martes, 26 de febrero de 2019

Biblioteca personal



Mis libros de siempre jamás
Fulgencio Argüelles
Saltadera. Oviedo, 2018.

Un libro sobre libros puede ser el más apasionante de los libros. Ahí están, para demostrarlo, Biblioteca personal o Los prólogos a La Biblioteca de Babel, de Jorge Luis Borges, obras aparentemente menores –fueron fruto de un encargo editorial–, pero llenas de encanto y condensada sabiduría.
            Al mismo género, o subgénero, pertenece Mis libros de siempre jamás, del novelista Fulgencio Argüelles. Como tantas otras misceláneas, el volumen tiene un origen periodístico. Los capítulos fueron apareciendo, semana tras semana, en un suplemento cultural, contradiciendo la norma de atenerse a la actualidad: “En un mundo atormentado por las prisas, enloquecido por el vértigo de las imágenes y entregado incondicionalmente a las novedades, pensé que estaría bien detenerse en algunos de los libros grandes que merecen ser considerados generación tras generación”.
            Como todo buen lector, Fulgencio Argüelles es un lector caprichoso. No trata de hacer un canon de la narrativa occidental –el libro se ocupa fundamentalmente de narrativa–, sino solo glosar y recomendar las obras que han supuesto un hito especial en su formación.
            No dejan de sorprender, sin embargo, algunas clamorosas ausencias en una selección no precisamente breve. Entre ciento veintiocho obras, ¿no hay sitio para ninguna novela española del siglo XIX? ¿Ni Clarín ni Galdós ni Emilia Pardo Bazán tuvieron nada que decir al aspirante a narrador que era Fulgencio Argüelles? ¿Ningún título de Dickens le dejó huella? ¿Cómo explicar la ausencia de Stendhal y la presencia de Alfonse Daudet con una obra tan menor como Safo?
            El siglo XX español se reduce a las Sonatas de Valle-Inclán, El árbol de la ciencia de Baroja,  Volverás a Región de Juan Benet y dos títulos de Luis Mateo Díez, La fuente de la edad y Fantasmas del invierno. La selección nos deja un poco perplejos, pero al capricho no hay que pedirle razones.
            Fulgencio Argüelles es un escritor, no un estudioso de la literatura (su formación académica está relacionada con la Psicología), y a ello se debe buena parte del atractivo del volumen, y también algunas de sus insuficiencias. En el capitulillo dedicado a las Sonatas, se nos dice que “el autor compone una despiadada parodia de la sociedad de su época”. Afirmación cierta, pero no referida a las memorias apócrifas del marqués de Bradomín, sino a los esperpentos, que no se seleccionan.
            Mis libros de siempre jamás lleva el subtítulo de “narrativa”, indicativo quizá de que se trata de una primera selección dedicada a ese género literario. Pero no es del todo cierto: aunque Fulgencio Argüelles, novelista, selecciona fundamentalmente novelas, también nos encontramos teatro y poesía, quedando fuera solo el ensayo.
            El teatro aparece representado por dos obras de Aristófanes y La Orestiada de Esquilo; la poesía por Homero, Ovidio y Juvenal, sorprendente trilogía.
            El lector llega a la conclusión de que esta miscelánea no es enteramente lo que dice ser, un recuento de los libros que marcaron la iniciación lectora de Fulgencio Argüelles, ni tampoco un exigente canon de lecturas fundamentales. Parece en buena parte producto del azar.
            ¿Le resta eso valor? En cierto modo, sí. Los libros que recogen artículos publicados previamente en la prensa suelen tener mala prensa. Y no siempre inmerecida. Las publicaciones periódicas son un contenedor: desde sus inicios han publicado tanto información periodística como literatura, literatura breve (poemas, relatos, ensayos) y también obras extensas capítulo a capítulo (novelas de Baroja, algunos de los títulos capitales de Ortega o Azorín). Pero no todo lo que aparece en los periódicos merece pasar al libro, es preciso hacer una selección y una estructuración, el editor se convierte en coautor para que el resultado no sea una mera acumulación.
            Como novedad, cada capítulo comienza y termina con las primeras y las últimas frases de la obra comentada. Hay comienzos con razón famosos, como el de Ana Karenina (“Todas las familias felices se parecen, cada familia desdichada lo es a su manera”), pero la mayoría resultan poco significativos, como casi todos los finales. Parece un añadido innecesario.
            Mis libros de siempre jamás habría ganado con una exigente selección, dejando fuera obras menores e incluso obras mayores de las que se tiene poco personal que decir. Pero tal como está no carece de encanto, un poco a la manera de esas librerías de viejo donde todo está revuelto y donde, muy a menudo, no encontramos lo que buscamos, aunque sí otras obras que no buscábamos, que no sabíamos siquiera que existían y que suponen toda una revelación. Es el caso de algunos títulos de la literatura centroeuropea –muchos de ellos referidos al Holocausto– o de sorprendentes títulos –como la novela indigenista Matalaché, de Enrique López Albújar– de los que nunca habíamos oído hablar.
           
             

sábado, 23 de febrero de 2019

El poema abre una ventana



Intenta olvidarme (Antología poética)
Mário Quintana
Selección, versión y prólogo de Enrique García-Máiquez

 Hay poetas para todos los públicos y poetas para una minoría de exigentes conocedores. El brasileño Mário Quintana (1906-1994) pertenece muy claramente al primer grupo, aunque en nuestro país sea conocido solo por unos pocos.
            Enrique García-Máiquez, que ya se ocupó de él en una breve antología de reducida difusión, traduce ahora una amplia muestra que permitirá al lector español hacer suyo un poeta que aúna, en un lenguaje transparente, la sabiduría del anciano y el asombro del niño.
            Mário Quintana fue un poeta tardío. Sus primeros libros –publicados a una edad no precisamente temprana: bien pasados los treinta años– resultan de tanteo y de aprendizaje. Tanto en Sonetos como en Canciones se ejercita en los versos de arte mayor y de arte menor, dejando de lado las audacias del modernismo brasileño, equivalente a nuestra vanguardia y dando la impresión de tradicionalismo y retorno. Aunque, acá y allá, y sobre todo en los poco solemnes sonetos, aparecen los rasgos de su estilo, conviene al lector que desconoce a Mário Quintana saltarse esa parte de su obra –las canciones nos suenan envejecidamente albertianas– y comenzar con el único poema que se selecciona de Zapato florecido y que se titula, no casualmente, “Envejecer”: “Antes, todos los caminos iban. / Ahora, todos los caminos vuelven. / La casa es cómoda, los libros pocos. / Y yo mismo preparo el té para los fantasmas”.
            Enrique García-Máiquez gusta de recrear ligeramente, y casi siempre con acierto, los poemas que traduce. Algunas veces se le va la mano al tratar de mantener la rima, siempre lo más prescindible al pasar de un idioma a otro. La traducción literal de los dos primeros versos del soneto X sería: “Yo escribo versos como los saltimbanquis / descoyuntan los huesos doloridos”. García-Máiquez versiona: “No escribo versos, yo me los arranco / retorciendo mis huesos doloridos”. Y, más adelante, “van a comenzar las convulsiones y carreras / sobre las viejas alfombras (‘os velhos tapetes’) extendidas” se convierte en “me contorsiono, corro cojitranco,  / en los verdes plintos extendidos”.
            Afortunadamente, estos excesos aparecen sobre todo en los libros de los que aconsejamos prescindir y el portugués de Mário Quintana –la edición es bilingüe– necesita poca ayuda para ser entendido por un lector español.
            ¿Dónde está el encanto de esta poesía hecha de palabras cotidianas y que parece ajena a cualquier artificio? Ya lo hemos indicado: en no perder con el ultraje de los años la ingenuidad del niño.
            A ratos, Mário Quintana nos hace sonreír con humoradas que recuerdan al más célebre de nuestros poetas olvidados, Ramón de Campoamor: “Como un borrico atado a noria de labriego, / la mente humana siempre las mismas vueltas da. / Ninguna tontería se nos ocurrirá / que antes no haya dicho un sabio griego”.
            Otras veces, como en el poema “Matinal”, se aproxima a la greguería: “El tigre de la luz atisba por detrás de las persianas. / El viento lo olisquea todo. / En los muelles, las grúas –domesticados dinosaurios– / alzan la carga del día”.
            El amor, la poesía, el paso del tiempo son los temas (bien poco originales, afortunadamente) de un poeta que se presta más a la lectura sin intermediarios que a la exégesis. También Dios está muy presente –Mário Quintana es poeta religioso, de una religiosidad a la vez tan popular como poco convencional– y, por supuesto, la muerte temida, presentida, esperada con curiosidad: “La muerte es la cosa más antigua del mundo / y siempre llega puntual en la hora incierta. / ¿Qué importa, al final? / Es ya la única sorpresa que nos queda”.
            Cada lector encontrará un poema escrito para él en este libro, lleno de ventanas por las que entra un aire fresco que no abunda en la poesía. “Quien escribe un poema, abre una ventana. / Respira tú, que estás en una celda / sofocante / todo ese aire que entra…”, comienza precisamente “Emergencia”. Y en otro de sus poemas leemos: “Los poemas son pájaros que llegan / –no se sabe de dónde– y que se posan / en el libro que lees”.
            Los poemas, en el libro, están de paso, reposando en el viaje incesante que los lleva de un lector a otro lector, copiados a mano, fotocopiados, saltando en la Red de chat en chat, de muro en muro. Los poemas, los verdaderos poemas, no gustan de quedarse quietos en la página ni de ser analizados en aburridas clases de literatura, prefieren ser cantados, recitados, retuiteados una y otra vez.
            Mário Quintana, con su pátina de otro tiempo, con su encanto vintage, es un poeta lleno de asombro y consolación para el lector de hoy, un poeta que nos enseña a mirar y a descubrir el misterio de las cosas que vemos todos los días y que no parecen tener ningún misterio.


             

sábado, 16 de febrero de 2019

Vida y literatura o cuidado con las espinas




Diligencias
Andrés Trapiello.
Pre-Textos. Valencia, 2018.

Repite muy a menudo Andrés Trapiello que la expresión “vida literaria” es un oxímoron, una contradicción, que o es vida o es literaria. Pero buena parte de las páginas de Diligencias, la última entrega de su diario (y ya van veintidós), se dedican, como en las entregas anteriores, a la “vida literaria” que, si no es toda la vida, sí es más de la mitad de la vida del autor.
            Andrés Trapiello nos cuenta, muy pormenorizadamente, sus discrepancias con los críticos; nos narra, casi siempre con gracejo, los “bolos” por provincias, las firmas de libros, la asistencia a recitales, pregones, banquetes varios; caricaturiza sin piedad a los colegas que no le caen demasiado bien –la palma se la llevan César Antonio Molina y Javier Marías–; está al tanto de lo que publican los suplementos culturales; deja constancia de los cotilleos que escucha en las confidencias de sobremesa… La “vida literaria” –ese oxímoron– tiene en él a uno de sus más atentos cronistas, aunque diga renegar de ella.
            Con los pasajes que podrían formar parte de La novela de un literato, para decirlo con el título de Cansinos, alternan en Diligencias los episodios familiares: las rutinas de la vida doméstica, en Madrid y en el campo extremeño; los estudios y noviazgos de los hijos; las enfermedades del narrador; la añoranza del padre y sus recuerdos de la guerra civil; la visita de la madre anciana…
            Con esos mimbres –y las dominicales visitas al Rastro, un puñado de aforismos, algunos espléndidos perfiles de gente conocida o anónima, unos cuántos desahogos políticos–, ¿puede construirse un cesto de quinientas nutridas páginas que no se nos caiga de las manos? Puede, si quien lo hace es un escritor como Andrés Trapiello. Pocos tan dotados para encandilarnos con cualquier asunto que quiera llevar a su prosa, sea patético o frívolo, importante o minúsculo.
            Los viajes son siempre un aliciente de estos diarios. En otras ocasiones, ha visitado Italia, Cuba, Colombia. Ahora, unamunianamente, se limita a las “andanzas y visiones española” y en este tomo, referido al año 2008, nos pasea por Ceuta, Cádiz, Pontevedra, Cuenca. Unas veces con humor, como es el caso de Ceuta, con su malicioso final, y otras –Cuenca– con ribetes de alucinación y terror.
            El viaje a Pontevedra encierra una sorpresa: se nos cuenta dos veces (en realidad, tres). Primero lo hace el narrador y, más adelante, quien le acompañó en ese viaje, el poeta Miguel d’Ors, con una parodia de lo que se imaginaba que iba a contar Andrés Trapiello. La escribió para un tomo de homenaje, en el que obviamente no encajaba, y se publica ahora con algunas divertidas y vengativas apostillas.
            No sé si el lector común disfrutará como el que está al tanto de las rencillas literarias con ese juego perspectivístico (no todos reconocerán, por ejemplo, a ese “atrabiliario crítico y poeta extremeño-asturiano” que escribe “por el puro gusto de hacer daño, o sea, por pura maldad” al que se refiere d’Ors) y ese es uno de los reproches que se podrían hacer a Diligencias. No siempre su autor escribe para todos los lectores, muchas de sus páginas son páginas en clave, llenas de caprichosas iniciales que hay que descifrar.
            Tardamos en darnos cuenta de que PB, el poeta que se entretiene contando poco elegantes patrañas sobre la vida sexual de Juan Ramón Jiménez o Antonio Machado, es Francisco Brines (Paco Brines para los amigos). Cuesta adivinar quiénes son Q,, ÁV., MA., OC. y tantos otros personajes, sobre todo teniendo en cuenta que sus nombres no siempre se abrevian de la misma manera, pero sin saberlo no acertamos a entender lo que se nos está contando, a veces un muy privado ajuste de cuentas.
            Como ciertos sabrosos pescados, Diligencias hay que leerlo teniendo buen cuidado con las espinas. Andrés Trapiello acierta cuando narra –no nos cansamos de escucharle, cuente lo que cuente– y cuando describe. Josep Pla afirmaba, y muchos lo han repetido con él, que opinar está al alcance de cualquiera y que es en la descripción donde se reconoce al escritor. Andrés Trapiello no solo describe como nadie el paso de las estaciones por el campo extremeño, sino también las casas de los escritores, a las que convierte en el mejor retrato de quien vive en ellas. En este tomo entramos en el piso de Luis García Montero y Almudena Grandes, en el ascético apartamento del susceptible d’Ors, en el aparatoso palacete de Eduardo Arroyo (de la orgía que le escuchó contar y que se nos narra con todo lujo de detalles, incluso el presunto tamaño de cierta parte de la anatomía de Salvador Dalí, mejor callar piadosamente), en una idílica mansión levantina que parece sacada de algún libro de Azorín.
            En Diligencias opina Andrés Trapiello algo menos que otras veces de política o de cuestiones generales de la literatura, y sus lectores no dejamos de agradecérselo. Su rigor no suele ser excesivo en esas cuestiones. Sorprende que, cuando bromea sobre la ley que iguala  hombres y mujeres en la sucesión de títulos nobiliarios, tema que pueda aplicarse a Felipe de Borbón (entonces príncipe de Asturias) y lleve a la jefatura del Estado a su hermana (demuestra así no estar muy al tanto de la Constitución).
            Sorprende también que su conocida antipatía hacia Alberti le haga olvidar cómo fue el final de la guerra civil. Le reprocha que huyera en avión “después de engañar y abandonar a miles de soldados republicanos a merced de la policía franquista o del suicidio”. Olvida que, en ese momento, el gobierno de la Zona Centro, lo que quedaba de la España republicana, ya no estaba a cargo de Negrín y los comunistas: había habido un golpe de Estado y era el Consejo Nacional de Defensa el que pactó la rendición. Fue Casado, y no Alberti o Negrín, quien decidió marcharse y dejar en la estacada a los combatientes republicanos (Julián Besteiro, que había apoyado el golpe, quiso en cambio compartir su suerte con ellos).
            Pero no es cuestión de entrar de pormenorizar las opiniones basadas en arraigados prejuicios o en manías personales. Paradójicamente, parece sentir más simpatía por Stalin  –véase la página 38–que por los escritores que este asesinó o persiguió, como Anna Ajmátova (de quien se burla con poca piedad, como si de una Olvido García-Valdés, que no goza precisamente de sus simpatías, se tratara).
            A Diligencias le sobran las iniciales de los nombres propios y los juegos ortotipográficos con ellas; algunas opiniones contundentes que no resisten el contraste con los datos; los chistes verdes puestos en boca de este o aquel y alguna que otra cosilla (como esa foto a “uno de los vendedores más asquerosos del Callejón del Gato” que se nos describe con repulsiva precisión).
            Pero los admiradores de Andrés Trapiello –que son legión– ya están acostumbrados a estos caprichos de un autor muy dado a “sostenella y no enmendalla” y a seguir el consejo cernudiano de cultivar lo que otros reprochan en él. Vale la pena pasarlos por alto –aunque sean los que más juego den a esos atentos y antipáticos reseñistas que tanto irritan al autor– para disfrutar de un plural festín de vida y literatura.










sábado, 9 de febrero de 2019

Círculos concéntricos



Por sendero invisible. Antología esencial
Antonio Colinas
Selección y prólogo de José Luis Puerto
Renacimiento. Sevilla, 2018.

Pocas obras tan variadas y unitarias como la de Antonio Colinas, comenzada hace ahora cincuenta años, con un libro, Preludios a una noche total, que reaccionaba, de otra manera que la poesía joven de entonces, contra la tiranía del chato realismo que había monopolizado buena parte de la literatura de posguerra.
            Tras el neorromanticismo, a ratos un tanto ingenuo, de esa obra inicial, Antonio Colinas pareció subirse al carro del culturalismo generacional con Truenos y flautas en un templo, pero no tardó en demostrar que lo suyo no era un seguir la moda, sino que era un maestro: Sepulcro en Tarquinia, de 1975, le colocó en la primera línea de la poesía española, en la que todavía sigue.
            Por sendero invisible antologa en menos de doscientas páginas una obra poética que supera las mil y que corre el riesgo de perder sus rasgos esenciales en un crecimiento que no desdeña los poemas de circunstancias, los casi obligados homenajes, y que a ratos parece deber más al buen hacer literario que a la intuición poética.
            Pero la obra literaria de Antonio Colinas no está solo en sus poemas. Espléndida poesía en prosa hay en muchos pasajes de sus novelas autobiográficas, sus anotaciones sapienciales (reunidas en las varias entregas de Tratado de armonía), sus libros de viajes, sus traducciones, su biografía de Leopardi, sus artículos, centrados casi siempre en los poetas que admira y en elucidar los misterios de la palabra poética.
            Para quien no conoce la poesía de Colinas –tendrá que ser un lector muy joven o muy despistado–, Por sendero invisible, con su didáctico y admirativo prólogo de José Luis Puerto, constituye la mejor iniciación; para quienes ya se acercaron a alguno de sus libros, una buena manera de redescubrirla y de descubrir algún sendero menos frecuentado.
            No hay poeta significativo, de la tradición occidental o de cualquier otra, al que Colinas no haya leído y homenajeado adecuadamente (toda su obra es un canto de amor a la poesía, a la música, a la pintura, al arte en general), pero quizá las dos líneas de fuerza que vertebran su obra se pueden resumir en los nombres de Leopoldo Panero y Ezra Pound.
            Con Leopoldo Panero comparte el enraizamiento en un paisaje y una estirpe, el gusto por la poesía familiar, la raigambre machadiana y telúrica de sus versos; con Ezra Pound, a quien conoció y entrevistó en Italia, una ambición exploratoria de los límites de la poesía, un deseo de abarcarlo todo con sus versos, un perderle el miedo al hermetismo y a la metáfora irracional.
            En Por sendero invisible encontramos algunas de las piezas más difundidas de Antonio Colinas: el poema dedicado a Simonetta Vespucci y su trémolo verlainiano; el monólogo dramático que protagoniza Giacomo Casanova, con su largo título, tan epocal (José María Álvarez exploraría hasta la saciedad el procedimiento) y, sobre todo, el deslumbrante “Sepulcro en Tarquinia”, una pieza de bravura que al propio autor le costaría superar.
            Un tono distinto muestra “Suite castellana”, de Astrolabio, donde el poeta, que parecía seducido para siempre por las luces de Italia, se vuelve hacia sus orígenes leoneses y lo hace, como en toda su obra, con verdad y belleza.
            De Noche más allá de la noche, un poema-libro en el Colinas aspiró a compendiar la historia de la cultura, se reproducen algunos cantos esenciales, como el X, en el que un legionario pide que se grabe sobre su tumba un verso de Virgilio, o el XXXV, que el autor considera básico para entender su visión del mundo: “Me he sentado en el centro del bosque a respirar”.
            En la poesía de Antonio Colinas, contrastan los poemas más ambiciosos con otros que se reducen a “unas pocas palabras verdaderas”. De ellos, se recoge el poema “Para Jandro”, dedicado a uno de sus hijos e incluido en un libro que lleva el significativo título de Jardín de Orfeo.
            Entre los poemas inéditos en libro que se añaden a la antología, posteriores a Canciones para una música silente, de 2014, podemos leer dos dedicados a Ezra Pound: en el primero, el poeta de los Cantos dialoga con su mejor discípulo, Eliot; en el segundo, le dedica una apasionada “Ofrenda”: “Cegado por la excesiva luz huiste de la vida. / ¿Y ahora estás contemplando / las tinieblas moradas / o acaso otra luz que es más luz?”
            Antonio Colinas, aunque a veces pudiera parecer cegado por la excesiva luz de las referencias culturales, nunca huyó de la vida. Por eso su poesía, en ocasiones tentada por los ejercicios retóricos y la declamatoria enumeración de buenas intenciones, sigue conservando la emoción y la sabiduría, la verdad y la belleza –acrecentadas en círculos concéntricos– con que comenzó a deslumbrar a los lectores hace ahora exactamente medio siglo.

sábado, 2 de febrero de 2019

Una revolución en danza



La Habana en un espejo
Alma Guillermoprieto
Literatura Random House. Barcelona, 2018.

¿Qué tienen que ver la revolución cubana y la danza moderna? Alma Gillermoprieto ha sabido unir ambas en un libro que tiene toda la ajustada precisión de sus crónicas latinoamericanas y es a la vez una espléndida novela autobiográfica.
            Más de treinta años después, recrea la autora un episodio crucial en su vida: los meses que pasó en La Habana como profesora de la Escuela Nacional de Danza. El prólogo nos advierte que no llevó un diario en aquellos años, que las cartas que incluye son reconstrucciones, lo mismo que los diálogos, que buena parte de los personajes están inspirados en varios personas reales, no en una sola.
            Ella insiste, sin embargo, en que, aunque no constituye “un relato histórico y fidedigno” de su vida durante seis meses de 1970, La Habana en un espejo “tampoco es una novela”. A pesar de sus palabras, lo es: una novela sin ficción, como las que ha escrito y teorizado sobre ellas a menudo Javier Cercas. La imaginación creadora se pone al servicio de la reconstrucción de la realidad vivida, no de la creación de mundos ficticios y verosímiles, como en la novela realista.
            Pero esas disquisiciones teóricas tienen muy relativa importancia. Desde la primera línea, la sensación de verdad es grande. El primer capítulo nos lleva al Nueva York apasionante, creativo y amenazador de finales de los sesenta.  Manhattan era a la vez un imperio mágico propicio a todas las aventuras estéticas y una isla sitiada: “Ya algún ladrón había saqueado y medio destruido el apartamento que compartía con mi madre. Ya habían asaltado el apartamento de Graciela y Sheila (más tarde se habrían de encontrar con el ladrón en el ómnibus). Violaron a una conocida. Convivíamos con los asaltos y la violencia como con la plaga de cucarachas, que era la fauna nativa de las cocinas neoyorquinas”.
            Tres figuras centrales de la danza moderna –la alcoholizada Martha Graham, ya entonces una torturada y torturadora estrella; el apolíneo y distante Merce Cunningham; la siempre sorprendente Twyla Tharp– son evocadas con trazo maestro. También sus compañeras bailarinas, capaces de todos los sacrificios por un abstracto triunfo que no parecía traer consigo ninguna recompensa.
            Tras el espléndido primer capítulo –pocas veces se ha dicho más en menos páginas–, el núcleo del libro, sin abandonar el mundo de la danza, se centra en otro tema no menos apasionante: la revolución cubana, vivida en el momento de su máxima ambición y su primer gran fracaso, la zafra de los diez millones.
            La Alma Guillermoprieto, aclamada periodista, que escribe, con mano maestra, La Habana en un espejo, no es la insegura, tímida, atormentada adolescente que la protagoniza. Una no entiende del todo lo que está pasando entonces en Cuba; la otra lo entiende demasiado bien, pero no cae en el error de proyectar los venideros y crecientes desastres sobre lo que era todavía para muchos un ilusionante presente.
            No oculta Alma Guillermoprieto las grietas de aquella Habana que se creía capital de un mundo más justo; tampoco las acentúa. Fidel Castro aún conserva en este tiempo su perfil de héroe clásico y la autora se cuida de subrayarlo.
            No es La Habana en un espejo una fidedigna crónica –cada dato adecuadamente chequeado– como las magistrales que Alma Guillermoprieto dedicaría después, cuando abandonara el mundo de la danza, a las matanzas y a los exilios de Latinoamérica, pero vale como la mejor crónica, como el retrato más fidedigno de un escenario en el que, de algún modo, se estaba decidiendo el destino del mundo.
            Lo que diferencia a este libro sobre la Cuba de Fidel Castro de los innumerables libros que se han escrito sobre esa Cuba que iba de fracaso en fracaso hasta la imposible victoria final, es el personaje de la protagonista, que coincide con la narradora y es al vez alguien completamente ajeno a ella. Atormentada, insegura, con tendencias suicidas, se trata de un gran personaje de novela –inolvidable como Ana Ozores o el protagonista de El guardián entre el centeno–, aunque este libro no sea, como quiere la autora, sin dejar por ello de serlo, como pienso yo, una novela.
            Es una espléndida novela de formación, o Bildungsroman, y además el mejor compendio para entender la danza moderna –tan minoritaria, tan rupturista hoy como entonces– y la carcoma de dogmatismo y voluntarismo que lastró desde sus comienzos una de las más audaces aventuras políticas del siglo XX.