sábado, 28 de febrero de 2015

Xuan Bello: Una especie de música


Las cosas que me gustan
Xuan Bello
Traducción de José Luis Piquero
Xordica. Zaragoza, 2015.

¿Cuál es el secreto de la literatura de Xuan Bello? ¿Por qué un puñado de artículos escritos en un dialecto minoritario, el asturiano occidental, reunidos en libro con el título de Unas poucas cousas guapas (2009) y traducidos ahora al castellano (Las cosas que me gustan) y al catalán (Unes cuantes coses boniques) sigue conservando intacta su capacidad de fascinación?
            En primer lugar, porque esos artículos, publicados semanalmente en el desaparecido Les Noticies, eran periodismo y eran literatura, no se limitaban a glosar la perecedera actualidad, estaban ya concebidos como partes de un todo, como evocación de momentos felices –de ahí el título-- y estaban escritos con voluntad de estilo.
            Y en segundo lugar porque Xuan Bello tuvo muy claro desde el principio que el carácter universal de una literatura no tiene nada que ver con el número de hablantes de la lengua en que se escribe. En inglés, en español, en chino se publican textos que no interesan más allá de los límites de una región o de cuatro amigos, mientras que en la lengua más minoritaria –en la que solo hablan unos pocos miles de personas– se pueden escribir obras que trasciendan las fronteras y los siglos. La traducción es parte, y una parte esencial, de la historia de la literatura.
            A la manera de los tesoros enterrados en la infancia --"una llave oxidada, un cromo de Gento, dos huesos de melocotón, un martillo con el mango podrido y una piedra muy rara, de color verde"-- y del mapa que lleva a ellos, Unas pocas cosas guapas (mejor esa versión literal que el título que le han puesto en español) pretende ser un recuento de momentos felices, de lugares, de lecturas y fantasmagorías. El maestro más evidente de esta prosa lírica y divagatoria, que gusta de entremezclar el detalle exacto con la ficticia erudición, se encuenta en Álvaro Cunqueiro, a quien se homenajea en uno de los capítulos. Pero Xuan Bello tiene personalidad propia, no es un epígono más del maestro de Mondoñedo.
            Entremezclan las páginas de Unas pocas cosas guapas lo vivido y lo soñado, lo leído y lo fantaseado en las tardes ociosas, ante un vaso de buen vino, mientras asciende, el humo del cigarrillo. En ellas están Coimbra y Lisboa y Roma y Nueva York, pero también las tierras del occidente asturiano, recorridas a pie o a caballo: "Allí el mundo se llama Villapedre, Tox, Vigo, Veiga, Santiago, Barañu: si vienes de El Chanu de Luarca pronto de das cuenta de la fuerza de la idea, de la sutilidad de la frontera".
            Xuan Bello cuenta cuentos, y lo hace como nadie, pero no todo lo que parece cuento en su prosa hipnótica lo es. En algún caso, yo mismo puedo ser notario de la fidelidad de su memoria: formaba parte del grupo de amigos que en el Nueva York insólitamente rural de Staten Island buscaron un templo tibetano y lo encontraron escondido entre colinas, en un rincón secreto que parecía lejos del mundo y estaba a dos pasos de Manhattan; y le acompañé, junto a José María Micó, por las calles de Lisboa, en aquella mañana que se vuelve mágica en su prosa, hasta la Praça do Príncipe Real, con su árbol inmenso bajo el que parece que podría resguardarse entero el rebaño del homérico cíclope.
            Leer a Xuan Bello es como ponerse a escuchar el piano, la flauta o la gaita de  un genial improvisador: unos temas llevan a otros, las variaciones parecen inagotables, se suceden la exaltación y la melancolía, y tras conseguir que la emoción nos nuble la vista inicia un saltarín paso de baile. ¿Importa algo que lo que nos cuenta ya nos lo haya contado antes, que esa cíta de Andrade ya la haya repetido más de una vez? La alacridad de estas melodías no fatiga nunca.
            Hay pasajes de este libro (el recuento de puentes y de fuentes, aquel atardecer en Terracina) que valen por un poema en prosa, pero el autor sabe escapar a tiempo de los riesgos del lirismo, que solo resulta aceptable en pequeñas dosis.
            Se agradece que ponga a menudo los pies en la tierra, que hable de amigos y de libros concretos, que entremezcle recuerdos de infancia con anécdotas de su vida de escritor que frecuenta congresos y vanidades y que no olvida los esfuerzos por imponer el asturiano como lengua literaria; también, los escasos momentos que anclan estas divagaciones a la actualidad periodística del momento en que fueron escritas.
            Siempre el mismo y siempre diferente, nunca nos cansamos de leer a Xuan Bello --el más local y el más universal de los escritores asturianos-- como nunca nos cansamos de escuchar a Mozart.
           


            

sábado, 21 de febrero de 2015

Manuel Vilas, eficacia probada


El hundimiento
Manuel Vilas
Visor. Madrid, 2015

No sé si alguien ha caído en la cuenta de lo mucho que tienen en común los programas televisivos de máxima audiencia, los reality, con el género literario de la autoficción, que  tan de moda se puso a la par que ellos. En ambos casos se juega con los límites entre la realidad y la ficción, entre lo espontáneo y lo guionizado.
            Mucho de reality show tiene la segunda etapa de la poesía de Manuel Vilas, la que le ha convertido en uno de los poetas más reconocidos y premiados del momento. Antes de la publicación de El cielo (2000), era un autor cuya discreta poesía neocernudiana pasaba sin pena ni gloria. A partir de ese libro, sustituyó el educado tono menor por el grito, la sutileza por la brocha gorda y los índices de audiencia crecieron de inmediato. Cito un fragmento de un poema en que nos cuenta su visita a Lourdes: "Cené en Mc Donald's, porque en Lourdes hay Mc Donald's, / una buena hamburguesa con patatas fritas, y un vaso / de coca cola con hielo, treinta y cinco / francos, comí al lado de monjas, postulantes, novicias y creyentes. / Yo, un hombre solo, una mano en la hamburguesa, / en la otra una patata, larga y amarilla, fina y quemada, / un turista absurdo, un tipo que viaja / a los confines morales de este mundo blanco; la mano se corona / con un rosario o con una navaja, tal vez con las dos cosas juntas".
            El autor se convierte en personaje --Gran Vilas se titula su anterior libro de versos--, un personaje que llora, grita, filosofa, se desnuda, se desespera, se emborracha ante el lector. No es nada nuevo, por cierto, este tipo de poesía: Walt Whitman no dudó en titular "Canto a mí mismo" una de las secciones de sus Hojas de hierba. Lo novedoso es la estridencia, la falta de matices, la voluntaria o involuntaria comicidad.
            Abundan en El hundimiento, como en toda la poesía de Vilas (también exitoso novelista), los poemas que cuentan una historia, siempre tremebunda. En "Orange", la protagonista quiere abandonar a su familia y queda con el amante en una cafetería (lleva en el coche "dos maletas y el portátil"), pero este no aparece: "Volviste a casa y tu marido te rompió la cara. / Te dio una bofetada salvaje que te dañó el oído / y no oías los insultos, / eso te ahorraste". Sigue luego la sucesión de desgracias (que yo copio sin marcar la diferencia entre los versos): "Aquella noche dormiste en un hotel barato del centro. Pero no podías dormir. Bebías más. Te quedaste dormida por efecto del alcohol y a las tres horas te despertaste con un ataque de pánico. Tu marido dijo que no volverías a ver a tu hijo. Llamaste a una amiga, que no ayudó. Al día siguiente acudiste a tu trabajo, y a los tres días tu jefe te despidió. Dijo que no quería mujeres desesperadas en su empresa". Despido improcedente se llama esa figura.
            Otras historias son quizá alegóricas. En "Los nadadores nocturnos", todos los días va a nadar al gimnasio un grupo del que el hablante del poema forma parte. Están allí hasta que cierra. Luego van emborracharse a un bar "regentado por chinos casi muertos, / después de haber nadado hasta el agotamiento". No se hablan. Los versos finales dicen así: "Siempre estamos esperando / que alguno no venga nunca más, / pero resistimos como hijos de perra, / todo un misterio de los nadadores nocturnos". Todo un misterio ciertamente.
            Pero la mayoría de los poemas de El hundimiento tienen un tono de desgarrada confesión personal. No parece haber mucha literatura en el titulado "974310439" --un número de teléfono--, dedicado a la muerte de la madre: "Quien me trajo al mundo se ha ido hoy del mundo. / Ella, que me llamaba a todas horas, para saber de mí".
            Los poemas de El hundimiento están llenos de pequeños detalles que pretenden dar verosimilitud y realismo al poema. A menudo son precisamente esos detalles, que se pretenden exactos, los que nos hacer ver que estamos solo ante una fórmula aplicada un tanto mecánicamente. Un ejemplo. En el poema "1980" compara su vida, a los cincuenta y un años, con la del padre cuando tenía la misma edad: "Salimos los dos al mismo tiempo y montamos / en sendos automóviles, / el mío tiene música y el tuyo solo radio, / tu Seat 1430, y tal vez sea esa la única diferencia". ¿Qué radio es esa en la que no se emite música?
            Es fácil caricaturizar la poesía de Manuel Vilas. Qué inverosímiles los neonazis de “El IV Reich”, qué ridículo su lamento porque Azorín, Baroja, Machado, Lorca, Unamuno no hubieran sino unos borrachos (“Red, red wine”).
            Y sin embargo, a pesar de todo, es difícil escapar a la fuerza de algunos de estos poemas –“Spiritual”, por ejemplo--, hechos quizá más para ser declamados que para la lectura silenciosa y atenta. Emocionarse con estos versos, y emocionantes son muchos de ellos, requiere poner a un lado el espíritu crítico, lo mismo que cualquier reality. “Sangra la ficción por todo mi cuerpo”, nos dice en “Spanish dream”, y a veces es sangre verdadera. Pero leemos, en el mismo acumulativo poema, “España, pensé en pasar de ti, pero no puedo, eres mi esposa”. ¿No se puede “pasar” de una esposa, no existe el divorcio? Quienes disfrutan, se emocionan y conmueven con programas como “Hay una cosa que te quiero decir” no deben perderse El hundimiento, real como la vida misma cuando está adecuadamente guionizada. 

sábado, 14 de febrero de 2015

Elogio y refutación de la crítica académica


Prosemas. Revista de estudios poéticos
Extraordinario dedicado a Ángel González
Universidad de Oviedo, 2015.

Es bien sabido que no solo la mejor, sino también buena parte de la peor crítica literaria, especialmente si se refiere a la literatura contemporánea, se hace en la Universidad. Sorprende encontrarse con una pintoresca muestra de esta última en un lugar tan inesperado como el número inicial de la revista Prosemas, un volumen monográfico dedicado íntegramente al poeta Ángel González.
            Y digo que sorprende porque la revista nace como "un órgano difusor de contenidos científicos" y cuenta como garantía con un prestigioso comité editorial y con un abrumador "comité científico" internacional.
            Quizá el que John C. Wilcox, catedrático de la Universidad de Illinois, forme parte del comité científico puede explicar, aunque no justificar, que nadie parezca haberse tomado la molestia de leer su colaboración antes de publicarla.
            Se titula "Apuntes para una poética gerontológica en el Ángel González de Nada grave" e incurre en una lectura biográfica de los poemas que muestra tanto un desconocimiento de la biográfica del poeta (fácilmente subsanable) como del lenguaje poético. Lo que menos importa es que afirme taxativamente que el libro se terminó de escribir "el 12 de enero de 2008, el mismo día de la muerte de nuestro poeta" (como si hubiera estado en la Unidad de Cuidados Intensivos con el cuaderno de notas en la mano). Del primer poema, "Orazal" (inversión del nombre de Lázaro porque su protagonista se nos presenta como "el  resucitado de la vida", no de la muerte), "infiere" que Nada grave "se inspiró en el hecho de que el mismo Ángel González habría sufrido una suerte de ataque, tal como un derrame cerebral, un infarto o una embolia pulmunar en que él perdió conciencia total, o aun que murió". O sea que Ángel González, antes de 2002, en que se publicaron los primeros poemas de su libro póstumo, murió y resucitó, y no metafóricamente, sino como consecuencia de "un derrame cerebral, un infarto o una embolia pulmonar". De otro poema, "Hoy", deduce que el poeta se presenta a sí mismo "como un ser humano con una sola pierna" porque "con el derrame cerebral habría perdido el uso de la otra pierna". El fundamento de tan peregrina afirmación --el poeta se quedó cojo a causa de un derrame cerebral—lo encuentra en los siguientes versos: "Soy esto / --dice o casi relincha, desafiante, mi cuerpo-- / y nada más que esto: / cuadrúmano o solípedo / y poca cosa más: sedentario, nocturno".
            Contrastan esos disparates interpretativos con el buen hacer de la mayoría de los colaboradores, muy especialmente María Payeras Grau o  Ángel Luis Luján Atienza. La primera sitúa al poeta en su generación, sintetizando acertadamente estudios anteriores, y relaciona la poesía de Ángel González con la narrativa española del medio siglo basándose en la novedosa utilización del punto de vista. El segundo se ocupa de los sonetos de Ángel González, prestando especial atención al último, "Todo el mundo lo sabe", que con su mezcla de ironía y gravedad, de habilidad técnica y desengañada visión del mundo, pudiera servir como el mejor colofón de su obra.
            De los dos trabajos que concluyen el volumen (hay además una completa bibliografïa a cargo de Begoña Camblor), firmados por valiosos investigadores jóvenes, Miguel Ángel García y Luis Bagué Quílez, se nos dice que son "resultado del Proyecto de Investigación de referencia FFI2011-26412, financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad". ¿Y que es lo que se investiga en ellos que hace que merezcan una especial financiación en un tiempo de recursos escasos? Miguel Ángel García glosa y amplifica lo que dijo Ángel González en los dos estudios que dedicó a la generación del 27. Al hacerlo encuentra "sorpresas inesperadas". Por ejemplo, que "consuela leer, en este no menos áspero mundo de hoy en día, incluido el de los nuevos bardos", que "la literatura forma parte de la Historia, es Historia ella misma". Menudo descubrimiento. Tras la retórica académica –afirma que algo es una obviedad y refuerza su afirmación con la correspondiente cita de otro estudioso, como si las obviedades dependieran del criterio de autoridad—no parece haber más que reiteración de lo ya dicho y consabido.
            Luis Bagué Quílez, también financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad, se ocupa de la influencia de la poesía de Ángel González en la poesía española actual. Comienza bien, comparando "Para que yo me llame Ángel González" con un texto que de él procece,"Todo ocurrió para que tú nacieras", de Miguel d'Ors, pero luego cualquier externa semejanza le vale para señalar improbables parentescos. Llega incluso a relacionar un poema de Nada grave, publicado en 2008, con uno de Bruno Mesa incluido en Nadie, de 2002, y otro del mismo libro con uno de Javier Almuzara aparecido en Constantes vitales, de 2004. ¿Influye Ángel González en la poesía española actual o influyó la poesía española joven en Ángel González?
            La cortesía académica impide decir estas cosas. Pero por encima de esa cortesía está el respeto a los lectores. Claude Le Bigot comienza así su artículo: “Hablar de antipoesía para valorar a un poeta que ha merecido un amplio reconocimiento en el panorama de las letras españolas podría resultar poco pertinente, y hasta contraproductivo, a la hora de asomarse a la veta realista que caracteriza parte de la producción del medio siglo pasado”. Bastaría ese párrafo para que el “preceptivo informe de evaluación” lo rechazara (o para que el lector deje de seguir leyendo). Si Nicanor Parra, que se refirió a la antipoesía antes de que el autor de Áspero mundo comenzara a publicar, ha obtenido el premio Cervantes y ningún suplemento cultural ha dejado de ocuparse reiteradamente de ella, ¿cómo va a sorprender que se hable de la antipoesía a propósito de Ángel González? ¿Cómo va a ser “contraproductivo” (quizá quiere decir “contraproducente”)?
            La crítica académica suelen hacerla funcionarios, o aspirantes a ello, que tienen sus propias reglas de evaluación para la promoción interna. Eso explica tanto sus indudables aciertos –fuera de la Universidad y sus métodos y sus medios serían imposibles determinados estudios-- como sus estrepitosos errores, que se evitarían con una evaluación más atenta al rigor y la novedad de los contenidos y  menos gremial.

             

sábado, 7 de febrero de 2015

Jardiel Poncela, el humor, el amor y otras paradojas


¡Haz reir, haz reir!
Vida y obra de Enrique Jardiel Poncela
Víctor Olmos
Renacimiento. Sevilla, 2015.

El teatro es el género literario más perecedero y el de Enrique Jardiel Poncela no parece haber resistido demasiado bien el paso del tiempo, al contrario de lo que ocurre con su chispeante obra menor --la recogida, por ejemplo, en El libro del convaleciente y Exceso de equipaje-- y con sus libérrimas novelas, especialmente con La tournée de Dios, que no ha perdido nada de su pungencia provocadora.
            De la mayoría de las obras teatrales de Jardiel Poncela estrenadas durante la posguerra nos queda el ingenioso o llamativo título --Los ladrones somos gente honrada, Cómo mejor están las rubias es con patatas-- y poco más. Difícilmente resisten la representación y apenas si alguna réplica salva el interés de la lectura.
            Hizo todo lo posible Jardiel por acomodar su irreverente talento a la pacata sociedad franquista, pero fue en vano: sus estrenos acabaron siendo una estrepitosa sucesión de fracasos.
            Pero era todo un personaje, y ese personaje no ha perdido capacidad de seducción. Tras varios ensayos biográficos, firmados por su hija Evangelina o por los que fueron sus más cercanos discípulos, Víctor Olmos nos ofrece la que pretende ser la primera biografía completa y no limitada por la cercanía afectiva.
            ¡Haz reír, haz reír! (el título, no sé si muy afortunado, procede de una canción de Donald O'Connor en la película Cantando bajo la lluvia), bien documentada y muy generosamente ilustrada, resume la trayectoria literaria de Jardiel Poncela, de la que él mismo fue un eficaz analista en los extensos prólogos que gustaba poner a la recopilación de sus obras, y nos desvela algunos enigmas de su complicada vida sentimental.
            Jardiel Poncela siempre presumió de su éxito con las mujeres, un éxito que paradójicamente constituyó la gran tragedia de su vida. Al menos eso cuenta en “Misterio femenino”, peculiar ensayo de autobiografía erótica que escribió en 1945 y que no se publicaría hasta después de su muerte, de acuerdo con sus indicaciones: “Mi vida amorosa no ha sido hasta hoy mismo más que una sucesión de renuncias voluntarias. De renuncias a mujeres espléndidas; de renuncias a mujeres capaces de haber esclavizado a todo hombre; de renuncias a mujeres que en todo caso hubieran sido espléndidas para cualquiera; pero de mujeres que no satisfacían mi deseo y mi ansia: de mujeres que no reunían los tres 100 x 100 anhelados y buscados por mí”. Lo que buscaba era la que él denominaba mujer cúbica, esto es, la que reunía “un 100 por 100 de belleza, un 100 x 100 de inteligencia y un 100 x 100 de sexualidad”. 
            Después de muchas aproximaciones –en el poema “La lista” hace el recuento de sus amantes-- creyó encontrarla por fin una tarde de septiembre de 1943 en Barcelona: “No la vi más que un instante y ya comprendí su decisiva influencia en mi vida. Pasó por la calle, delante de mí, que estaba sentado en la terraza de un café, y no ha habido electrocutado que haya recibido la descarga eléctrica que recibí yo al verla. Levantarme como un rayo, detenerla, cogiéndola por un brazo sin considerar nada y decirle allí mismo, en la acera, desatinado y febril, cuanto pasaba por mí, fue simultáneo. Y amarla, instantáneo; y hacerla mía, lo que se tarda en alquilar una habitación”.
            Ningún don Juan más seguro de sí mismo que Jardiel si hemos de creer su palabras (escritas para publicarse póstumas, no lo olvidemos): “En cuando a preguntarla si yo le gustaba, y si ella aceptaba, ni pensé en hacerlo, ni recuerdo haberlo hecho casi nunca, pues de siempre sé que sí, como sé que mis pulmones funcionan y como sé que todo primer acto va a aplaudirse. Y en efecto, yo le gustaba, y ella aceptaba, y pronto me amaba cuanto era capaz de amor...”
            Juntos se fueron a América, en una gira que él pensaba triunfal y que resultó un fracaso (en parte por la animadversión de los exiliados republicanos), y con ella vivió los mejores días de su vida hasta que se dio cuenta de que no era la mujer cúbica que él buscaba y decidió separarse de ella: “Esta renuncia ha sido la peor de todas; ha sido horrenda, porque física y sexualmente aquella mujer estaba –y sigue estando— metida dentro de mi propia piel; porque era mi agua y mi pan; porque aquella maravillosa criatura era toda la luz de mis sentidos, y porque sin ella el mundo estaba para mí a oscuras. Y siento todo así, yo renuncié y provoqué un rompimiento”.
            Por la biografía de Víctor Olmos sabemos que las cosas no fueron tan inverosímiles como nos la cuenta Jardiel, como quizá se las contaba a sí mismo. La mujer que le deslumbró una tarde en Barcelona y a la que dio trabajo como actriz en su compañía, tras el fracaso de aquella avantura teatral, le abandonó en Buenos Aires por un exitoso boxeador. Evangelina Jardiel, hija de otra mujer que también le abandonó, se ha referido a “su angustia el día de embarcar hacia España, esperando hasta el último momento que ella apareciera, y su desolación cuando el barco le iba alejando de Buenos Aires y de ella”.
            Jardiel Poncela, el más brillante de los discípulos de Ramón Gómez de la Serna, quien supo aprovechar como ningún otro, en su vida y en su obra, los nuevos aires que había traído la vanguardia, las libertades republicanas, en la guerra civil se puso decididamente del lado de los sublevados. Más de una vez declaró su admiración por Franco y el nuevo régimen, que sin embargó prohibió sus novelas y solo toleró una obras de teatro escritas ya con una vigilante autocensura. “Yo he escrito siempre el teatro de una manera y la novela de otra diferente”, declaró en “Misterio femenino”, mostrándose y ocultándose como hace siempre en esas páginas. “En las novelas he dejado correr mi rabia. En las comedias no la he dejado aparecer, porque le hubiera sido antipática a la sensibilidad sui generis del público teatral”. Olvida añadir que las novelas --y lo más vivo de su obra-- fueron escritas en una época de libertad mientras que la mayor parte de su teatro en tiempos en que le habían puesto plomo en las alas.
            La vida de Jardiel está llena de paradojas, como sus aforismos –él los llamó “máximas mínimas”--, en muchos casos no menos memorables que los de Oscar Wilde. Víctor Olmos nos cuenta esa peripecia biográfica en una prosa clara, que procura atenerse a la documentación, sin recurrir a la imaginación para llenar los huecos, lo que es muy de agradecer, y a la vez hace un análisis de sus principales obras con abundantes citas. ¿Haz reír, haz reír! es también una excelente antología, la mejor introducción a un escritor, que se quiso ante todo autor teatral, y que por diversas razones quizá no diera en el teatro lo mejor de su talento.