viernes, 21 de junio de 2019

Maestros del engaño




La poeta y el asesino
Simon Worrall
Traducción de Beatriz Anson
Impedimenta. Madrid, 2019.

Al contrario de lo que piensan Juan Bonilla y la mayoría de los editores, la mejor manera de estropear una buena historia es convertirla en una novela. No ha incurrido en ese error Simon Worrall al contarnos la inverosímil peripecia biográfica de Mark Hofmann, que desde 1985 cumple condena a cadena perpetua.
            Mark Hofmann es el mayor falsificador de documentos que ha existido nunca. Un maestro del engaño, que no solo dominaba todas las técnicas materiales, sino también la más importante de todas: la psicología de los compradores, el irracional apego a las reliquias.
            En 1997 –Mark Hofmann llevaba ya años descubierto y encarcelado– el catálogo de Sotheby’s sacó a subasta el manuscrito de un poema inédito y desconocido de Emily Dickinson. Era un hermoso poema y supuso un acontecimiento cultural. El conservador de las colecciones especiales de la biblioteca Jones, en Amherst, Massachusetts, logró mediante diversas donaciones reunir el dinero suficiente para adquirirlo –unos veinte mil dólares–, pero al indagar la procedencia del poema comenzó a tener dudas sobre su autenticidad. Los primeros capítulos del libro de Worrall nos muestras las dificultades con que se encontró hasta conseguir finalmente que se admitiera su carácter apócrifo y lograr que la casa de subastas le devolviera el dinero. Los expertos no tenían ninguna duda: era auténtico.
            Los siguientes capítulos nos cuentan la historia de ese falsificador capaz de engañar a todos y, junto a su historia, otras no menos apasionantes, la de la poeta Emily Dickinson, la de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, increíble pero cierta.
            Mark Hofmann era mormón, se educó en sus principios religiosos, pero pronto dejó de tener fe en las verdades reveladas por el ángel Moroni y se dedicó a fabricar documentos que ponían en cuestión esas verdades y a vendérselos a buen precio a las autoridades eclesiásticas para que evitar su difusíón.
            Es fácil encontrar motivos de burla en la historia de Josep Smith, un aventurero americano de principios del XIX, con sus planchas de oro llenas de jeroglíficos que él con la ayuda de dos piedras mágicas, Urim y Tumim supo traducir; su promiscuidad sexual (se le intentó linchar por presunto abuso de una menor); su gusto por el alcohol y la violencia; su afición a la magia. Pero no son mayores que los que hay en cualquier otra religión más aparentemente venerable solo porque sus orígenes se encuentran varios siglos atrás y ese alejamiento dificulta la contraposición de la leyenda fundacional con el análisis histórico.
            A Mark Hofmann le perdió la ambición. Se creía capaz de cualquier cosa, de engañar a todos. Para salir de un enredo de deudas, promesas que no podía cumplir (entre ellas entregar las más de cien páginas perdidas del Libro de Mormón, que decía haber descubierto) y primeras sospechas que amenazaban con hacer venirse abajo todo el tinglado colocó varias bombas, una de ellas en su propio coche. Quedan aún muchos puntos oscuros en toda esta historia.
            Simon Worrall alterna los capítulos narrativos con otros ensayísticos, que tratan del arte de la falsificación y de las dificultades para simular una escritura ajena.
            La afición a las reliquias no es exclusiva del cristianismo medieval. El mecanismo psicológico es el mismo cuando se trata de la túnica de una santa que de un vestido de Lady Di. Seguimos venerando cualquier cosa, por mínima que sea, que haya pertenecido a un personaje ilustre. Y hay quien está dispuesto  a pagar fortunas por ello, como en tiempos del Lignum Crucis, de los fragmentos de la cruz en que fue ajusticiado Jesucristo.
            Ahora, como entonces, la fabricación de reliquias es un negocio floreciente. Se calcula que entre un quince y un veinte por ciento de los más valiosos documentos manuscritos o impresos guardados por coleccionistas o en los principales archivos son falsos. Y si quien los falsificó fue Mark Hofmann resulta casi imposible demostrar su falsedad.
            En una carta a Daniel Lombardo, que se considera engañado menos por él que por la casa de subastas Sotheby’s, escribe: “Mi crítica de los poemas de Dickinson es que solo unos pocos son magníficos, algunos buenos y muchos regulares (tanto, que creo que ella los habría considerado borradores). El mío está muy lejos de considerarse entre los mejores, pero es, creo yo, mejor que algunos”. Y tiene toda la razón: su poema es mejor que bastantes de los que escribió la autora y que críticos y estudiosos veneran acríticamente, como ocurre con todos los autores mitificados cuyos textos dejan de ser juzgados literariamente para convertirse en reliquias.
            Las reliquias, como las religiones, no importa que sean verdaderas o falsas. Es la fe la que hace milagros, no el objeto de la fe.
            No todo queda claro en la historia de Mark Hofmann: tenía coartada para los asesinatos, pasó la prueba del polígrafo y, de pronto, cuando estaba claro que sería difícil encontrar pruebas para condenarle, se declaró culpable. No se sabe la razón, pero se supone que fue por salvar a su mujer y sus hijos, amenazados por algún otro implicado en las falsificaciones que no quería que su nombre saliera a la luz o por las autoridades de la iglesia mormona, que no había jugado un papel muy brillante en el asunto.

lunes, 10 de junio de 2019

Prontuario de perplejidades



El intruso honorífico.
Prontuario enciclopédico provisional de algunas cosas materiales
y conceptuales del mundo
Felipe Benítez Reyes
Fundación José Manuel Lara. Sevilla, 2019.

Para organizar el caos, nada como el orden alfabético. No es Felipe Benítez Reyes el primero –ni será el último– que nos ofrece una colección de pequeños ensayos y ocurrencias varias bajo la forma de un diccionario. Él cita como antecedente la Nueva Enciclopedia de Alberto Savinio. También podía citar El arca de las palabras de Andrés Trapiello, los diccionarios temáticos –la literatura, el arte– de Francisco Umbral o Félix de Azúa (por no referirnos a un autor menos prestigioso, pero no más disparatado ni menos ocurrente, Noel Clarasó y su Diccionario humorístico).
            La forma es común, pero el contenido depende de la personalidad del autor. Casi todo Benítez Reyes está en estas páginas ingeniosas en las que al término “erudición” le sigue “escaparate”, “perro” a “periodista” y “unicornio” a “ultratumba”, en coyundas regidas por el azar del alfabeto.
            Entre los varios núcleos temáticos que vertebran esta miscelánea, destacan las figuras retóricas, los géneros literarios y los perfiles de escritores. A veces el humor parece transformarse en desidia. Un ejemplo, la definición de “anástrofe”: “Modalidad de hiperbaton que no vale la pena definir, al menos de momento”. En ocasiones, se acumulan definiciones ajenas, como ocurre en “poesía”, tras una “definición” propia: “Suma de renglones más cortos de lo normal en que cada palabra tiene que hacer un esfuerzo al menos dos veces superior al acostumbrado, y por la mitad de precio”. Ese procedimiento acumulativo resulta muy eficaz en el caso de Verlaine, donde las cuatro primeras definiciones refieren anécdotas truculentas y, en algún caso, especialmente brutales de su biografía y la última dice simplemente “delicado poeta”.
            En las definiciones de escritores hay eutrapelia y sátira, como en el caso de Vicente Aleixandre: “Poeta andaluz con mentalidad lírica de guía turístico de las selvas más o menos amazónicas –con animales salvajes y todo eso– que convirtió la calle Velintonia en una especie de Palmar de Troya”. También hay intentos de humor de dudosa eficacia. De “Ramón” se nos dice que era “un hijo de notario que tuvo que pasarse la vida jugando a la ruleta rusa del ingenio para que la gente se olvidase de que se apellidaba Gómez”. Pero no se apellidaba Gómez, sino Gómez de la Serna, que no es lo mismo.
            De vez en cuando, en las entradas de tema literario, nos encontramos con algún pastiche –romance, soneto, epigrama– que nos hace recordar uno de los más divertidos libros de Benítez Reyes: su antología apócrifa Vidas improbables.
            Las ciudades son otro de los temas recurrentes en este prontuario. Excelente resulta la entrada dedicada a Cádiz, que contrasta con el resto, un tanto desganado, y donde Venecia, que ha propiciado tanta literatura, se reduce a un anécdota inverosímil: una paloma que se ha herido en el pecho y que tiñe de rojo uno de los charcos que la lluvia forma junto al Palacio Ducal. Así contado, parece una parodia de la convencional literatura veneciana, pero Benítez Reyes glosa el incidente completamente en serio: “Unas gotas de sangre mezcladas con la lluvia. La insignificancia de un drama frente al esplendor mecánico de la lluvia”.
            Varias entradas –las menos ligadas a la ingeniosa ocurrencia– nos remiten a los recuerdos de infancia y nos traen a la memoria su espléndida novela corta La propiedad del paraíso. Es el caso de “Cines de verano” o de “Verano”, con sus toques de lirismo y costumbrismo.
            Heredero de Gómez de la Serna, como Umbral y tantos otros, Benítez Reyes trufa su miscelánea de greguerías: “Colgada de un tendedero, una colada de calcetines parece un cónclave de ahorcados invisibles”. Su herencia ramoniana se muestra también en la capacidad de ver de manera insólita los objetos cotidianos. Ejemplos, aparte del ya citado “calcetín”, pueden ser “cama”, “mercado” o “paraguas”.
            Los sueños y los viajes imaginarios nos ofrecen una buena muestra del mejor Benítez Reyes. No está siempre acertado cuando recurre a citas a menudo no bien seleccionadas e intercambiables. Un término como “obra maestra” daría para mucho, pero Benítez Reyes reduce la entrada a una cita de los hermanos Goncourt (no es el único caso, véase “risa”): “un libro nunca es una obra maestra, sino que se transforma en tal. El genio es el talento de un hombre muerto”. ¿Un hombre con talento después de muerto se convierte en genio? La cita no parece demasiado feliz ni viene demasiado a cuento.
            Pocos escritores, en su generación y en cualquier otra, tan dotados para la literatura, en sus más diversos registros, como Felipe Benítez Reyes, pocos con tanta brillantez estilística, con tanta capacidad para emocionarnos, sorprendernos, hacernos ver el mundo de otra manera.
            Pero es un escritor profesional y la profesionalidad no siempre le sienta bien a la literatura: estajanovista de las letras, plusmarquista de los premios literarios, su facilidad le juega a veces alguna mala pasada.
            El cajón de sastre que es este libro habría ganado en eficacia con una rigurosa poda, con la eliminación de no escaso material de relleno. Claro que ese es un reparo que tampoco importa mucho en un tipo de obras hechas para picotear y en las que saltarse páginas resulta casi una obligación.
            En El intruso honorífico no escasea el humor, ya lo hemos dicho, pero el mayor rasgo de humor se encuentra en que, según se indica en la cubierta, ha obtenido el premio Manuel Alvar de Estudios Humanísticos, que es como darle el premio Nobel de Física al autor de un manual de juegos de manos y física recreativa.
           

lunes, 3 de junio de 2019

Operación Barbarroja



A las orillas del Ladoga
Artículos, poemas y cartas desde Finlandia (1941-1942)
Agustín de Foxá
Edición y prólogo de Cristóbal Villalobos
Renacimiento. Sevilla, 2019.

La invasión alemana de la Unión Soviética, iniciada en junio de 1941, contó con dos testigos excepcionales, Curzio Malaparte, corresponsal del Corriere della sera, y Agustín de Foxá, que escribía, primero para Arriba, y luego, y durante toda su vida, para ABC.
            Malaparte comenzó informando desde el frente de Ucrania; más tarde, tras algunos desencuentros con las autoridades alemanas (que él agrandaría posteriormente), fue enviado a Finlandia, donde coincidió con Foxá, diplomático de carrera  destinado a Helsinki.
            Una de las grandes obras sobre los desastres de la guerra, Kaputt, que no ha perdido nada de su morbosa capacidad de seducción, tiene su origen en aquellas andanzas de Malaparte. Las crónicas periodísticas las reunió en El Volga nace en Europa, buena muestra de cómo el periodismo puede ser también literatura, espléndida literatura.
            Los artículos enviados por Foxá desde Finlandia solo parcialmente habían sido recogidos en libro. Se reúnen ahora por primera vez, junto a los poemas que escribió allí, las cartas que envió a su familia y algunos informes diplomáticos. El resultado es un libro nuevo, A las orillas del Ladoga, que de inmediato se convierte en uno de los más personales de Foxá, aunque no haya sido preparado por él, sino por Cristóbal Villalobos (en su prólogo, bien informado aunque demasiado dependiente de opiniones ajenas, se echan en falta las pertinentes referencias bibliográficas).
            Quizá hubiera sido interesante añadir el último cuaderno de los diarios de Agustín de Foxá, correspondiente a agosto-septiembre de 1941, que se refiere a episodios que también encontramos en los cuadernos y en las cartas. Esos diarios personales –incluidos en el tomo III de las Obras completas del escritor– necesitarían una edición exenta.
            Agustín de Foxá, conde de Foxá, fue un escritor que acabó devorado por su personaje. Monárquico, amigo de José Antonio, falangista de la primera hora, acabó convertido en un lujo y en un bufón del franquismo: a él se le permitían audacias verbales y sátiras que circulaban anónimas, pero de cuya autoría nadie dudaba, que habrían llevado a otros a la cárcel. Al diplomático alcoholizado y glotón, al representante del antiguo gran mundo, autor de brillantes artículos en el ABC, se le permitía todo.
            Al contrario que su amigo Kurzio Malaparte, quien decía admirar su ingenio pero lo ridiculizó ferozmente en Kaputt (léase el capítulo “Hombres desnudos”), Foxá ni pudo ni quiso desprenderse de su pasado fascista, aunque la ideología totalitaria era un traje que quizá le venía demasiado ancho. Su antisemitismo (que no le impidió mostrar simpatía por los sefardíes) era de origen religioso (el pueblo judío era un pueblo deicida), no racial. Se muestra racista, sin embargo, siempre que alude a los rasgos asiáticos de los soldados rusos.
            La prosa sincopada y llena de imágenes sorprendentes e intuiciones felices de Foxá se aviene bien con  el estilo telegráfico de los diarios; también con el registro familiar de las cartas. A veces incluso nos da la impresión de que el diario y el epistolario han envejecido menos que los más elaborados artículos, aunque en A las orillas del Ladoga haya algunos que son deslumbrantes obras maestras. Pocos escritores han sabido mostrarnos el paisaje helado de Carelia y Laponia con tanta verdad y con tanta belleza.
            Junto a la prosa de Foxá, su poesía –salvo contadas excepciones– desmerece un poco: los poemas que se reúnen en este libro parecen haber envejecido más que los artículos y las cartas, sin que eso quiera decir que resulten desdeñables. “Temblor primero” representa bien el prosaísmo sentimental que fue una de las direcciones del modernismo hispano  y “Guerra en el Norte” no carece de empaque épico.
            Los mismos hechos se cuentan de distinta manera en los artículos, las cartas, los informes diplomáticos y eso contribuye a la atracción de este libro, convertido así en una obra polifónica, sobre todo si añadimos las páginas de Malaparte que nos invita a releer.
            Los informes diplomáticos nos hablan, fundamentalmente, de la visita a los prisioneros españoles en el campo de concentración de Nastola. Se trata de quince adolescentes, muchos de ellos asturianos, que fueron evacuados a Rusia en 1937 para librarlos de los horrores de la guerra. En el artículo que les dedicó nos los renegando de la Unión Soviética, preguntando por Franco, gritando enfervorizados “Arriba España”. Malaparte, que le acompañó en esa visita (que Foxá no se animaba a realizar) lo cuenta de otra manera: Foxá al despedirse saludó brazo en alto, ellos respondieron con el puño cerrado; para sacarlos del campo de concentración, les exigió el reconocimiento de Franco y todos, salvo uno, se negaron a ello.
            ¿Perjudicó al reconocimiento literario de Foxá su conservadurismo ideológico? En un segundo momento (en un primer momento fue parte de su éxito), sí, pero hoy, reivindicado reiteradamente, ya no es posible sostener tal afirmación.
            Le perjudicó de otra manera. Su conservadurismo de otro tiempo le impidió evolucionar literariamente. Tenía dotes de escritor mayor, pero se quedó en escritor menor. Su virtuosismo estilístico encubría una esquemática y obsoleta visión del mundo.
            Antes de los cuarenta años –nació en 1903, murió en 1959, vengativamente destinado a Manila–, ya había dado lo mejor de sí mismo. Y una buena muestra de ello –y también alguna de sus insuficiencias– puede encontrarse en este libro.
           


sábado, 1 de junio de 2019

Javier Gomá, inteligencia y descosidos



Quiero cansarme contigo (comedia)
Javier Gomá Lanzón
Pre-Textos. Valencia, 2019.

Javier Gomá Lanzón, filósofo, autor de la afamada Tetralogía de la ejemplaridad, y de los espléndidos microensayos reunidos en Filosofía mundana –una puesta al día del mejor Eugenio d’Ors, el del inagotable Glosario–, se ha sentido tentado por la literatura de creación y, tras estrenar el monólogo Inconsolable, publica ahora la comedia Quiero cansarme contigo, precedida de un ilustrador prólogo sobre las relaciones entre filosofía y teatro.
            De la “filosofía ejemplarizante” de Javier Gomá no voy a hablar, no soy experto en la materia, aunque las comillas ya insinúan algo: me parece un perfecto ejemplo de reduccionismo.
            Reducirlo todo a la idea de ejemplaridad quizá resulte demasiado reducir y más si la suprema ejemplaridad se encuentra en la figura de quien él llama “el Galileo”, bordeando peligrosamente la frontera entre el pensamiento racional y las creencias o supersticiones religiosas.
            El teatro de Javier Gomá, como su filosofía, “se pone decididamente del lado de lo fuerte, fresco y sano, entendiendo por sano lo que dignifica la vida y ayuda a vivirla”. Pretende –según continúa diciéndonos en el prólogo, que no se limita a un catálogo de buenas intenciones– “dignificar los asuntos y dignificar la forma”. Es el suyo, insiste, “un teatro de la dignidad”.
            Así resume la contraportada –redactada muy probablemente por el propio autor– el argumento de la comedia: “Tristán, un abogado de prestigio, a punto de rematar su carrera con un éxito extraordinario, entra en una crisis conyugal por los efectos perversos derivados de la mera proximidad familiar de su cuñado, Félix, un individuo sin tacha, con quien se le compara más de lo que nuestro protagonista quisiera porque el cotejo incesante solo le depara una lluvia de reproches”.
            También en la solapa se nos explicita el transfondo filosófico de la comedia: “el problema del Bien, que genera a su alrededor más dolor del que solemos admitir”. Y aclara: “se nos previene contra las malas compañías, pero no contra las buenas que pueden ser mucho más perniciosas”.
            Quiero cansarme contigo apuesta por el humor, y los diálogos entre sus personajes están llenos de momentos felices, pero abundan también en incidentes involuntariamente cómicos que hace que no podamos tomarla del todo en serio.
            Ya sabemos que, por muy realista que quiera ser, una comedia realista no copia fielmente la vida, pero es que Javier Gomá se toma tantas licencias como en el más disparatado libreto de ópera.
            Veamos algunas: a uno de los personajes le detectan un tumor canceroso, le avisan que le van a operar, no informa a su familia y a su cuñado le dice que ingresa en una clínica para una operación de cirugía estética (eliminar algunos quilos y arreglarse el rostro, todo de una vez). Lo ingresan por la tarde y a la mañana siguiente ya está en casa, todo felizmente resulto (ni siquiera necesita postoperatorio). Por la noche celebra una fiesta de cumpleaños y a medianoche toma, sin tenerlo previsto (con billetes comprados a nombre de otra persona), un avión y se va de vacaciones a Palermo. Sigamos: la mujer del protagonista se retrasa una noche en llegar a casa y este, sin más dilaciones, hace las maletas porque piensa que le ha abandonado y, mientras busca otro domicilio (suponemos) pasa por una agencia y saca los billetes para irse esa misma media noche a Palermo. Otro ejemplo: su mujer le reprocha al protagonista ser un mal padre, tiene tan desatendidos a sus hijos que ni siquiera ha sido capaz alguna vez de “llevarlos al parque, bañarse con ellos en la piscina o jugar a las palas en la playa”. Y continúa: “¿La consecuencia de tanto escapismo? Que papá es muy simpático y mamá muy antipática”. ¿Muy simpático para sus hijos un padre que jamás juega con ellos?
            El problema de tantos descosidos –hay más, bastantes más– es que acabamos no creyéndonos nada de lo que se nos cuenta. Félix, el hombre ejemplar, solo es ejemplar porque ayuda en las tareas de la casa, cosa no demasiado meritoria, ya que está parado y su mujer trabaja. Alguna de esas tareas –reformar el cuarto de baño, en lugar de llamar a un profesional– no parece especialmente ejemplares: se trata de personajes adinerados.
            Javier Gomá no parece haberse dado cuenta que, en el trasfondo de su comedia, está un tema tan viejo como el mundo: los celos entre hermanos (en este caso, cuñados), la tragedia de Caín y Abel, la envidia  (en el Abel Sánchez de Unamuno se trata de una pareja de íntimos amigos), un tema que no es exactamente el del daño que causan las buenas compañías frente a las malas.
            Y hay otro asuntillo, muy evidente en su obra, que Gomá pasa por alto, pero que podría haberle dado mayor complejidad a su comedia (aunque quizá la alejaría de lo que él entiende por un “teatro sano que dignifica la vida”). En la escena tercera del tercer acto, por motivos que no vienen al caso, Félix, el cuñado ejemplar, se ha acostado al lado de Tristán, el protagonista. Los dos duermen. De pronto, Tristán se despierta, cree que ha vuelto con él su mujer: “Tristán acaricia amorosamente el cuerpo de Félix y este se despierta y empieza a hacerse cargo de la situación pero permanece inmóvil con los ojos muy abiertos”. Pasa un rato: “Tristán acaricia con más pasión a Félix y amaga un abrazo”. Félix se aparta y dice “con voz meliflua imitando la de Lola”, según se indica en la acotación: “Déjame”. Solo Javier Gomá no ve, en este dejarse hacer durante un largo rato, lo que todos vemos.
            ¿Es un disparate Quiero cansarme contigo? Es el primer acercamiento a la comedia de un pensador brillante y ocurrente, pero lastrado por sus prejuicios ideológicos y por su afán de sistematizar su pensamiento.
            La “carpintería” teatral se le resiste un tanto: sobran los apartes redundantemente ensayísticos y no hace falta que toda la peripecia se amontone en veinticuatro horas, como en la época neoclásica.
            Quiero cansarme contigo –un título entre Juaristi y Muñoz Seca– es una obra ambiciosa y fracasada, pero también sugerente, divertida y fértil, con un trasfondo más complejo de lo que el autor –tan ingenioso, tan seguro de sí mismo–  ha sabido ver.