sábado, 28 de noviembre de 2015

La fortuna póstuma de Basilio Fernández


Poesía completa (1927-1987)
Basilio Fernández
Edición de Emiliano Fernández
Impronta. Gijón, 2015.

Basilio Fernández (1909-1987) fue un poeta con suerte en sus inicios, cuando todavía adolescente Gerardo Diego le puso en el centro mismo de la renovación poética de los años veinte, y en la publicación póstuma de su obra, que ha contado con un editor ejemplar, Emiliano Fernández.
            Emiliano Fernández dio a conocer en 1991 una obra poética escrita a lo largo de sesenta años y completamente inédita, salvo tres o cuatro poemas juveniles. Gracias a la eficaz intervención de Antonio Gamoneda ese libro obtuvo al año siguiente el Premio Nacional de Literatura, lo que contribuyó a llamar la atención de todos sobre un poeta secreto de elusiva biografía, casi de ficción heteronímica.
            Un cuarto de siglo después, y a cargo del mismo estudioso, aparece su Poesía completa, que no añade demasiados poemas a los ya conocidos, pero que reorganiza el conjunto, incorpora las adecuadas notas y un extenso prólogo biográfico y crítico que no disipa del todo el misterio del poeta, pero que no los hace más cercano.
            Acostumbrados como estamos a disparatadas ediciones supuestamente críticas en las que el texto queda ahogado por vacua erudición, esta Poesía completa debería ser utilizada en las universidades como modelo para la edición de un autor contemporáneo.
            No lo tenía fácil el editor. La obra de Basilio Fernández estaba desordenada en cuadernos y carpetas, con múltiples correcciones, con muchas dudas sobre qué versión podría considerarse definitiva. Han hecho falta décadas para poner orden en ese caos. El editor ha tenido que tomar continuas decisiones, pero todas nos las explica adecuadamente y siempre ha optado por intervenir solo lo imprescindible.
            Los poemas aparecen limpios en la página, con clara tipografía, sin ser interrumpidos por ninguna nota, pertinente o no (la mayoría de las ediciones académicas –se exceptúan las que coordina Francisco Rico– están llenas de superfluas notas que nos informan, por ejemplo, de que en el borrador ponía “pero” donde ahora pone “mas” o de que tal metáfora al editor le recuerda tal pasaje de otro poeta). Todas las notas, y los poemas que quedaron en borrador, aparecen al final de cada sección, en letra de un cuerpo menor, a disposición del estudioso o del curioso.
            Los poemas, antes de ser analizados o comentados, deben ser simplemente leídos, escuchados diríamos mejor (aunque solo hagamos de ellos una lectura mental), y para ese elemental operación muchos estudiosos de la literatura parecen paradójicamente negados. Un poema no admite interrupciones; su valor estético desaparece cuando se entremezcla con él la voz del crítico. La intimidad de poema y lector, de obra literaria y lector, debe ser respetada. Los intermediarios, una vez que han conseguido que ese encuentro se produzca, han de quedar fuera.
            Estas cosas las sabe bien Emiliano Fernández y no estaría mal que diera lecciones de buen hacer a los doctorandos de la universidad española (y a más de un doctor: quien lo dude que hojee la reciente edición de Las cosas del campo, de Muños Rojas, a cargo de Juan Luis Hernández Mirón y con prólogo de Luis Landero).
            Una edición ejemplar, sin ninguna duda, la que han preparado Impronta y Emiliano Fernández. ¿Pero es Basilio Fernández un gran poeta o solo una figura menor? Una figura menor, sin duda alguna, si lo comparamos con los grandes nombres del 27, de los que puede considerarse un epígono, como en su momento lo fue Miguel Hernández.
            Una figura menor, pero un poeta verdadero. Renunció muy pronto a la carrera literaria, se refugió en la dorada mediocridad provinciana, quiso renunciar también a la poesía, pero no fue capaz: una y otra vez, aunque con grandes períodos de silencio, volvía a los poemas. Emiliano Fernández no se engaña ni nos engaña. Nunca pierde el sentido crítico y no disimula cuando el fuego de la poesía se convierte en ceniza en las manos del poeta, cuando el poema pierde tensión al final, cuando las correcciones emborronan los versos. Por eso debemos creerle también cuando subraya los aciertos.
            Es un buen guía de lectura Emiliano Fernández. Sus notas críticas nunca condescienden con la subjetiva divagación; solo relacionan los versos con los textos que le consta que leyó el poeta (en la bibliografía final se enumeran los libros de su biblioteca).
            Lo más característico de la poesía de Basilio Fernández está escrito en un verso libre de raíz surrealista, pero comenzó tentado por la emulación gongorina (sus primeros poemas son de 1927) y por el juguetero creacionista, no en vano su mentor fue Gerardo Diego. Siempre prescindió de la anécdota, biográfica o no (herencia de la poesía pura juanramoniana), y no se dejó contagiar por el realismo crítico de los poetas del cincuenta. Emiliano Fernández destaca el interés de sus poemas finales, los de los años ochenta, asordinadamente reflexivos, sin renunciar a la imagen insólita..
            El libro en el que puso más empeño se titula Solitude, opcional Abril y lo comenzó a escribir en Italia a finales de los años veinte. Si ese libro se hubiera publicado en su momento, otra habría sido la trayectoria literaria de Basilio Fernández.
            Él mismo llegó a pensar que escribía para nadie y que amarillear entre olvidados papeles familiares sería el destino más probable de sus manuscritos, a los que no parecía dar demasiada importancia. Pero tuvo la suerte de encontrar el más inteligente y dedicado albacea. Gracias a él Basilio Fernández ha encontrado su sitio en la literatura española y en el corazón de un puñado de fieles y exigentes lectores.

sábado, 21 de noviembre de 2015

José Cereijo, celebración y elegía


Los dones del otoño
José Cereijo
Pre-Textos. Valencia, 2015.

Como Eloy Sánchez Rosillo, con quien tanto tiene en común, José Cereijo es poeta que no le teme a la reiteración ni a la insistencia, que gusta de darles vuelta a unos pocos temas, mostrando todos sus perfiles, ahondando cada vez más en ellos. Su técnica es la de las variaciones musicales, un ir y venir sobre unas pocas y siempre bien reconocibles melodías a las que, sin embargo, nunca nos cansamos de escuchar.
            Una elegía en la muerte de un ser querido, una meditación sobre las postrimerías, una celebración de la vida que pasa casi de puntillas y una reflexión sobre la escritura son los principales temas que se entrelazan en Los dones del otoño.
            El tono es a menudo sapiencial y en algunas ocasiones se inclina incluso a lo didáctico. Es el caso del poema “Poesía de la experiencia”, que quizá podría haberse desarrollado mejor en un texto ensayístico, pero que no sobra porque ayuda a distender el tono del libro con su toque de ironía: “Lo demás es asunto de la crítica, / a la que no hay que hacer demasiado caso; salvo que uno prefiera / escuchar no a las sirenas, sino al guía del museo, que va explicándonos / lo que son las sirenas, según las últimas y más acreditadas teorías”.
            Antonio Machado, otro poeta muy afín a Cereijo (especialmente el Machado de Soledades) definió la poesía como “unas pocas palabras verdaderas”. Del mismo modo Cereijo habla de “unas pocas palabras / en la frontera misma del silencio / como las que se retiran, discretas, cuando es hora / de que los cuerpos hablen”.
            De frente le miran estos poemas de otoño a la muerte, no le tienen miedo, en la mejor tradición estoica: “Así, / lo mismo que la hoja se desprende del árbol, / tan desnuda, tan leve, / como quien cumple un íntimo destino. / Así, sencillamente, a la hora justa, / sin miedo ni esperanza”. Y en otro poema, el que cierra el libro, los primeros versos formulan un deseo: “Que la muerte te sea / persuasiva, no hostil, / como una compañía largo tiempo esperada”.
            Y junto a la serena meditación sobre las postrimerías, la continua celebración de la vida, de la “pura perfección” de la realidad cotidiana, de las cosas “lentas y fieles”, que vuelven a su sitio con cada amanecer.
            El momento de la escritura forma a veces parte del poema: “Lector, estas palabras / que ahora miran tus ojos / fueron escritas en una mañana / de agosto, ligeramente fresca”. Otros poemas, la mayoría, están escritos por la tarde, escuchando música, frente a la ventana, y alguno de ellos se limita a dejarnos constancia de lo que en ese momento ve. Es el caso del que comienza con una interrogación (“¿Habrá en verdad quien tenga / en cuenta cada una de las cosas / que muestra tu ventana?”) y que continúa con una serie de interrogaciones que nos recuerdan, sin ningún mimetismo formal, a alguna de las odas de Fray Luis. Los versos finales formulan la poética, una de las poéticas, del libro: “Así vas anotando cada una de las cosas / que muestra tu ventana, / no vaya a ser que Dios, finalmente, no exista, / o por si se distrae”.
            Quien busque novedades, rupturas, disonancias, no debe acercarse a la poesía de José Cereijo. Él se sabe parte de una tradición, no duda en mostrar sus maestros. Uno de los poemas menciona a Pessoa. Y un doble magisterio pessoano, el de Alberto Caeiro y el de Ricardo Reis, está muy presente en estos versos. De Caeiro ha aprendido que el misterio de la realidad es no tener misterio ninguno. Preguntarse que hay detrás de lo que vemos es “una pregunta inútil: lo real / –así lo quiso un dios, o su vacío–, / no conoce reversos; / tampoco le hacen falta”.
            Del horaciano Ricardo Reis toma Cereijo el tono de consejo sapiencial que a veces adoptan sus poemas: “Sé paciente. La vida / no entrega su secreto / a los que la tratan con brutalidad, a los que se jactan, / a los que no saben escucharla, / demasiado ocupados de sí mismos”. Un tono que corre el riesgo de aproximarse al de los libros de autoayuda.
            Los dones del otoño es un libro que solo podía haberse escrito a cierta altura de la vida, cuando lo leído y lo vivido forman un todo inextricable, lo mismo que la claridad y el misterio, la elegía y la celebración.

sábado, 14 de noviembre de 2015

Jaime Gil de Biedma contra Jaime Gil de Biedma


Diarios 1956-1985
Jaime Gil de Biedma
Edición de Andreu Jaume
Lumen. Barcelona, 2015.

Ningún escritor es de una pieza y Jaime Gil de Biedma menos que ninguno. Su vida se divide en dos mitades. Durante la primera, escribió su obra literaria y se construyó un personaje al que acabó suicidando en uno de sus Poemas póstumos; durante la segunda, se dedicó fundamentalmente a escribir o reescribir un diario con la intención de que la posteridad no tuviera ninguna duda sobre lo que con tanto esfuerzo e ingenio había tratado antes de ocultar.
            La doble vida de Jaime Gil de Biedma fue siempre un secreto a voces, lo mismo que la leyenda sobre sus escandalosos textos inéditos que algún día saldrían a la luz. Incluso Francisco Brines, tan ponderado, se refirió a ella en uno de los epigramas de Aún no: “Viejo poeta amigo, ya los tiempos / serán tan diferentes cuando editen / tus versos censurados, que leídos / serán tan solo ya banalidades, / como banales son esos sucesos / que ahora cuentan de ti tus enemigos / con prosa no mejor que tus poemas”.
            Cuando por fin aparecen en un volumen todos los diarios de Gil de Biedma, los ya conocidos y los que seguían inéditos, no hay ningún motivo para el escándalo: Miguel Dalmau se ha ocupado previamente de poner “en prosa bastante peor que sus poemas” todos los cuentos y todos los chismes que corrían sobre la vida privada de Gil de Biedma.
            Pero no por ello dejamos de sentir a ratos algo de vergüenza ajena. En su diario de 1965 (una de las novedades del volumen), escribió Gil de Biedma: “Siempre que escucho de alguien que pasó los treinta años el relato de una noche de amor tengo la impresión de que me está contando cómo va su vientre o cómo logró expulsar las piedras de la vejiga”. En el diario de 1978, en cambio, cree necesario anotar sobre su pareja de los últimos años: “Josep es el único amante al que he podido encular sintiendo efectiva ternura”. Y como se trata de uno de los diarios que releyó y corrigió y dejó listos para editar en el momento oportuno, no cabe ninguna duda de que quería dejar constancia de ese detalle para la posteridad..
            Jaime Gil de Biedma solo publicó en vida el Diario del artista seriamente enfermo, que en la edición definitiva aparece como la tercera parte de Diario del artista en 1956. Son poco más de cien páginas de las casi setecientas que componen este volumen; siguen siendo las mejores y quizá el lector no se pierda gran cosa si prescinde de las demás.
            No por ello, para el curioso y el estudioso, resultan menos interesantes sus diarios de 1959 a 1965, que el editor denomina “Diario de Moralidades”. Se trata de anotaciones fechadas (cuando Gil de Biedma reescribía sus diarios eliminaba las fechas) en las que abundan las referencias al trabajo de composición de los poemas de ese libro. Pocas veces se desarrollan literariamente, pero aún así están llenas de interés, si no para el lector común, sí para el especialista en la literatura de la época y en la poesía de Gil de Biedma. Sonreímos al verle referirse a la reseña que Valente hizo de su monografía guilleniana como “un artículo feroz”, como una auténtica embestida contra él; solo encuentra una explicación: “mi silencio –incluso epistolar– acerca de sus Poemas a Lázaro, a propósito del cual me insinuó una vez –en una visita suya hace dos años, cuando estaba ya para salir– que le gustaría que yo escribiese y publicase algo”. Nimiedades y vanidades de la vida literaria, a las que Gil de Biedma no se mostraba ajeno. Lo que Valente dice en su reseña, titulada “De la lectura a la crítica y otras metamorfosis”, es lo más sensato que se ha escrito sobre Cántico: el mundo y la poesía de Jorge Guillén y lo que el propio autor pensaba de ese libro, comenzado a escribir cuando le entusiasmaba el poeta y terminado cuando se sentía muy lejos de él.
            Retrato del artista en 1956, publicado póstumamente en 1991, consta de tres partes. La primera de ellas (a la tercera ya nos hemos referido y la segunda es enteramente prescindible) fue la que más escándalo causó en su momento y aquella cuya lectura nos sigue causando mayor incomodidad. Nada tienen que ver en ello las preferencias eróticas del poeta, sino ciertos comportamientos con los que hoy se tiende a tener tolerancia cero.
            Y la incomodidad se acrecienta cuando sabemos que lo que que leemos no es lo que escribió el joven que vivió, con la mentalidad de la época, aquellas abusivas experiencias. En el diario de 1965 leemos: “He recordado mi diario de  Manila, hace nueve años, en el que aparecen consignados con la misma candidez notarial y con el mismo entusiasmo detalles muy parecidos, y he caído en la cuenta de cómo la edad modifica nuestra actitud con respecto a las actividades eróticas. A los veinticinco años consideraba casi obligatorio decir lo que uno tiene gusto en hacer, llamando al pan pan y vino al vino; ahora pienso que para qué contar lo que a uno le gusta, si a todos nos gusta hacer lo mismo y con medias palabras nos entendemos”.
            Lo que leemos hoy de su diario filipino no es lo escrito en 1956 sino lo reescrito en 1987 o 1988, durante una tregua de su enfermedad mortal, y con la firme decisión de decir todo lo que había callado. La estética que le había permitido escribir Las personas del verbo –“el eufemismo, la figuración, la transposición de acciones y cosas en significaciones”– ya no la considera válida.
            El diario de 1978 termina con estas lapidarias palabras: “Nada más triste que saber que uno sabe escribir, pero que no necesita decir nada de particular, nada en particular, ni a los demás ni a sí mismo”.
            Todavía tuvo tiempo de escribir algo más durante su primera semana ingresado en un hospital de París poco después de que se le detectaran los síntomas del sida. “Esta noche tengo el miedo metido en el cuerpo” anota un día; “tarde de profundo desánimo”, otro. El valor documental supera al literario, como en buena parte de este volumen híbrido, que nos produce a la vez admiración y rechazo.

            

sábado, 7 de noviembre de 2015

José Mateos: Silencio, se vive


José Mateos
Un año en la otra vida
Pre-Textos. Valencia, 2015.

Pocos libros tan hermosos, tan distintos, tan conmovedores como el último de José Mateos, un diario, ese género de moda, pero un diario hecho solo de silencios y asombros, en el que conviven armoniosamente los vivos con los muertos.
            Entre octubre de 2013 y octubre de 2014, se fechan estas anotaciones, que nada tienen que ver con la historia externa. Un año en la otra vida trata de ser lo contrario de esos diarios, memorias o autobiografía que “parecen solo escaparates donde una vida, que es siempre recato, perplejidad y misterio, se desvanece en pura futilidad”.
            Dos son los maestros que ayudan a José Mateos a encontrar su personal estilo: César Simón, que escribió su diario En nombre de nada “al filo de la muerte, casi del otro lado”, y Ramón Gaya, al que se dirige, sin nombrarle, en una de las anotaciones: “Gracias porque con sus dibujos y sus óleos, con sus ensayos y poemas me señaló usted un camino que quizá sea el único: el de la atención y la paciencia en soledad, el de la exigencia”.
            Atención, paciencia y exigencia, tres claves en la manera de escribir de José Mateos. Atención “porque basta fijarse un poco en cualquier cosa para sentir que todo es siempre más de lo que es”. Por ejemplo, los tres membrillos que un día le trae su madre y que él pone en una bandeja de metal sobre la mesa de la cocina: “Entro por un vaso de agua o por unas tijeras y, cuando los veo, convierten mi casa, de pronto y casi sin darme cuenta, en la casa de mi abuela, y son mi abuela trajinando entre cacharros y poniéndolos a hervir. Son también todos los gratos mediodías de otoño y son una huerta de la infancia, con sus jilgueros y su alberca, que es en mi cerebro el arquetipo de todas las huertas. Son los cajones perfumados de una cómoda antigua, y un cuadro de Zurbarán y una película de Víctor Erice”.
            A esos membrillos los veremos  irse marchitando a lo largo de estas páginas con el paso de los días. Junto a ellos, otro es el leitmotiv del libro: una antigua novia, Luisa, que aparece una y otra vez, en vida y en muerte, con su sonrisa continua, como el símbolo más claro de la felicidad.
            Con los familiares, con los amigos muertos, habla a menudo José Mateos. No hay ninguna parafernalia lúgubre en estas historias de fantasmas, que se mueven entre el sueño y los resquicios por los que la realidad nos deja entrever los misterios del otro lado de la vida. Baste un ejemplo. Como no puede dormir, el narrador se pone a contar los ruidos de la noche (“el zumbido del viejo frigorífico, la tos de un vecino, una alarma lejana, el repentino petardeo de un tubo de escape, el rumor de una radio insomne”) y de pronto escucha algo en el interior de la casa: “Crucé el pasillo y me lo encontré en el salón, con la luz encendida. Estaba en pijama, revolviendo cajones y armarios, y parecía inquieto no se sorprendió al verme”. Tampoco el narrador se sorprende, simplemente le toma del brazo y le ayuda a sentarse. Los muertos no se asustan de los vivos ni los vivos de los muertos en las páginas de José Mateos, en su vigilia o en sus sueños, que a veces no acertamos a distinguir.
            No escasean los aforismos en estas anotaciones, aunque José Mateos  no condesciende nunca con el mero ingenio, ni los fragmentos que podrían entrar en cualquier antología del poema en prosa. Muestra de lo primero: “Una de las cualidades de las grandes obras es que tienen defectos. Y que esos defectos no las hacen peores”.  De lo segundo, la enumeración de líricas greguerías que encontramos en las páginas 97 y 98: “El ruiseñor, que con su canto le roba a la noche unas ascuas de eternidad. El estornino, pieza minúscula de un pájaro innumerable. El vencejo, ese acróbata del aire que se emborracha con los infinitos colores de la tarde. El cuervo, que vuela igual por la vida y por la muerte…”
            Como a las grandes obras, como al Quijote o a Moby Dick, sus defectos, que también los tienen, no hacen peor a Un año en la otra vida. De vez en cuando, afortunadamente muy de vez en cuando, cambia el tono y el ensimismado paseante, el coleccionista de silencios y asombros, se convierte en censor de la sociedad contemporánea. Y entonces incurre en los habituales tópicos de los articulistas sin demasiadas ideas. ¿La desaparición de las pequeñas librerías, de las librerías de barrio, limita la libertad de elección de los lectores? ¿No será más bien que solo en las grandes librerías, formen o no parte de una cadena, es posible encontrar algo más que los best seller y los libros de textos que las pequeñas librerías se ven obligadas a vender para subsistir?
            Detractor de las redes sociales, como no podía ser de otra manera, José Mateos fue publicando sus notas de diario en Facebook –una buena manera de llegar a desconocidos amigos y perdidos en cualquier parte del mundo–, a pesar de que en la pantalla, según su opinión, dicen la mitad de lo que dirían en un libro: “Se difuminan, se vacían, parpadean un momento y se apagan sin dejar rastro dentro de ninguno”. Pero la pantalla, como antes el papiro, como luego el papel, es solo un medio que para nada condiciona el que lo que a su través nos llegue deje o no rastro en nuestra memoria.
            No falta tampoco el consabido rechazo a los que fotografían un paisaje en lugar de admirarlo en silencio, como si ambas cosas no pudieran ser compatibles y como si no se pudiera criticar del mismo modo a quienes, como el autor, se dedican a describirlo..
            Pero esas tópicas jeremiadas, con las que muchos lectores coincidirán, ocupan el mínimo espacio en un libro breve e inagotable que se adentra, como pocos, en la magia y el misterio de lo cotidiano.