jueves, 26 de junio de 2014

Caballero Bonald o la rentable disidencia


Memorial de disidencias
Vida y obra de José Manuel Caballero Bonald
Julio Neira
Fundación José Manuel Lara. Sevilla, 2014

  
José Manuel Caballero Bonald es autor de dos espléndidos libros de memorias, Tiempo de guerras perdidas (1995) y La costumbre de vivir (2001). En ellos no se atiene al dato exacto, confirmado documentalmente, sino a sus recuerdos, y a veces da la impresión de que los trata como si fueran materia de ficción. Por eso, al reeditarlos conjuntamente, los denomina La novela de la memoria (2010). El ambiente de la época está, sin embargo, admirablemente recreado. La verdad tiene muchas caras y la que esos literarios volúmenes nos presentan no es la menos verdadera.
            Termina La novela de la memoria con la muerte de Franco; después, le parecía al autor que ya no había nada que contar. Y es posible que tuviera razón si hemos de juzgar por Memorial de disidencias, la minuciosa biografía que Julio Neira le ha dedicado. De sus seiscientas páginas, más o menos las trescientas últimas, las que se dedican a los años de la democracia, carecen por completo de interés. Se limitan a un paciente recuento de la actividad externa de Caballero Bonald: los jurados en los que ha participado (incontables), las conferencias que ha impartido, los congresos a los que ha sido invitado, los libros que ha publicado (con citas de fragmentos elogiosos de las reseñas correspondientes), los premios que ha recibido hasta culminar en el Cervantes de 2012. Incluso se dedica a desmentir –como si eso tuviera algún interés– algunas informaciones periodísticas que señalaban que el autor estuvo en tal acto cuando en realidad, finalmente no pudo asistir.
            Pero las trescientas páginas primeras justifican de sobra el volumen. Caballero Bonald es todo un personaje y su vida está llena de peripecias de interés para muy diversos públicos. De algunas de ellas se ocupó incluso la prensa del corazón. Es el caso de su relación sentimental con Rosario Conde, la primera mujer de Cela, parece que conocida y consentida por el novelista, mientras era secretario de la revista Papeles de Son Armadans.
            Camilo José Cela fue el primer mentor del joven y ambicioso Caballero Bonald. De él aprendió las buenas y las malas mañas necesarias para abrirse camino en el Madrid del franquismo. Y no cabe duda de que Caballero Bonald fue un aventajado discípulo, no solo en lo literario, sino también en un determinado comportamiento propicio a la bronca y al escándalo.
            Las anécdotas etílicas y prostibularias de Caballero Bonald, que en su prosa tienen cierta gracia, resumidas por Neira en la suya profesoral dan un poco de vergüenza ajena.
            Todo lo contrario ocurre con todo lo que tiene que ver con sus inicios en la vida literaria y su participación en la “operación realismo” que sería uno de los orígenes de la llamada generación del cincuenta. Julio Neira, con buena documentación, desmonta las trampas de la memoria y nos muestra a un Caballero Bonald activo defensor de una estética, el realismo, de la que abjuraría tiempo después. “A mí toda la poesía que se entiende me parece periodismo” llegaría a afirmar.
            Documenta también su activa defensa de la revolución cubana, su mitificada estancia en Colombia, su progresiva implicación en las actividades antifranquistas. En la biografía de Caballero Bonald, como en cualquier otra, se entremezcla lo personal y lo generacional. Su peripecia vital ayuda a entender una etapa de la historia de España.
            Se trata de un escritor que ha de malvivir con mil y un oficios, e incluso hacer de negro para otros escritores, antes de poder vivir de la literatura. Tiene algo de novela picaresca la biografía de Caballero Bonald, como lo tiene la de su amigo, y coprotagonista de muchas de estas páginas, Fernando Quiñones.
            Jurado en múltiples premios literarios (casi siempre otorgados a buenos amigos), Caballero Bonald, según afirma su biógrafo, “no tendría ningún empacho en reconocer que los premios comerciales estaban dados de antemano” y que eso mismo ocurrió con los que recibieron sus novelas.
            Los apaños y los amaños de la vida literaria, reconocidos por el autor y el biógrafo, no le impiden a este encomiarle como ejemplo de escritor disidente y enfrentado al poder. Memorial de disidencias titula precisamente su biografía y Manual de infractores Caballero Bonald uno de sus últimos libros, muy aclamado por la crítica, tanto por sus valores estéticos como por su presunta valentía moral.
            Las palabras finales de la biografía no dejan lugar a dudas: “En tiempos como el actual, en que los poderosos pretenden cambiar el paradigma de valores en la sociedad occidental, mientras la mayoría de los intelectuales callan y eluden cualquier discrepancia, mantiene toda su vigencia una voz como la suya, que clama en legítima defensa contra los paladines del pensamiento único y su atropellos”.
            Nunca estar contra el poder fue tan rentable como en el caso de Caballero Bonald: Hijo Predilecto de Cádiz y de Jerez, con una Fundación, financiada íntegramente con dinero público, dedicada a difundir su figura, ganador de todos los premios institucionales, viajero, desde hace décadas,  a los más diversos lugares a cargo también de los presupuestos…
            Cierto que le faltó ser nombrado Académico de la Lengua. Era candidato único, al contrario que la otra vez que fue presentado, todo estaba atado y bien atado, pero algún amigo ausente se confió demasiado en la victoria cantada y no envió su voto por correo (parece que fue el caso de Ángel González), con lo que, al final, le faltó un voto para resultar electo. Armas Marcelo dijo que no le habían elegido “por libertino y rojo” y él presumió de ello.
            Pero ser “libertino y rojo”, maestro de disidentes y guía de infractores, no le ha impedido conseguir todos los reconocimientos posibles por parte de los poderes públicos, sean de izquierdas o de derechas.  
            Semejante discrepancia, tan llamativa, no la ha visto Julio Neira, o no la ha querido ver dado su papel de “biógrafo autorizado”. En nada desmerece el valor literario de Caballero Bonald, un escritor dueño de una impronta estilística reconocible hasta en la página más ocasional.

viernes, 20 de junio de 2014

Pedro Luis de Gálvez, la seducción de la mala vida


Reivindicación de don Pedro Luis de Gálvez a través de sus úlceras, sables y sonetos
Francisco Rivas
Edición de Juan Bonilla
Zut Ediciones. Málaga, 2014

No son pocos los escritores más famosos por su vida que por su obra literaria. Uno de ellos es Pedro Luis de Gálvez, el rey de los hampones, cuya truculenta peripecia biográfica fascinó a Pío Baroja, a Ramón Gómez de la Serna y a tantos de sus contemporáneos. Juan Manuel de Prada le volvió a poner de moda con uno de los relatos de El silencio del patinador y le convirtió en protagonista de su primera y más famosa novela, Las máscaras del héroe.
            Francisco Rivas, Quico Rivas, “polifacético agente cultural” (así se le define en la solapa de este su libro póstumo), uno de los protagonistas de la movida madrileña, también se sintió seducido por Gálvez. En 1996 reunió en Negro y azul sus poesías casi completas y en el prólogo a ese volumen daba por publicado Reivindicación de don Luis de Gálvez a través de sus úlceras, sables y sonetos, una obra que, sin embargo, solo ahora, tres lustros después, ve la luz.
            Hubo anteriormente varios intentos de edición, pero en el último momento el autor decidió siempre echarse atrás, considerando que su investigación no estaba acabada. Luego, en un incendio, desapareció el original y Francisco Rivas se desentendió del asunto. Juan Bonilla, ya fallecido el autor, en 2008, encontró una copia, que es la que ahora se publica.
            El largo y llamativo título del volumen, además de llamativo, resulta engañoso. No todo él se dedica a reivindicar la figura Gálvez. En muchas páginas ni aparece, sustituido por otros integrantes de la bohemia finisecular. De hecho, el capítulo más apasionante del libro, el que se lee como si formara parte de una novela policial, es el que refiere el asesinato de Luis Antón del Olmet a cargo de su amigo y colaborador Alfonso Vidal y Planas. La historia, que conmocionó al Madrid de los años veinte, es bien conocida, pero Francisco Rivas acierta a despertar nuestro interés como si la leyéramos por primera vez.
            El género, o subgénero, al que este libro pertenece tiene un nombre quest, búsqueda, y una de sus características es que el investigador adquiere a veces tanto protagonismo como el personaje investigado. Francisco Rivas comienza su obra en clave autobiográfica: “Las del 92 fueron las peores navidades de mi vida. Unas auténticas navidades negras, es decir, sin blanca. Incluso me cortaron el teléfono, algo que no ocurría desde tiempos inmemoriales. Mi novia se había marchado a pasar las fiestas con su familia y yo me encontraba tan aliquebrado de salud y de moral que no tuve ánimos para cumplir con la mía”.
            Pero pronto el libro va por otros caminos, centrándose en la vida y obra de Gálvez y en los otros escritores marginales de su tiempo. Rivas no actúa con entera imparcialidad, se siente identificado con los perdedores y se comporta más como un abogado defensor que como un riguroso investigador.
            Pretende desmentir rumores, pero acaba sucumbiendo a ellos. Gálvez, desde muy pronto, fue menos un escritor real que el protagonista de truculentas anécdotas (la más famosa, la del hijo que nació muerto y cuyo cadáver paseaba por los cafés en una caja de zapatos pidiendo dinero para enterrarlo), y su biógrafo, que al principio trata de separar la verdad de la leyenda, en seguida se dedica a citar ampliamente, sin cuestionarlo, no solo todo lo que se contaba sobre Gálvez, sino las novelas directa o indirectamente inspiradas en él.
            Uno de esos “rumores muy extendidos”, a los que Rivas da crédito, hace a Gálvez autor de alguna de las obras de Enrique Larreta y Ricardo León. El primero habría comprado a Gálvez el original de La gloria de don Ramiro, su obra más conocida, por 500 pesetas. Las razones de Rivas para dar por cierto tal hecho carecen de la más mínima fuerza probatoria: “A favor de esta hipótesis hay sobrados argumentos. Ese tipo de chanchullos, por así decirlos, estaba mucho más extendido en la época de lo que el común de los lectores puede imaginar. A Pedro Luis de Gálvez colocar un libro a un escritor serio en estos momentos le resultaba bastante difícil. Venderlo, aún más. Cobrar un adelanto a cuenta, con su fama, ni en sueños. Y por cien duros era capaz de vender a su madre”. No sé si a su madre, pero parece que a su mujer si hay pruebas de que la vendió alguna vez. Pero una novela es algo distinto; primero hay que escribirla, y una obra de estilo tan elaborado y arcaizante como La gloria de don Ramiro no se escribe precisamente en cuatro días.
            Al otro escritor para el que supuestamente hizo de negro Pedro Luis de Gálvez nos lo presenta Rivas con el siguiente párrafo: “Ricardo León fue novio y amante de Concha Espina, en todo muy superior a él, y la dejó por una jovencita sin más mérito que un buen par de domingas. Entre la Academia, las amantes, la política –se presentó candidato a diputado en 1914– y la intensa vida social a don Ricardo León no le quedaba mucho tiempo para la literatura”.
            Como amena, y a ratos disparatada, miscelánea, más que como serio trabajo de investigación, debe leerse este volumen, aunque no dejen de encontrarse en él textos y datos poco conocidos, como las colaboraciones de Gálvez en el diario valenciano El Pueblo los años finales de la guerra.
            Explica ello que el editor, Juan Bonilla, no se tome la molestia de precisar la procedencia de algunas citas o de enmendar errores evidentes, como señalar que, en mayo de 1930, nos encontrábamos en plena dictadura de Primo de Rivera (destituido unos meses antes).
            Pedro Luis de Gálvez, detenido en Valencia en abril de 1939, fue juzgado en Consejo de Guerra, condenado a muerte y fusilado un año después. Rivas afirma que “no era en absoluto culpable de ninguno de los innumerables crímenes que se le atribuyeron”, como él va a demostrar. No lo consigue. Lo cierto –y hay irrefutables testimonios de ello– es que Gálvez fue uno de los protagonistas de los meses de terror que siguieron en Madrid a la sublevación militar del 18 de julio. Detuvo, encarceló, presumió de haber eliminado a cientos de facciosos. Cierto que también salvó a algunos de sus antiguos favorecedores (como el futbolista Ricardo Zamora), pero no hay muchas dudas de que aprovechó aquellos turbios días para saciar su resentimiento.
            ¿Era un gran escritor Pedro Luis de Gálvez? Era un poeta que desperdició su talento en docenas y docenas de poemas de circunstancias, especialmente sonetos, para los que tenía una gran facilidad (el soneto, una vez que se domina la técnica, tiene mucho de mecánico artificio: quien hace un soneto hace un ciento). Era también un pícaro sin escrúpulos, un hampón que pareció redimirse cuando conoció a Teresa Espíldora, madre de sus hijos (a ella le dedica alguno de sus más hermosos poemas), pero del que los enloquecidos primeros meses de la guerra civil sacaron, como de tantos otros, lo peor que llevaba dentro.
            Si no un gran escritor, aunque poeta notable, Pedro Luis de Gálvez fue un inagotable personaje literario. Este libro lo confirma. No es el primero sobre su figura, tampoco, sin duda, será el último.

viernes, 13 de junio de 2014

José Ángel Valente: Sequedad, verdad, inteligencia


Antología poética
José Ángel Valente
Alianza Editorial. Madrid, 2014

El tiempo suele ser el más incorruptible y feroz de los críticos literarios. Tras la muerte de un escritor, incluso del más célebre, e inmediatamente después de la habitual catarata de hiperbólicos elogios, acostumbra a echar paletadas de olvido. Luego solo unos pocos vuelven reducidos a lo esencial, olvidadas polémicas y vanaglorias.
            Leemos la antología de José Ángel Valente preparada por Tomás Sánchez Santiago y enseguida podemos comprobar que el tiempo le ha tratado bien, que la mayoría de sus poemas no les ha añadido ni una arruga.
            José Ángel Valente fue un personaje polémico que no hurtó el bulto en las habituales guerrillas literarias. Se inició como poeta a mediados de los cincuenta, dentro de la corriente realista y comprometida (en “La rosa necesaria” rechaza el solipsismo esteticista y pide una “palabra natural, / habitada y usada / como el aire del mundo”), pero sería uno de los primeros en rechazar las limitaciones de esa poética, su “formalismo temático”.
            Admiraba a sus maestros –Unamuno, Cernuda, los cultivadores de la que él llamó “la poesía de la meditación”– y le gustaba ser celebrado por sus discípulos, que fueron innumerables, y algunos de tanta inteligencia como Andrés Sánchez Robayna, pero, nuevo Juan Ramón, no admitía la competencia de ninguno de sus coetáneos. De ahí su reiterado rechazo a las agrupaciones generacionales y especialmente a aquella en la que solía incluírsele, la generación del cincuenta. En alguna de sus últimas entrevistas arremetió ferozmente contra José Hierro, un poeta que obtuvo un gran predicamento con Cuaderno de Nueva York, como si temiera que pudiera hacerle sombra.
            Pero todo eso queda olvidado al releer ahora sus versos, que prescinden de cualquier alarde retórico, que no desdeñan la grisura para tratar de ir directos a lo esencial, a la realidad que se esconde tras las apariencias. Desde muy pronto, es la suya poesía que se vuelve sobre sí misma, que indaga en el origen de la palabra poética. Uno de los poemas más famosos de sus comienzos compara “el cántaro y el canto”; luego apelará al silencio preñado de sentido, anterior a la palabra.
            Algunos de los primeros admiradores de Valente le abandonarían cuando se fue distanciando de las poéticas realistas para indagar en otros ámbitos menos explorados y próximos a ciertas formas heterodoxas del misticismo. Pero no hay propiamente dos épocas en la poesía de Valente, como no hay un ángel de luz y otro de tinieblas en la de Luis de Góngora.
            En un libro como Mandorla, de 1982, nos encontramos, junto s los poemas eróticos –una de las líneas que atraviesan la poesía de Valente– otros que dejan constancia, con desnuda palabra, de la realidad que le ha tocado vivir. “Días heroicos de 1980” glosa la lectura del periódico en una fecha indicada expresamente (“Domingo, diecisiete, / febrero. San Silvano”) para expresar su desengaño ante el fracaso de las utopías. También la lectura del periódico un día concreto da origen a “Elegía menor, 1980”, donde la noticia de un suicidio en el ginebrino río Arve le sirve para componer el más escueto y emotivo epitafio. Y en uno de sus últimos libros, Al dios del lugar, habla de la necesidad de escribir “después de Auschwitz / y después de Hiroshima” en un largo poema que podría incluirse en cualquier antología de la poesía social.
            A José Ángel Valente le preocuparon unos pocos temas y a ellos fue fiel a lo largo de su vida, lo mismo que a lo esencial de un estilo despojado que en uno de sus extremos se acerca a la poesía neopopular –Breve son, Cántigas de alén– y en el otro a ciertos textos herméticos –Tres lecciones de tinieblas– o a las elucubraciones de Lezama Lima, una de sus referencias intelectuales.
            Era también poeta muy dotado para la sátira y el humor inmisericorde, unas veces –como en Presentación y memorial para un monumento– contra aspectos generales del mundo contemporáneo y otras contra destinatarios concretos (un ejemplo son los poemas dedicados a Gabriel Celaya y José Hierro).
            Hubo desvíos, errabundias en la poesía de Valente (que a unos les podrían gustar más y a otros menos), pero no hubo decadencia ninguna. Su último libro, Fragmentos para un libro futuro, aparecido póstumamente, es el más extenso y el mejor de los suyos. Incluye precisas anotaciones paisajísticas –como “Cabo de Gata” o “Sobrevolando los Andes”– que trascienden la realidad concreta sin negarla: “El cabo entra en las aguas como el perfil de un muerto o de un durmiente con la cabellera anegada en el mar. El color no es color; es tan solo la luz, Y la luz sucedía a la luz en láminas de tenue transparencia”.
            Incluye un último homenaje a un poeta siempre presente, como ejemplo y lección en su obra, Luis Cernuda. Y una historia de fantasmas que es quizá uno de los más desolados poemas de amor que se hayan escrito nunca (“Si después de morir nos levantamos…”). Destacan igualmente, como no podía ser de otra manera, la constante presencia de la muerte, aceptada sin patetismos ni trascendentalismos: “Tal vez morir no sea más que esto, / volver suavemente, cuerpo,  / el perfil de tu rostro en los espejos / hacia el lado más puro de la sombra”.
            Valente, presencia constante en las polémicas de los años ochenta y noventa, es un poeta demasiado significativo y verdadero como para quedar en las manos de sus escoliastas y turiferarios o para ser reducido, con el paso del tiempo, a un nombre más en los manuales. Esta espléndida antología demuestra que, como él mismo dice de Cernuda, la “luz escueta” de su poesía “permanece para siempre”, mientras tantos otros “han desaparecido entre la sombras”.

            

jueves, 5 de junio de 2014

Javier Salvago, cómo se hace y se deshace un poeta


El purgatorio
Javier Salvago
Renacimiento. Sevilla, 2014

Javier Salvago sorprendió en 1980 a los lectores de poesía con un libro, La destrucción o el humor, a contracorriente de la poesía hermética, culturalista, heredera de las vanguardias, que entonces, tras el reiterado descrédito del realismo y el compromiso, parecía la única posible. Recuperaba la métrica tradicional (el libro terminaba con una sextina) y el lenguaje de todos los días, no desdeñaba el confesionalismo, pero le añadía un toque irónico que evitaba la falacia patética.
            No era el primer libro de Salvago –antes había publicado Canciones del amor amargo, luego borrado de su bibliografía, aunque no enteramente desdeñable–, pero sí el primero en que encontraba una personalísima manera de hacer y de decir que continuaría, siempre igual a sí misma, pero cada vez más verdadera y desolada, hasta 1997 en que aparece una recopilación de su poesía completa a la que muy pocos textos, y por lo general prescindibles, ha añadido después. “No busco la variación, sino la hondura”, escribió. Y como explicación de su silencio: “La poesía también puede ser un método para curarse de la poesía”.
            El purgatorio, continuación de las Memorias de un antihéroe, nos habla de los años en que Salvago escribió sus poemas y de cuál fue la razón por la que dejó de escribirlos. Nos cuenta, con sinceridad a ratos desasosegante, cómo se hace y cómo se deshace un poeta.
            El volumen comienza de una manera impactante: “Había conseguido dejar de beber, pero no había aprendido a vivir sin el alcohol. Todo lo que había hecho hasta entonces, durante los diez últimos años de mi vida, lo había hecho con una copa en la mano, y ahora no sabía vivir de otra manera”. Tiene veintiocho años y se siente, como Papini, un hombre acabado.
            Pero, al igual que Dante extraviado en medio del camino de la vida, también Salvago encuentra su Virgilio, en este caso el poeta sevillano Fernando Ortiz, solo tres años mayor, pero buen conocedor de las tradiciones poéticas, especialmente de la que él mismo ha denominado “la estirpe de Bécquer”, y uno de los primeros cabecillas de la rebelión contra la estética novísima.
            Al admirador de la poesía de Salvago quizá le defraude un poco el capítulo inicial de su libro, “Volverlo a intentar”, dedicado precisamente a la trayectoria literaria. Apenas si nos habla de sus lecturas y prefiere detallar los premios y copiar algunos de los artículos elogiosos (o de las cartas privadas) que se le dedican. Incurre incluso en ingenuidades que nos hacen sonreír. No solo copia el telegrama que le mandó el ministro de Cultura tras recibir un premio, sino también la formularia carta del “Jefe de la Casa de S. M. el Rey” tras enviarle al monarca dedicado el volumen, y añade lo siguiente: “Pese a la amable misiva, jamás fui invitado, como lo fuera José Ramón Ripoll, ganador del Premio Rey Juan Carlos I en la edición anterior a la mía, a ninguna de la puntuales recepciones del rey en palacio, con motivo de su cumpleaños, a comunicadores, intelectuales y artistas, y la verdad es que lo agradecí. Ni me gustan ese tipo de actos donde la gente se disfraza ni entiendo, a estas alturas de la historia, ese antinatural maridaje entre monarquía y democracia”. Curiosa manera de decir exactamente lo contrario de lo que dice: que todavía no ha olvidado que no le invitaran a él y sí a otro poeta ganador del mismo premio.
            Tras Fernando Ortiz hay otro personaje fundamental en la vida de Javier Salvago. Se trata de Jesús Quintero, quien en 1984 le llamó para que participara como guionista en su programa “El loco de la colina”, y a cuyo lado estuvo, con intermitencias, durante más de treinta años.
            Las páginas más interesantes de El purgatorio no se dedican al mundo de la poesía, sino al de la comunicación. Además de con Quintero, Salvago trabajó con Iñaki Gabilondo y con Encarna Sánchez, además de hacer de negro para diversos famosos, como Isabel Pantoja. El personaje de “El loco de la colina”, que durante un tiempo fascinó a la más variada audiencia, es casi por entero una creación de Salvago. A él se deben las líricas divagaciones que lo hicieron, desde muy pronto, inconfundible: “Te ofrezco un sueño. No me preguntes si es peligroso. Cruza la frontera y no me preguntes si es prudente. No me preguntes si es correcto. Ven y no me preguntes dónde conduce ni para qué sirve. No me preguntes si es moral o inmoral. No me preguntes si es delito. No me preguntes si es pecado. No lo sé. Solo sé si es hermoso”.
            En la calderilla de sus guiones desperdició Salvago el oro de sus intuiciones poéticas: “Cuántos sentimientos y pensamientos que habrían sido materia de poemas los malgasté en estúpidas reflexiones. Cuántas experiencias tuve que machacar para sacar adelante el trabajo de un día. Era un mercenario que fusilaba las palabras sin tregua y sin descanso, y las palabras comenzaron a desconfiar de mí, a huirme o a no darse nada más que superficialmente, profesionalmente, como putas que se entregan un rato por dinero”.
            Quien escribe estas memorias ya no es el poeta admirado, sino el guionista maltratado por la vida y cansado de su oficio. Más que como una obra literaria, a ratos las leemos como un desahogo personal que nos hace sentir un tanto incómodos. El autor se nos presenta como un hombre sin voluntad, como un fatalista que acepta las cosas como vienen, siempre a merced de las decisiones de unos y de otros. La lúcida ironía de los poemas se encuentra ausente de estas desoladas memorias. También contradictorias: arremete contra la televisión basura, que encumbra personajes sin interés como Belén Esteban, y él le dedica páginas y páginas e incluso transcribe –sin venir a cuento– una entrevista con ella.
            Documento humano, y apenas obra literaria, es El purgatorio, un libro que tal vez interese más a quienes sienten curiosidad por los entresijos de los medios de comunicación de masas (o por las personalidades complejas y autodestructivas) que a los lectores de la poesía de Salvago, que nada gana –quizá todo lo contrario– con un mejor conocimiento del anecdotario vital de su autor.