jueves, 19 de noviembre de 2020

Españoles eminentes

 

Maestros y amigos
Andrés Amorós
Fórcola. Madrid, 2020.
 

Andrés Amorós, a comienzos de los años setenta, era un joven y brillante profesor universitario que parecía destinado a suceder a los grandes maestros de la filología española, como Dámaso Alonso o Rafael Lapesa. Luego, sin dejar la investigación literaria, prefirió dedicarse a la alta divulgación, y no solo literaria. Se ocupó con rigor y amenidad, y un extraordinario bagaje cultural, de los espectáculos musicales y teatrales y también de la tauromaquia. En este último campo –tan denigrado últimamente--, pocos dudan de que es el máximo especialista.

            Maestros y amigos –en el prólogo indica que quiso titularlo Españoles eminentes (españolas solo hay dos: Nuria Espert y María Jesús Valdés, ambas actrices)-- ofrece un puñado de semblanzas de quienes fueron sus maestros y luego se convirtieron, en la mayor parte de los casos, en grandes amigos. Comienza con Dámaso Alonso, su profesor de Filología Románica que no dejaba traslucir en las clases ninguna huella del poeta que era, y luego sigue entreverando, con el azar del orden alfabético, maestros y amigos que proceden de los principales campos en que desenvolvió su actividad.           

            No es habitual encontrarse en un mismo libro con un panegírico de Luis Miguel Dominguín o Domingo Ortega junto a otro de Américo Castro o Francisco Ruiz Ramón, historiador del teatro español desconocido fuera del ámbito universitario. Dice mucho del talante de Andrés Amorós el que no quiera limitarse a los personajes más populares, sino que deje espacio para quienes realizaron una admirable labor al margen de los focos mediáticos, como Vicente Lloréns, estudioso de los diversos exilios españoles.

            A la reincorporación cultural del exilio republicano, dedicó gran parte de sus esfuerzos Andrés Amorós. El caso de Francisco Ayala resulta quizá el más significativo. El propio Ayala, en sus memorias, Recuerdos y olvidos, habla de la importancia que tuvo Amorós en el “descubrimiento” de la América literaria en los años setenta y en lo mucho que contribuyó a que fuera conocida su obra.

            Insiste Amorós una y otra vez en su falta de vanidad, en que el haber sido amigo de tantas grandes figuras, no es mérito suyo, pero no deja de referirnos los elogios que le han dedicado esos ilustres personajes, casi siempre en cartas o en conversaciones privadas. “Ya sabes que tú eres la persona a la que más he querido”, le dijo una vez Francisco Ayala. Y Eduardo Miura, que siempre asistía a sus conferencias sobre tauromaquia, le decía cuando él se acercaba a agradecerle su presencia: “Me gusta aprender de los que saben”. Lo que sigue es un perfecto ejemplo –el libro está lleno de ellos-- de lo que se conoce como falsa modestia: “Avergonzado por completo le decía yo: ¡Por Dios, don Eduardo! Pero él insistía…”. Muy avergonzado no debería estar cuando nos los recuerda en la semblanza.  Pero a Andrés Amorós, genio y figura, le perdonamos fácilmente ese defectillo. Como el mismo escribe a propósito de José María Rodero, “así suele suceder a muchos grandes artistas”. Y Andrés Amorós es sin duda un gran comunicador, un contagioso entusiasta, el mejor representante de la tradición liberal tan denostada por los sectarios de uno y otro bando.

            Sociología de la novela rosa tituló una de sus primeras publicaciones y con tinta rosa parecen escritas la mayoría de estas “memorias amables” (como llamó a las suyas el marqués de Bradomín). Pero de vez en cuando asoman otros aspectos menos gratos. Como el “episodio tragicómico” ocurrido cuando le encargaron el prólogo de la obras completas de Francisco Ayala. Por un estudio de unas cien páginas, Arturo del Hoyo –que era quien se ocupaba en Aguilar de estas cuestiones-- ofreció pagarle menos de lo que cobraba él entonces por un artículo en cualquier periódico o revista. “Cuando se lo hice notar –escribe Amorós--, se sorprendió mucho: él estaba feliz de que le dejaran publicar algo, pagándole eso mismo… Tuve que recordarle, con todo respeto, que yo no tenía que hacerme perdonar un pasado político antes de la guerra”. No será esa su intención, pero lo que el lector deduce es que a Amorós le parecía bien que a Arturo del Hoyo, que había estado en la cárcel con Miguel Hernández, le pagaran lo menos posible, para eso había sido republicano, pero que él no tenía nada que hacerse perdonar por parte de los vencedores.

            El estilo hablado, de conversación culta (a quien ha tenido la suerte de asistir a alguna charla de Amorós le parecerá escucharle), hace disculpable ciertas repeticiones y algún desliz: Poesía española. Ensayo de métodos y límites estilísticos, el gran libro de Dámaso Alonso que a muchos nos enseñó a leer la poesía del siglo de Oro, no se publicó en 1935, sino en 1950.

            Un libro ameno, que ofrece el lado mejor de personajes controvertidos, como Camilo José Cela, y que resulta no menos interesante –o quizá más-- cuando trata de alguien menos conocido, como ese sugerente Leopoldo Durán, el sacerdote que acompañó a Graham Green en sus viajes por España.

            Retratos con mucha luz y casi ninguna sombra los de Maestros y amigos y autorretrato –con alguna involuntaria sombra-- de un inagotable profesor de entendimiento y entusiasmo sin el cual la vida cultural española del último medio siglo habría sido mucho más pobre.

3 comentarios:

  1. Querido José Luis: muchas gracias por la atención y los elogios que dedicas a mi libro. Un abrazo Andrés Amorós

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  2. Gracias a ti, Andrés. Aprendí mucho de tu manera de argumentar y de razonar en las reuniones de los premios Príncipe, aunque yo sea un mal discípulo.

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  3. Muy interesante volumen. Por mi parte, voy a empezar por la esquina superior izquierda de mis estanterías, y a lo mejor también las “siemblo”. A Nuria Espert la pude ver recientemente en Getafe recitando el “Romancero gitano”. Ojalá haga una continuación con “Poeta en Nueva York”.

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