jueves, 27 de mayo de 2010

Pepa Merlo: Desinformado feminismo

Pepa Merlo,
Peces en la tierra.
Antología de mujeres poetas en torno a la Generación del 27
,
Fundación José Manuel Lara, Sevilla, 2010.



Las buenas intenciones, en la crítica literaria como en cualquier otra actividad, siempre son de agradecer, pero rara vez resultan suficientes. Pepa Merlo, autora de un libro de relatos y de una recopilación de testimonios femeninos sobre la represión franquista, ha querido solucionar una injusticia con su antología Peces en la tierra. ¿Por qué, cuando se habla de la generación del 27, casi nunca se mencionan mujeres? ¿Por qué, si se mencionan, son casi siempre las mismas?
De esa situación, si hacemos caso a su prólogo, hay un culpable: el franquismo. Durante los años veinte y treinta las mujeres participaban en la actividad literaria a la par que los hombres, publicaban en las mismas revistas, eran tan cosmopolitas como ellos. Luego, tras la guerra, las mujeres del 27 solo interesaron, cuando interesaron, como “mujeres de”: a Concha Méndez, en su exilio mexicano, siempre que la visitaban era para preguntar por Manuel Altolaguirre, que fue su marido, o por Luis Cernuda, que fue su incómodo huésped en la casa de Coyoacán.
Nada menos que ochenta escritoras descubre Pepa Merlo que publicaron libros de poemas en la segunda y tercera década del siglo pasado. De esas ochenta, selecciona veinte para su antología. ¿Las veinte mejores? No, todas aquellas de las que ha podido encontrar su obra. (Extraña que, según indica, deje fuera a Concha Zardoya “por no haber conseguido ninguna edición original de su obra”: abundan en las bibliotecas y en las librerías de Internet).
Pepa Merlo confunde una antología con una especie de arca de Noé en el que salvar a todas las mujeres escritoras de las que ha tenido noticia. Por eso no duda en incluir a una desconocida Esther López Valencia, de la que lo ignora todo, pero que en 1922 publicó un libro de poemas, Escorial, prologado por su padre, otro ilustre desconocido. Los versos de ese libro son de un tópico modernismo: “Góticas princesas de suaves perfiles / de mantos fastuosos, de gestos monjiles, / en campos sembrados de lisis de oro / pasean su tedio con regio decoro”. Versos inanes, pero no tan pintorescos como los de Josefina Bolinaga, quien en 1925 publica Alma rural, una especie de parodia de Gabriel y Galán de involuntaria e irresistible comicidad: “Pus iba diciendo / q’ajuntóse a mí / el mocico Usebio… / ¡Y altonces! ¡Altonces! / ¡Ay, madre! ¡Qué miedo! / Me dio en la cara / así como un beso”.
Se queja Pepa Merlo de que, en los estudios y antologías del 27, o no se mencionan mujeres o se mencionan siempre a las mismas: Concha Méndez, Josefina de la Torre, Rosa Chacel, Ernestina de Champourcín… Nombres menores, en la mayor parte de los casos, pero muy mayores si se las compara con los nombres que se les juntan en esta antología.
Pepa Merlo, por otra parte, no parece que tenga muy claro qué es eso de la generación del 27. Para ella, cualquier escritor que publica por esos años forma parte de la generación. De ahí que comience su antología con Casilda de Antón del Olmet, una escritora que nació en 1871, cuatro años antes que Antonio Machado, y que ya en 1902 había editado un libro que nos informa sobradamente sobre sus intereses intelectuales: El servicio doméstico: memoria sobre la necesidad de fundar una sociedad de señoras para la protección y moralidad de la sirviente, como medio de evitar un contingente a la trata de blancas.
Si en cada párrafo de su prólogo, o de las notas biográficas finales, demuestra Pepa Merlo que no es una especialista en la historia de la literatura, tampoco parece que lo sea en la historia reciente de España. De Rosa Chacel nos cuenta lo siguiente: “Durante los años terribles de la contienda, sirvió como enfermera en Madrid hasta que la ciudad fue tomada, entonces viaja a Barcelona con su hijo y de ahí a Valencia, lugar de esperanza para los republicanos. En 1937 consigue salir de España…”. ¿Ignora Pepa Merlo que Madrid siguió en zona republicana hasta el final de la guerra? Ignora eso y otras cosas, como el momento en que la mujer ejerció por primera vez su derecho al voto, que no fue —según ella indica— “el 31 de mayo de 1931”.
Comparados con estos, ¿qué importan otros errores? Pilar de Valderrama, la Guiomar de Antonio Machado, afirmaba haber nacido en 1892, pero Giancarlo Depretis, editor de su correspondencia con el poeta, descubrió hace años la fecha exacta: 1889.
Censurarle minucias de cuidadoso investigador a una escritora que redacta y razona como Pepa Merlo resultaría excesivo. Así comienza su semblanza de Carmen Conde: “Nació en Cartagena el 15 de agosto de 1907. Para Carmen Conde no fue necesario trasladarse a Madrid, ni viajar por medio mundo para escribir treinta y siete libros”. Pero resulta que Carmen Conde vivió la mayor parte de su vida en Madrid y que viajó tanto o más que cualquier otro escritor de su generación. El final de la nota biográfica tampoco tiene desperdicio: “Carmen Conde, después de una vida prolífica en obras y rica en todos los sentidos, colaboró con Radio Nacional de España en el año 1951…” No se sabe qué admirar más, si considerar que una escritora que muere en 1996 estaba ya en 1951 al final de su vida o la indicación, como dato fundamental, de su colaboración en la radio.
Dirige la colección en que se publica esta precaria antología un excelente poeta y estudioso, Jacobo Cortines, y en su consejo asesor están quienes algo, y mucho, saben de historia y de literatura: Miguel García-Posada, Juan Lamillar, Carlos Pujol, Álvaro Salvador y Andrés Trapiello. Me atrevería a asegurar que ninguno ha leído este libro antes de su publicación. Si es así, merecen un público tirón de orejas (Si lo han leído previamente, no merecen uno, sino dos.)
No todas las escritoras olvidadas, y en esto coinciden con los escritores, están injustamente olvidadas. Claro que si lo que Pepa Merlo quería demostrar con este libro es que, en los años veinte, a la vez que algunas obras maestras, también se publicaron muchos libros mediocres, y menos que mediocres, o que para ser mal poeta no es necesario ser hombre, que eso es algo también al alcance de la mujer, lo ha conseguido plenamente.

jueves, 20 de mayo de 2010

Andrés Trapiello: Una guerra, cien Españas, algún cuento

Andrés Trapiello,
Las armas y las letras. Literatura y guerra civil (1936-1939),
Barcelona, Destino, 2010.

Al hombre orquesta que es Andrés Trapiello no le bastan sus novelas, sus prodigiosos poemas, sus innúmeros artículos, sus inabarcables diarios, también ha querido hacerle la competencia a los investigadores universitarios y reescribir la historia de la literatura española del siglo XX. Él ha leído lo que no ha leído nadie y visto lo que nadie había visto antes que él, ha traído a la luz a docenas de autores menores y ha vertido nueva luz sobre nombres fundamentales —como Juan Ramón Jiménez— de los que creíamos saberlo todo.
Su minucioso recuento de cómo la guerra civil afectó a los escritores de uno y otro bando resultaba imprescindible a la altura de la primera edición, en 1994, cuando circulaban muchos tópicos al respecto, y lo sigue siendo ahora que aparece la tercera, levemente corregida y muy aumentada, con numerosos documentos inéditos.
Levemente corregida, decía. Andrés Trapiello, muy consciente de su valer, gusta de seguir a Cernuda y acentuar lo que los demás censuran en él, seguro de que es ahí precisamente donde mejor se manifiesta su personalidad.
Con ironía responde a quienes le reprocharon la falta de rigor académico: “el libro sale de nuevo eunuco de notas bibliográficas y eruditas ya que la primera intención de estas páginas no era formar alumnos o codearse con catedráticos, cosas ambas muy gratas siempre, sino pensar en los lectores curiosos”.
Pero el rigor en un trabajo de esta naturaleza no es un capricho, ni cosa de catedráticos, sino una muestra de respeto a los lectores. A Las armas y las letras le habría venido bien un editor verdaderamente profesional que no le permitiera al escritor metido a historiador algunos caprichos. Un apéndice al volumen, “Las personas del drama”, incluye “datos biográficos, con posterioridad a la guerra, de algunos protagonistas, así como imprescindibles referencias bibliográficas”. Las fichas constan de una fotografía, nombre en negrita, fechas de nacimiento y muerte, lo habitual en estos casos. Lo que sigue a continuación no siempre es tan habitual. Tras el nombre de Clara Campoamor, por ejemplo, se nos habla de María Martínez Sierra, Constancia de la Mora, Luisa Carnés, Isabel de Palencia, Elena Fortún…, y solo muy al final de quien figura en el epígrafe. Podríamos ver en ello un desprecio hacia las escritoras, que ni siquiera merecen entrada aparte, pero se equivocaría quien pensara eso. También en la ficha de Emilio Carrere apenas se habla de Emilio Carrere, ocupando su lugar Armando Palacio Valdés y Luis de Tapia. No es la única arbitrariedad que dificulta la utilidad del libro: en la entrada de Edgar Neville se incluye un largo escrito suyo, inédito, sobre la muerte de Lorca, y no encuentra mejor lugar para mencionar un documentado estudio sobre el mismo tema de este libro (Liras entre lanzas, de José María Martínez Cachero) que una irónica alusión al final de la ficha dedicada a Francisco Guillén Salaya. Y hay pies de foto que ocupan tres páginas.
Esa caprichosa chapucería, a veces malintencionada (como todas las referencias a Ian Gibson), se encuentra compensada con el abundante material inédito, ampliamente citado o reproducido en las numerosas ilustraciones. Gracias a ello el lector puede incluso discrepar del autor. Un ejemplo: “Recuerda Vicente Aleixandre, en uno de sus Encuentros, cómo él y Luis Cernuda habían quedado citados en la manifestación del 15 de abril en la Puerta del Sol para festejar la venida de la República. Aunque Cernuda, por prurito aristocrático, que le alejaba de la muchedumbre, negara haber ido jamás a la Puerta del Sol ese día, existe una carta de Aleixandre al poeta Leopoldo Panero en la que confirmaba el encuentro y le invitaba a sumarse al festejo”. Pero la carta dice: “Esta tarde, si puedes, te esperamos Cernuda y yo en Miami a las 8. Si tienes que ir a la Puerta del Sol o adyacentes a vitorear a la tierna República, iremos los tres”. Del condicional no se deduce que fueran. Pero es que además resulta incierto que Cernuda negara haber ido a la Puerta del Sol en tal fecha. No en uno de Los encuentros sino en “El poeta, en la ciudad”, su colaboración al homenaje que a Cernuda le dedicó La caña gris en 1962 (incluido luego en Evocaciones y pareceres), habla Aleixandre de haber visto al poeta “gustoso en un movimiento humano: masa madrileña, la ciudad hervidora en un trance decisivo para el destino nacional”. Alude, claro, sin mencionarlo expresamente, al 14 de abril. En un momento determinado, temiendo que Cernuda se sintiera molesto entre la multitud, le preguntó: “¿Quieres que nos vayamos por esta bocacalle ahora al pasar? Se puede”. Y el poeta dijo no, sonriendo y dejándose ir entre la multitud. A propósito de ese artículo, Cernuda se limitó a señalar al director de la revista, Jacobo Muñoz, que siempre detestó hallarse entre la multitud y que eso le hacía sentirse mal.
Reparos menores, ciertamente, pero que acreditan que el autor escribe muchas veces de memoria y a menudo dejándose llevar por sus prejuicios. Ya he citado antes a una de sus bestias negras, Ian Gibson. En la ficha dedicada a Lorca, la mitad del breve texto se dedica a burlarse de él: “Solo recientemente se ha comprobado, tras una excavación en Víznar, que sus restos no se hallan donde se había creído durante setenta años y donde había indicado con vehemente contumacia su biógrafo Ian Gibson, quien tras la decepción ha interpretado sonadísimos zapateados exigiendo al Estado que no ceje en la búsqueda, pues de lo contrario él podría perder el juicio”. Pero si desde hacía setenta años se pensaba que Lorca estaba enterrado en un determinado lugar el error no podía ser solo de Gibson, y tampoco es de él la culpa de que tan tardíamente se comprobara si estaban allí o no los restos, algo que debería hacerse de oficio ante cualquier desaparecido, y más si es como Lorca un personaje público.
Pero Andrés Trapiello, y ahí radica parte de su atractivo, no busca la objetividad a la hora de investigar. Con gusto se deja llevar por prejuicios y antipatías personales. En Juan Ramón Jiménez, todo le parece bien; en los poetas del 27, y especialmente en Alberti, todo mal. A Jorge Guillén, en la Sevilla de Queipo de Llano, le reprocha que no fuera tan valiente como Unamuno en la Salamanca de Millán Astray. Olvida que Unamuno era una gloria nacional y que en la famosa sesión del 12 de octubre llevaba, como él mismo indica en las cartas en que cuenta el incidente, “la representación del general Franco”; Guillén era solo un joven catedrático republicano y tenía que andarse con más cautela.
Insiste Trapiello en el absurdo de reprocharle a Manuel Azaña que, en tiempos de guerra, asistiera a los conciertos del Liceo. Olvida que, aparte de su derecho a gustar de la música, esa era precisamente una de sus obligaciones como Presidente: dar la impresión, en tiempos difíciles, de que la actividad cultural no se interrumpía en la zona republicana. Le reprocha algo más: “Lo normal es que un presidente de la República no pueda ganar una guerra que está perdiendo, llevando un diario y yendo al teatro”. Y a continuación replica a quienes anteriormente pusimos reparos a esa afirmación: “Algunos entusiastas del personaje sostienen que Azaña pudo llevar su diario porque los sucesivos Gobiernos fueron vaciando su cargo de contenido político, hasta dejarlo en la ociosidad política más absoluta, en papeles puramente decorativos, palaciegos, besamanos y púlpito. Pero eso no debe ser así, porque incluso cuando no solo gobernaba, sino que mandaba, el volumen de sus diarios era muy abultado”. Pero cuando Azaña gobernaba y mandaba (términos que no se contraponen), gobernaba y mandaba de verdad, y ahí está la labor legislativa del primer bienio republicano para demostrarlo. Reprocharle que además escribiera un diario es tan absurdo como reprochárselo al propio Trapiello, que lo escribe (y más abultado que el de Azaña y que el de nadie) a la par que sus novelas y sus poemas y sus artículos y sus investigaciones sobre tantas importantes cuestiones de historia y de literatura. A Carlos Morla Lynch, por cierto, no le reprocha que escribiera su diario, cuando debía de ocupar todo su tiempo en salvar a los miles de personas que se refugiaron en la embajada de Chile, que quedó a su cargo. Todo lo contrario: su España sufre, solo publicado en 2008, sería una de las obras fundamentales escritas durante la guerra.
Un último ejemplo de lo que un historiador jamás debería hacer. Andrés Trapiello nos aclara en pocas líneas unos de los grandes enigmas de la guerra civil, la muerte de Andreu Nin: “Fue torturado en el chalet que Constancia de la Mora e Hidalgo de Cisneros, jefe de la aviación republicana, tenían en Alcalá, y finalmente fue conducido a Valencia con el propósito de sacarlo de España y llevarlo a Moscú. Sin embargo, viendo que Nin se moría a consecuencia de las torturas, sus secuestradores evacuaron consultas telefónicas con Madrid desde La Roda, donde tenían enlaces del partido, y allí mismo lo remataron con la herramienta del coche, para enterrarlo acto seguido en la cuneta”. Lo malo es que a continuación añade: “Quien relató esta historia, hijo de uno de los asesinos, acogido en la URSS tras la guerra, advirtió que negaría haberla contado. Oscuridad perpetua”. Ni siquiera se toma Trapiello la molestia de decirnos si se la relató a él o a otra persona. La gran revelación se queda, por lo tanto, en mero cuento.
Casi se podría señalar una arbitrariedad en cada página (unas fácilmente enmendables, con una adecuada revisión, y otras no: forman parte de los más sólidos prejuicios del autor), y sin embargo, por paradójico que parezca, este es un libro fundamental, útil para el lector curioso, utilísimo para el historiador y el investigador de la literatura en unos años cruciales. Y es precisamente la importancia de este ciclópeo trabajo lo que hace más de lamentar sus caprichosas, y en ocasiones deliberadas, insuficiencias.

lunes, 17 de mayo de 2010

Félix de Azúa: Soberbios disparates

Con asombro menos indignado que divertido leemos la Autobiografía sin vida (Mondadori), esa peculiar reflexión sobre el poder de las imágenes y la literatura que acaba de publicar Féliz de Azúa. El ensayo, que no quiere ser académico, está lleno de afirmaciones precisas: las artes “se ocupan de producir objetos valiosos, bonitos, decorativos, únicos o preciosos” en determinados momentos históricos (los siglos que van del VIII al IX, por ejemplo), pero no en otros, como entre 1890 y 1990); el arte ha durado treinta mil años (“no está mal”, apostilla) y terminó exactamente el verano de 1972; cuando Paul Celan “se tira de cabeza al Sena” concluye la última poesía romántica y “quizá la última poesía, tout court”… Lo de menos es que resulte fácil desmentir esas precisiones: el propio autor suele contradecirse unas páginas más adelante. Da la impresión de que la poesía del siglo XX (que unas veces acaba con Celan y otras con el joven Gimferrer, al que llama familiarmente Pedro) dejó de tener interés exactamente en el momento en que Azúa —más interesado en el ensayo y la novela— dejó de interesarse por ella.
De su etapa novísima ha conservado el gusto por épater le bourgeois, por lanzar afirmaciones estupendas que dejan estupefacto al lector: “Los actuales escolares serán, quizá, los primeros niños españoles para quienes el signo de la cruz ya no sonará como el redoble de tambor que anuncia la guillotina”.
¿Y cuál es la consecuencia de que Goya llevara a sus grabados los desastres de la guerra? Pues (ajústense, por favor, los cinturones) que esas barbaridades, convertidas en signos, se les podrán mostrar “incluso a los niños, de manera que ellos mismos, cuando violen o sean violados, cuando les corten en pedazos o sean ellos quienes decapiten a sus víctimas, recuerden que eso es algo perfectamente conocido e incluso digno de figurar en un museo y que de pequeños así lo aprendieron gracias a un profesor de Historia del Arte”.
Azúa contrapone las ciudades provinciales de Francia, caracterizadas por el “alegre desorden de un mercado que aún se refugia a la sombra de la catedral” con las “avenidas tiradas a cordel de las ciudades renacentistas italianas, ciudades gramaticales (…), espacios cada vez más controlados, dominados, asfaltados y abstractos o intercambiables”. ¿Las avenidas tiradas a cordel caracterizan Florencia? ¿No hay mercados y “alegre desorden” en las ciudades italianas?
Abundan ciertamente los momentos brillantes en la prosa de Azúa: “Quizá Rembrandt amaba a su mujer, pero la sacrificó en decenas de retratos y desde entonces dejó de ser una mujer para convertirse en un rembrandt”. Ingenioso, ciertamente. Pero eso le ocurre a todas las personas cuando mueren, dejan de existir y de ellas solo queda el recuerdo, las imágenes. No pasa de una obviedad la brillante frase. Otro ejemplo: “Quizá la duquesa de Alba fue un bello animal de carne y hueso, pero desdichadamente para quienes la amaron solo puede perdurar como un goya”. Desdichadamente para cualquiera de nosotros los “bellos animales de carne y hueso” solo pueden perdurar como imágenes en el cuadro, en la fotografía, en la pantalla. Lo que Félix de Azúa deduce es lo siguiente: “Los modernos hemos aprendido a amar estas permanencias como si fueran en verdad presencias. De hecho, la vida oficial es solo una imagen sin referencia alguna viviente. Pura pantalla”. Si entiendo bien, lo que se afirma es que los modernos no distinguimos entre el cuadro de Goya que representa a la duquesa de Alba y la duquesa de Alba, y que tras las imágenes de un ministro inaugurando un nuevo tramo de una autopista no hay ministro ni autopista. Curiosa manera de ejercitar la inteligencia.
Féliz de Azúa no condesciende nunca con el sentido común ni el razonamiento lógico. Lo suyo es la generalización abusiva, la afirmación rotunda y llamativamente falsa. Termino con su definición de intelectual (ese tipo humano que “iba a pudrir la vida social europea” desde que el pintor Jacques-Louis David lo encarnara por primera vez): “alguien que no duda de su derecho a asesinar por fantasía ideológica”.

jueves, 13 de mayo de 2010

Blas de Otero: La poesía más joven

Blas de Otero,
Hojas de Madrid con La galerna,
Galaxia Gutenberg/ Círculo de Lectores, Barcelona, 2010.
Edición de Sabina de la Cruz.
Prólogo de Mario Hernández.

Como antes había hecho Unamuno con su Cancionero, como después haría José Ángel Valente con Fragmentos para un libro futuro, Blas de Otero dedicó los últimos años de su vida a un libro que nunca se decidió a terminar, al que solo la muerte pondría fin. Ese libro mítico —Hojas de Madrid con La galerna— fue anticipándose parcialmente en revistas y antologías, antes y después de la muerte del poeta, pero solo ahora, pasados más de treinta años, podemos leerlo íntegro. Y comprobar que Blas de Otero sigue siendo nuestro contemporáneo, el poeta de posguerra sobre cuyos versos menos se ha puesto el tiempo amarillo.
Esa larga demora, que a algunos pudo parecer inexplicable secuestro, no carece por entero de justificación. Blas de Otero no dejó ordenados los 306 poemas del conjunto, ni estaba claro cuál era la versión final de muchos de ellos, ni si su exigente autocrítica prescindiría de algunos. Las decisiones de Sabina de la Cruz —a la vez que editora, destinataria de muchos de estos poemas— han sido las más adecuadas. Por un lado, nos ofrece una verdadera edición crítica (aunque no incluya el aparato documental), no lo que suele entenderse por edición crítica. Esto es, publica los poemas en la que —tras detenido estudio de los originales— considera su versión última y no les añade notas de ningún tipo (eso queda para las ediciones escolares y otras posibles ediciones secundarias). Y dispone los poemas en orden cronológico —todos estaban fechados— que es el que más se adecua al carácter de diario poético del texto.
Tenemos así la suerte de poder leer Hojas de Madrid con La Galerna no como un apéndice erudito a la obra de Blas de Otero, sino como un libro nuevo, uno de los más nuevos y vivos de la poesía reciente.
Cierto que no todos los poemas, considerados aisladamente, son grandes poemas. Con frecuencia el tono desciende hasta lo que parece simple apunte de diario. Tras casi tres años en Cuba, en 1968 el poeta regresa a Madrid, enfermo. Y el libro comienza, en mayo de ese año, con el poema “Cojeando un poco”: “En una clínica. / Recién operado en una clínica, / fumo, me peino, pienso / en nada”. El gran poeta, il miglior fabbro, el mejor artífice de la poesía contemporánea, parece ausente. Pero no tardamos en darnos cuenta de que solo lo parece. Pasados los cincuenta años ha alcanzado la mayor maestría, la que acierta a abdicar de su maestría.
Escribe ahora sin énfasis ninguno, jugando con las palabras, dejándose llevar por las asociaciones, haciendo resonar en sus versos a todos los poetas que ama, casi a la historia entera de la literatura española. No solo a los nombres prestigiosos de costumbre, también a otros poetas un día populares, hoy un tanto arrumbados: dos veces menciona a Gabriel y Galán; uno de los poemas comienza con los versos iniciales de “El tren expreso”, de Campoamor: “Habiéndome robado el albedrío / un amor tan infausto como mío”. Con libertad absoluta, y sin citarlos expresamente, termina un poema juntando versos de Juan Ramón Jiménez con otros de Miguel Hernández: “y yo me iré y se quedarán los pájaros / cantando / y revoloteará un verso de mi juventud / que llevará a un porvenir / de muchachas y muchachos”.
El humor y desenfado de este libro recapitulatorio y final no excluye otros tonos. El poeta deja constancia de su cotidianidad y también —como tantas otras veces— “hace recuento de su vida”, evoca su infancia triste y rezadora, el gris Bilbao de su adolescencia, los luminosos años en La Habana de la Revolución. Y aquí y allá hace referencia a la guerra del Vietnam, al Che Guevara, asoma un antiamericanismo de manual, pero los compromisos del partido (que a veces atenazaron al hombre) no le impidieron al poeta volar libre y volar alto.
No olvida Blas de Otero, en esta etapa final de su vida —en la que parece preferir el versolibrismo y el coloquialismo— las estrofas clásicas, especialmente el soneto. Qué diferentes, sin embargo, notándose la misma segura mano, los sonetos de este libro de los que le dieron renombre allá por 1950. Ahora juega con el soneto, hace con él lo que quiere, lo hace sonar de otra manera, sin sonsonete clásico. Y también sabe buscarle todos los acordes al romance, incluso remedando a veces al Juan Ramón adolescente: “En este rincón te di / el primer beso una tarde / de octubre, cuando las hojas / eran de color de carne. / Tú entrecerraste los párpados, / arriba cantaba un ave…”
No faltan tampoco las décimas, aprendidas en Cuba, no en Jorge Guillén, ni las cuartetas que homenajean a Martí: “Recoge tu soledad, / concéntrate. Ten valor / para decir la verdad, / aunque te cause dolor”.
De su diario poético —que comienza en mayo del 68 y termina en mayo del 77, unos años en que la historia de España y del mundo parece que se puso a caminar más deprisa, con juvenil desenvoltura— Blas de Otero separa un conjunto de poemas a los que da el título de La galerna (están fechados entre 1969 y 1974). Sabina de la Cruz, en la nota preliminar, nos dice que se trata de un libro distinto “en que describe los estados de ánimo que le generan las depresiones cíclicas que sufrió desde muy joven, simbolizadas en la palabra galerna, nombre que recibe un tipo de súbita tempestad marina frecuente en el mar Cantábrico”. No hay sin embargo diferencias, ni temáticas ni formales, entre estos poemas y el resto. Podían haber formado una misma serie. El modelo del diario poético, en el que cabe todo, parece que pudo más que la voluntad de Blas de Otero de hacer libros distintos.
Junto a la historia personal y la historia del mundo, el otro gran protagonista de este libro es la poesía, la propia y la ajena (abundan los homenajes, tácitos o expresos, a otros poetas), a la que considera —en el poema titulado “El don”— “mi compañera mi camarada de quince años mi desgracia más grande y mejor recibida” y a la que pide “la alteración del orden y la construcción de la justicia”.
“¿Dónde está Blas de Otero?”, se preguntaba en un “Cantar de amigo” publicado hace años y ahora rescatado en este libro. Para muchos lectores, estaba en los manuales de literatura, en los comentarios de texto del bachillerato y en la memoria juvenil junto al póster del Guernica y las canciones de Paco Ibáñez. Hojas de Madrid con La galerna le rescata de erudiciones y nostalgias y nos lo muestra —desenfadado y grave, divertido y hondo— como el más vivo e innovador de los poetas de ahora mismo.

domingo, 9 de mayo de 2010

Nerea Aresti: Crímenes ejemplares

Nerea Aresti,
Masculinidades en tela de juicio,
Cátedra, Madrid, 2010.

Una cita de Emilia Pardo Bazán, pionera en tantas cosas, podría servir de lema a la apasionante indagación de Nerea Aresti acerca de los conceptos de hombre y de mujer en la España del primer tercio del siglo XX: “Yo tengo por crímenes vulgares los que llevan por móvil el robo, y no les llamo verdaderamente ‘misteriosos’ nunca, porque el ‘misterio’, en un crimen, no consiste en que se ignoren los autores. El ‘misterio’ de un crimen es su psicología, los abismos del corazón que descubre, la luz que arroja sobre el alma humana, sobre el estado social de una nación, sobre una clase, sobre algo que rebase los límites de la caja de caudales, la cómoda o el armario forzados, el baúl destripado, la cartera substraída”.
Los cinco crímenes que Masculinidades en tela de juicio rescata de las amarillentas páginas de sucesos no fueron crímenes vulgares; en su momento, apasionaron al público y sirvieron para poner en cuestión algunas de las ideas básicas que sostenían el orden social. Que un hombre —por motivos de celos o de honra, o simplemente porque era un hombre— matara a una mujer no era algo que llamara en exceso la atención. Había incluso un artículo del código penal (el famoso 438, que dio título a una novela de Carmen de Burgos) que le permitía salir casi siempre bien parado. Pero que una mujer matara a un hombre porque se negara a cumplir su palabra de matrimonio después de dejarla embarazada, y además la maltratara en público y en privado, no podía permitirse. Fue lo que hizo la joven Jesusa Pujana con su novio Mauricio Luzeret, en Bilbao, en 1906. Lo sorprendente del caso es que, por primera vez, según comentaba El Liberal, “se levantó a raíz del hecho una poderosa corriente de opinión, principalmente femenina” en favor de la mujer. Las costureras de Bilbao llegaron a pedirle a un periodista que redactara un manifiesto en favor de Jesusa para el que solicitarían adhesiones; también las cigarreras quisieron participar en la recogida de firmas. El resultado de esa protesta fue el procesamiento del periodista que se había atrevido a hacerla pública.
Muy distinto final tuvo otro crimen semejante, ocurrido en Trubia en 1932. Josefa Menéndez y Enrique Fernández habían sido novios durante cinco años. Al quedar la joven embarazada, el novio decidió romper con la relación. Josefa fue expulsada de la casa paterna y recogida por una tía. Durante meses intentó en vano que su novio recapacitara. La tía que la había recibido en su casa le advirtió que, si no se casaba antes de dar a luz, debería abandonarla. Un día, cuando Enrique volvía del trabajo con unos amigos, Josefa salió a su encuentro y le pidió una vez más que recapacitara, que se casara con ella o que al menos reconociera a su hijo. Enrique le respondió que él “no tenía que pagar los vidrios rotos” y trató de seguir su camino. Cuando la joven le cogió de un brazo, “reaccionó violentamente, y pegó y empujó a Josefa hasta tirarla al suelo. Incluso rompió su paraguas a base de golpear con él el cuerpo de la joven tendido en el puente. Varios testigos dieron razón de las muchas patadas que Enrique le propinó en el estómago. Josefa consiguió incorporarse y, en el forcejeo posterior, y en el justo momento en que Enrique se disponía a pegarle de nuevo”, ella le asestó dos puñaladas con un cuchillo que llevaba consigo.
El juicio se celebró en 1933. Josefa fue absuelta por un jurado popular, institución que Primo de Rivera había suspendido y la República restaurado con diversas reformas, algunas tan importantes como la incorporación de las mujeres en los juicios relacionados con los llamados “crímenes pasionales”. Mucho habían cambiado los tiempos desde 1906. Pero no todas las instituciones habían cambiado en la misma manera. Todavía en 1931, el papa Pío IX se lamentaba amargamente de que “no raras veces, trastocando el recto orden, fácilmente se prodigan socorros oportunos y abundantes a la madre y a la prole ilegítima”.
No menos ilustrativos que estos dos crímenes en los que las buenas gentes vieron el mundo al revés (mujeres que se atrevían a exigirle al hombre que cumpliera su palabra o que respondían a la violencia con la violencia), son los otros que analiza este espléndido ejemplo de hasta qué punto iluminan la historia los nuevos estudios feministas y de género. En 1929, una pareja de recién casados viaja desde Colombia a Madrid. Él es de origen español y quiere que la mujer conozca la madre patria. La noche del 13 de julio se dirigen a una verbena popular. El marido entra un momento en un estanco y la mujer se queda esperándole a la puerta. En ese momento, un hombre que caminaba con dos amigos, se acercó a ella y “le pellizcó una nalga, rozándola con el cuerpo, a la vez que hizo una manifestación obscena, reveladora de deseos lúbricos”, según afirmaría la sentencia. En el incidente posterior, tras la protesta del marido, la mujer resultaría acuchillada. El abogado del agresor defendió su comportamiento obsceno porque la mujer “estaba sola, de noche, en la calle” y en esas circunstancias cualquier mujer entraba dentro de la categoría de prostituta o de mujer indecente, no merecedora de respeto, lo que daba a cualquier hombre el derecho a abordarla. Gracias a que la agredida era hispanoamericana y de clase alta, y se celebraba además la Exposición Universal de Sevilla, el suceso dio origen a una campaña contra “la masculinidad mal entendida” y motivó una “nota oficiosa” del propio Primo de Rivera en la que se pretendía “defender al sexo débil de las groserías chulescas de los conquistadores callejeros”.
Un cadáver descuartizado, encontrado en un baúl que había sido enviado a Madrid desde Barcelona, sirvió igualmente para poner en cuestión los límites borrosos de la masculinidad. Se discutía si el asesinado —un industrial que había ascendido socialmente gracias a su esfuerzo— y el asesino, un criado suyo, eran o no homosexuales. A Luis Jiménez de Asúa, reputado penalista, le parecía que “decir que un individuo puede ser anormal porque vaya limpio, se pula las uñas y cuide las cejas es una insensatez en principio”. Hay que tener en cuenta la clase social, añadía. En un aristócrata o en un miembro de la alta burguesía pueden resultar naturales esos hábitos, pero “nada más sospechoso que ese esmero en un hombre de la clase social de la víctima”, un hombre de modesta cuna, que “había entrado en una tienda como dependiente y cuando le sorprendió la muerte no era sino un gris industrial”. Incluso Marañón tuvo que intervenir en el asunto para afirmar rotundamente que un hombre puede arreglarse las uñas y llevar gabardina limpia sin por eso ser tildado de homosexual.
Las diferencias entre hombre y mujer, entre lo que es propio del hombre y lo que es propio de la mujer, se deben menos a la biología que a la cultura. Y los prejuicios culturales, que se hacen pasar por exigencias de la naturaleza, han sido la causa —y lo siguen siendo— de desigualdad, de opresión y de muerte. Leemos Masculinidades en tela de juicio y más de una vez tenemos que frotarnos los ojos ante tan increíble panorama. Pero esa España de ayer en la que una mujer no podía andar sola por la calle si quería ser considerada decente ni un hombre cuidar su aspecto si no quería ser considerado poco hombre; esa España en la que dejar a una mujer embarazada y no casarse con ella ni reconocer al hijo no era un delito sino una hazaña que festejaban los amigos, y el maltrato en el matrimonio algo que había que sobrellevar con resignación, esa España todavía está en la memoria biográfica de muchos y muchas e incluso asoma con desoladora frecuencia a las páginas de los periódicos, bien sea en forma de gracietas sobre las “miembras” y la ley de Igualdad o de manera más trágica.

miércoles, 5 de mayo de 2010

Umberto Eco y Jean-Claude Carrière: Castos españoles


A Umberto Eco y a Jean-Claude Carrière les fascinan el error y la estupidez. El primero colecciona libros donde la superchería, la falsificación y la extravagancia son protagonistas; el segundo, en la estela de Flaubert, es coautor de un inagotable Dictionnaire de la bêtise. ¿Quién les iba a decir al sabio semiólogo y al guionista de Buñuel que Nadie acabará con los libros (Lumen), una conversación entre ambos, podría incluirse en la colección del uno y el diccionario del otro?
Eco y Carrière hablan de libros con pasión, erudición y humor. Dicen cosas muy sensatas sobre la presunta desaparición del libro tal como hoy lo conocemos, que tanto parece asustar a algunos; sobre las buenas librerías, más abundantes y mejores que hace medio siglo (al contrario de lo que afirma el tópico), y sobre las tonterías que gente muy docta ha dicho en libros muy serios.
Pocas tan grandes como el “descubrimiento” de Carrière: “He descubierto, no sin estupor, que en toda la literatura española no existe un solo texto erótico hasta la segunda mitad del siglo XX” (pagina 248). Y Umberto Eco lo ratifica: “Ya, pero tienen la blasfemia más terrible del mundo, que no oso citar aquí”. No hemos leído mal, Carrière insiste. En el Quijote se menciona la palabra “tetas”, pero aparte de eso “no se conoce nada más. Ni siquiera las canciones del ejército”. La culpa, claro, es de la Inquisición, que “consiguió purgar de verdad el vocabulario, sofocar las palabras y quizá incluso la cosa”. Nos frotamos los ojos. Pero eso es exactamente lo que dice ante la sonriente aquiescencia de Umberto Eco: hasta más o menos 1950, la Inquisición logró, no ya eliminar por completo las palabras obscenas de la lengua española, sino quizá incluso “la cosa”, esto es, cualquier relación sexual fuera de lo permitido por la Santa Madre Iglesia.
Parece raro que quien trató a Buñuel durante veinte años no haya oído hablar siquiera de la literatura sicalíptica de los años veinte, pero más raro resulta que a Eco no le hayan llegado noticias de La Celestina o de La lozana andaluza.
“Los autores franceses, desde Rabelais a Apollinaire, han escrito textos más o menos pornográficos, pero no los autores españoles”, afirma Carrière. “Resulta más extraño aún si pensamos que algunos autores latinos que se dedicaron a escribir este tipo de literatura eran de origen español, como Marcial, que era de Calatayud”.
Un buen regalo, en el próximo día del libro, para estos dos sabios bibliófilos, podría ser El arte de las putas, de Nicolás Fernández de Moratín.

José-Carlos Mainer: La novela de la literatura


En los mejores casos, los estudios sobre literatura son también literatura. Lo fueron en Menéndez Pelayo, con su noble retórica decimonónica, en Dámaso Alonso, siempre proclive a la interjección admirativa; lo son, en José-Carlos Mainer, que llega a la literatura desde la sociología y la historia cultural, pero que nunca se olvida de que está haciendo, antes que nada, literatura.
En 1975, en torno a sus treinta años, publicó un libro pionero, La Edad de Plata, que dio nombre a unas décadas prodigiosas, las primeras del siglo XX, y que ahora reaparece, metamorfoseado y enriquecido, como volumen 6 de una nueva Historia de la literatura española (Crítica).
Sobre el tema se ha escrito mucho, quizá demasiado. ¿Otra vez el modernismo, el 98, el 27, la oposición entre poesía pura y compromiso? Todo suena, para el lector que ha dejado atrás las aulas, a manido tema académico, a trasnochada asignatura. Qué poco tienen que ver estas páginas, sin embargo, con los bizantinismos terminológicos, con la seca acumulación de datos. Mainer escribe con la pasión que da el conocimiento y por eso su libro es bastante más que un manual de consulta: por cualquier página que lo abramos no podemos dejar de seguir leyendo.
Con gusto le perdonamos algún exceso (como despachar a cierto escritor con esta escueta frase: “un cabeza hueca que acabó siendo pistolero fascista”), leves despistes (la noticia que hay detrás de las “Nanas de la cebolla” no es que el hijo de Miguel Hernández come “aquel bulbo a falta de cosa mejor”), la confusión con que se refiere a las relaciones entre Gregorio y María Martínez Sierra (hoy no tenemos duda de que la segunda es la autora de las obras que firmó el primero y no solo de las posteriores a 1931, como se afirma).
Qué inagotable aventura intelectual aquella de la que deja constancia este volumen, que se ocupa de las ideas que entonces enfrentaron a los escritores –muchas los siguen hoy enfrentando-- y también de cuestiones más prosaicas (“El negocio de las letras” se subtitula uno de los capítulos). Aquí está los grandes nombres y también docenas y docenas de figuras y figurones menores. Con prodigioso don de síntesis, Mainer no condesciende nunca con el tópico, acierta siempre a ofrecernos una idea novedosa, una sugerencia fértil.
De la historia de la literatura española forman parte algunos historiadores de la literatura española. Es el caso de José-Carlos Mainer, que lo sabe todo de una época prodigiosa y que sabe contarlo con apasionada claridad y contagiosa lucidez.