento de un inédito de Unamuno) que el que Iglesias Figueroa haga pasar como de Bécquer dos rimas que ha escrito él (durante medio siglo se incluyeron en las Rimas).
            La falsificación implica engaño. Se han publicado docenas y docenas de entrevistas imaginarias, en libro y en periódico, pero si se declaran como tales no son falsificaciones. Sí lo es, en cambio, la que un presunto Andrés Gilabert publica en el homenaje de Cuadernos del Norte (junio-julio 1980) a Ramón Pérez de Ayala. Su autor es Álvaro Ruiz de la Peña, su presunto descubridor, que la hace preceder de una breve nota.
            No hay que confundir falsificación con juego literario, pastiche, parodia o ficción que incluya datos más o menos reales. El nombre de la rosa, de Umberto Eco, no es una falsificación, aunque el autor, como en tantas novelas, se nos presente como simple editor o traductor.
            La mentira de la literatura aparece siempre en los paratextos, no en el texto. Puede mentir la cubierta del libro, la solapa, el prólogo cuando es de un autor real distinto del que figura en la portada, no miente el poema ni la novela, aunque a veces finjan que no son poema ni novela.
            No resulta, por supuesto, enteramente desdeñable este volumen de Álvarez Barrientos, que aprovecha muchas de sus anteriores investigaciones. Pero no responde, ni de lejos, a lo que anuncia el subtítulo “Una historia de las falsificaciones literarias españolas” (el título El crimen de la escritura no se sabe muy bien a qué viene).
            Las páginas dedicadas a la “locura cervantina”, a las numerosas falsificaciones en torno a Cervantes que surgieron en el siglo XIX, son especialmente aprovechables. Y un mérito del volumen es subrayar que tan importante como el fragmento de la novela de Petronio falsificado por Marchena son las notas que lo acompañan, que merecían ser reeditadas. También resultan muy útiles sus consideraciones acerca de la novela Curial e Güelfa, un clásico de la literatura catalana recientemente puesto en cuestión por Rosa Navarro Durán, pero de cuya autenticidad hay dudas desde antiguo. Es un caso excepcional en las falsificaciones literarias, una obra maestra de la mixtificación, porque se conserva el extenso manuscrito de la novela con letra, papel y hasta parece que tinta del siglo XV, un manuscrito que apareció misteriosamente en la Biblioteca Nacional sin que nadie sepa como llegó hasta allí (aunque se sospecha: el presunto falsificador, Milá y Fontanals se lo pasó a su amigo Agustín Durán, entonces director de la Biblioteca Nacional).     
            Menos fiable resulta Álvarez Barrientos cuando se ocupa de literatura contemporánea. En algún caso da la impresión de que no ha leído, solo hojeado, aquella obra de la que habla. Es lo que ocurre con las Notas inéditas al Cancionero inédito de A. S. Navarro (que, por supuesto, no es ninguna falsificación) de Emilio Alarcos Llorach (en la página 323 lo llama Rafael). En su opinión se trata de “un relato de los amores de A. S. Navarro”, acompañados de una serie de prosas donde Alarcos se decida a “lucubrar con pobreza interpretativa sobre esos amores” y a “hacer la crítica de la poesía contemporánea”. No indica, no parece haberse enterado, que se trata de una obra de juventud editada póstumamente. Para él “todo el conjunto pudo haber sido construido a la vez y las fechas ser ficticias. A menudo se tiene la impresión de que son el hilo conductor del relato, de la novela, y que los versos ilustran idea, conceptos o reflexiones en ellas expuestas”. ¿Las fechas son el hilo conductor de la novela y los versos ilustran ideas o conceptos expuestos en las fechas? No sabemos qué habrá querido decir Álvarez Barrientos, pero eso es lo que dice. Y no es el único disparate que expresa en las pocas líneas que dedica al libro póstumo de Alarcos, para él un cancionero amoroso vinculado “con Garcilaso, con Bécquer, con Petrarca”.
            No más acertadas son las páginas dedicadas a El sindicato del crimen, de 1994, una antología en la que contrastan el divertido prólogo, parodia de los ataques que entonces se hacían a la llamada “poesía de la experiencia”, y los burlones paratextos, con el medio centenar de poemas que vienen a continuación, que no tienen ninguna intención paródica y que son verdaderos poemas de verdaderos poetas, algunos de ellos (como Antoni Mari o Francesc Parcerisas) de lengua catalana y uno, Ramiro Fonte, de lengua gallega. El libro, que apenas tuvo difusión y escasas reseñas, no supuso “ningún golpe de fuerza en el campo literario del momento”, como afirma, de oídas, Álvarez Barrientos. Una broma (que en el caso anterior los poetas pagaron a escote y por eso no entramos la participación de otros invitados, como Víctor Botas) no es una falsificación; no pretende engañar, aunque en un primer momento engañe a algún lector distraído o a algún despistado hispanista.
            Una falsificación es lo que hizo José García Nieto presentado a un concurso del que él formaba parte del jurado un libro propio firmado por una joven poeta, Juana García Noreña, y ganando ese premio, el Adonais, y no renunciando a él. Álvarez Barrientos menciona este caso, pero no lo estudia. Prefiere ocuparse de otros que nada tienen de falsificación.