lunes, 21 de junio de 2021

Cuarenta años de poesía

 

La poesía española de la II República a la Transición
Ángel L. Prieto de Paula
Universidad de Alicante. Alicante, 2021.

En el prólogo a este nutrido estudio –más de ochocientas páginas-- de la poesía española escrita entre 1939 y 1975, con amplias incursiones anteriores y posteriores, Prieto de Paula resume las condiciones necesarias para llevarlo a cabo. Él, autor de numerosos trabajos académicos sobre el tema, reseñista habitual en un importante suplemento durante varios años, con incursiones en la creación poética (especialmente notable son sus versiones de Lucrecio), con preocupaciones estilísticas e incursiones en la prosa no curricular, parece cumplirlas todas. Y sin embargo…

            Y sin embargo el laborioso empeño resulta finalmente frustrado y no tanto por errores menores u olvidos inevitables en un trabajo de esta envergadura, sino por otros de mayor calado que tienen que ver con la terminología, la organización y, por decirlo así, la conceptualización de la historia literaria.

            Fácil resulta, cuando se sobrevuelan a distinta altura más de un centenar de poetas, que nos pongan reparos los lectores habituales de alguno de ellos. De Víctor Botas, por ejemplo, se nos dice que “atenuaba su subjetividad mediante recursos de imitación de otros autores”, queriendo aludir, sin duda, a las brillantes recreaciones de Segunda mano, que nada tiene que ver con la imitación. Mayor importancia puede concedérsele –por ser un autor al que dedica páginas y páginas de acrítico encomio-- a que indique que Pere Gimferrer, tras la publicación de La muerte en Beverly Hills (1968) abandona la escritura en castellano para pasarse en catalán, olvidando el conjunto que cierra Poemas 1963-1969, donde por cierto está todo lo fundamental de su poesía en español: “De Extraña fruta y otros poemas”.

            Prieto de Paula estudia cuatro décadas de poesía, pero no le parece adecuado atenerse, sino muy parcialmente, a la cronología, ni utilizar la terminología habitual, lo que lleva a inventarse otra cuando menos peculiar. Estos son los títulos de algunos de sus capítulos y subcapítulos, en los que no aparece, por cierto, ningún nombre propio: “¿Soy clásico o romántico?: programación de la normalidad”, “El patetismo y sus márgenes”,  “La socialización del patetismo”, “Una avanzadilla hacia la emoción especulativa”, “Concierto y fugas: algunas trayectorias individuales”.

            Tratar de averiguar de qué poetas va a hablar en cada uno de esos epígrafes es jugar a las adivinanzas. En “¿Soy clásico o romántico?” se ocupa de Germán Bleiberg, Rosa Chacel, González-Ruano, García Nieto y José Luis Cano. Dentro de “El patetismo y sus márgenes” hay un subtítulo, “Vástagos de la cólera”, que encuadra a Carmen Conde, Blas de Otero y Vicente Gaos”; en otro, “Existencialismo sin espasmos” se incluye a Muñoz Rojas, Elena Martín Vivaldi, Ildefonso Manuel Gil, Alfonsa de la Torre, José Luis Hidalgo, José Hierro, Carlos Bousoño, José María Valverde, Fonollosa.. “La socialización del patetismo” habla de las antologías de poesía social; “Una avanzadilla hacia la emoción especulativa” se ocupa de Carlos Barral, Gil de Biedma y Gabriel Ferrater. Las “Trayectorias individuales”, como si las demás no lo fueran, de “Concierto y fugas” son las de Gimferrer, Carnero, Azúa, Jenaro Talens, Clara Janés, Antonio Hernández y Pureza Canelo.

            Da la impresión de que el autor no sabía qué hacer con las fichas de tantos poetas (se agradece que no quisiera limitarse a los consabidos) y las fue agrupando como pudo (a saber qué pinta Juan Larrea junto a Julio Campal o Miguel Hernández al lado de un ignoto Antonio Otero Seco o de Adolfo Sánchez Vázquez ). El resultado es un batiburrillo que no parece contribuya precisamente a aclarar el panorama.

            Además de esas fichas sobre poetas, más o menos afinadas, mejor o peor agrupadas, el libro se ocupa de los tópicos habituales en los estudios sobre la poesía de posguerra: el garcilasismo, la eclosión de las revistas en los años cincuenta, la poesía social, la polémica entre conocimiento y comunicación, la irrupción de los novísimos, etc. Lo hace Prieto de Paula con buen conocimiento del asunto, recurriendo a la bibliografía primaria y no repitiendo lo que han dicho otros estudiosos, pero comete algunos errores conceptuales. El eco mediático de la antología Nueve novísimos --debido sobre todo a sus detractores--  no significa que haya que considerarla como la antología fundamental y fundacional de una nueva generación, lo que sería como considerar a la selección que José Ángel Valente publicó en 1955 como la base para estudiar a los poetas del cincuenta. Nueve novísimos fue solo un síntoma de un cambio de estética, una anécdota convertida por inercia periodística y profesoral en categoría; en ella están nombres, como Vicente Molina Foix, sin ningún interés poético y falta otros fundamentales en esa generación que Prieto de Paula prefiere llamar del 68. Las antologías abarcadoras de una generación –y no de un grupo-- se publican años después de que comiencen a aparecer sus más precoces integrantes, como ocurrió con la de García Hortelano sobre los poetas del 50. Considerar fuera de la generación a un poeta porque publica su primer libro importante pasados los treinta años y no a los veintipocos, como Gimferrer o Carnero, es convertir en norma la excepción. Y ocuparse de la poesía de Azúa o de Molina Foix solo porque están en la antología de Castellet, aunque su recorrido poético se agotara pronto o no llegara a iniciarse, y no dedicar ni una línea (solo se cita su nombre de pasada) a Aquilino Duque, obedece a una concepción de la historia de la literatura demasiado ligada a una caducada actualidad periodística, lo mismo que comenzar a hablar de Luis Alberto de Cuenca desmintiendo su semejanza con Luis Antonio de Villena porque alguien los relacionara allá en los setenta.

            Trabajos de amor perdidos, habría que concluir. Y es una lástima, pero el profesor, el buen lector de poesía, el investigador y el esforzado estilista no parecen sumar, sino restar, a la hora de preparar este ambicioso volumen.

           

jueves, 17 de junio de 2021

Las cartas de una vida

 

El hilo del collar: Correspondencia
Gustave Flaubert
Selección y edición de Antonio Álvarez de la Rosa
Alianza editorial. Madrid, 2021.

La correspondencia epistolar, en la mayor parte de los escritores, es solo un complemento de su obra. Carece de interés para el lector común, pero resulta imprescindible para el biógrafo y el estudioso.

            Hay excepciones, sin embargo, y no escasas. La correspondencia de Juan Valera la leemos hoy con más interés que sus novelas. Ciertos temas, considerados tabú por la moral social de la época, se tratan con total libertad en las cartas.

            Madame Bobary sigue causándonos hoy el mismo asombro que en el momento de su publicación. Pero salvo esa novela y sus prodigiosos Tres cuentos –en especial “Un corazón sencillo”--, publicados veinte años más tarde, pocas obras de Flaubert conservan hoy una vigencia mayor que la de su correspondencia.

            Gustave Flaubert fue un incansable escritor de cartas a lo largo de toda su vida. Se conservan de él cerca de cuatro mil quinientas y es probable que escribiera bastantes más. Antonio Álvarez de la Rosa ha reunido en El hilo del collar apenas una décima parte, pero bien seleccionadas y estructuradas nos permiten seguir paso a paso la vida de un escritor excepcional, ser testigos de la elaboración de su obra, escuchar sus precursoras reflexiones sobre la literatura y el arte.

            La primera carta está fechada en septiembre de 1833, cuando el escritor aún no había cumplido los doce años; la última el 4 de mayo de 1880, pocos días antes de morir. Hay cartas familiares, amistosas, meros intercambios cordiales, como no podía ser de otra manera, pero abundan las que pueden ser consideradas como auténticos ensayos o como notas de un diario íntimo. Varias son las razones que explican la importancia del intercambio epistolar en Flaubert. Aunque en la última etapa de su vida, ya convertido en escritor de éxito, pasaba largas temporadas en París, en convivencia con otros amigos escritores (en el Diario de los Goncourt queda abundante constancia de estas relaciones e incluso se reproducen muchas de sus conversaciones), la mayor parte de su tiempo lo pasó retirado en su mansión de Croisset, donde llevó una existencia de acomodado solterón con pocas peripecias externas. Dedicó su vida a la literatura, pero no vivió de la literatura. Se jactaba de no haber escrito jamás una línea por dinero y se negó a escribir en los periódicos, aunque sería muy solicitado tras el éxito escandaloso –la novela fue denunciada por inmoral-- de Madame Bovary y, sobre todo, de Salambó. Pudo dedicar a sus libros todo el tiempo que creía necesario, era un obsesivo perfeccionista que empleaba una semana a escribir veinte líneas y un mes a reescribirlas.

            De esa tensión expresiva se liberaba en sus cartas, escritas a vuela pluma, sin miedo a repetir palabras, una de sus obsesiones, y en las que volcaba sus dudas, sus preocupaciones, sus opiniones sobre esto y aquello, sus manías, todo lo que no podía permitirse en su obra literaria. En una carta a Louise Colet sintetizó su idea de la impasibilidad del artista; se trata de una frase muy citada, origen para muchos de la novela moderna: “En su obra, el autor debe estar como Dios en el universo, visible por doquier y presente en ninguna parte”.

            Las cartas a la poeta Louise Colet, que han merecido edición independiente, son de una riqueza inagotable. Flaubert mantuvo con ella una peculiar relación amorosa en la que el componente intelectual tuvo tanta importancia como el erótico. Sorprende hoy leer alguna de las cosas que le escribió: “Tú no eres una mujer, y si te he amado más y, sobre todo, más profundamente (intenta comprender la palabra profundamente) que a cualquier otra, es porque me pareció que eras menos mujer que las demás”. ¿Quiere esto decir que en Flaubert hubiera un cierto componente homosexual?  Nos equivocaríamos si pensamos así. Más adelante añade: “Como mujer, solo quiero de ti la carne”. Louise Colet era una mujer culta, inteligente y eso le parecía poco femenino. De la misoginia de la época –y no solo de su época-- hay abundantes muestras en Flaubert. En Louise Colet –a la que prefirió mantener a distancia, con la que nunca quiso convivir--, encontró Flaubert el interlocutor adecuado, la persona con la que compartir sus preocupaciones intelectuales y, como su relación coincidió con la redacción de Madame Bobary, gracias a ella podemos asistir a un minucioso making off de la novela.

            Abundan en las cartas de Flaubert –y no solo en las dedicadas a Louise Colet--, las frases memorables. Una de ellas está en el origen de las Memorias de Adriano, según reconoció su autora, Marguerite Yourcenar: “Cuando ya no estaban los dioses y Cristo aún no estaba, hubo, desde Cicerón hasta Marco Aurelio, un momento único en el que solo estuvo el hombre”.

            Flaubert, que no tuvo hijos, cuidó como tal a su sobrina y al hijo de una amiga, el futuro novelista, Guy de Maupassant, del que fue su mentor intelectual. La correspondencia con el joven Maupassant marca otro de los puntos de este epistolario (en cuyo índice, por poner algún reparo, se echa en falta la indicación de los corresponsales).

            El arte es misterioso. Flaubert creía que, en las obras literarias, ni una sola palabra debería ser dejada al azar, vivió obsesionado por controlarlo todo, pero en su correspondencia todo está dejado al azar. Un epistolario tiene muchos colaboradores: lo son los corresponsales y lo es el tiempo, que ha decido qué cartas se conservan y cuáles no, y lo es el editor que las selecciona y las anota. En Antonio Álvarez de la Rosa ha encontrado Flaubert al más eficaz colaborador. El hilo del collar es un libro para leer de la primera a la última página y para abrir por cualquier página seguro de que no tardaremos en encontrar una afirmación con la que admirarnos, asombrarnos o irritarnos.

jueves, 10 de junio de 2021

Insólita obra maestra

 

Aurora Leigh
Elizabeth Barrett Browning
Edición de Carme Manuel y José Manuel Benítez Ariza.
Cátedra. Madrid, 2021.

Para atrevernos a leer Aurora Leigh, el fascinante poema-novela de Elizabeth Barret Browning, tenemos antes que librarnos de bien enraizados prejuicios. También para acercarnos a su autora que fue algo más que una mujer inválida a la que salvó el amor y de cuya prolífica obra solo han sobrevivido los Sonnets from the Portuguese, regalo de amante agradecida. La historia de la relación entre Elizabeth Barret Browning y el poeta Robert Browning ha sido llevada al cine y forma parte de la imaginación popular, pero tal como se nos ha contado es más una ficción basada en hechos reales que una historia verdadera.

            Carme Manuel, la editora de esta nueva edición de Aurora Leigh, comienza su prólogo recordándonos la caricaturizada y errónea referencia a la poeta que encontramos en Borges profesor, el curso de literatura inglesa que Borges dio en la Universidad de Buenos Aires en 1966. La menciona, de pasada, en una de las dos clases dedicadas a Robert Browning. De ella nos dice que publicó un libro, Poemas traducidos del portugués, que llamó poderosamente a atención de Browning y que “era sin duda el libro de una mujer apasionada”. Pero Elizabeth Barret fue una poeta famosa antes y después de conocer a Browning y nunca publicó un libro con el título que indica Borges. Una vez casada, según la misógina mentalidad de la época, que llega hasta ayer mismo, no podía hacer sombra a un gran poeta y por eso se convirtió en su apéndice.

            Aurora Leigh se publicó en 1856 y tuvo un éxito de inmediato. Entre ese año y el final de siglo se reeditaría numerosas veces, pero luego no se volvería a editar hasta 1978, cuando el cada vez mayor interés por la literatura femenina sirvió para redescubrirlo y ponerlo en el lugar en que merece estar, entre las obras maestras de la literatura.

            Un prejuicio arraigado nos lleva a pensar que, para contar historias, la prosa es preferible al verso, que el poema épico es cosa de remotos tiempos y que fue definitivamente sustituido por la novela. Tal afirmación quizá sea cierta para la literatura española, pero no lo es para otras literaturas.

            Comenzamos a leer Aurora Leigh, escrito en “blank verse”, en versos blancos o sin rima, como El paraíso perdido de Milton o los grandes monólogos de Shakespeare, y enseguida nos damos cuenta de que el verso tiene una capacidad de encantamiento y seducción de la que carece la prosa. Lo leemos sin un tropiezo, como si hubiera sido escrito originalmente en español. La versión de José Manuel Benítez Ariza, a mi entender magistral, ha tenido el acierto de reproducir los versos ingleses con versos de distinta medida, pero siempre tomando como base el heptasílabo y el endecasílabo.  Una historia que es de ahora mismo sin dejar de ser de ayer se nos cuenta con la música de la gran poesía de hoy.

            Aurora Leigh es la autobiografía intelectual ---no anecdótica-- de su autora, una mujer excepcional que no cabía en los estrechos límites en que en su tiempo –y tiempo después—se quería reducir a las mujeres. Elizabeth Barret Browning aprendió muy pronto latín y griego y ya a los ocho años escribía poemas como “Aníbal atravesando los Alpes”, de insólita madurez expresiva. Tradujo del griego, colaboró en las más importantes revistas de su tiempo y para elogiar un ensayo suyo sobre Shakespeare a un crítico de la época no se le ocurrió nada mejor que decir que nadie podría encontrar “la más mínima señal de que ha sido escrito por una mujer”.

Hay en Aurora Leigh pasajes que no desentonarían en una novela naturalista, como la visión de los barrios bajos de Londres que encontramos en los libros tercero y cuarto; hay reflexiones sobre la función de la poesía de una lucidez y hondura inusuales; hay apuntes viajeros; hay crónica social e ingeniosas caricaturas; no escasean los aforismos, abundan los versos aisladamente memorables.

            La protagonista es una mujer que decide hacerse dueña de su destino y que le propone a otra mujer, Marian Erle, que ha tenido un hijo tras se violada, que se vayan a vivir juntas y así el niño no tendrá padre, pero tendrá dos madres. No faltan los elementos melodramáticos en esta historia, llena de detalles exactos sobre la diferencia de clases, sobre el habitual maltrato a las mujeres y a los niños; contrastan con otros pasajes en que se debaten cuestiones filosóficas o de fervor casi místico, como los versos finales.

            Elizabeth Barret Browning puso en este poema toda su cultura y toda su sabiduría vital, le dio un aire nuevo, absolutamente contemporáneo, a un género que muchos tenían por caduco y que parecía haber perdido la batalla en su lucha con la novela.

            Escrita en prosa, Aurora Leigh sería una obra distinta. El verso es en ella esencial, por eso traducida en prosa –o en renglones cortados como si fueran versos-- pierde buena parte de su capacidad de fascinación y seducción.

            La ejemplar traducción de Benítez Ariza aparece, sin embargo, como encarcelada entre infinitas notas que ocupan la mayoría de las páginas (en algunas de ellas solo hay cabida para dos o tres versos), notas que aclaran las referencias culturales de la autora y que resultan a menudo excesivas y fuera de lugar. La adecuada lectura del poema requiere saltar sobre ellas como si no existieran. También el prólogo se pierde en la enumeración de referencias bibliográficas, sin acabar de soltar el lastre de una tesis doctoral.

            Aurora Leigh es un poema vivo, que mucho tiene que decir al lector contemporáneo; merece ser leído como tal y no como el pretexto para un ejercicio de erudición.