jueves, 23 de julio de 2020

Arte mayor



Fuera, en la oscuridad
Eduardo Jordá
Newcastle Ediciones. Murcia, 2020.

“El hombre es un Dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona”, escribió Hölderlin. Eduardo Jordá es un maestro cuando narra, pero no cuando opina sobre cuestiones de actualidad.
            Fuera, en la oscuridad reúne medio centenar de piezas breves aparecidas en la prensa. En el prólogo, el autor se siente obligado, según el tópico de la ‘captatio benevoletiae’ a justificar el libro: “¿A quién le pueden interesar estos artículos que hablan de un café de Coímbra o de un poeta inglés muy poco conocido que murió durante la Gran Guerra? ¿A quién le importa que una mujer llamada Natasha Sthempel le llevara naranjas al poeta Mandelstam en su exilio de Voroneth? ¿Quién puede perder el tiempo leyendo la historia de los dos meses que el pintor Sargent pasó en caserón de Valldemossa, en mallorca, acompañado de dos solteronas? ¿Y a quién le importa un poema sobre unos bueyes que se publicó en The Times el día de Nochebuena de 1915?”
            Preguntas retóricas que tienen que ver con que estas espléndidas prosas se publicaron previamente en distintos periódicos. A nadie se le ocurriría preguntar a quién pueden interesar las desventuras matrimoniales de una señora casada con un tal Charles Bobary o las peripecias de un loco al que le dio por creerse caballero andante o lo que sintió Pedro Salinas cuando se enamoró de una joven norteamericana que asistía a un curso suyo sobre la generación del 98.
            Hay muchos prejuicios sobre la prensa diaria y el carácter perecedero de lo que en ella aparece. Pero los periódicos, desde que se inventaron, han publicado tanto lo que se entiende por periodismo, esto es, noticias de actualidad y comentarios sobre esas noticias, como literatura. Buena parte de la mejor literatura, antes de llegar al libro, se anticipa, más que en las revistas literarias, que también, en la prensa diaria, y no solo libros de carácter ensayístico (casi todo Clarín, Ortega, Azorín, Unamuno), también narrativo (los libros de cuentos de Emilia Pardo Bazán, novelas de Baroja o Galdós) o poético (las rimas de Bécquer), por citar solo ejemplos de la literatura española.
            Los periódicos han publicado siempre literatura, y hoy más que nunca necesitan recurrir a ella: las meras noticias se difunden más rápidamente por medios distintos que el papel impreso.
            Pero no hay que confundir literatura con ficción. Memorialismo y ensayismo también forman o pueden formar parte de la literatura, y de la gran literatura, que no se mide al peso: una breve leyenda de Bécquer puede derrotar a un poema épico.
            El periódico es, en muchos casos, la antesala del libro y el paso de lo que se anticipa en uno a la recopilación final en el otro es un tránsito necesario que no necesita justificación.
            Pero no todo puede dar ese salto, por supuesto, aunque también haya libros de actualidad tan perecederos como la prensa del día.
            Los artículos de Fuera, en la oscuridad se escribieron entre 2004 y 2019, pero con muy buen criterio Eduardo Jordá no los dispone en orden cronológico, sino que les da una ordenación nueva. La mayor parte de ellos son intemporales, pero algunos de ellos están ligados a la actualidad del momento: aluden a la crisis económica o al nacionalismo. Las opiniones de Eduardo Jordá sobre este último son muy claras: lo considera poco menos que un invento del demonio. No solo el nacionalismo catalán, que es a su juicio el peor de todos, sino también el escocés (manifiesta su alegría por el triunfo del “no” en el referéndum independentista). Del nacionalismo irlandés, en cambio, no nos dice nada, aunque a Irlanda dedica algunas de sus más hermosas páginas.
            Creo que fue Marx quien afirmó que el reaccionario Balzac no lo era en absoluto en sus novelas. Borges tuvo buen cuidado de que sus perecederas opiniones políticas no contaminaran su obra literaria. Quizá Eduardo Jordá, a la hora de recopilar estos artículos, debería haber tenido el mismo cuidado y haber dejado fuera los más ligados a la cambiante actualidad: sobran, por citar solo un ejemplo, las andanadas contra Podemos o el independentismo catalán de “Arbitristas”, y no sobran porque nuestras opiniones al respecto puedan ser distintas, sino por su pobreza argumental: “El sueño independentista de Cataluña no es más que el proyecto colectivo de un arbitrista que está convencido de que unas esponjas gigantescas podrán secar toda el agua ‘española y caduca y corrupta’ que hay en Cataluña., de modo que de la noche a la mañana, sin nada más que un simple cambio de estatus administrativo, el nuevo país se convertirá en un país incorrupto y bien gestionado y rico y justo. Y a partir de aquel día no habrá más fábricas cerradas ni despidos ni desahucios, ni habrá tampoco fracaso escolar ni parados de larga duración, porque las esponjas gigantescas de la independencia lo absorberán todo y de la noche a la mañana el país será un país habitable y decente y maravilloso”. Será difícil de encontrar, entre los millones de independentistas, uno solo que piense semejante tontería.
            Parece claro que Eduardo Jordá que sabe contar como nadie una anécdota personal o de la historia de la literatura, que encuentra siempre la cita adecuada o el poema que glosar con inteligencia y emoción, no está especialmente dotado para el análisis político. Ni falta que le hace, añadiríamos.
            Fuera, en la oscuridad abunda en emocionantes páginas maestras, a la vez poema y relato. Sus ocasionales caídas nos ilustran sobre lo que el escritor de periódicos debe dejar en el periódico y no llevar al libro: sus opiniones, a menudo prejuiciosas, sobre este o aquel asunto de actualidad.


miércoles, 15 de julio de 2020

Toda la cerveza del mundo



La cerveza, los bares, la poesía
Jesús García Sánchez
Visor. Madrid, 2020.

Que una colección de poesía llegue al centenar de números, ya es una hazaña; alcanzar mil más, ya no es una hazaña, sino un milagro. Según costumbre, la colección Visor conmemora ese número redondo –el 1100-- con una antología muy especial dedicada a los bares y a la cerveza. El antólogo es el propio editor, quien también firma uno de las textos más extensas.
            Como no podía ser de otra manera, y no vamos a sorprendernos por ello a estas alturas, la edición –no la impresión-- es un tanto descuidada, pero eso acaba formando parte del encanto de esta veterana colección –medio siglo largo--  que forma ya parte del paisaje de las librerías y de las bibliotecas particulares de todos los lectores de poesía.
            La cerveza, aunque menos prestigiada que el vino, es parte de nuestra cultura desde los mismos orígenes. Los primeros versos seleccionados son del Poema de Gilgamesh: “Él, Endiku, no sabía / comer el par; / a beber cerveza / nadie le había enseñado”,
            Desde el siglo X antes de Cristo hasta autores nacidos en los años ochenta, la selección recorre treinta siglos e infinidad de países. Pero, al contrario de lo que indican el título (La cerveza, los bares, la poesía) y la portadilla que precede a los textos (“Poemas”) no se trata solo de una selección poética: hay también fragmentos de novela, artículos, cartas, textos de muy variada índole. Elogiosos de bares y cerveza, naturalmente, aunque con una excepción: el capítulo de la autobiografía de Franklin, que cuenta cómo consiguió que sus compañeros de la imprenta abandonaran “el nefasto desayuno a base de cerveza, pan y queso”.
            Una de las sorpresas del volumen es un poema de Marlyn Monroe, “Canción triste”, que no aparece en Fragmentos, el volumen preparado por Stanley Buchthal y Bernard Comment, con prólogo de Antonio Tabucci, que recopila todos los textos conocidos de la actriz. El traductor, Jesús Aguado, que quizá hizo algo más que traducir, debería indicarnos dónde ha encontrado el original.
            Como en toda selección temática, abundan las meras curiosidades y los textos muy menores, pero también las gratas sorpresas. Una selección dentro de la selección la constituyen los poemas dedicados a los cafés --más numerosos que los que se dedican a los bares--, la mayor parte de ellos escritos durante el modernismo y el auge de la literatura bohemia. El primer poeta de lengua española que aparece es Luis G. Urbina (1864-1934) y su cantarina musicalidad contrasta con la grisura general de las traducciones. El poema que se reproduce de Rubén Darío, “Nocturno”, no habla de cervezas ni de cafés (aunque sí “del falso azul nocturno de inquerida bohemia”), pero se agradece que el recopilador no haya sigo demasiado riguroso a la hora de cumplir las exigencias temáticas: “Quiero expresar mi angustia en versos que abolida / dirán mi juventud de rosas y de ensueños, / y la desfloración amarga de mi vida / por un vasto dolor y cuidados pequeños”.
            No podían faltar clásicos menores, como “En el café” de Evaristo Carriego, con su sentimentalismo tan de época, o “El café” de Fernando Fortún, ni divertidos clásicos del tema. como “Tertulia” de Francisco Vighi.
            Se agradecen, ya digo, los intermedios no estrictamente poéticos: una carta de Antonio Machado a Juan Ramón Jiménez, escrita “en el bar Gambrinus después de apurar muchos bocks de cerveza”; un artículo de Julio Camba que demuestra que sigue siendo el mejor en las distancias cortas, o la evocación de la Kon Tiki, la cafetería situada junto al piso de Ángel González en Madrid y que este consideraba como su segunda casa.
            No podían faltar textos que se leen con la música incorporada, como el evocador “Tatuaje”, de Rafael de León (“Él vino en un barco / de nombre extranjero, / lo encontré en un puerto / un anochecer, / cuando el blanco faro  / sobre los veleros / su beso de plata / dejaba caer”) o los “19 días y 500 noches” de Joaquín Sabina: “De pronto me vi, / como un perro de nadie, / ladrando a las puertas del cielo. / Me dejó un neceser con agravios, / la miel en los labios / y escarcha en el pelo”.
            Un volumen algo destartalado, marca de la colección, este La cerveza, los bares, la poesía, pero con un prólogo que abunda en noticias curiosas y con rescates desconocidos, o conocidos y olvidados; una miscelánea grata para cualquier lector, incluso para el que no le gusta la cerveza, pero sí la plural literatura.


martes, 7 de julio de 2020

Ejemplar e insuficiente



Poesía
Benito Jerónimo Feijoo
Estudio crítico, estudio y notas de
Rodrigo Olay Valdés
Instituto Feijoo de Estudios del siglo XVIII, Oviedo, 2020.

Editar es ciencia y arte, cuestión de inteligencia y, sobre todo, de paciencia. Rodrigo Olay –también poeta, uno de los más destacados de la nueva generación—ha preparado una primera edición de la poesía completa de Feijoo que puede considerarse como ejemplar, como el más acabado fruto de una larga tradición filológica.
            Se trata de una edición crítica y de una edición anotada, que no es lo mismo, aunque suelan confundirse. La primera trata de reconstruir los textos, deformados por la transmisión manuscrita o impresa, hasta aproximarse lo más posible al original salido del autor; la segunda, aclara aquellos puntos que resultan confusos para el lector actual.
            Las notas que aparecen en una edición crítica (el “aparato crítico”), dejan constancia de los diversos testimonios que permiten trazar el estema del texto, su “árbol genealógico”, y no se dirigen al lector común; ni siquiera necesitarían ser impresas, bastaría con que pudieran ser consultadas por el especialista. En la edición anotada, las notas deben ser solo las imprescindibles, no se debe anotar nada que resulte fácilmente accesible al lector, como el significado de una palabra que se encuentra en los diccionarios usuales o información enciclopédica al alcance de cualquiera en la Wikipedia.
            Rodrigo Olay –al contrario que tantos editores, incluso en prestigiosas colecciones de clásicos-- sabe muy bien lo que hace y lo hace minuciosamente bien. Su labor ha tenido mucho de detectivesca. Aunque Feijoo es un autor editado y reeditado, los poemas son la cenicienta de su obra- Bastantes de ellos han sido rescatados por Rodrigo Olay de manuscritos desconocidos hasta la fecha.
Los estudiosos no se han ocupado excesivamente del Feijoo poeta, y quizá más vale así: quienes lo han hecho no le han dedicado excesivos elogios y algunos ni siquiera le consideran poeta, sino solo un versificador ocasional. Rodrigo Olay trata de revertir esa situación. ¿Lo consigue? Solo en parte.
            Demuestra muy cumplidamente que Feijoo no fue un poeta ocasional o un poeta de juventud, como tantos; escribió poesía a lo largo de toda su vida. Es cierto que apenas se imprimieron en vida tres –aunque uno de ellos el más extenso, un poema-libro, repetidas veces--  de los 131 poemas que ha logrado reunir (incluyendo atribuidos y traducciones), pero eso no quiere decir que la poesía fuera para él una especie de divertimento privado.
Se tiende a confundir imprimir con publicar. Antes de la imprenta, los textos literarios también se publicaban --esto es, se hacían públicos--, como es bien sabido, pero se tiende a olvidar que la imprenta no acabó con esa forma de difusión: la poesía del siglo de oro se difundió manuscrita antes que impresa, por eso Góngora revolucionó el panorama literario antes de que apareciera ningún libro suyo.
            De Feijoo no se ha conservado ningún poema autógrafo; los manuscritos que se conservan no eran textos guardados en un cajón, como la famosa arca de los inéditos pessoana, que posteriormente rescata un editor: eran letras para cantar en ocasión solemne, versos satíricos que circulaban con regocijo, ejercicios de didactismo o virtuosismo; casi siempre poesía de circunstancia, que cumplió más que decorosamente el fin para el que fue creada.
            ¿Es hoy otra cosa que una curiosidad erudita? Esa es la pregunta que Rodrigo Olay no acaba de resolver; necesitaría para ello preparar otra edición dirigida al común de los lectores.
De toda la tradición literaria española, la poesía del siglo XVIII resulta quizá la que más alejada se encuentra del gusto del lector contemporáneo, tanto el epigonal barroco de la primera mitad como el neoclasicismo de la segunda.
            Pocas huellas ha dejado Feijoo en la poesía posterior. Rodrigo Olay, buen conocedor de la poesía contemporánea, solo ha encontrado una resonancia. Se trata de un poema de Guillermo Díaz-Plaja, cuyos dos versos iniciales (“Rueda dentada del tiempo, / ¡como muerdes mi silencio!”) remiten a uno de los pocos poemas de Feijoo publicados en vida, “Décimas a la conciencia en metáfora de reloj”. Como curiosidad señala que un estudioso, Álvaro Ruiz de la Peña, ve en ciertos versos suyos un “eco” de la poesía de Pedro Salinas y que, como Borges, le dedica su soneto, de empaque quevediano, a Carlos XII, rey de Suecia.
            ¿Qué se salva de la denostada poesía de Feijoo? ¿Qué se puede rescatar de este grueso tomo, preparado con paciencia benedictina, ejemplo y lección para los editores de clásicos?
            Señalo algún ejemplo de cada una las cinco secciones temáticas en que el editor (al no poder disponerlos cronológicamente, ya que la mayoría carecen de fecha) ha distribuido los textos. En la poesía religiosa, algún villancico de corte tradicional que no habrían desdeñado firmar Góngora o Alberti: “Avecilla que vuelas / y al cielo te vas, / vuela, vuela, / que el cielo se alegra / de verte volar”.
En la poesía fúnebre, destaca el epitafio al astrólogo Andrés Argolio: “De tu patria ingrata y necia, / cuando arrojado te viste, / a Venecia ennobleciste / y te ennobleció Venecia”.
De la poesía encomiástica, seleccionaríamos el ya citado soneto “A Carlos XII, rey de Suecia, retirado en Bender”; de la amorosa –que no es propiamente tal--, un romance, “Explicación rigurosamente filosófica de lo que es el ‘no sé qué’ de la hermosura”, que nos remite a uno de los más conocidos ensayos de Feijoo, y también el elogio de la música que encontramos en otro romance, el que comienza “Mándasme, divina Anarda”, que nada tiene que envidiar a la “Oda a Salinas” de Fray Luis.
Quizá donde más implicación haya del autor sea en la poesía satírico-burlesca, que nos muestra a un Feijoo que no llevaba precisamente con impasibilidad los ataques que recibía; algunos de estos poemas tienen una ferocidad quevedesca que los aleja del mero ejercicio retórico al que tan propenso parece.
Esta edición crítica, con su aparatoso complemento erudito, aunque puede servir de ejemplo de lo que deben ser los estudios universitarios, tan proclives en el campo de la literatura, y quizá también en otros campos “humanísticos”, a la vacua palabrería, es solo la primera parte de una verdadera edición que ponga al alcance de los lectores actuales los pocos poemas de Feijoo que han resistido el paso del tiempo, que siguen siendo poemas y no mera materia de erudición.

jueves, 2 de julio de 2020

Un personaje, una época



Cuando editar era una fiesta. Correspondencia privada
Jaime Salinas
Edición de Enric Bou
Tusquets. Barcelona, 2020

Se habla mucho últimamente de “gobierno Frankenstein”. Eliminada la intención peyorativa, podríamos decir que Cuando editar era una fiesta es un “libro Frankenstein”, una obra elaborada con textos de diversa autoría y de muy distinta intención y extensión. Jaime Salinas es menos el autor del volumen que el protagonista, aunque a él se deban la mayor parte de los textos que se incluyen. El autor, o al menos el coautor principales Enric Bou, que ha llevado a cabo una labor tan admirable como discutible.
            El subtítulo, “correspondencia privada”, llama a engaño. No se trata de la edición de un epistolario, sino, como se indica en el prólogo, “de un trabajo de patchwork, de construcción y ordenación” de los recuerdos de Jaime Salinas “a partir de las cartas que durante más de cuarenta años escribió a Bergsson, el compañero de una vida”, a las que se añaden “noticias de prensa, fragmentos de entrevistas, informaciones provenientes de ensayos, libros de memorias, tesis doctorales, catálogos editoriales, etc”.
            Jaime Salinas, hijo de Pedro Salinas (y el dato no es meramente anecdótico), participó en las principales actividades editoriales de su tiempo y casi siempre en cargos directivos. Sin él, ni Seix Barral, ni Alianza Editorial, ni Alfaguara, ni la nueva Aguilar habrían sido lo que fueron. Sobre esas actividades ofrece una muy completa información este libro de Enric Bou, así como del paso de la Salinas por la Dirección General del Libro y Bibliotecas durante el primer gobierno de Felipe González.
            Pero Jaime Salinas, que siempre tuvo una relación de amor-odio con la literatura (la misma que mantuvo con su padre), ocupa también un lugar destacado en el campo de la autobiografía, aunque solo publicada un libro, Travesías, en el que da cuenta de sus primeros treinta años. La continuación a ese volumen no es, aunque pretenda serlo, Cuando editar era una fiesta, el patchwork tan minuciosamente elaborado por Enric Bou, sino su correspondencia con el escritor islandés Gudbergur Bergsson, que fue su amante intermitente y siempre su confidente y paño de lágrimas.
            Esas cartas –escritas semanalmente a lo largo de años-- constituyen una especie de diario en el que Salinas fue dejando constancia de su vida personal y profesional, libre de las ataduras a las que le sometía el medio en que se movía –los años finales de la dictadura, los de la ilusionada e incipiente democracia-- y también su tradicional buena educación.
            Cierto que lo más interesante de Cuando editar era una fiesta está en la correspondencia con Bergsson, pero Enric Bou la ha cortado, barajado cronológicamente (en la sección segunda, correspondiente a los años 1965-1976. Incluye por ejemplo cartas de 1980 y 1981), entremezclado con textos ajenos, o entrevistas del propio Salinas, de muy diversa intención.
            “No he censurado nada –dice--, sino que me he limitado a mantener el foco en el aspecto público sin suprimir la atención a lo privado, íntimo, aunque este segundo aspecto está mucho menos presente”.
            Está menos presente, pero es lo que añade morbo a este “libro Frankenstein”. Ciertas inclusiones resultan inexplicables, como las dos cartas, de 1974,  que se incluyen del destinatario de la correspondencia: “Una vez te pedí aliviar mi dolor, la última vez en Madrid, pero, en absoluta coherencia con un ser como tú, te negaste a hacerlo: te sentías el más fuerte y contento. A continuación de eso me echaste del país. Me llevaste a la oficina de Iberia y arreglaste, de acuerdo conmigo, los billetes de salida. Ya sabía que todo entre nosotros había terminado para siempre y tú lo sabías, tal vez momentáneamente, también”.
            Nada tienen que ver esas cartas, ni tantas otras, con la actividad editorial de Salinas, supuesto objeto del volumen.
            La correspondencia con Bergsson, que pronto parece ser solo un pretexto para que Salinas hable consigo mismo, constituye la segunda aportación de Jaime Salinas a la literatura española. Deberían editarse independientemente, sin intrusismos ni tropezones, como se editaron las de Pedro Salinas con tantos interlocutores (en algún caso, recordemos la correspondencia con Guillén están entre lo más perdurable de su obra en prosa).
            “¡Ese hombre conseguirá joderme hasta desde su tumba!”, llegará a escribir Jaime Salinas, a propósito de su padre, en 1964. Siempre se sintió un hijo malquerido, postergado ante Juan Marichal, su cuñado y el hijo que el poeta habría querido tener.
            Un personaje complejo Jaime Salinas, del que esta amañada autobiografía no nos ahorra exabruptos. Hablando de su esfuerzos para modernizar las bibliotecas españolas y de las resistencias que encuentra, escribe: “Lo de las bibliotecas es un hueso duro; las arpías de las bibliotecarias son las primeras en poner obstáculos ya que temen perder su parcela de poder. No me va a tocar más remedio que enfrentarme con ellas, y como todas son unas solteronas amargadas, con los coños entaponados con cemento, lesbianas frustradas, marimandonas y atravesadas, versiones de la Mona, pero sin su inteligencia, son capaces de quemarle a uno en la hoguera. Pero, en fin, habrá que arriesgarse. No me importaría pasar a la historia descuartizado por esas brujas”.
            En algún caso, Bou le permite al aludido defenderse. Es lo que hace con Luis Suñén, calificado de vago y de traidor a la amistad, que, a petición del editor, nos da su versión de la historia.
            El entrecruzamiento entre lo público y lo privado muestra también otros aspectos. En 1981 se presenta en Oviedo, y por todo lo alto, una nueva colección de Alfaguara: llegan a la ciudad los autores y una cohorte de periodistas, con todos los gastos pagados (alcohol sin limites incluidos), pero no por la editorial. “¡La Caja de Ahorros de Asturias lo paga todo!”, exclama Salinas en una de las cartas a Bergsson. Más adelante añadirá que lo consiguió sin ninguna dificultad gracias a Juan Cueto, “el Castellet asturiano”.
            Hay frases, no sabemos hasta que punto en broma, especialmente chocantes. En 1991, tiene que entrevistarse con “una tal Silka Bergman” que está escribiendo una tesis sobre Günter Grass en España. “No sé si contarle –le dice a Bergsson-- que violó a casi todo el personal femenino de Alfaguara”. Esas cosas entonces hacían gracia.
            De vez en cuando, sorprende algún chisme ajeno –los problemas matrimoniales entre Benet y Andreu a propósito de Calasso--, que quizá Bou podría habernos evitado, aunque pocos lamenten que no lo haya hecho.
            Atendo observador, las cartas de Jaime Salinas están llenas de curiosos detalles de buen observador. Comentando una exposición sobre Borges en la Biblioteca Nacional, escribe: “Estaba la viuda, la viudísima María Kodama, totalmente transformada. Esa mujer, que yo había conocido como una silenciosa sombra de Borges, vestida con abstinencia monjil, se ha convertido en una elegante dama, sutilmente coqueta”.
            La “correspondencia privada” de Jaime Salinas, sus cartas a Gudbergur Bergsson, merecen una edición exenta, constituyen la segunda aportación de Jaime Salinas a la literatura autobiográfica y no parece que su interés vaya a ser menor que el de la magistral Travesías.