jueves, 23 de febrero de 2023

Retratos y autorretrato

      Conversaciones y semblanzas de hispanistas
Juan Manuel Rozas
Edición de José Manuel Rozas
Renacimiento. Sevilla, 2023.

Hay libros que prometen más que lo que dan y otros, pocos, todo lo contrario. Conversaciones y semblanzas de hispanistas, de Juan Manuel Rozas (1936-1986), pertenece al segundo grupo. El título, la poco atractiva cubierta —con la foto del autor—, la edición a cargo de su hijo, José Luis Rozas, el que se trate de una recopilación de artículos publicados e inéditos escritos hace más de cincuenta años, nos hace pensar en un benemérito homenaje, de interés solo para amigos y discípulos.

            Pero el libro es muy otra cosa. Es un obra inacabada, pero concebida unitariamente, a finales de los sesenta, cuando el autor —que se había presentado ya a su primera oposición a cátedra— había dado muestra de que iba a convertirse en uno de nuestros primeros filólogos. Se trata de una obra autobiográfica, pero en la que el autor solo en raras ocasiones ocupa el primer plano. También deja de lado los principales acontecimientos de aquellos “amenes” —que diría Valle-Inclán— del franquismo. Ha leído En torno al casticismo y sabe que la Historia con mayúscula, la que se resume en los manuales, no se entiende sin los pequeños hechos cotidianos que la hacen posible, lo que Unamuno llama la intrahistoria y de la que Rozas se ocupó en uno de sus memorables ensayos Intrahistoria y literatura, de 1980.

            Cuando comienza a escribir estas conversaciones y semblanzas, Rozas tiene en mente libros como Los encuentros, de Vicente Aleixandre, o Imagen primera, de Alberti, pero el no pretende ocuparse de los creadores, como suele ser habitual, sino de los estudiosos, más desatendidos, salvo en los convencionales obituarios de las revistas de su especialidad. Rozas no quiere limitarse a la hagiografía propia de esas ocasiones. Aunque suele tratar de personas que admira, de vez en cuando condesciende a la caricatura, como en el caso de Manuel Criado de Val, y alude con frecuencia, callando lo mucho que podría decir, a los que representaban el poder franquista en la universidad, como Joaquín de Entrambasaguas.

            Algo de comedia humana en miniatura tiene este libro, en el que apenas hay mujeres (signo de la época) y en el que encontramos un claro protagonista, Antonio Rodríguez Moñino, el gran maestro de la bibliografía, y no solo, que tuvo su cátedra, no en la universidad (al menos no en la universidad española), sino en la mesa de un café, el Lion. Rodríguez Moñino, además de un estudioso al que le cabían todos los archivos y todas las bibliotecas en la cabeza, fue un personaje con luces y sombras en su comportamiento durante los días de la guerra civil (Rozas no deja de referirse al asunto de las monedas de oro incautadas en el Museo Arqueológico y luego desaparecidas) y cierta ambigüedad política después. En los capítulos que se le dedican, se hacen muy lúcidas reflexiones sobre la bibliografía (esa cenicienta de los estudios literarios) y la bibliofilia, además de sobre la edición de clásicos, asunto del que también se ocupa al hablar de José Manuel Blecua.

            Juan Manuel Rozas fue un apasionado bibliófilo, un enamorado de los libros, algo menos frecuente de lo que pudiera pensarse en los catedráticos de literatura. En el prólogo —modélico, lo mismo que las minuciosas notas—, su hijo cita un fragmento de su diario inédito, escrito entre los catorce y los veintidós años, en que nos cuenta su visita a una librería de viejo y la emoción con que acaricia sus hallazgos en el autobús de vuelta a casa. No es extraño por ello que de grandes librerías particulares y de libreros de viejo se hable en este libro, aunque no se redactara el capítulo anunciado sobre estos últimos.

            De los enfrentamientos entre estudiosos, de la novela de la erudición, se deja igualmente constancia. Juan Manuel Rozas se inició como investigador en el CSIC, campo ocupado por los vencedores de la guerra civil (Entrambasaguas le dirigió su tesis sobre Villamediana), pero Rodríguez Moñino, gran cazador y alentador de talentos, pronto se fijó en él y le ayudó a pasar al campo contrario.

            Algunos de los capítulos, reelaborados, se publicaron en revistas como Ínsula. Otros eran impublicables entonces, como los que se refieren al miedo insuperable de Dámaso Alonso tras la guerra civil: “Del Dámaso de aquellos años cuentan cosas tremendas, como que pedía protección de rodillas a los políticos”. Recién jubilado, le cuenta su desengaño de la universidad: “empecé con ilusión, pero vi que había unos hilos que se movían por debajo y me fueron arrinconando y cada día mis clases fueron más pobres y de divulgación”. Dámaso Alonso —aclara Rozas—querría haber explicado Literatura, no Filología Románica.

            Escrito a vuela pluma, sin corregir, el tiempo quizá ha sido más benévolo con Conversaciones y semblanzas de hispanistas —el título, no excesivamente afortunado, es suyo— que con los de mayor vuelo literario redactados en los últimos años, cuando se dedicó intensamente a la poesía. Le pasa un poco lo que a Cansinos, al que leemos con más gusto en su La novela de un literato, apresurados apuntes de diario, que en sus almibaradas novelas y prosas críticas.

            En uno de los más memorables capítulos del libro, que desde el título se nos da como “intermedio”, quiere deliberadamente Rozas hacer literatura autobiográfica a la vez que homenajea a Azorín. Nos habla de sus veranos en la finca de “Los Pozos” y nos hace añorar unas memorias que no escribió, pero de las que estas inéditas Conversaciones y semblanzas habrían sido un espléndido anticipo.

jueves, 16 de febrero de 2023

Completamente tú

 

Y el todo que nos queda. Poemas de amor
Martín López-Vega
Visor. Madrid, 2023.

La felicidad no tiene historia. La historia está antes o después, nos habla de su pérdida o de los esfuerzos por alcanzarla. Pocos versos bastan para expresar un amor feliz, rara vez es capaz de llenar un libro entero. Los veinte poemas de amor de Pablo Neruda terminan con una canción desesperada. Está el ejemplo de Pedro Salinas y el conceptualismo exclamativo de La voz a ti debida y poco más (al menos poco más que valga la pena). Martín López-Vega con Y el todo que nos queda se ha atrevido a publicar un conjunto de poemas de amor correspondido —el menos literario— sin la más mínima nube en el azul del cielo. Y sale con no demasiados rasguños del experimento.

            De inmediato nos viene a la mente “Una dedicatoria a mi mujer”, el poema que cierra las Poesías reunidas de Eliot, con su muy citado verso final: “estas son palabras privadas que te dirijo en público”. Martín López-Vega habla también de la persona con la que comparte su vida y cita el nombre en la dedicatoria y en los poemas (y ese nombre, por cierto, coincide con el de quien está a cargo de la edición: Nicole Brezin). Todo ello nos lleva a leer el libro con cierta prevención, como si fuera menos literatura que desahogo personal, palabras privadas que se hacen impúdicamente públicas.

            Pero Martín López-Vega es un escritor con recursos y en este libro de temática tan convencional rara vez incurre en lo convencional. A menudo los poemas terminan de manera anticlimática recurriendo al humor, de vez en cuando adoptan un tono prosaico, se convierten en apuntes de viaje, en evocaciones de infancia.

            El humor está ya en el primer poema, “Las ciudades del lago”, una alegoría sobre el encuentro con el amor que glosa un verso de Lope de Vega, “Siempre mañana y y nunca mañanamos”, e incluye otro de Fernando Pessoa que Lorenzo Oliván utilizó para titular uno de sus libros: “la eterna novedad del mundo”. La intertextualidad es un recurso frecuente en Y el todo que nos queda. Otro poema, “Un columpio sobre el Vilnia”, termina variando versos muy conocidos: “¿Quién quiere poemas estando ella, / que es gacela constante más allá de la vida / y hace volver las claras golondrinas / y evita que se equivoquen las palomas / y hace que suceda que nunca me canse de ser hombre / y es todos los milagros juntos de la primavera / y puede sanarme y hacer que este río / no vaya hacia el mar, que es el morir, / sino hacia una vida más alta que la vida”.

            No le teme al tópico López-Vega. “Epístola primera a Lêdo Ivo” empieza y termina con un verso, “solo el amor nos salva”, que Alain Pérez utilizó en una canción y, con pocas variantes, también otros cantantes y predicadores, de Malú al papa Francisco. Ni le teme tampoco al difícil género de la letanía encomiástica: “Eres más hermosa que el centro de la Tierra, más hermosa que el soneto dieciocho de Shakespeare, más que el color rojo, más hermosa que la carabela portuguesa, que los anillos de Saturno”. Enumeración abierta en el primer poema titulado “Eres” y cerrada en el segundo, “Eres (interludio)”, que termina así: “Es hermoso el mundo / porque aunque nada en él / pueda compararse contigo, / todo lo intenta”.

            Los mejores poemas nos hablan de la intimidad doméstica (preparar el desayuno, caminar descalzos por la casa) con algo de cuadro de Vermeer, a quien se cita expresamente. Memorables resultan también los que recrean recuerdos de infancia, como “La nieve y el amor”, “La sopa infinita de mi abuelo”, o hacen recuento de ciertos momentos fundamentales de su biografía, como “Mis nacimientos” o incluso “Nicole en el balcón”: “Hacen falta muchas cosas para escribir un poema. / Son imprescindibles grillos en la infancia / y canciones absurdas en la adolescencia. / Ayudan un padre ausente y un abuelo ferroviario”.

            El gusto por el viaje asoma en este libro como en todos, o en casi todos, los libros de López-Vega. “Postal de Londres”, “Barcos anclados frente al puerto de Lima”, “No partir” o “Carta de Sao Paulo con un poema de Ferreira Gullar” son los títulos de algunos de esos poemas. El último citado ejemplifica bien el deseo del autor de no atenerse a lo convencional: comienza con una nota en prosa (aunque cortada como verso), sigue con la traducción de un poema de Gullar y continúa con una variación de ese poema adaptándolo a sus circunstancias personales.

            Al lector acostumbrado al sonsonete tradicional de la poesía culta española —endecasílabos, heptasílabos, alejandrinos y otros metros impares— le sorprenderá el ritmo de los versos de López-Vega, que a veces suenan a poesía traducida. Sus modelos no están en la poesía española, sino en una pluralidad de tradiciones que no excluyen las literaturas menos frecuentadas o exóticas. De hecho, el único poeta español que se menciona en este libro —en el que habla mucho de poesía— es “Luis” (así, sin apellidos) y no se trata de Luis Cernuda, como podría pensarse, sino del autor de Completamente viernes, Luis García Montero. Esa familiaridad ejemplifica uno de los reproches que se le podrían hacer a Y el todo que nos queda y al que ya nos hemos referido: a veces da la impresión de estas “palabras privadas” podrían haberse quedado en una carta personal o en una edición privada.

            El libro vale sobre todo por lo que tiene de esfuerzo por escapar de lo convencional en el tema más convencional del mundo, aunque no siempre lo consiga. Podría llevar como lema unos versos de Antonio Machado: “A las palabras de amor / les sienta bien su poquito / de exageración”. 



miércoles, 8 de febrero de 2023

El fin de la edad de plata

 

El rey patriota. Alfonso XIII y la nación
Javier Moreno Luzón
Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2023.

De Alfonso XIII, el rey perjuro, el rey que traicionó —con un aplauso bastante generalizado, por cierto— a la constitución, creíamos saberlo todo, y quizá lo sabíamos, pero Javier Moreno Luzón nos lo vuelve a contar de otra manera, con una luz distinta.

            El título de su libro, El rey patriota, nos hace suponer que se trata de una biografía a favor, de una reivindicación. Y de algún modo lo es, pero solo de aquello que en su actuación política merece ser salvado. Si a buen fin, no hay mal principio, como afirma el título de Shakespeare, a mal fin si puede haber un buen principio.

            El regeneracionismo con el que se reaccionó a la derrota del 98 tuvo en el adolescente que sube al trono en 1902 uno de sus máximos representantes. Durante una década larga, hasta el comienzo de la Gran Guerra, Alfonso XIII representó el afán de modernización y cambio; ejerció con inteligencia, si no siempre con tacto, su papel de moderador, quiso ser el rey de todos los españoles —no solo, como más tarde, de los buenos españoles, católicos a machamartillo— y apoyó la llegada al poder de políticos como José Canalejas. Incluso ciertos republicanos posibilistas se aproximaron al nuevo rey, al que veían como un contrapeso al voraz poder del integrismo católico.

            La guerra, en la que España mantuvo una cuestionada neutralidad, y sobre todo la revolución soviética, supondría el fin de aquellas ilusiones juveniles. Alfonso XIII no quiso ser un aprendiz de brujo, tuvo miedo de acabar pereciendo, como el zar de Rusia, en las turbulencias revolucionarias. A partir de entonces se apoyó cada vez más en el ejército —fue un rey soldado que gustaba rodearse de una camarilla de aduladores y fieles militares— y, como se decía entonces, en el altar, las dos columnas vertebrales de una nación que el año 1919 consagró en el Cerro de los Ángeles al Corazón de Jesús.

            Durante un cuarto de siglo fue un rey popular, seguramente el más popular y querido de los reyes españoles. Creía tener una conexión especial con el pueblo español, conocerlo mejor que cualquier político. Las ceremonias en palacio eran multitudinarias, recibía una numerosa correspondencia en solicitud de ayuda; el descrédito de los políticos parecía no alcanzarle a él, a pesar de la desastrosa intervención en Marruecos, de la que fue el principal impulsor..

            Javier Moreno Luzón se ocupa sobre todo de la vida pública del rey, de su actividad política. La constitución no le relegaba a labores meramente representativas. La soberanía se repartía entre las cortes y el rey. Su papel fue haciéndose cada vez más importante: los políticos, para conseguir el poder, no dependían del voto (no había verdaderas elecciones), sino del favor del rey, que acabó viendo a quienes mediaban entre él y la nación, a quienes compartían con él la soberanía, como un estorbo. Jugueteó con la idea de una dictadura personal, pero no se atrevió a tanto y en Primo de Rivera encontró su Mussolini, como lo definió en un viaje a Italia a finales de 1923.

            La llegada de la dictadura recibió un aplauso generalizado, solo unos pocos se atrevieron a disentir. Paradójicamente, esos primeros años de prosperidad y tranquilidad (relativa), esos años en los que por fin el rey se había librado del incordio parlamentario, fueron aquellos en los se vio cada vez más limitado en su actividad política. Cuando quiso volver al sistema anterior, ya era tarde. Y las primeras elecciones libres, aunque fueran municipales, se convertirían en el plebiscito que trajo la república.

Lo que vino después es bien sabido. Lo que se sabe o se recuerda menos es que España volvió a ser un reino encabezado por un caudillo que representaba exactamente lo que el exiliado Alfonso XIII —el rey patriota— habría querido ser.

            La vida privada de Alfonso XIII, sus amoríos, su frivolidad, sus turbios negocios, ocupa un lugar secundario en esta biografía. Los errores más graves para el país fueron políticos, no personales. Se puede ser honesto e inepto, y al revés. El fracaso del reinado alfonsino —y con él, el de la restauración canovista— no estaba escrito desde el principio. Esa es la tesis principal de Moreno Luzón. Comenzó queriendo ser rey de todos los españoles y acabó siéndolo solo de una facción, la más retrógrada. Que al final le dio la espalda y, tras el fallido experimento republicano, se hizo con el poder y logró mantenerlo durante cuarenta años, sometida la nación a quien —sin llamarse rey— ejerció como monarca absoluto, la gran ambición de Alfonso XIII tras sus iniciales tanteos regeneracionistas.

            Pero fue rey, conviene recordarlo, durante una de las etapas más gloriosas de la cultura española, la llamada Edad de Plata, a la que no fue —no podía serlo— enteramente ajeno. Su viaje a las Hurdes, acompañado de Marañón (en el que, por cierto, quiso que le retrataran bañándose desnudo en un arroyo), supuso la culminación de los afanes regeneracionistas de la generación del 98. Y quiso dejar como legado, no una gran catedral, sino la Ciudad Universitaria de Madrid, empeño personal suyo en buena medida.

Si Franco supuso la realización del sueño patriótico y militarista del último Alfonso XIII, la república de Niceto Alcalá-Zamora puede considerar como la culminación del afán reformista de la primera década de su reinado.

Pero esta idea es mía, no de Moreno Luzón, que ha escrito una obra ejemplar de lo que deber ser el trabajo de un historiador: documentación, si no siempre novedosa, siempre rigurosa; reconstrucción de una vida o de una época sin incurrir en simplificaciones generalizadoras ni perderse en la minucia del detalle; claridad y elegancia expresiva.



jueves, 2 de febrero de 2023

Todos los hombres del rey

 

Los hombres de Felipe VI
José Apezarena
Almuzara. Córdoba, 2022.

De la monarquía reinstaurada por Franco y avalada por la constitución de 1978, creíamos saberlo todo y en realidad no sabíamos nada —o no queríamos saberlo— de lo fundamental. Poco a poco la realidad va sustituyendo a la complaciente ficción. Los hombres de Felipe VI cuenta la vida del actual jefe del Estado a través de quienes se ocuparon de su formación y fueron y son sus más directos colaboradores. Hace también un relato del reinado —muy poco ejemplar— que le precedió.

            José Apezarena no escribe en contra, sino a favor de la monarquía, y por eso acepta todos sus presuntos logros, como que el rey Juan Carlos salvó la democracia el 23-F. Desde las primeras páginas, sin embargo, apunta hechos que dejan pocas dudas sobre la implicación, mayor o menor, del rey en la intentona.

            Julio Antón, quien de los ocho a los quince años hizo de “ayudante, profesor, compañero y hasta ‘segundo padre’ de Felipe”, cuenta en sus memorias que, cuando el 23-F fue a buscar al príncipe al colegio Los Rosales, “le sorprendió la cantidad de guardias civiles desplegados en el trayecto”; de regreso, comprobó que esa cantidad había aumentado y también que se había añadido otro coche a la escolta habitual. Más adelante, se indica que “Armada mantuvo su lealtad hasta el final, porque nunca afirmó de forma contundente que don Juan Carlos estuviera detrás de la preparación y ejecución del 23-F”, lo que no deja se ser una manera de dar por sentada la implicación del rey, cosa ya bien sabida, aunque se siga oficialmente afirmando lo contrario.

            Franco fue el fundador de la actual monarquía y eso siempre lo tuvieron muy presente sus herederos. Apezarena cita las palabras de Juan Carlos que José Bono recoge en su diario: “Estáis quitando estatuas de Franco y esas cosas no pasaban ni con Felipe ni con Guerra… Un día le dije a Santiago Carrillo que no quería que hablase mal de Franco en mi presencia, porque el fue quien me puso en este puesto”. Y añadía que se sentía preocupado por si algún día les daba “por sacarlo de su tumba”.

            En 1991 se entrevistó Juan Carlos con su padre (con quien siempre se llevó peor que con Franco, que hizo las funcione de padre adoptivo) y, a propósito de la preocupación de este por los amores de su nieto, le dijo: “A mí también me preocupa. Felipe no ha salido a nosotros. Le gustan las tías buenas como a nosotros, pero, en lugar de disfrutar de ellas, como hacemos tú y yo, se enamora en serio y pretende casarse con quien no debe”.

            Esas “tías buenas” de las que Juan Carlos disfrutaba y de las que no se enamoraba en serio (como parece que ocurrió con Marta Gayá y con Corinna), ¿dieron siempre su consentimiento a la relación? ¿Se las gratificó o acalló con dinero público? ¿Intentaron poner alguna demanda de paternidad? Algún día —y esperemos que no haga falta la proclamación de la República para ello— se podrán investigar estas cuestiones.

            El machismo del anterior jefe del Estado, y de quienes le rodeaban y asesoraban, si hemos de hacer caso a Arozarena, iba incluso más allá del habitual de la época. Según contó Sabino Fernández Campo a Pilar Urbano, un día Juan Carlos le dijo que Bárbara Rey le pedía un millón de pesetas. Y esto fue lo que contestó quien entonces era el jefe de su Casa: “Pues no es tanto dinero, señor. Por lo que oigo esa señora está de muy buen ver, muy atractiva; es muy cotizada por su imagen y por ahí se la rifan. Si vuestra majestad divide el millón por las veces que ha estado con ella, a lo mejor hasta resulta que le ha salido muy barato”.

            La opinión que tenían de Eva Sannum no era mucho mejor. Fernando Almansa, otro jefe de la Casa, afirmó: “Esa chica ha tenido necesidad de ganarse la vida porque su padre los abandonó. Ha tenido una vida difícil y se puede enseñar de todo, pero, vamos, enseñar la lencería… Eso, con todos mis respetos, está a un paso del prostíbulo”. Parece que la Zarzuela fue la inspiradora de muchos de los artículos contra Eva Sannum que leídos hoy nos producen vergüenza ajena, por su clasismo, su machismo y su ignorancia de la historia. Llegó a decirse que no podía casarse con el príncipe porque no era católica ni española, dos condiciones que tampoco cumplía, cuando se casó con Juan Carlos, la entonces reina de España (la segunda creo que no la cumplió ninguna reina consorte).

            Tampoco Felipe de Borbón sale demasiado bien parado de este libro presuntamente apologético. Se insiste mucho en que, durante su paso por las academias militares, se le trató como a un cadete más, pero el director de la de Zaragoza le aseguró a Narcís Serra que “quedaría exento de cualquier trabajo mecánico no acorde con su dignidad”. Habría que preguntarle a ese director que trabajos mecánicos son indignos.

            Pelearse por dinero no parece que lo sea. Felipe, cuando murió don Juan, recibió cuatrocientos millones procedentes del legado que Alfonso XIII había dejado para el heredero de la corona. Don Juan Carlos reclamó ese dinero con el argumento de que Alfonso XIII nunca pudo prever que él ocuparía el trono antes que su padre. “Trae la pasta”, dicen que le dijo. “De eso nada”, parece que respondió el príncipe. Tuvo que mediar el administrador del conde de Barcelona, quien decidió que se lo repartieran a partes iguales.

            La actuación de los guardaespaldas de Felipe tampoco fue siempre muy ejemplar, al menos si hemos de hacer caso de los testimonios que recoge Apezarena. Antonio Montero fotografió al príncipe y a Isabel Sartorius saliendo de un restaurante. Los guardaespaldas se abalanzaron sobre él. Felipe ordenó: “Que no se lleve el carrete”. Se negó a entregarlo. Proponía ir a los juzgados de la plaza de Castilla y que decidiera un juez. Le tuvieron retenido hasta las cinco de la madrugada. El capitán José María Corona —al que sacaron de la cama para resolver el asunto—, con amenazas —“todo el mundo tiene algo que esconder”, iremos a por ti—, consiguió que entregara el carrete. Otra vez, cuando Felipe acompañaba a una amiga, Bibiana Corcuera, hasta su hotel, “los escoltas colocaron sus armas en la sien de dos reporteros que intentaban captar el beso de despedida”. Uno de los fotógrafos recordaba lo que le dijeron: “Te has librado de milagro de que te diéramos un tiro”.

            Y a propósito de ejemplaridad una última anécdota: “Un jeque visitó España y entregó regalos a personas principales, incluyendo valiosas joyas a la familia real. A Felipe le correspondió una daga árabe cuya empuñadura estaba incrustada de piedras preciosas. Mandó desmontarla, y con ellas confeccionó una pulsera que, como muestra de amor, regaló a Isabel Sartorius, su novia de entonces”.

            De Felipe VI se elogia su respeto a la constitución, en contrate con su padre, “que la pisaba, de un lado y de otro, y con mucho salero”. En realidad, Juan Carlos no consideraba que le afectara a él, que ya era rey antes de que se proclamara; se la había concedido graciosamente al pueblo español, “le había traído la democracia”.

            Sabino Fernández Campos, que tantas confesiones inconfesables hizo sobre Juan Carlos, afirmó que quería irse de la Zarzuela para salvar su honestidad: “Veía lo que pasaba con gente del entorno, y cómo estaban implicados, y yo no quería verme salpicado. Eran los tiempos de Mario Conde. Intentaron meterme, para tenerme cogido, pero me negué. Y empezaron a ir a por mí”. Más altas instancias no se negaron. Un ejemplo: “Fuentes judiciales contaron que el rey estaba recibiendo a magistrados del Supremo para trasladarles que hicieran de modo que lo relativo a Urdangarín quedara prescrito”. ¿Y no se les ocurrió denunciarlo y pedir amparo al Consejo del Poder Judicial?

            José Apezarena, en las casi setecientas páginas de Los hombres de Felipe VI, nos cuenta las biografías de los múltiples servidores que tuvo la Casa Real y lo que más nos llama la atención es que los mejores de ellos tuvieran que dedicar la  mayor parte de su esfuerzo a tapar las grietas provocadas por el comportamiento poco ejemplar de quien más obligación tenía de serlo.