sábado, 31 de diciembre de 2016

José Mateos, poesía y nada más


Otras canciones
José Mateos
Pre-Textos. Valencia, 2016.

Un título anodino y un prólogo poco afortunado, encubren uno de los libros de poesía más memorables que se hayan publicado en los últimos años. El prólogo parece darnos a entender no son más que un apéndice a Un año en la otra vida, especie de dietario espiritual, incluso “el lector de estos poemas se encontrará con no pocas anécdotas que aparecían en aquel libro”. Afortunadamente los lectores de poesía suelen saltarse el prólogo, casi siempre prescindible “captatio benevolentiae” (en este caso, ni eso) y entrar directamente en los poemas.
            Las canciones de José Mateo parten en su mayoría de una mínima anécdota, pero en seguida dan el salto a otra realidad, o a otras dimensiones inéditas de esta misma realidad.
            “Las cosas” se titula muy guillenianamente –aunque José Mateos resulte poco guilleniano– el primer poema: “Como si tuvieran alma / habitar entre las cosas / –la silla, el lápiz, el vaso…– / y que las cosas no estorben, / como cuando / cae la nieve / y, entrando más en sí mismo, / el mundo desaparece”.
            “De prodigio y de nada” están hechos estos poemas de la primera sección del libro, “Tanta verdad”. Uno de ellos, el titulado “Para Luisa”, puede considerarse un microrrelato de fantasmas: “Estuviste conmigo / paseando la tarde / por el camino  blanco. / Después, / Volví a enterrarte”.
            “Lecturas” –glosas, homenajes– se titula la segunda sección del libro. Nietzsche, Vladimir Holan, Emily Dickinson, el romance del prisionero que no dice su canción “sino a quien conmigo va”, la Odisea, los Evangelios y un poema que parece reducirse al mínimo, como tantos otros del libro, y que quizá resulta el más inolvidable, “Tarde de verano leyendo a Chéjov”: “Si yo estuviera muerto, / hoy no podría / saborear mi infancia en estas uvas / y leerme en tu libro. / Todo es así de simple. / Y lo olvidamos”.
            “Apuntes del natural” nos hablan del hinojo, del girasol, del crisantemo, también de los estorninos, del jilguero, de la luciérnaga… Poemas hechos de un trazo, que nunca incurren en la obviedad, que nos permiten ver el mundo de otra manera, fijarnos en lo que nos pasa inadvertido.
            A la parnasiana y modernista écfrasis –recordemos a Manuel Machado– remiten los poemas de “Paseo por el museo del Prado”, que nada tienen sin embargo de la frialdad parnasiana o del sonsonete modernista. El gozo de vivir de Rubens: “Sabes que la alegría / no puede estarse quieta: / frunce las ropas, / contorsiona los cuerpos / y levanta / los brazos / como señal de asombro. / Otros miran el cieno y los gusanos, / y tú la exuberancia / de la vida que brota en cualquier parte”. El expresionismo de Goya: “Pintaré los murciélagos del odio / y los perros que tiñen de oscuridad y sangre / las páginas de Historia. / Pintaré mamarrachos y discordias. / Porque el mal que hace uno / es de un color que nos acusa a todos”.
            En la sección última, “Aquí y más allá”, junto a apuntes paisajísticos, se disimulan dos o tres espléndidos poemas de amor. Termina el libro con una “Canción de lo que está por decir”: “Palabra / aún por decir / que dice / y no dice, que sabe / lo que nunca se sabe”.
            En el prólogo, parafraseando a Bécquer, se refiere José Mateos a dos tipos de escritores: los que creen “en la palabra, en los nombres, en el lenguaje”, los que “hacen literatura y nunca salen de ella”, y los otros “para los que el lenguaje nunca es suficiente, que sienten que lo que tienen dentro, lo que tienen que decir, nunca podrá ser dicho con palabras, y van dando palos de ciego en los muros del idioma y abriendo a veces agujeritos por donde entra un hilo de claridad, un filillo de una luz que no parece de este mundo”.
            Esa luz “que no parece de este mundo” es la que ilumina la mayoría de sus canciones.  

sábado, 24 de diciembre de 2016

El enigma Feltrinelli


Senior Service. Biografía de un editor
Carlo Feltrinelli
Anagrama. Barcelona, 2016.

Pocos libros ofrecen en principio menos interés para el lector común que la biografía de un editor escrita por su hijo. Pocos libros, en cambio, más apasionantes que Senior Service, la biografía de Giangiacomo Feltrinelli escrita por su hijo Carlo, actual presidente del grupo Feltrinelli.
            Para entender la historia de una época clave, los años sesenta, los de los movimientos de liberación en el tercer mundo, los de la revolución cubana, los del terrorismo en Italia y Alemania, hay que leer este libro, que mucho tiene también de novela de suspense.
            En marzo de 1972, junto a un poste del tendido eléctrico cercano a Milán, aparece el cadáver de un hombre destrozado por una bomba. No tarda en averiguarse quién era: el editor, millonario, activista político, Giangiacomo Feltrinelli. ¿Cómo había llegado hasta allí? A esa pregunta trata de responder el autor de Senior Service, que entonces tenía diez años y cuya fotografía el padre llevaba en la cartera y fue uno de los indicios que sirvieron para reconocerle.
            Feltrinelli había nacido en 1926 –el mismo año que Fidel Castro, tan importante en su evolución ideológica– y su padre era uno de los principales financieros de la Italia de Mussolini. El padre murió joven, la relación con la madre, que pronto se volvió a casar, no fue nunca buena. Los primeros capítulos de Senior Service están dedicados a la novela familiar. Incluye fragmentos de las memorias de Giannalisa, la abuela paterna, nunca publicadas, todo un personaje. Más madrastra que madre, disputaría la herencia a su hijo y le sobreviviría largos años. Merecería otro libro, que no resultaría menos apasionante.
            El hombre que terminó muerto por la bomba que pensaba colocar, se enroló con los partisanos en plena adolescencia y desde siempre estuvo muy interesado por la historia del movimiento obrero. Creo en Milán la Biblioteca Feltrinelli, que en seguida se convirtió en un centro de referencia por la riqueza de su contenido documental.
            Aunque afiliado desde temprana edad al partido comunista, antes que militante político era empresario. En 1954 creó la editorial Feltrinelli, que no tardaría en llegar a ser una de las principales de Italia. Pronto le añadió una cadena de librerías y sus ideas novedosas sobre el negocio del libro todavía siguen teniendo validez.
            En 1957 tuvo lugar su primer gran éxito editorial, la publicación de la novela de Pasternak El doctor Zhivago. Las peripecias a que dio lugar la edición de ese libro constituyen otra novela, que Carlo Feltrinelli cuenta muy bien, con abundancia de datos inéditos. Se trata de una historia casi tan apasionante como la que cuenta Pasternak, una capítulo de la historia universal de la infamia y la estupidez. Y eso que apenas si se alude a la intervención de la CIA en la primera aparición de la edición rusa de la novela, la que en la exposición universal de Bruselas se distribuía desde el pabellón del Vaticano, situado frente al de la Unión Soviética.
            Otro gran éxito fue la aparición al año siguiente de El Gatopardo, la novela póstuma de Lampedusa, pero en este caso el autor tiene menos datos novedosos que ofrecer.
            Los capítulos dedicados a las visitas de Feltrinelli a Cuba y a sus encuentros con Fidel Castro resultan no menos apasionantes que los dedicados al caso Pasternak, un laborioso enredo que finalmente motivó su ruptura con el partido comunista italiano, demasiado burocratizado y obediente a los deseos de Moscú. El castrismo era otra cosa. Feltrinelli se dejó seducir por la figura del Barba Suprema, como le llama en alguna carta, aunque no deja de subrayar su carácter desmesurado e histriónico. El pretexto para el encuentro fue la posible publicación de una autobiografía de Fidel. Ambos se cayeron en gracia: el líder cubano en seguida se dio cuenta de lo útil que podría ser  aquel culto millonario italiano que quería poner su talento y su fortuna al servicio de la revolución; a Feltrinelli se le subió a la cabeza el hecho de charlar de tú a tú con un Jefe de Estado y poder intervenir en la historia del mundo.
            Desde 1967, año en que fue a Bolivia tras las huellas del Che y llegaría a ser detenido, se convirtió en un embajador oficioso de la revolución cubana y en uno de los principales financieros de la los movimientos revolucionarios europeos. Desde la perspectiva actual es fácil ver en qué se equivocaba. Carlo Feltrinelli se esfuerza por entender sus motivaciones, por no apresurarse a juzgar. El ilusionado mundo en ebullición de 1968 no era el mundo de hoy.
            En 1969, tras los atentados de Piazza Fontana en Milán, Feltrinelli pasó a la clandestinidad. Comenzó a difundirse el rumor de que estaba tras ellos y temió ser detenido. Pronto se supo que los autores eran neofascistas.
            Feltrinelli fue uno de los protagonistas de los “años de plomo” italianos. Creía que se preparaba un golpe de Estado y que la única manera de evitarlo consistía en la lucha armada. En uno de los primeros atentados de las Brigadas Rojas, la pistola utilizada había sido comprada por él. Creó su propio grupúsculo de acción directa. Y no se limitó a dirigirlo, como bien sabemos por su final.
            Era un hombre contradictorio que se casó cuatro veces, que gustaba de la buena vida, que posó como modelo en una revista de moda masculina, que dirigía con tino y mano firme sus negocios, que le escribía conmovedoras cartas a su hijo mientras estaba en la clandestinidad.
            Carlo Feltrinelli –a la vez que recrea las ilusiones y las contradicciones de un mundo que nos parece remoto, pero que es de ayer mismo y resulta imprescindible para entender el mundo de hoy– nos cuenta, con rigor y objetividad, con sus luces y sus sombras, la enigmática historia de un personaje extraordinario. También con contenida emoción. No en vano se trataba de su padre.

            

sábado, 17 de diciembre de 2016

Curzio Malaparte entre Moscú y Capri


Baile en el Kremlin y otras historias
Curzio Malaparte
Traducción de Juan Manuel Salmerón Arjona
Tusquets. Barcelona, 2016.

            En 1929, Curzio Malaparte, director de La Stampa, uno los diarios más prestigiosos de la Italia fascista, pasó unas semanas en la Unión Soviética, país que entonces fascinaba a los intelectuales y también, extrañamente, a Mussolini. Las crónicas que envió desde se reunieron en el libro Inteligencia de Lenin y la experiencia rusa le serviría para algunas de sus más destacadas obras, como Técnica del golpe de Estado o El Volga nace en Europa.
            No contento con ello, mucho tiempo después, quiso continuar el éxito de Kaput y de La piel, con Baile en el Kremlin, novela-reportaje que volvía sobre el filón de aquellas al parecer inagotables experiencias moscovitas.
            Aunque en 1948 firmó un sustancioso contrato con Gallimard, aunque trabajó en él durante años, Curzio Malaparte no fue capaz de concluir Baile en el Kremlin. Su intención era convertirse nada menos que en el Marcel Proust de la nueva sociedad creada tras la revolución soviética. En su opinión, había dado lugar, como en el caso de la revolución francesa, a una nueva aristocracia, con Stalin ocupando el papel de Bonaparte. Otros de los títulos que barajó para la nueva novela eran Du côté de chez Stalin o Las princesas de Moscú.
            Lo que queda de aquel empeño –un prólogo y cinco capítulos– constituye la primera parte de Baile en el Kremlin y otras historias, un volumen heterogéneo que necesitaría algunas precisiones más que las que ofrece Enrico Falqui en el desganado epílogo.
            ¿Lo que queda? La edición italiana de Il ballo al Kremlino, publicada en  2012 al cuidado de Raffaella Rodondi, lleva el subtítulo de “Materiale per un romanzo” y ocupa más de cuatrocientas páginas; la española, no llega a las cien.
            Insiste Malaparte –como en Kaput, como en La piel– en la veracidad de sus imaginaciones: “En esta novela, que es un fiel retrato de la nobleza marxista de la Unión Soviética, de la haute société comunista de Moscú, todo es real: las personas, los hechos, las cosas, los lugares. Los personajes no son hijos de la fantasía del autor, sino que están retratados del natural y tienen su propio nombre, su propio rostro, sus propias palabras, sus propios gestos”.
            Pero los biógrafos de Malaparte, el más reciente Maurizio Serra, han demostrado que el escritor no llegó a conocer personalmente a algunos de los más destacados personajes de su libro, que no siempre estuvo donde dice que estuvo, que buena parte de lo que cuenta como experiencia personal son experiencias que le ocurrieron a otros.
            Curzio Malaparte fue un brillante mixtificador, capaz de ser fascista y antifascista, comunista y anticomunista, según conviniera en cada momento. Se inventó un personaje en sus libros, casi siempre de apariencia autobiográfica, y fuera de los libros.
            Baile en el Kremlin estaba condenado al fracaso. Proust convivió toda su vida–era uno de ellos– con la sociedad que retrata En busca del tiempo perdido; Malaparte estuvo en Rusia poco más de un mes y aunque su capacidad para convertir un gramo de experiencia en un kilogramo de literatura resultaba proverbial no fue capaz de superar el titánico empeño que se había propuesto.
            Una tragedia italiana, también incluida en este volumen, representa otro de sus fracasos. Se trata de una novela que comenzó a publicarse por entregas a lo largo de 1939 y que quedó incompleta. En este caso se trataba de hacer un análisis de la nueva sociedad creada por el fascismo y el modelo de Proust –Malaparte siempre aspiró a emularle, como luego Truman Capote– se entremezcla con ciertas técnicas propias de la novela intelectual, a lo Aldous Huxley, y de la novela policial.
            En el resto del volumen alternan los cuentos, como “Los cazadores de moscas”, con fragmentos sin demasiado sentido y quizá prescindibles (su lugar más adecuado sería el apéndice de algún estudio sobre el autor). “El ídolo” se inicia como un convencional relato realista sobre un oficial y una veintena de soldados que, en el verano de 1943, han de defender la costa calabresa de un desembarco inglés;  poco a poco se va convirtiendo en una parábola sobre el absurdo y el sinsentido del régimen mussoliniano.
            Comienza Baile en el Kremlin con una suntuosa recepción en la embajada inglesa de Moscú; termina con unas desoladas páginas autobiográficas: “Mi madre había muerto hacía poco y yo, siguiendo sus deseos, había decidido no regresar a París. Me encerré en mi casa de Massullo, en Capri, y traté de escribir, de trabajar, de acabar el libro que había empezado en Jouy-en-Josas”. Lo que queda de ese libro que no fue capaz de escribir (“Pero algo se había quebrado en mí, algo se había apagado en mi cabeza”), junto a los restos, a veces deslumbrantes –como las dos páginas dedicadas a Nápoles en “La muerte en Capri”–, de otros fracasos, es lo que podemos leer en este volumen, tan descortésmente editado (un ejemplo de lo que André Schiffrin llamó “la edición sin editores”).
            Se trata de una recopilación que quizá solo tiene sentido traducir, cuando estén accesibles para el lector español las principales obras de Curzio Malaparte, como una una propina para sus admiradores más fieles.

sábado, 10 de diciembre de 2016

Buero Vallejo y Vicente Soto, vidas cruzadas


Cartas boca arriba. Correspondencia (1954-2000)
Antonio Buero Vallejo / Vicente Soto
Fundación Banco Santander. Madrid, 2016.

 Los epistolarios entre escritores suelen tener fundamentalmente un valor documental. Son útiles para el biógrafo o el estudioso, pero a menudo carecen de interés para el lector común. No es el caso de Cartas boca arriba, el volumen que contiene la correspondencia intercambiada a lo largo de medio siglo entre el dramaturgo Antonio Buero Vallejo y el narrador Vicente Soto.
            Se conocieron a finales de los cuarenta en una tertulia que se reunía en el Café Lisboa, cercano a la Puerta del Sol. No fueron los únicos integrantes de la tertulia que alcanzaron renombre posterior. El novelista Francisco García Pavón, el lingüista (y poeta) Emilio Alarcos, el editor Arturo del Hoyo o el reciente Premio Nacional de las Letra, Juan Eduardo Zúñiga, el único que sigue vivo, fueron otros de los contertulios. Casi todos ellos eran republicanos que capeaban como podían las exigencias del nuevo régimen. Buero llegó a la tertulia recién salido del penal de Ocaña; tras la guerra civil, había llegado a estar condenado a muerte.
            Las trayectorias literarias del dramaturgo y el narrador fueron muy disímiles. El primero, como es bien sabido, tras el rotundo éxito de Historia de una escalera, no tardó en convertirse en la figura más prestigiosa del teatro español de posguerra; el segundo, estuvo siempre en segundo plano, a pesar del premio Nadal que se le concedió en 1967 a su novela La zancada.
            Vicente Soto se trasladó a vivir a Londres en 1954. Ese alejamiento de la escena literaria española puede explicar que no se le considerara nunca del todo “uno de los nuestros”; este epistolario da buena cuenta de sus constantes esfuerzos por lograr el sitio que creía merecer. 
            Visto de cerca, el éxito creciente de Buero Vallejo –desde el premio Lope de Vega hasta el Cervantes– no fue tal, también tuvo sus altibajos. En las cartas se lamenta con frecuencia del escaso eco de su teatro en el extranjero y de la pronta desatención –luego convertida en rechazo– por parte de los más jóvenes y de la crítica de izquierdas. Pocas cosas le dolían tanto como que se tildara al suyo de teatro burgués, complaciente con el régimen. En una carta de junio del 69, cuenta que “un grupo de gilipollas que despotrican contra la sociedad de consumo mientras consumen con la ayuda de sus acomodados papás”, durante una representación en el Teatro Oficial de Cámara y Ensayo, lanzó unas octavillas en las que se leía: “Estamos hartos de los Casona, los Buero, los Paso”.
            Pero no solo para la historia del teatro tiene interés este libro. Se lee también como una novela de dos personajes muy disímiles, pero complementarios. Vicente Soto está lleno de energía y entusiasmo; se ocupa no solo de promocionar su obra, sino también la de Buero, al que continuamente ofrece ideas para nuevos dramas (a él se debe, entre otros, el germen inicial de El sueño de la razón). Buero Vallejo pasa por continuos estados de desánimo. Comentado una de sus depresiones,  escribe: “Pero, brutalmente dicho, la cosa es grave: no hay ganas de vivir”.
            Una novela psicológica puede considerarse este epistolario y también una novela costumbrista. La primera carta de Vicente Soto –de 1954, cuando lleva tres meses fuera de España– es una loa a Inglaterra, un país del que se ha enamorado a primera vista. Pocos años después lo que le aterra es la posibilidad de que sus hijos y sus nietos sean ingleses. El deslumbrante paraíso se ha convertido en todo lo contrario: “Es horrible la muerte organizada de aquí, las viejas y los clubs de viejas de aquí, los salmos puritanos y las latas de carne vitaminada para los gatos, las herencias que se dejan a gatos, el monólogo de antropólogo que el inglés se pone para juzgar a pueblos que le dan sopas con honda, Bertrand Russell haciendo el idiota y sentándose en las aceras, la propaganda martilleante para forjar todo lo que no tienen (comenzando por la idea de la familia y terminando por la democracia)”.
            El largo análisis que Soto dedica al fenómenos de los Beatles –“cuatro cretinos con flequillo”– es quizá lo más divertido del volumen. Resulta tan desatinado  como cuando advierte al dramaturgo en 1958: “Te supongo enterado de que la televisión se ha cargado del modo más espectacular y catastrófico a la industria del cine. Es ya un hecho”.
            Francisco García Pavón, el creador de la novela policíaca a la española, otro de los integrantes de la vieja tertulia del Lisboa, es presencia contante en estas páginas, pero como antagonista al que ridiculizar (incluso se le cambia el nombre y se le llama “Pavorro”): se le acusa de ambicioso, de adulador, de intrigante.
            Novela costumbrista, novela psicológica, historia e intrahistoria de unos años cruciales de la vida española, todo eso son estas Cartas boca arriba, ejemplarmente editadas por Domingo Ródenas: evita las notas que interrumpen la lectura, las divide en cinco partes que se corresponden con otras tantas etapas, nos da los datos esenciales en un breve prólogo y en la introducción a cada una de esas partes. Hace lo que debe hacer un buen editor y olvidan tan a menudo los críticos académicos: ponerse al servicio del texto y no convertirlo en un pretexto para lucir su erudición.
            El teatro de Buero Vallejo entró muy pronto en la historia del teatro español y muy pronto también, demasiado pronto, comenzó a ser historia antigua, cosa de otro tiempo. Del dolor que tal hecho dejó a su autor deja constancia este libro. Y de muchas cosas más, importantes unas, pequeñeces que dan color a una época otras. No se trata de una miscelánea menor, sino de una obra principal que añadir a la bibliografía de Buero Vallejo, de Vicente Soto y a la más estricta selección de los grandes epistolarios españoles.

martes, 6 de diciembre de 2016

Vicente Gallego, alacrán y nube


Cantó un pájaro
Antología esencial 2002-2016
Vicente Gallego.
Fondo de Cultura Económica. Madrid, 2016.

No es Vicente Gallego el único caso de un poeta que reniega de su poesía primera, a pesar del éxito entre crítica y lectores; el ejemplo de Juan Ramón Jiménez nos viene de inmediato a la memoria.
            Desde 1988, en que publica La luz de otra manera, Vicente Gallego se convierte en uno de los más destacados nombres de la generación de los ochenta, que él contribuye en buena medida a definir y consolidar. Otro libro suyo, La plata de los días (1996) es considerado por muchos como uno de los más emblemáticos de esa generación, que vino a romper con el hermetismo y el culturalismo de los novísimos para enlazar con la poesía elegíaca y cotidiana de los poetas del cincuenta.
            Al reunir su poesía en El sueño verdadero (2003), ya Vicente Gallego efectuó una radical poda y reescritura. Ahora en Cantó un pájaro llega más allá y reniega de su etapa inicial por completo. Se debe ello no solo a un cambio de su orientación estética, sino a algo más profundo: una auténtica conversión vital, que Antonio Moreno nos explicita en unas páginas que aúnan la complicidad amical con la inteligencia crítica.
            La nueva etapa comienza a insinuarse en Santa deriva (2002) y por eso tal libro forma parte de las dos recopilaciones, aunque en la segunda aparezca solo con unos pocos poemas muy revisados (o “revividos”, como diría Juan Ramón Jiménez).
            Basta comparar el primer poema del libro en una y otra versión para darse cuenta del sentido de los cambios. Los veintidós versos de “Delicuescencia” se reducen exactamente a la mitad. El poeta ha tachado todo lo que le parecía redundante, incluso versos que algún lector echará de menos: “Delicuescencia pura y noble sois, / blancas nubes serenas, / felicidad sin causa / bajo el cobre encendido de este sol impasible”. Pero el poema gana reducido a lo esencial, sin la más mínima grasa retórica.      Y el experimento podemos hacerlo con cualquier otro de los poemas de ese libro. En la versión inicial de “Escuchando la música sacra de Vivaldi”, la estrofa primera decía así: “Como agua bendita, / como santo rocío tras la noche de fiebre / lava el alma esta música con su perdón sincero, / fluyente arquitectura que en el aire vertebra / la ilusión de otra vida /salvada ya para gozar la gloria / de un magnánimo dios”. Ahora toda esa hermosa tirada de versos queda reducida a los tres primeros. ¿Para qué más? Pero hace falta mucho valor para atreverse a tachar versos que han tenido entusiasta aceptación.
            El renacido Vicente Gallego –más próximo al magisterio de César Simón que al de Claudio Rodríguez, contra lo que pudiera parecer–  es un poeta de la naturaleza sin historia, del puro gozo de existir. Lo que él canta es lo que tienen en común el alacrán y la nube, el hombre y las hierbas del campo. El tono elegíaco –tan característico de su poesía anterior– ha sido sustituido por el hímnico: en su nueva visión la muerte parece ser otro de los nombres de la vida y el tiempo la versión de andar por casa de la eternidad.
            En libros como Para caer en sí (Diálogos en torno a la palabra de Nisargadatta Maharaj) ha explicitado Vicente Gallego el fundamento doctrinal, teológico podríamos decir, de su nueva actitud ante la vida (que no le impide, sin embargo, mantener sus contactos literarios y seguir coleccionando importantes galardones). Pero esas elucubraciones, confusamente sofísticas y ajenas al pensamiento racional, ni añaden ni quitan nada a los poemas, como tampoco lo hacen los comentarios de San Juan de la Cruz a la “Llama de amor viva” o al “Cántico espiritual”.
            Los mejores poemas de Vicente Gallego deben mucho a la intensidad del haiku. El poeta mira las cosas cotidianas y nos las hace ver de otra manera: “Una esquirla de sol / he encendido la mesa. / La cuchara está viva / tintinea en la taza. / Cuando no hay nada más, / cómo huele el poleo, / qué blancura el mantel”.
            Los poemas en prosa de Cuaderno de brotes se encuentran en la misma línea: “Tembloroso de hormigas, ebrio de soles, sumergido entre líquenes, este tronco se pudre. Quiero decir que su corteza se hermana con el suelo y llena el vientre del planeta, mientras aún su corazón, asomado a la noche, se está desposando con la luna. Belleza, podredumbre, ¿de qué hablamos? Una sola palabra, una, bastaría para cantar. Feliz el que enmudece ante sí mismo”.
            En el nuevo Vicente Gallego disuenan los poemas de desarrollo anecdótico y por eso sobran quizá textos en prosa como “Mercedes”, próximo al cuento, o el poema que sobre la muerte de San Juan de la Cruz.
            El mejor Vicente Gallego nos habla del humo de la leña, del caer de una hoja, del escorpión como un candelabro bajo el sol que achicharra y de la brizna de hierba que basta para salvarnos. Hay otro, un reiterado predicador, un converso a orientales y oscuras evidencias, que interesa bastante menos (y que a veces no acabamos de creernos), pero que se salva en los poemas más breves, cuando se limita a asombrarse ante la maravilla del mundo o a insinuar una verdad radical que no necesita de explicaciones.
           

            

sábado, 3 de diciembre de 2016

Lêdo Ivo, infancia y confesiones


Isla de mí. Prosa escogida.
Lêdo Ivo
Edición de Martín López-Vega
Saltadera. Oviedo, 2016.

En sus últimos años, el poeta brasileño Lêdo Ivo (1918-2012) estuvo muy ligado a España, hasta el punto de que algunos de sus libros se publicaron en nuestro país antes que en el suyo. La traducción de esos libros –Calima, Aurora y Relámpago, este último ya póstumo– estuvo a cargo del también poeta Martín López-Vega, quien ahora nos ofrece una selección de la prosa autobiográfica y crítica del escritor.
            Isla de mí –el título se debe al traductor y editor– es uno de esas obras misceláneas, desiguales y llenas de encanto. Comienza con una pequeña obra maestra, “Álbum de familia”, memorias de infancia y adolescencia que ponen en pie un mundo mítico que nos recuerda a los grandes narradores del realismo mágico. Es el texto más extenso y solo por sí mismo justificaría el volumen.
            Pero no todos los textos de la primera parte, “Raíz”, están a la misma altura. Algunos parecen solo prescindibles apuntes costumbristas, como el titulado “Lágrima y adulterio”, que comienza con una de esas afirmaciones rotundas y falsas que tanto abundan en los memorialistas cuando contraponen el hoy al ayer de su juventud: “La vida actual ha matado a la muerte. Ya nadie llora en los entierros”. La segunda frase solo es cierta si se refiere al llanto venal de las plañideras; la primera es una falsedad, salvo que se interprete muy metafóricamente.
            Lêdo Ivo no es un pensador y sería erróneo por eso leer como análisis del mundo contemporáneo el capítulo “Poesía y globalización”, que cierra el volumen. Habla en él de sí mismo, no de una realidad que ha dejado de entender: “Siento que, en el inesperado e indeseado rito de paso de la galaxia Gutemberg a la edición electrónica e Internet, mi identidad se deshace o se deshoja. Dejo de ser yo mismo. Es como si tuviera que ser por fuerza fragmentado o incluso descuartizado para alcanzar el otro lado del río”.
            Martín López-Vega, que conoció al escritor en los últimos años y le acompañó a menudo en sus paseos por Madrid, indica en el prólogo que este libro constituye un fiel reflejo de lo que era la conversación del anciano poeta, caracterizada por “su curiosidad ilimitada, su gusto por la historia bien contada que no desprecia los géneros menores como el chiste o el cotilleo”.
            Los recuerdos de la iniciación literaria, de las primeras lecturas absorbentes, de los escritores que admiró y trató en su adolescencia, se encuentran no solo en la primera parte del libro, sino también dispersos por las otras dos.
            “Archipiélago” reúne los textos breves que oscilan entre el aforismo y la ocurrencia, el apunte autobiográfico y el mínimo poema en prosa. Algunos ejemplos: “Verano. El mar canta como una cigarra”, “Inteligencia, disfraz del instinto”, “Dios no es teólogo”, “Quien muere mata a la muerte”, “Los hombres son perros que lamen los huesos del día”, “Soy lo que el lenguaje me permite ser”.
            La tercera parte, “Constelación”, reúne textos relacionados con la crítica literaria. Pero Lêdo Ivo no es un profesor, ni un aséptico estudioso. Nos habla siempre desde su perspectiva de lector. Se ocupe de Kafka o de Dostoyevski, a los que obviamente no pudo haber conocido, de Ungaretti o de Clarice Lispector, con los que tuvo trato personal, acierta siempre a darnos un punto de vista inédito en el que no faltan las referencia autobiográficas.
            Con la obra miscelánea y aparentemente menor de uno de los poetas mayores de nuestro tiempo –Confesiones de un poeta, El último de la clase, Poesía observada, El ayudante del mentiroso--, ha construido Martín López-Vega un libro nuevo, un “autorretrato en teselas”, que se lee como quien escucha la fascinante conversación de un anciano en la que no importan mucho ni algunas repeticiones (que son como los ritornelos de la música) ni las diatribas contra una realidad, la del mundo contemporáneo, que no acaba de entender del todo. Importan más la experiencia leída, la sabiduría vivida, el inagotable encanto.

sábado, 19 de noviembre de 2016

Rafael Reig, parodia de manual


La cadena trófica
Manual de literatura para caníbales II
Rafael Reig
Tusquets. Barcelona, 2016.

La cadena trófica, desde las líneas iniciales, se nos presenta como una saga familiar escrita en primera persona: “Me llamo Benito Belinchón y soy el último de mi sangre sobre la tierra”. Los antepasados de Benito Belinchón conocieron a Espronceda, a Galdós, a García Lorca y desde su punto de vista desenfadado y desmitificador nos enteramos de algunos de los entresijos de la historia de la literatura.
            El problema es que el autor se olvida pronto del punto de vista adoptado y la historia de una familia se entremezcla con un manual alternativo –los capítulos terminan con un apartado de “Ejercicios prácticos” y otro titulado “Para saber más”– que de ninguna manera podría haber escrito un Benito Belinchón que se pasó la vida embarcado y ocupado en servir de alivio erótico a la marinería.
            Rafael Reig no es un principiante, así que los errores de principiante que comete sin duda son deliberados. Algunos –como abundantes notas informativas que prescinden de la comicidad habitual en el texto– dejarían de serlo si las memorias de Benito Belinchón se nos presentaran, dentro de la ficción, como editadas por un erudito contemporáneo. Tras la frase “hay muchos más chiflados dentro que fuera de Leganés”, se explica en nota, como en las ediciones escolares que algunos llaman críticas: “El célebre manicomio de Leganés se inauguró con el nombre de Casa de Dementes de Santa Isabel en 1851. Su degradación fue muy rápida, no tuvo abastecimiento de agua potable hasta 1912…” y continúa así con otras precisiones que fácilmente podemos encontrar en la Wikipedia.
            Pero Rafael Reig no caricaturiza a ningún erudito a la violeta como autor del manual que entremezcla confusamente con las memorias de Benito Belinchón y por eso es a él a quien debemos atribuirle los errores. “El teatro romántico es, en general, legible y a veces hilarante en su truculencia: El estudiante de Salamanca, Don Álvaro o la fuerza del sino, Don Juan Tenorio, etcétera”. En los ejercicios prácticos, le pide a los alumnos que expliquen “el éxito prolongado y multitudinario” del Don Juan frente al “relativo fracaso” de la obra de Espronceda. Pero El estudiante de Salamanca no es una obra de teatro, así que mal puede competir con el Tenorio, sino un largo poema lírico-narrativo al que el autor llama “cuento”.
            De oídas parece escribir Rafael Reig cuando señala más de una vez que Rubén Darío comienza sus memorias con el recuerdo de que un tío suyo “le llevó en una expedición a caballo para que conociera el hielo” y converte a García Márquez en voluntario o involuntario plagiario. El primer recuerdo de Darío es otro (“Un día yo me perdí. Se me buscó por todas partes”), aunque ciertamente más adelante encontramos la frase a la que alude Reig: “Por él aprendí, pocos años más tarde, a andar a caballo, conocí el hielo, los cuentos pintados para niños, las manzanas de California y el champaña de Francia”.
            No importan demasiado estas minucias eruditas, y menos en un libro que se vende como novela (un género en el que cabe cualquier cosa), pero no me resisto a dejar de señalar que en la disparatada semblanza que hace de Azorín –quizá la más desquiciadamente gratuita del libro– indica lo siguiente (teóricamente quien lo escribe es Benito Belinchón, pero seguro que, a esas alturas del libro, el autor ya ni siquiera se acuerda de ello): “En 1910, el jueves 19 de mayo, Azorín publica en ABC un artículo titulado ‘Dos generaciones’; allí es donde habla por primera vez de la que se acaba de inventar, a la que llama ‘generación del 96’. Más tarde la denomina ‘generación del 97’. No se aclara. Son tanteos”. Para dar tantas precisiones Reig-Belinchón está mal informado. “Allá por 1896 vinieron de provincias a Madrid algunos muchachos con ambiciones literarias y se reunieron aquí con otros que comenzaron a escribir”, comienza su artículo. Más adelante se refiere “a la generación literaria que se inició en 1896”, pero sigue sin darle nombre, algo que ocurre después y que tampoco tiene demasiado importancia. Las confusas ideas sobre las generaciones literarias de Reig-Belinchón (que solo exageran un poco las de ciertos estudiosos anticanon) obligarían a algunas precisiones. No es el momento.
            El tono ensayístico, más o menos desenfadado (el autor se pone serio cuando habla de César Vallejo), no es el único de La cadena trófica. Hay pasajes brillantes en que se compara la historia literaria con la historia natural (se habla de termitas, ornitorrincos, aves de cetrería) y otros de una comicidad que hará las delicias de quienes gustan de los apolillados chistes de Jaimito y de películas sobre adolescentes en celo al estilo de Porky’s: Emilia Pardo Bazán, en una reunión literaria, masturba por debajo de la mesa con un pie a Galdós y con el otro a Menéndez Pelayo; Azorín, que todavía se firma José Martínez Ruiz, “suda copiosamente al saber que don Benito se acuesta con una norteamericana y tirita cuando se corre la voz de que se ha tirado a S. M. la reina”.
           ¿Hace falta seguir? Junto a estos ejemplos resulta venial que nos presente a Luis García Montero y a Almudena Grandes abrazados y cantando: “Benet y vamos a todos con flores a Marías”. O la burla de una entrevista a Pérez-Reverte, tan fuera de lugar en unas supuestas memorias de una tal Benito Belinchón como casi todo lo demás.
            Continúa Rafael Reig con La cadena trófica el “manual de literatura para caníbales” que había iniciado con Señales de humo. Si entonces se detenía en el siglo XVIII, ahora comienza con el siglo XIX y la llegada de los románticos. Ambos volúmenes pretenden ser, junto a una disparatada reescritura de la historia de la literatura española, una novela humorística y un libro de texto. Esos tres elementos, aparte de sus propias insuficiencias, están apresurada y descuidadamente ensamblados; eso hace que el lector medianamente atento –no el amable reseñista que continúa la publicidad por otros medios: en la solapa aparecen elogios de Carlos Pardo, Luis Alberto de Cuenca, Juan Cruz– se sienta pronto defraudado.


sábado, 12 de noviembre de 2016

Tumba revuelta: historias de la Fundación Cela


Tumba revuelta
Cara y cruz de la Fundación Cela
Editorial Renacimiento. Sevilla, 2016.

La literatura en torno a Camilo José Cela es, si no tan importante como la que él escribió, no menos abundante y con frecuencia igualmente disparatada.
            Sobre la tragicomedia de sus últimos años, abundantes en embrollos judiciales, conocíamos una versión, en la que los damnificados eran su primera mujer y su hijo, Camilo José Cela Conde, correspondiéndole a Marina Castaño el papel de malvada principal. Ahora Tomás Cavanna, que fue durante diecisieta años director gerente de la Fundación Camilo José Cela, nos cuenta otra versión de la historia. Lo hace con abundancia de datos, con una minuciosidad a ratos algo repetitiva, cargado de razones.
            La Fundación se creó en 1986. Se trataba de una fundación privada a la que donó sus manuscritos, su biblioteca, su archivo personal, sus medallas conmemorativas y también su colección de orinales. Una fundación privada que se nutría de dinero público y de donaciones de bancos y grandes empresas. En los primeros años, mientras el escritor vivió y gobernaba Galicia su amigo Manuel Fraga, todo fue bien. Luego llegó la crisis económica, desaparecieron Fraga y Jaume Matas de la política, algunos de sus mejores mecenas privados, como Mario Conde, fueron a la cárcel, y todo comenzó a ir mal. En 2010 la Fundación se convirtió en pública pasando a depender de la Xunta de Galicia, sin que eso supusiera el fin de su deterioro.
            Tomás Cavanna defiende su gestión, bien remunerada (unos siete mil euros al mes), pero no puede dejar de señalar que la Fundación estuvo mal planteada desde el principio, que toda ella dependía de los caprichos y de las relaciones del escritor, cuya obsesiva megalomanía se iba acentuando con los años. “Tú no eres un hombre, eres un Nobel” parece ser que le susurraba cada noche al oído Marina Castaño. Y mientras hacía y deshacía a su antojo, una corte de aduladores le reía las gracias.
            Los problemas judiciales pronto comenzaron a ocupar la primera página de los periódicos. El primero tuvo que ver con la devolución del manuscrito de La familia de Pascual Duarte, que Cela había donado a José María de Cossío y que este había decidido devolverle a su muerte. La Diputación de Santander, heredera de Cossío, se negó a hacerlo y Cela acabó llamando al Consejero de Cultura de la comunidad, en un acto público, “subnormal profundo”. Luego vinieron los problemas con el hijo, en el origen de los cuales había razones económicas, según se ocupa de subrayar Cavanna: “con el sueldo de docente de una universidad pública difícilmente se podía costear su gran afición por la náutica al más alto nivel”. Cuando la relación entre ambos se convirtió en un áspero enfrentamiento, Cela al parecer comentó: “Más que a un padre ha perdido a un armador”.
            En sus último años, Cela parecía cada vez menos un escritor y más un pintoresco personaje con modos caciquiles y comportamientos de otro tiempo. Tomás Cavanna dedica un capítulo a la malquerencia que el principal diario de entonces, El País, mostraba hacia el escritor, se detiene en la polémica con Julio Llamazares y Antonio Muñoz Molina (a este le dedicó Cela un artículo titulado “Pavana para un doncel tontuelo”), comenta la peripecia del Cervantes (ese premio que Cela tardó en recibir más de lo que soportaba su vanidad) y no da muchos detalles nuevos del enredo más sonado de todos: la acusación de plagio por su novela La cruz de San Andrés, que obtuvo el premio Planeta, todavía no resuelta judicialmente. Muerto el escritor, la acusación recae ahora sobre la editorial por un “delito contra la propiedad intelectual, supuesta estafa y apropiación indebida”.
            ¿Plagió Cela a una desconocida escritora gallega? Basta comparar una página cualquiera de La cruz de San Andrés con otra de Carmen, Carmela, Carmiña para darse cuenta de que tal afirmación es un disparate. Ciertas coincidencias argumentales hacen, sin embargo, sospechar que la trama de la novela, entonces inédita, de Carmen Formoso pudo servir de falsilla para las virguerías estilísticas del Nobel. ¿Le pasó alguien de la editorial, cuando le encargaron el premio (los premios Planeta se encargan a menudo), uno de los originales presentados al concurso por alguno de los cientos de ingenuos escritores que cada año sirven de coartada al amaño? La hipótesis no puede parecer más absurda, pero puede que resulte verdadera.
            Según Tomás Cavanna, todas las acusaciones contra la Fundación –por delito fiscal, desviación del dinero de las subvenciones a cuentas particulares, contratación de empleados domésticos con dinero público– tienen su origen en la enemistad de una vecina de Padrón, Lola Ramos, contra Marina Castaño. Ella estaría detrás de las denuncias, las manifestaciones, los continuos ataques periodísticos. Y la razón de tal comportamiento es que Marina Castaño se negó a retirar de La rosa, las memorias infantiles de Cela, unas afirmaciones sobre unos parientes de Lola Ramos que ella considerada ofensivas.
            Pero no es el pintoresquismo carpetovetónico, tan inseparable de Cela, lo que más abunda en estas páginas, que descubren incluso quién fue el autor de la puñalada en un reyerta de borrachos que le dejaría secuelas para el resto de su vida, sino los entresijos de la Fundación: los enfrentamientos en el Patronato; el papel que jugaron dos rectores de la Universidad de Santiago, Darío Villanueva (responsable, en gran medida, del buen hacer de los primeros tiempos) y Senén Barros, que inició el proceso de demolición; el supuestamente desleal comportamiento de los empleados; la poca fiabilidad de los políticos cuando no ven rendimiento electoral.
            Tumba revuelta deja a las claras cuánto de vanidosa megalomanía hay en ciertos alardes de generosidad y lo onerosas que acaban resultado determinadas donaciones gratuitas, hechas siempre para mayor gloria de quien las hace y de sus herederos.

            

viernes, 4 de noviembre de 2016

Pere Gimferrer, saldo de abalorios


No en mis días
Pere Gimferrer
Fundación José Manuel Lara. Sevilla, 2016.

Para un poeta oscuro es un grave riesgo escribir poesía clara: sus limitaciones quedan a la vista de todos. En el nuevo libro de Pere Gimferrer, aparecido medio siglo después de Arde el mar, hay poemas que remiten a la estética de ese título emblemático, poemas de amplio aliento gongorino, llenos de alusiones y elusiones, y de no fácil lectura, que parecen remitirnos a aquel momento inaugural. Pero hay también otros, casi mero ejercicio estilístico, que no acreditan la capacidad autocrítica del poeta y que no animan a tomar el libro demasiado en serio.
            El soneto alejandrino, titulado simplemente “Soneto” a la manera clásica, no pasa de ripiosa nadería; “Me leyeron las manos una noche de plomo. / Un café de París, oscura pulpería, / fue la noche de dagas que mi pecho pedía / y me crucificó con su espada hasta el pomo”. ¿Un café de París es una pulpería? ¿La noche de dagas nos crucifica con su espada? ¿Y que es eso de crucificar hasta el pomo? Hay también una gitana que lee “la sangría en la línea de vida” y “un silencio nocturno con fragor de batanes” (rima con “bataclanes”) para terminar con una “tempestad de flores quemándose en rondó”. En ningún taller literario habrían dado por buena esta involuntaria parodia. Tampoco los abundantes dísticos habrían pasado la criba menos exigente. El titulado “Cuca” dice así: “Me diste el alimento de la noche / y me has dado las prímulas del día”.
            Muy buena voluntad hay que poner para encontrar algún sentido, suponemos que satírico, a “Parlamentarismo 2016”: “La mona de Tetuán, el aire rojo, / la noche de los ángeles sin voz”. ¿Qué parlamento será ese lleno de ángeles sin voz?
            En las abundantes entrevistas promocionales que han acompañado la publicación de No en mis días –Gimferrer es ya una figura institucional y, como tal, más elogiado que leído–, el autor ha declarado que no pretende ser entendido por el lector, que no le importa que este no capte la mayoría de las referencias –en varios idiomas– que entreteje en sus versos. Pero el problema no es no entender (pocas referencias resisten una consulta en Google), sino el entender y que el poema no pase de un inconexo amontonamiento de brillantes abalorios. “Oboe sommerso”, como un libro de Quasimodo, se titula uno de los poemas. “Son tus nalgas pirámide de mármol”, comienza. Y todo él –con alusiones a Góngora y Sor Juana, a Sade y Piranesi– amontona metáforas sobre las “nalgas” (“punzón de luz de noche en Roma”, “sábana de plata / en mármol de palabras que es visión”), ninguna de las cuales ayudan a mejorar el absurdo comienzo: ¿qué nalgas son esas que tienen aristas y acaban en punta como una pirámide?
            Otro Gimferrer muy distinto, que nos remite al que en 1969 reunió con el título de Poemas lo fundamental de su obra en castellano, encontramos en “El Leteo” o “Teatro de sombras”, este último, con casi doscientos versos, el poema más extenso y ambicioso del libro.
            A la manera de Rubén Darío en Cantos de vida y esperanza (“Yo soy aquel que ayer no más decía / el verso azul y la canción profana”), Gimferrer recuerda en el primero de ellos su propia trayectoria: “¿Quién, como Pound, vadeó el Leteo, / o, como el mensajero del Tetrarca, / le puso proa en góndola de fuego?”.
            Contiene “El Leteo” pasajes espléndidos, dignos del mejor Gimferrer, pero el conjunto no parece sostenerse en pie. Algo semejante ocurre con “Teatro de sombras”, que comienza con una cita de “Piedra de sol”, de Octavio Paz, y que luego, entre abundantes digresiones, evoca el Madrid en guerra (“Pasionaria en las hojas de la luz, / Alberti y Bergamín enmedallados / por la sangre del día”).
            La mayoría de las referencias incorporadas por Gimferrer a sus poemas –aunque puedan deslumbrar al lector apresurado– resultan gratuitas, simple ocurrencia ocasional. Un perfecto ejemplo lo constituye el segundo verso de “Devanadera”: “Estos extraños días de San Pedro, / (San Pedro in Vincoli tiene a Moisés) / en Mallorca, indeciso entre verso, fúsil y subfúsil, / sagrados como en el libro de Hipócrates, / ya con los ojos de Cuca clavados / en este pecho…”
            Dejemos de lado a la inevitable Cuca del Gimferrer último (y a Javier Marías que se menciona luego). Si está hablando de los días de San Pedro en Mallorca, ¿qué sentido tiene indicar que “San Pedro in Vincoli tiene a Moisés”? Igual podría haber dicho que “San Pedro del Vaticano tiene el baldaquino de Bernini”.
            En algún caso esas referencias, además de gratuitas (y en el poema todo lo que no es necesario sobra), están equivocadas. “Too much Johnson”, tras una cita de la ópera Pagliaccio (“ridi, pagliaccio, e la giubba infarina” escribe Gimferrer; en el original: “ridi pagliaccio, vesti la giubba / e la faccia infarina”), añade este paréntesis: “(Tantos años atrás leí Autumno la giacca, / donde para el traghetto en la Accademia)”. No sabemos si lo que leyó fue un libro con ese título o un anuncio de ropa otoñal, lo que sí sabemos es que no pudo leerlo “donde para el traghetto en la Accademia” porque el “traghetto” es la góndola comunal que sirve para cruzar el Gran Canal en los lugares donde no hay puente y por eso no existe ninguna parada del traghetto en la Accademia.
            El esteticismo culturalista se complementa con alguna alusión política: “My Lai nos repite Casas Viejas, / mimetiza Guantánamo el gulag”. ¿Mimetiza Guántamo el gulag? No exactamente: en un caso se encierra a cientos de combatientes irregulares enemigos y en el otro a cientos de miles de ciudadanos soviéticos, en buena parte fervorosos comunistas.
            Pere Gimferrer nos recuerda el caso de Jorge Guillén, un poeta de obra exigente y escasa que se convirtió en un versificador profuso en cuanto dejó de ser poeta. Los lectores lo notaron de inmediato, pero hay críticos y estudiosos aún no se han dado cuenta. 

jueves, 27 de octubre de 2016

Cara y cruz de la crítica académica


Hacia la democracia. La nueva poesía (1968-2000)
Araceli Iravedra
Centro para la Edición de los Clásicos Españoles
Visor, Madrid, 2016.

No sabemos cuáles son los “negocios” del académico Francisco Rico que denunciaba Pérez-Reverte en una sonada polémica. Las sospechas apuntan hacia la colección de clásicos en que se integra la documentada antología de poesía contemporánea que firma la profesora Araceli Iravedra. Se explicarían así sus más disonantes peculiaridades, que comienzan poe el inadecuado título. Un estudio-antología que abarca el período 1968-2000, según se indica, no puede titularse Hacia la democracia, sino, todo lo más, Hacia el siglo XXI. Pero tampoco las fechas que indica el subtítulo resultan muy precisas: los poetas que incluye comenzaron a publicar antes de 1968 (alguno, incluso, para esa fecha ya había dado a conocer lo mejor de su poesía: es el caso de Pere Gimferrer) y continuaron haciéndolo después del 2000. La nota de solapa, firmada por el profesor Rico, habla de la inclusión de “adecuadas muestras de las traducciones y de la canción popular de la época”,   pero no hay ninguna muestra ni de las traducciones de Martínez Sarrión o de Jenaro Talens (o de la esplendida Segunda mano de Víctor Botas) ni de las letras de Serrat, Sabina o Radio Futura en esta antología, que quiere ser canónica, que “no busca arriesgar apuestas, sino confirmar valores”.
            Incluye treinta y cuatro poetas de dos generaciones: la de los nacidos entre 1939 y 1953, que incluye nombres tan disímiles como Leopoldo María Panero o Eloy Sánchez Rosillo, y la llamada “generación de los ochenta”, cuyo poeta “más relevante”, a jucio de la antóloga, sería Luis García Montero. De los autores que comenzaron a publicar en esa década, los dos más jóvenes son José Luis Piquero y Lorenzo Oliván, con los que concluye este sugestivo, aunque inevitablemente incompleto, recuento.
            Como ocurre con cualquier antología, resulta inevitable que queden fuera algunos nombres principales y que otros resulten intercambiables por poetas de similar interés; sobrar no sobra ninguno, aunque dos –Olvido García-Valdés y Ada Salas– quizá disuenen del conjunto.
            Y es que, curiosamente, aunque pretende ser histórica, no tomar partido por ninguna de las estéticas del período, la selección de Araceli Iravedra se inclina claramente por la que suele llamarse “poesía de la experiencia” (en el sentido amplio del término que ella explica en las páginas 80-101 de su prólogo) y que otros prefieren denominar “poesía figurativa”. Curiosamente, cuando un poeta ha pasado por distintas etapas –pensemos en el Guillermo Carnero, en Jenaro Talens, en Sánchez Robayna– la selección deja de lado, o apenas incluye, la producción más rupturista, la más próxima a la estética convencionalmente denominada “novisima”, para centrarse en la que se aproxima a la “vuelta al orden”, al culturalismo implícito y al tono experiencial de los ochenta.
            La introducción a cada poeta resulta impecable. Araceli Iravedra, conoce bien lo que la crítica ha dicho de ellos y sabe sintetizarlo adecuadamente. La selección de poemas, obra en buena parte de los propios autores, es amplia y, por lo general, representativa. Con buen criterio, no se señalan las posibles variantes de los poemas (esas indicaciones de si el poeta quita o pone una coma respecto de una edición anterior que algunos confunden con el rigor académico) y las notas aclaratorias van al final del volumen, sin interrumpir la lectura de los textos.
            Esas notas constituyen uno de los alicientes del volumen. Cierto que algunas pueden considerarse prescindibles (Internet aclara de inmediato la mayor parte de las referencias culturalistas), pero la mayoría compendian lo dicho por críticos anteriores o por el propio poeta (especialmente ilustrativas resultan las muy precisas observaciones de taller de Miguel d’Ors o las aclaraciones de José Luis Piquero).
            El trabajo de Araceli Iravedra, aunque acá y allá nos ofrece una inteligente observación propia, es más de paciente recopilación de material ajeno que de aportación personal. Quizá por eso no pone ninguna nota a poemas podrían necesitarla, como “Una alucinación”, de Lorenzo Oliván: “Entramos en el recinto de lo cuadrado. La paleta metálica, repleta de cemento, golpea en lo cuadrado, precisa de un sonido seco, cortante, duro, para alzar lo cuadrado”. El lector habría agradecido la indicación de que el poeta está hablando de un cementerio.
            Las limitaciones del modo de hacer de Araceli Iravedra –que en nada disminuyen el interés del volumen ni para el estudioso de la poesía contemporánea ni para el borgiano lector hedónico– se hacen patentes en el extenso prólogo, que no es propiamente tal, sino el resultado de un “Proyecto de Investigación financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad”, uno de esos obligados trabajos académicos que, en buena medida, carecen de otro interés que el meramente curricular. La autora debería haber eliminado casi un centenar de páginas que no se refieren al ámbito de la antología, que se ocupan de poetas posteriores –mezclados los valiosos con otros sin interés ninguno– por lo general no refiriéndose a su obra, sino a las declaraciones que han hecho sobre su ella y sobre su intención de romper con la poesía anterior (una pseudo ruptura tan pintoresca que, en algunos caso, consiste en “volver a Baudelaire” o en ocuparse de los marginados).
            La objetividad académica de Araceli Iravedra solo resulta adecuada cuando se trata de poetas que ya han realizado su obra y han sido estudiados por la crítica. Aplicar el mismo método a la poesía más actual y a las nebulosas poéticas de docenas de prescindibles antologías sirve únicamente para aumentar la confusión de los lectores.  
            Pero este tipo de libros no son de los que se leen de la primera a la última página. Podemos empezar por el poeta que más interés nos despierta e ir saltando de uno a otro, según las apetencias de cada momento, y si queremos conocer la historia literaria de esos años, sus varias poéticas y sus polémicas, acudir a las páginas 20 a 101 del estudio preliminar.
            Araceli Iravedra, con Luis Bagué la más aplicada estudiosa de la poesía actual, nos ofrece una antología inevitablemente imperfecta (hay algún lapsus: en la página 865, confunde a Rafael Guillén con Rafael Morales) y discutible, pero también imprescindible.

            

sábado, 22 de octubre de 2016

Gabriel Insausti, artificio y verdad


Línea de nieve
Gabriel Insausti
Pre-Textos. Valencia, 2016.

Gabriel Insausti (San Sebastián, 1969) es un escritor todo terreno que lo mismo publica rigurosos estudios académicos que poesía, novelas, diarios, libros de aforismos, traducciones (entre ellas, las más completas y rigurosas de muchos poetas ingleses). Como suele ocurrir en estos casos, tanta fecunda laboriosidad actúa en contra suya: unos libros tapan a otros.
            Las mismas características de rigor y desmesura que en su obra en general encontramos en Línea de nieve, su última entrega poética. La variedad de tonos y un cierto gusto por el virtuosismo técnico pueden dificultar la lectura.
            Dos son las principales maneras de hacer que muestra el nutrido volumen. De un lado están los poemas breves, un poco en la línea de Miguel d’Ors, como “Destello”, que ejemplifica “la impávida hermosura del mundo” en cuatro garzas “blanquísimas, muy quietas, en hilera / sobre el espejo del regato, / igual que una escuadrilla de hidroaviones / a punto de marchar hacia otra parte”.
            Abundan los leves apuntes paisajísticos, los poemas en los que no parece pasar nada, pero en los que con preciso ingenio se recrea un instante cotidiano y mágico: “Crónica”, “Proyecto para locus amoenus”, “El sendero”. En esa línea puede incluirse también la serie de haikus. “Se aclara el día / y un anciano decide / acompañarlo”. O los poemas circunstanciales que bordean el sentimentalismo, pero que no incurren en él, como los dedicados al cumpleaños de los hijos.
            A ese tono conversacional, a esos poemas en los que el aparato retórico aspira a volverse invisible, en que se disimula el artificio del verso, se añade otro, en abierto contraste, que juega con la rima (incluso con el ripio) y en ocasiones da la impresión de que el texto desarrolla un tema propuesto de antemano, casi como un ejercicio de clase.
            Un primer ejemplo lo encontramos en “La estatua de Mao en Kashgar”, escrito en sexta rima, una estrofa poco frecuente en la poesía contemporánea: “Así te imaginaron: los pies juntos, / un pliegue en los faldones del gabán, / la botonera doble, en ocho puntos / (como tu Disciplina, que el Gran Khan / sin duda aprobaría), y esa estrella / refulgente en tu gorra, casi bella”.
            Son poemas que recuerdan a cierto Auden (el de Cartas de Islandia, por ejemplo), al Espronceda de El diablo mundo o al Rubén Darío de la “Epístola a la señora de Lugones”; y detrás, y como modelo de todos ellos, el Don Juan de Byron. A veces da la impresión, en “Carta a Ramuntxo” o en “Amanecer en Wall Street”, que el poeta se deja llevar demasiado por el funanbulismo de las rimas y no desdeña el tópico: “y entre la multitud / ebria de dopamina / hay quien pide fast food, / silba, fuma, camina / o apura el aguachirle / que aquí llaman café”.
            Pero no todos los poemas extensos son de la misma clase. “Preludios” (el título alude a la conocida obra de Wordsworth) recrea en diez sintéticas viñetas su evolución vital e intelectual. “Bruto a Ovidio” vuelve al género clásico de la epístola (tan utilizado en las escuelas de retórica) para, en una transposición temporal, ofrecer una crítica del mundo contemporáneo, quizá un tanto banal(se habla del Whatsapp y del McDonald’s).
            Otro poema extenso “Chiesa Santa Croce” se basa en una noticia periodística (“La comisión de Cultura ha aprobado una moción que revoca el bando que desterró al poeta de la ciudad”) para hablarnos de la sorpresa de Dante al volver a la Florencia actual. Como complemento, “Inferno, XXXII” traduce –reproduciendo laboriosamente los tercetos encadenados– un amplio fragmento de La divina comedia. Se agradece el esfuerzo, pero no parece que encaje demasiado con el resto del libro ni que se entiendan bien esos versos de Dante desgajados del contexto y sin notas.
            Línea de nieve habría ganado, si no con una poda, sí con una adecuada estructuración del conjunto, con una más atinada edición (la labor del poeta no termina al acabar el poema, sino al disponerlo en el volumen en que lo presenta al lector: la ordenación, la división en parte tienen también una función estética).
            Pero, al margen de exhibicionismos y virtuosismos (en absoluto desdeñables), bastan media docena de poemas breves para hacer memorable este libro. Son poemas en que, como en “Regreso de la Ulzama”, el poeta intenta dar a sus visiones de la naturaleza y a su experiencia de la vida “un sitio en la memoria, un poso, un orden / eterno en que tal vez me sobrevivan”.
           
           
           

            

sábado, 15 de octubre de 2016

Ramón Andrés: poesía y aforismos


Ramón Andrés
Poesía reunida. Aforismos
Edición de Andreu Jaume
Lumen. Barcelona, 2016.

 No hay que hacer demasiado caso a lo que los poetas dicen sobre su propia obra. Ramón Andrés afirma ofrecernos en Poesía reunida una breve muestra de su poesía primera –publicada en los libros Imagen de mudanza (1987), La línea de las cosas (1994) y La amplitud del límite (2000)– solo por empeño del editor, Andreu Jaume; él se sentiría ahora en completo desacuerdo con ella.
            Antonio Machado escribió en el prólogo a sus Páginas escogidas que nunca releía ni corregía sus poemas, “porque el poeta echa a perder su obra al corregirla”. Dámaso Alonso demostró que no era cierta: entre la primera y la segunda edición de Soledades, buena parte de los textos han sido reescritos por completo.
            Es lo que hace Ramón Andrés –sin indicárnoslos él ni, más incomprensiblemente, su editor– con su primera etapa como poeta. No solo selecciona, con buen criterio, sino que tacha versos (los 23 de “Envío” se reducen a 12), cambia títulos (“Confesión hecha a Ausias March” se convierte en “Poema de siglo XV a Ausias March”, para indicar su carácter de pastiche), elimina rebuscamientos expresivos (“la sed no asaltará caminos de mi lengua” pasa a “no he de morir de sed”). Convierte así los tres primeros libros en un nuevo libro, neorromántico y meditativo, sabiamente memorable.
            La labor de musicólogo y ensayista de Ramón Andrés –con títulos fundamentales sobre Bach, los místicos, el suicidio– nos había hecho olvidar que, como en el caso de Unamuno, antes que el pensador, y haciéndolo posible, estaba el poeta. Un poeta cuyo punto de partida estaba en la poesía barroca (comenzó editando a Gabriel Bocángel y dedicó un libro, Tiempo y caída, a los temas y modos de la poesía del siglo XVII), pero que ha sabido nutrirse luego de muy diversas tradiciones..
            Siempre génesis, su nuevo libro, sorprende al comienzo por una cierta aspereza expresiva, muy unamuniana, por otra parte. Los poemas hablan de la naturaleza y del origen; están muy explícitamente ambientados en la tierra vasca: “Para mirar desde el monte Larrún” se titula uno de ellos; otros llevan los títulos de “Puerto de Mundaka” o “Valle de Baztán”.
            Algún lector apresurado puede pensar que el decir de Ramón Andrés resulta lastrado por el pensamiento y la erudición, pero son precisamente esas dos alas las que le permiten volar, alcanzar territorios muy poco frecuentados por la poesía española. Comienza citando a Whitman, el poeta de la multitud solidaria; más cerca se encuentra de Wordsworth, el poeta de la naturaleza.
            En el poema “El tejo”, uno de los que yo prefiero, escribe: “Tejo, taxus, es su nombre, / ‘tóxico’, de ahí le viene, veneno / para los que buscan tierra de otra tierra”.
            El gusto por las etimologías de Ramón Andrés da lugar a uno de los tres libros de aforismos que complementan este volumen. “Malas raíces” se titula y constituye un certero, y a ratos algo fantasioso, compendio de desengañada sabiduría. Cada palabra esconde una historia y nadie mejor que Ramón Andrés para desentrañarla. No desdeña para ello ni “la especulación de los autores más antiguos” ni las creencias populares.
            Los aforismos de Ramón Andrés, tanto los inéditos de “Puntos de fuga” como los incluidos en el libro Los extremos, que ahora se reproduce, no suelen condescender con el juego de ingenio ni con la ocasional ocurrencia. Aunque a veces, pocas, lo hacen: “Las redes siempre han sido sociales”. También, en la época en que se hablaba de la poesía social, hubo quien dictaminó “toda poesía es social”, incurriendo en el error que señala Spinoza de “juzgar las cosas por los nombres y no los nombres por las casas” (Ramón Andrés lo cita en uno de sus aforismos).
            A la frase memorable o a la sorprendente paradoja, prefiere Ramón Andrés la nota de lectura, el apunte erudito, las reflexiones curiosas sobre música, pintura, literatura. No es por eso un aforista que deslumbre en el apresurado picoteo, como tampoco es un poeta que guste de la pirotecnia verbal.
            Su poesía y sus aforismos se complementan bien y están lejos de constituir un añadido a una obra mayor, la ensayística. Los poemas, a pesar de su acentuada inclinación al prosaísmo, dicen lo que la prosa no puede decir, o aciertan a insinuarlo; los aforismos son chispazos buscan encender la llama del pensamiento propio en los lectores. Y lo consiguen con frecuencia, aunque a menudo nos lleven por derroteros distintos a los del autor.

            

sábado, 8 de octubre de 2016

Juan Manuel de Prada, mirlo blanco, cisne negro


Mirlo blanco, cisne negro
Juan Manuel de Prada
Espasa. Barcelona, 2016.

Mucho de novela en clave, de sátira del mundo literario y editorial, en Mirlo blanco, cisne negro, la obra en la que Juan Manuel de Prada se atreve, quizá por primera vez, a enfrentarse con el mundo contemporáneo y con sus más desasosegantes fantasmas personales.
            Ya en el primer capítulo nos encontramos con vengativas caricaturas: la de Luis Antonio de Villena, rechinantemente homófoba; la del Chulo de Cervantes, especializado en escribir continuaciones del Quijote y autor de un diario “donde despellejaba con acrimonia y mala baba a todo bicho viviente”; la de Javier Marías, quien había acusado a Prada de plagiarle en La tempestad por reproducir, sin citar, media docena de palabras de un artículo suyo sobre Venecia.
            Pero, por mucho que haya de novela en clave, no nos encontramos en presencia de una novela en clave. Cierto que el protagonista de la obra, el maestro que fascina y abduce al joven narrador, vive en un chalet con piscina al que arroja los libros que no le gustan, como Francisco Umbral, y que ayudó a una poeta, que ahora le detesta, a reescribir y publicar su exitoso primer libro, como Umbral a Blanca Andreu. Se trata de guiños, de trampantojos que añaden algo de morbo para ciertos lectores, pero que resultan ajenos al núcleo esencial de la obra.
            En Mirlo blanco, cisne negro, para contar su relación con la literatura, su meteórico ascenso y su estrepitosa caída (o lo que él quiere ver como tal), Juan Manuel de Prada se ha desdoblado en dos: él es el provinciano Alejandro Ballesteros que se acerca a Madrid con un libro de cuentos en la mochila tratando de abrirse camino en la corte, pero también es el prestigioso escritor, una de sus mayores admiraciones, Octavio Saldaña, que se fija en él y le lanza a la fama.
            A Octavio Saldaña el éxito le vino con una obra maestra, El arte de pasar hambre, inspirada en la vida de Armando Buscarini, al igual que a Prada con Las máscaras del héroe, recreación de la de Pedro Luis de Gálvez y el mundo de la bohemia. Más tarde, traicionando su dedicación literaria, se haría famoso por su participación en tertulias televisivas y radiofónicas de la ultraderecha, como una especie de Jiménez Losantos, como el propio Prada cuando intervenía en las tertulias de Intereconomía y era continua estrella invitada –para regocijo de la “progresía”, que diría él– en el programa del Gran Wyoming.
            El narrador, el autor de Un debut prodigioso (el equivalente del aclamado Coños), se llama como el protagonista de La tempestad, la novela con la que le ganó el premio Planeta y que le dio tanta fama como le restó prestigio. Muchos de los admiradores de Las máscaras del héroe vieron en esa entrega a la literatura más comercial y de encargo una traición, el principio del fin.
            El gran acierto de Mirlo blanco, cisne negro es que sus dos personajes principales, el maestro y el discípulo, son desdoblamientos de la personalidad del autor, que no coincide enteramente con ninguno de ellos.
            Alejandro Ballesteros resiste finalmente las tentaciones de las grandes editoriales y entrega Madonna, que es como se llama La Tempestad en la nueva novela, a su editor de siempre, al que había apostado por él desde el principio; Octavio Saldaña acabará sucumbiendo a sus propios demonios y a los ataques, cómo no,  de lo “políticamente correcto” (representado por el suplemento Barataria, esto es, por Babelia).
            Mirlo blanco, cisne negro tiene algo de novela de Henry James reescrita a la manera de Juan Manuel de Prada y así se indica con ironía en la propia obra (Saldaña le envía a Ballesteros las obras completas de Henry James para que le sirvan de modelo). ¿Y cuál es la manera de Juan Manuel de Prada? Una en que la sutiliza, la ambigüedad y la elipsis son sustituidas por el trazo grueso y la brocha gorda.
            Como novela de Henry James, Mirlo blanco, cisne negro es tal vez un fracaso, pero como novela de Juan Manuel de Prada un acierto pleno: aquí está todo lo que quienes le leímos desde el principio (aunque nos tomáramos unas vacaciones en sus novelones históricos) admiramos y detestamos en él.
            Juan Manuel de Prada escribe con brío, desdeñoso del corto fraseo azoriniano  y periodístico, gustoso del vocablo desacostumbrado, con una cierta quevediana tendencia a lo escatológico. Sigue siendo –tantos años y tantos desengaños después– el adolescente con una bulímica pasión por la literatura, el mitómano en busca de ídolos a los que venerar, aunque todos los que haya ido encontrado por el camino tuvieran los pies de barro y se le derrumbaran pronto.
            Y sigue siendo, y se vanagloria de ello, un hombre de otro tiempo, que desprecia Internet, el feminismo, la memoria histórica y todo lo políticamente correcto. Sentimos un poco de vergüenza ajena al escuchar al narrador de su novela (un joven de veintipocos años que ha reñido con su pareja) lo siguiente: “No negaré que alguna noche, ciego de rabia y de despecho, me fui de picos pardos por ahí, como un buscón de placeres vicarios que anestesiaran mi dolor; y que hasta llegué a acostarme con alguna guarrilla, por lo común borracha, que pillaba en las discotecas, a las tantas de la madrugada”. El término “guarrilla” –tan despectivo– hace años que solo lo utiliza el personaje más facha de una serie televisiva, La que se avecina.
            Todo Prada, Prada a tope, está en Mirlo blanco, cisne negro: el Quijote que alancea a troche y moche (para decirlo al modo suyo) estantiguas que solo existen en su imaginación, el minucioso analista del morboso amor por la literatura, el caricaturista de los personajes y personajillos que circulan por sus alrededores, y el hombre doliente que encubre y descubre un corazón al desnudo con llagas que no se atreven a decir su nombre. Y ahí, al margen de sus excesos, de sus ejercicios de distracción, en el revés de la trama, como en las obras maestras de Henry James, se esconde la verdad de esta novela, eso que el autor nos deja adivinar a los lectores, pero que se siente incapaz de confesárselo a sí mismo.

            

sábado, 1 de octubre de 2016

Juan Mayorga y el teatro de la inteligencia


Elipses. Ensayos 1990-2016
Juan Mayorga
Ediciones La Uña Rota. Segovia, 2016.

Juan Mayorga ha contado más de una vez que no llegó al teatro desde el teatro, sino desde la biblioteca de su padre. Antes que autor teatral quiso ser otras cosas: literato, filósofo, matemático. Todo estaba predestinado en él para que fuera autor de piezas ensayísticas y reflexivas, más adecuadas para la lectura que para la puesta en pie sobre el escenario.
            Y su teatro, ciertamente, es un teatro que resiste bien la lectura, como el gran teatro de siempre, pero solo alcanza toda su virtualidad en el escenario, donde se convierte en una obra ya no solo suya, sino de autoría plural.
            A propósito de su primer título, Siete hombres buenos, señala que “es muy visible la mano del novelista que yo entonces quería ser”: “En aquellos días, yo ignoraba que el dramaturgo escribe para proveer de textos a otros trabajadores del teatro”. Ello explicaría “el gesto castrador de tantas acotaciones, escritas con no sé que pretensión de dejarlo todo atado y bien atado”. Hay dramaturgos que nacen y otros que se hacen a fuerza de reflexión y autocrítica. Juan Mayorga pertenece a este último grupo.
            En Teatro 1989-2014, reunió sus obras teatrales escritas a lo largo de un cuarto de siglo; Elipses se nos presenta como apoyo y complemento de ese volumen, aunque tiene valor en sí mismo. Reúne textos de origen muy diverso y de varia extensión –ponencias, conferencias, artículos, respuestas a un cuestionario–, pero el conjunto, con sus reiteraciones, insistencias e incluso contradicciones, es algo más que una mera miscelánea interesante solo para los estudiosos de su teatro.
            El título del libro, como el de sus diversas partes –“Focos”, “Ejes”, “Intersecciones”, “Tangentes”–, no es gratuito. El capítulo inicial comienza con una definición aclaratoria: “La elipse es el lugar geométrico de los puntos tales que la suma de las distancias a dos puntos fijos llamados focos es una constante”. Y a continuación nos traza un dibujo como si fuera un profesor ante un encerado.
            La elipse, al contrario que la circunferencia, tiene dos centros, no solo uno, y eso le sirve a Mayorga, que toma la idea de Walter Benjamin, para explicar su concepción de teatro, que si es de verdad teatro, es algo más que teatro: una explicación de la vida y una forma de vida.
            De muchos temas fundamentales nos habla este libro, no solo de teatro, y lo hace con una admirable variedad de tonos. Desde el casi epigramático, que no necesita más que una página, para sintetizar desde una perspectiva novedosa un tema de actualidad, hasta el demorado ensayo que no da un paso sin asentarlo en la bibliografía correspondiente, pero que no se limita a resumirla.
            Pero cuando quizá más nos admira Juan Mayorga es cuando habla de su propia obra. Pocos autores más lúcidos, menos autocomplacientes, más atentos a la opinión de los demás: director, actores, críticos, público. Una conferencia de 1996, cuando apenas había estrenado más que una obra, puede servir de ejemplo. Se titula “Estatuas de ceniza” y analiza Siete hombres buenos, Más ceniza y El traductor de Blumemberg, las obras que marcan su paso del literato que escribe teatro al verdadero dramaturgo: “El teatro nace precisamente allí donde hay algo que no puede ser narrado, ni explicado por la razón, ni salvado por el poema”. El teatro son palabras que se convierten en acciones.
            El más hermoso de los capítulos autobiográficos del libro se titula “Mi padre lee en voz alta” y ya sirvió de epílogo al tomo recopilatorio del teatro. Habla de cómo el amor por la lectura, como todo amor, no se enseña ni se impone, simplemente se contagia. Son unas pocas páginas que ningún profesor, ni quizá ningún padre, debería desconocer.
            Termina este volumen dedicado al teatro y a la vida, al teatro de la vida, con tres breves piezas teatrales. Una de ellas es una conversación con Ignacio Echevarría; teatro a la manera de la “commedia dell’arte”: un argumento, unos temas de debate, y que los actores –el autor y el crítico, aunque no crítico teatral– improvisaran en cada representación.  “Tres anillos” recrea un pasaje de la obra de Lessing Natán el sabio (inspirada en un cuento de El Decamerón), al que ya se había referido en otro de los capítulos del libro “La ilustración en escena”. La otra pieza, “581 mapas”, parte de una idea ingeniosamente borgiana.
            El teatro que importa, que sigue importando, necesita minuciosa artesanía, ambición intelectual, inexplicable magia. A Juan Mayorga nunca le ha faltado lo segundo, ha ido aprendiendo lo primero (Elipses deja constancia de ese aprendizaje) y en sus mejores momentos (El chico de la última fila, Reikiavik) ha sido tocado por esa magia que no depende del esfuerzo ni de la voluntad y que es patrimonio de unos pocos, de los dramaturgos capaces de crear vida sobre el escenario y de ayudarnos a entender la vida.