viernes, 27 de noviembre de 2020

La España negra

 


Capital de tercer orden
Ángel María Pascual
Ulises. Sevilla. 2010.
 

En 1947, se publicó un libro que pudo haber tenido tanta importancia en la historia de la poesía española como Hijos de la ira, de Dámaso Alonso, y que sin embargo quedó al margen como una curiosidad apenas leída. Su autor era Ángel María Pascual, falangista de la primera hora, quien junto a su mentor, el llamado “cura azul”, Fermín Yzurdiaga, tuvo un destacado papel en los primeros tiempos de la guerra civil cuando Pamplona se convirtió, con la publicación de Arriba España, el primer diario de la Falange, y de Jerarquía, la primera revista literaria de los sublevados, en la capital intelectual del franquismo, en una nueva Atenas, como quería la propaganda.

            Fermín Yzurdiaga, después de una fulgurante carrera política, sería defenestrado en 1938 por las presiones de la jerarquía eclesiástica El obispo de Pamplona, Marcelino Olaechea, el primero que calificó de Santa Cruzada a la guerra civil, no veía con buenos ojos que, aunque siempre proclamara su fervor católico, aceptara cargos políticos sin el previo permiso de sus superiores. Además, y contra lo que pudiera pensarse, la iglesia y la Falange (al menos hasta que pasó a ser controlada directamente por Franco) no estuvieron en buena sintonía. Se recelaba de que pudiera derivar hacia un cierto componente neopagano, como el nazismo. De hecho, fue un  elogio de Hitler lo que motivó la caída en desgracia de Yzurdiaga; en un discurso radiado a toda la zona sublevada se refirió a él como “caudillo de la raza alemana, que al volverse a la vieja historia de su pueblo, se encuentra en las selvas vírgenes con los dioses Nibelungos y con el dios Votán”.

            Ángel María Pascual tenía más talento literario que Yzurdiaga y una vocación política más volcada hacia el ámbito provincial. Culto a la manera renacentista, maestro de la tipografía, buen dibujante, destacó como articulista en una época en que rigor literario de la prosa en los periódicos no era la excepción, sino la norma: pensemos en Rafael Sánchez Mazas, en Eugenio Montes, en tantos colaboradores primero de Jerarquía y luego de Vértice, El Español o La Estafeta Literaria. Murió joven (había nacido en 1911), el mismo año en que publicó su primer libro de poemas. Antes había publicado una obra entre la ficción y la parábola política, Amadís, y posteriormente aparecerían otros libros suyos, especialmente sus Glosas a la ciudad, recopilación de artículos que acierta a convertir –siguiendo la lección de Eugenio d’Ors-- la crónica municipal en piezas literarias de primera magnitud.

            Capital de tercer orden poco tiene que ver con el resto de la obra de Ángel María Pascual. Quizá por eso solo el último poema, el soneto “Envío”, que disuena del resto (como las garcialasistas liras de “Soledad”), llegaría a ser bien conocido: en 1962 le puso música Marciano Cuesta Polo y se convirtió en uno de los himnos más populares del Frente de Juventudes.

            Antes de que otro de los vencedores, Camilo José Cela, nos mostrara con La colmena el revés de la retórica triunfal, en lo que se había convertido el Madrid creativo y bullente de antes de la guerra civil, Ángel María Pascual reflejó en Capital de tercer orden la esperpéntica realidad de aquel “burgo podrido”, la clerical Pamplona, que él, al apoyar la sublevación de 1936, había soñado convertir en una nueva Atenas, en la ciudad ideal del Renacimiento.

            No hay, por supuesto, ninguna crítica política directa en el libro, no podía haberla, pero la desaparición de toda la brillante retórica falangista ya resulta suficientemente significativa. Son poemas descriptivos, sin nada del intimismo confesional que suele asociarse a la poesía, incluso podríamos decir que costumbristas, pero su costumbrismo ha pasado por los espejos valleinclanescos del Callejón del Gato y aprendido la lección de Gutiérrez Solana, aunque Ángel María Pascual también tenía otros maestros. Uno de los poemas, “Casino”, comienza con un verso de Jovellanos: “Déjame, Arnesto, déjame que llore”. Y detrás de ambos se encuentra la lección de Juvenal.

            Hay piezas de rechinante feísmo, casi apuntes carpetovetónicos, como “Urinario”, y otras atemperadas por los ecos del prosaísmo sentimental posmodernista, como “Un balcón”. De la corrupción de la ilusiones trata esa pieza magistral que es “Vitrina de fotógrafo”, con esos “palos de un teatro de fantoches” vislumbrados al trasluz de una ventana como final de la feliz fotografía de boda.

            “Melopea parda” se titula uno de los poemas y el último verso, que repite la palabra reiterada en todos los versos (“Pardo, pardo, pardo, pardo, pardo”) resumen bien en lo que se había convertido (“Color de miseria, nacional tabardo. / Todo es pardo”) la España que él había soñado azul y oro. No resulta aventurado pensar que más de un lector relacionaría el término reiterado hasta la saciedad y cada vez más cargado de connotaciones negativas con la residencia del jefe del Estado y, metonímicamente, con el propio Franco.

            Hay pocas concesiones al lirismo convencional en estos versos. Si acaso, como en “Mercado”, al comienzo y al final. “Una luz matinal unge la plaza / con el óleo del sol recién nacido”, comienza. “Y en lo alto hacia la torre de oro / un cándido revuelo de palomas”. Entre ambos, la minuciosa descripción del mercado con un pintoresquismo no exento de sordidez.

            Desengaño político, desengaño religioso. En esta “capital de tercer orden”, la Pamplona de la posguerra convertida en símbolo de la realidad española, como antes la Orbajosa galdosiana o la Vetusta de Clarín, la verdadera religiosidad está ausente, aunque abunden los clérigos y los rituales. Ese es el sentido, a mi entender, de “Viático en el suburbio”.

            Capital de tercer orden ha tenido algunas reediciones que no sirvieron para destacar su valor excepcional (y no es extraño: la primera, de 1971, estuvo a cargo de la “Cofradía del pimiento seco de Pamplona”). Esperemos que esta nueva edición –en la que por cierto falta el subtítulo del libro: “Versos del amor de disgusto”-- cambie su suerte, aunque el prestigio de la colección “Avant-Garde”, dirigida por Juan Bonilla y Luis Antonio de Villena, no va acompañado de una adecuada difusión.

            “Porque sé que los sueños se corrompen / he dejado los sueños”, le hace decir Luis García Montero a Jovellanos en uno de sus más memorables poemas. Ángel María Pascual vivió lo suficiente para comprobar la corrupción de sus sueños y dejarnos testimonio de ello en este libro. El camino que habría seguido después --el de Dionisio Ridruejo o el de Rafael García Serrano-- no lo sabemos. Pero ahí quedan su prosas, con tanta verdad y tanta inteligencia por debajo de la epocal retórica, y este grito inconformista, desasosegante, este retrato en blanco y negro de la España más negra.

jueves, 19 de noviembre de 2020

Españoles eminentes

 

Maestros y amigos
Andrés Amorós
Fórcola. Madrid, 2020.
 

Andrés Amorós, a comienzos de los años setenta, era un joven y brillante profesor universitario que parecía destinado a suceder a los grandes maestros de la filología española, como Dámaso Alonso o Rafael Lapesa. Luego, sin dejar la investigación literaria, prefirió dedicarse a la alta divulgación, y no solo literaria. Se ocupó con rigor y amenidad, y un extraordinario bagaje cultural, de los espectáculos musicales y teatrales y también de la tauromaquia. En este último campo –tan denigrado últimamente--, pocos dudan de que es el máximo especialista.

            Maestros y amigos –en el prólogo indica que quiso titularlo Españoles eminentes (españolas solo hay dos: Nuria Espert y María Jesús Valdés, ambas actrices)-- ofrece un puñado de semblanzas de quienes fueron sus maestros y luego se convirtieron, en la mayor parte de los casos, en grandes amigos. Comienza con Dámaso Alonso, su profesor de Filología Románica que no dejaba traslucir en las clases ninguna huella del poeta que era, y luego sigue entreverando, con el azar del orden alfabético, maestros y amigos que proceden de los principales campos en que desenvolvió su actividad.           

            No es habitual encontrarse en un mismo libro con un panegírico de Luis Miguel Dominguín o Domingo Ortega junto a otro de Américo Castro o Francisco Ruiz Ramón, historiador del teatro español desconocido fuera del ámbito universitario. Dice mucho del talante de Andrés Amorós el que no quiera limitarse a los personajes más populares, sino que deje espacio para quienes realizaron una admirable labor al margen de los focos mediáticos, como Vicente Lloréns, estudioso de los diversos exilios españoles.

            A la reincorporación cultural del exilio republicano, dedicó gran parte de sus esfuerzos Andrés Amorós. El caso de Francisco Ayala resulta quizá el más significativo. El propio Ayala, en sus memorias, Recuerdos y olvidos, habla de la importancia que tuvo Amorós en el “descubrimiento” de la América literaria en los años setenta y en lo mucho que contribuyó a que fuera conocida su obra.

            Insiste Amorós una y otra vez en su falta de vanidad, en que el haber sido amigo de tantas grandes figuras, no es mérito suyo, pero no deja de referirnos los elogios que le han dedicado esos ilustres personajes, casi siempre en cartas o en conversaciones privadas. “Ya sabes que tú eres la persona a la que más he querido”, le dijo una vez Francisco Ayala. Y Eduardo Miura, que siempre asistía a sus conferencias sobre tauromaquia, le decía cuando él se acercaba a agradecerle su presencia: “Me gusta aprender de los que saben”. Lo que sigue es un perfecto ejemplo –el libro está lleno de ellos-- de lo que se conoce como falsa modestia: “Avergonzado por completo le decía yo: ¡Por Dios, don Eduardo! Pero él insistía…”. Muy avergonzado no debería estar cuando nos los recuerda en la semblanza.  Pero a Andrés Amorós, genio y figura, le perdonamos fácilmente ese defectillo. Como el mismo escribe a propósito de José María Rodero, “así suele suceder a muchos grandes artistas”. Y Andrés Amorós es sin duda un gran comunicador, un contagioso entusiasta, el mejor representante de la tradición liberal tan denostada por los sectarios de uno y otro bando.

            Sociología de la novela rosa tituló una de sus primeras publicaciones y con tinta rosa parecen escritas la mayoría de estas “memorias amables” (como llamó a las suyas el marqués de Bradomín). Pero de vez en cuando asoman otros aspectos menos gratos. Como el “episodio tragicómico” ocurrido cuando le encargaron el prólogo de la obras completas de Francisco Ayala. Por un estudio de unas cien páginas, Arturo del Hoyo –que era quien se ocupaba en Aguilar de estas cuestiones-- ofreció pagarle menos de lo que cobraba él entonces por un artículo en cualquier periódico o revista. “Cuando se lo hice notar –escribe Amorós--, se sorprendió mucho: él estaba feliz de que le dejaran publicar algo, pagándole eso mismo… Tuve que recordarle, con todo respeto, que yo no tenía que hacerme perdonar un pasado político antes de la guerra”. No será esa su intención, pero lo que el lector deduce es que a Amorós le parecía bien que a Arturo del Hoyo, que había estado en la cárcel con Miguel Hernández, le pagaran lo menos posible, para eso había sido republicano, pero que él no tenía nada que hacerse perdonar por parte de los vencedores.

            El estilo hablado, de conversación culta (a quien ha tenido la suerte de asistir a alguna charla de Amorós le parecerá escucharle), hace disculpable ciertas repeticiones y algún desliz: Poesía española. Ensayo de métodos y límites estilísticos, el gran libro de Dámaso Alonso que a muchos nos enseñó a leer la poesía del siglo de Oro, no se publicó en 1935, sino en 1950.

            Un libro ameno, que ofrece el lado mejor de personajes controvertidos, como Camilo José Cela, y que resulta no menos interesante –o quizá más-- cuando trata de alguien menos conocido, como ese sugerente Leopoldo Durán, el sacerdote que acompañó a Graham Green en sus viajes por España.

            Retratos con mucha luz y casi ninguna sombra los de Maestros y amigos y autorretrato –con alguna involuntaria sombra-- de un inagotable profesor de entendimiento y entusiasmo sin el cual la vida cultural española del último medio siglo habría sido mucho más pobre.

martes, 10 de noviembre de 2020

Hebras de luz

 


La rama verde
Eloy Sánchez Rosillo
Tusquets. Barcelona, 2020.

 

En uno de los primeros poemas de La rama verde, se refiere Eloy Sánchez Rosillo a otro publicado hace muchos años: “Cuánto tiempo ha pasado ya, hijo mío, / desde aquella mañana que dije en un poema / en el que se nos ve a ti y a mí en la playa, bañándonos alegres, entre risas, / en un mar tibio y quieto, bajo un sol estruendoso / y un cielo azul sin mácula”. El poema al que se refiere se titula “La playa” y está incluido en Autorretratos, de 1989. El futuro que allí de pronto se hacía presente (“Siento en mi sangre el vértigo espantoso / de mi edad: en un instante, transcurren muchos años”), ahora ya es pasado y no ha ocurrido como se temía. El final de ambos poetas nos ilustra sobre las dos etapas de la poesía de Sánchez Rosillo, un poeta que no ha cambiado en sus recursos expresivos, pero sí en su concepción de la realidad: primero fue un poeta elegíaco, ahora es un poeta hímnico, celebratorio. En “La playa” el presente feliz está condenado a desvanecerse para siempre, como un sueño que no ha existido nunca: “Eres un hombre ahora, y tú también comprendes / que no existió, ni existe, ni existirá este día, / la venturosa fábula de mis ojos mirándote, / la leyenda imposible de mi infancia”. Por el contrario, el otro poema, “En la mañana inmensa”, abole el tiempo: “El amor no transcurre: / ocurre. / Su obstinado latir insiste oculto, / a salvo para siempre en nuestro pecho”. Al final de “La playa”, tan rotundo, con ecos de Píndaro y Góngora (“Somos sombras de un sueño, niebla, palabras, nada”) se contrapone el del nuevo poema: “Y ahí estamos tú y yo desde el principio, / en el mar del verano, bajo el sol, / dentro de este diamante que fulgura, / de esta mañana inmensa que es la vida”.

            La mayoría de los poemas de la segunda etapa de Sánchez Rosillo, iniciada con La certeza (2005), responden a un mismo esquema: una parte inicial, que suele ocupar la mayor parte de los versos, en la que se describen, a veces con cierta minuciosidad, circunstancias y objetos cotidianos (la tapia que va iluminándose al sol de la mañana, una hilera de hormigas, un paseo mañanero), y una conclusión reflexiva que busca darle un giro transcendente. Un ejemplo: “Café Iruña”, uno de los poemas más anecdóticos del libro, casi prosa de diario: “Llegué a Pamplona anoche. / Estuve esta mañana paseando unas horas / por la ciudad. Y acabo de sentarme / en la terraza del Café Iruña, / Ante una oportunísima cerveza. / Es abril –24—mediodía”. Se nos refiere después la larga caminata y cómo confortan cuerpo y alma el sol y la cerveza “por más que alguna vértebra rebelde / está empeñada en recordarme ahora / su exacta posición con arteros envites”. Y luego –“no podrá amilanarme”, escribe el poeta-- la conclusión sentenciosa de los dos últimos versos: “Lo importante es vivir, aunque el vivir nos duela, / estar vivos del todo mientras dure la vida”.

            Gana Sánchez Rosillo en los poemas más breves, menos anecdóticos y discursivos. Aunque siempre se le lee con gusto, impacienta un poco la minucia de “Hotel” o “Hablo aquí del comienzo”, que habrían ganado como anotaciones autobiográficas en prosa (la prosa se lee de otra manera, se le exige menos esencialidad que al verso). Y resulta más emocionante cuando se olvida de su nueva concepción de la existencia (no existe el tiempo, hay un presente eterno que es la vida) y nos la refleja en toda su precaria verdad. Es difícil leer “Date prisa” sin sentir una emoción que no sabemos si se debe al poema o al universal sentimiento de orfandad que refleja. Destaca en ese poema la confusión entre vida y poesía, como si el poema y la vida reflejada en él fueran la misma cosa. “Te miro ir y venir por estos versos”, comienza. El poema nos describe, en presente, un recuerdo infantil: la madre que despierta al niño y lo arregla para ir a la escuela. Los versos finales distinguen –Sánchez Rosillo juega habitualmente a no hacerlo-- entre el presente eterno de la infancia y el tiempo verdadero que ni vuelve ni tropieza: “El niño confiado / que aparece contigo en estas líneas / te mira en el espejo para siempre / y no sabe que un día morirás. / Pero el que escribe ahora sí lo sabe. / Y conoció ese día”.

            Las referencias metapoéticas, las alusiones al propio poema que se está escribiendo, han abundado desde el principio en la poesía de Sánchez Rosillo. Una variación sobre el cernudiano “A un poeta futuro” encontramos en “Dejo la puerta abierta”, aunque en su caso se dirija a cualquier lector futuro, sea o no poeta: “Para vosotros, que vendréis al mundo / cuando yo me haya ido, / escribo este poema” (un poema, por cierto, que se limita a describir el cuarto y el lugar en el que escribe el poema, algo muy característicamente suyo).

            “Cartas de ultramar” es el único poema del conjunto no autobiográfico, aunque también de algún modo lo sea, al menos en el pretexto que le da pie. Tras referirse a quienes “pasaron a las Indias / en los primeros tiempos coloniales / y en su gran mayoría no regresaron nunca”, añade: “Leo esta tarde un libro que recoge las cartas / de algunos de estos hombres a los seres queridos / que habían dejado atrás”. El poema habría necesitado una nota que aclarara de qué libro se trata: Cartas privadas de emigrantes a indias, 1540-1616, de Enrique Otte, publicado por la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía en 1988 (ha sido reeditado posteriormente por el Fondo de Cultura Económica). Copio los últimos versos: “Hay un tal Antón Sánchez, / natural de Sevilla y asentado en El Cuzco, / que le escribe a la esposa –1590-- / y así empieza su carta: ‘Mujer mía / de mi vida…’. / El ser entero pone / en lo que va escribiendo. / Todo el idioma tiembla en sus palabras”. Una referencia al libro nos habría permitido leer esa carta y comprobarlo: “Mujer mía de mi vida: Vuestra carta recibí, y con ella mucho contento en ver carta vuestra, porque había tantos días que no sabía de vos si érades muerta o viva, y así me he holgado tanto de saber de vos que por cierto no tengo lengua con que poder encarecerlo”,

            Los mejores poemas de La rama verde son quizá los más breves, los menos discursivos y razonadores. “Cosa de nada” se titula uno de ellos y eso pueden parecer para el lector apresurado los pocos versos de “Sol de marzo en la hierba”, “Verdecillo”, “El hueco del instante” o “Entre dos luces”, que copio íntegro: “Caminar muy temprano, / entre dos luces aún, en la mañana / revuelta de febrero, / por esta carretera ahora sin nadie. / A mano izquierda, el mar, / que es todavía parte de la noche, / y que apenas se ve, / confuso y encubierto por la bruma, / pero del que se oyen / el bronco respirar y los estruendos / de sus arduos quehaceres invernales. / Y a la derecha, al margen de mis pasos, / en su milagro intimo, / el verde juvenil y tembloroso / del trébol con rocío”.

martes, 3 de noviembre de 2020

Pongamos que hablo de Madrid

 


 

Madrid
Andrés Trapiello
Destino. Barcelona, 2020.
 

Sería un error simplificar diciendo que en el libro sobre Madrid que ha escrito Andrés Trapiello resulta imprescindible todo lo que solo podría haber escrito Andrés Trapiello y sobra todo lo que podría haber escrito cualquier aplicado cronista de Madrid, como Federico Carlos Sainz de Robles, o cualquier anónimo redactor de la Wikipedia.
            No todo lo que solo podría haber escrito él resulta imprescindible. Disuenan unas opiniones políticas ya bien conocidas por formar parte del argumentario de cierta derecha más o menos extrema:  hubo tres golpes de Estado contra la Republica, uno de ellos encabezado por Indalecio Prieto; el gobierno “alentó manifestaciones multitudinarias de neto carácter ideológico que lanzaron la epidemia a proporciones exponenciales”; un poeta novísimo y catalán habló del “cielo fascista de Madrid”, pero “no se le leyó jamás nada, negro sobre blanco, de los lazos amarillos, lo cual a estas alturas, no pasa ya ni del castaño oscuro”.
            No se trata de que discordemos o no de tales consideraciones, sino de que distraen, nos sacan del libro y nos llevan a una chillona tertulia. Una rigurosa labor de edición las habría eliminado, lo mismo que las no escasas jeremiadas sobre el maltrato a que sometió cierta prensa cultural a su obra literaria: que si un reseñista echó de menos a Koldo Michelena en Las armas y las letras, que si un tal Juan Palomo (un humorístico pseudónimo colectivo) dijo no esperar mucho de una de sus novelas a punto de aparecer, que si le ningunearon en la prensa por editar en Trieste a escritores que no estaban de moda.
            Sobran muchas cosas menores en este Madrid, pero los lectores de Andrés Trapiello saben que no sería Andrés Trapiello si no pusiera tanto o más empeño en sus perecederas opiniones políticas y en sus caprichos tipográficos (ha pasado de sustituir “a” y “o” como marca de género por una estrellita a escribir las palabras de otro idioma tal como suenan: estrimin, gosdivín) que en lo que sabe hacer mejor que nadie.
            “El día en que decidí venir a Madrid fue el más importante de mi vida”, comienza el volumen, dando inicio a un conmovedor relato autobiográfico, con mucho de novela picaresca, que figurará sin duda entre las obras más conmovedoras de Andrés Trapiello cuando se decida a publicarlo adecuadamente. Ahora aparece troceado sin que se entiendan muy bien los motivos para ello. O se entienden demasiado bien: se trata de una argucia para ir dando los datos eruditos que resultan imprescindibles en un libro de encargo sobre Madrid. La primera interrupción está hecha con cierta gracia y copia el modelo cervantino de dejar a los combatientes con las espadas en alto. Tras una discusión familiar, abandona Trapiello a los diecisiete años su casa en León para dirigirse a Madrid. Cuando interrumpe de pronto la narración para un largo pegote erudito sobre el origen del nombre de Madrid, escribe: “El expreso de La Coruña puede esperar. Tenemos tiempo”.
            Si la primera interrupción tiene cierta gracia y parece un recurso literario, las siguientes ya se ven como un truco para mezclar cosas que no casan demasiado bien. Sobran todas esas interrupciones de cronista municipal o habrían encontrado su sitio en la parte final, entre los “Retales madrileños” –“Madrid y la historia”, “Madrid y sus reyes”, “Madrid y la arquitectura”--, algunos de los cuales, por cierto, repiten lo que ya se ha dicho antes, y en ocasiones más de una vez, como que Mesonero Romanos se dedicaba a especular con solares del centro de Madrid.
            “La novela de un joven pobre”, llamémosla así, las andanzas de un joven ambicioso servidor de muchos amos, los azares que le llevan al triunfo literario (el encargo de una biografía sobre Cervantes o la promesa de un premio para un libro sobre los escritores y la guerra civil), es una de las piezas maestras que contiene ese libro, aunque incomprensiblemente desmembrada.
            Hay otras, por supuesto, y tienen que ver con Madrid, pero no con el remoto Madrid de moros y cristianos o de los milagros de San Isidro (erudiciones al alcance de cualquier aplicado jornalero de la pluma), sino con el Madrid vivido, el que ya es para Trapiello carne de su carne y sangre de su sangre: espléndida la descripción de la calle conde de Xiquena, en la que vive desde hace cuarenta años, de la cercana plaza de París, de los rincones galdosianos, del Museo Romántico… No defraudará este volumen a los muchos admiradores de Andrés Trapiello, a quienes le consideran uno de los escritores fundamentales de nuestro tiempo –soy uno de ellos--, pero sin duda pondrá a prueba su paciencia, como ha puesto la mía.
            Cuando Trapiello parece que lo ha dicho todo sobre Madrid --entremezclando recreación autobiográfica, acarreo erudito y, hacia el final, desahogos personales quizá no demasiado pertinentes--, se da cuenta de que le ha quedado fuera mucho material y añade una serie de capitulillos de muy desigual interés. Lo mejor son las selecciones personales que añade al final de algunos de ellos: sus diez edificios preferidos, los mejores libros sobre Madrid, los museos, los parques y jardines… Quizá en estos apéndices debería haberse limitado a los recuentos personales, siempre con alguna ocurrencia original, con algún punto de vista inédito, y haber hecho más caso de lo que él mismo afirma en “Madrid y la arquitectura”: “La Wikipedia da cuenta de su historia y de sus arquitectos, así como de todo lo que he citado aquí, por lo que le ahorro al lector más pormenor”.
            No siempre nos lo ahorra, aunque también le gustan las elipsis. Divagando sobre restaurantes se refiere a “la memorable noche en que Cayetana concertó una cena con Savater, Isabel Preysler, Mirian, nosotros dos y Vargas Llosa, con el que el había contraído una de esas deudas que no se saldan con nada”.
            No nos dice cuál es esa deuda, pero si se trata de la que se menciona en el epílogo (donde se añaden más apuntes “que no cabían en otra parte”), el prólogo a su traducción del Quijote, pues tampoco parece que fuera para tanto.
            Para Trapiello, al contrario que para Mies Van der Rohe, menos no es más, sino que más es más, mucho más. Entre esos “retales” de la segunda parte incluye un “breve repertorio madrileño”, una especie de glosario que podría haber dado para un libro al estilo de otro de los suyos, El arca de las palabras. Y por si no fuera suficiente, como si quisiera caricaturizarse a sí mismo, al final copia todos los nombres de personas que viven o han pasado por Madrid y que figuran en sus agendas telefónicas: unos cuantos cientos.
            Pero quizá todos estos reparos se deban a un error de lectura por mi parte: Madrid es un libro de regalo, un espléndido regalo para estas fechas, y los libros de regalo no se leen de la primera a la última página, como he hecho yo, basta con picotear acá y allá y admirar las ilustraciones, variadas y bien seleccionadas, y que cuentan con precisos y a menudo muy literarios pies de foto del autor del volumen.