miércoles, 28 de abril de 2021

La historia y yo

 

No puedes ser así
Luis García Montero
Visor. Madrid, 2021.

El libro de poemas como unidad estética es una invención reciente. Antes solían ser simples recopilaciones de poemas hechas por el autor o por sus editores, a menudo póstumos,  como ocurrió con la mayoría de los poetas áureos, de Garcilaso a Quevedo. La unidad de las recopilaciones de Antonio Machado, y la diversidad entre unos y otras, la daba su evolución vital. Hoy, sin embargo, son mayoría los poetas que escriben “libros”, que conciben el poema menos como una unidad independiente que como una capítulo de una unidad mayor.

            “Este libro me estaba esperando igual que una sombra, / dispuesto a saltar sobre mí desde cualquier esquina”, comienza No puedes ser así, la nueva entrega de Luis García Montero que lleva el sorprendente subtítulo de “Nueva historia del mundo”. La novedad frente a su poesía anterior es más temática que formal. Abundan los que, en los años setenta --cuando comenzó a divulgarse entre nosotros la poesía de Cavafis--, se denominaron “poemas históricos”, poemas protagonizados por una figura histórica que a menudo se utiliza como contrafigura del autor o como pretexto para hablar del presente.

            Luis García Montero sitúa a Adán y Eva, en lo contrario del paraíso, en un campo de refugiados; Magallanes le sirve como “una buena excusa / para insistir en el poder humano / y en su fragilidad”; Galileo, para contraponer su tiempo a una actualidad en el que “ya no hay libros sagrados, / la ciencia y la conciencia / tienen buenas ideas, sus derechos, / la libertad, la paz. / Y sin embargo…”

            Algo de formulario y de convencional, de previsibles ejercicios, tienen estos poemas históricos. Pero García Montero trata con frecuencia de darle la vuelta a la anécdota consabida, a la moraleja previsible, y busca un tratamiento inédito. “La casa está vacía / igual que un ministerio durante el mes de agosto”, comienza el poema “1789”. Los ideales de la revolución francesa son hoy una casa vacía y en venta: “Abro la puerta envejecida / de la palabra libertad / y veo ropa sucia de trabajo / en el desorden de la habitación”.

            Uno de los recursos más habituales de García Montero es el uso de la personificación como manera de sorprender al lector y de hacernos ver de otra manera la vida cotidiana que refleja en sus versos. Así comienzan tres poemas: “Un lunes vagabundo / anda por la ciudad muy lentamente / sin tener donde ir”, “La bicicleta estática / mira por el balcón el paso de la gente”, “El sol llegó vestido / para una entrevista de trabajo”. El procedimiento corre el riesgo de convertirse en un automatismo. “En la ventana del hotel me mira / un edificio gótico / de alguna religión que no conozco”, dicen los primeros versos de “Señas de identidad”. Otro recurso frecuente es añadirle un elemento insólito a una frase hecha: “Os he visto hacer noche / en una esquina de cualquier palabra, / amanecer sin ánimo de lucro”.

            A los poemas históricos se añaden las postales viajeras (el trabajo actual del poeta le lleva a desplazarse continuamente de una a otra esquina del mundo): en Alejandría visita la casa de Cavafis; en Arequipa, un museo con la momia de una niña sacrificada; bastantes poemas transcurren en el hotel en que se aloja.

            Historia y viajes, evocaciones personales (“y el niño que repite la lección / con la España de Franco sentada en sus rodillas”) y premoniciones (en “Te veo venir” se dirige a aquellos a los que no les gusta su poesía y les hará sufrir “la fama póstuma que pueda merecer”) hay en No puedes ser así, un libro lleno de buenas intenciones, pero también con voluntad de no quedarse en su llana enunciación. No siempre lo consigue. Copio unos versos del poema “Europa”: “Y decretemos la expulsión del odio, / del miedo a la otra piel, de la serpiente, / del veneno que mancha las palabras, / del lobo puritano que nos muerde”.

            La sección central de No puedes ser así está formada por un único y extenso poema, “El quinto cuarteto”, que pretende homenajear a Eliot desde el título, pero que tiene poco de eliotiano. Habla de un quinto elemento que añadir a los tradicionales y termina con una referencia a Ángel González: “Entre el fuego y el aire, entre el agua y la tierra, / vuelve a cruzar la gente. Su sombra es la poesía. / No cerraré los ojos al mirar la crueldad. / No ocultaré el dolor con el estilo. / Pero el beso me llama en su naturaleza / para intentarlo una vez más / sin esperanza y con convencimiento”.

            Aquí está, algo desleído, el poeta de Habitaciones separadas y de otros títulos fundamentales de la poesía española contemporánea. Sobran las vacuas buenas intenciones, alguna anécdota banal (y estirada, como en “Señas de identidad” los versos dedicados al cambio de moneda: “Por mi gusto de ser / o de seguir un argumento roto, / ayer cambié en el aeropuerto / un poco de dinero, / sin muchas ilusiones, / como se cambia una bombilla / que acaba de fundirse”) o demasiado artificiosamente literaria (la fiesta con Neruda en “Noviembre de 2015”, un poema que podría firmar Benjamín Prado). Una cierta poda de ejercicios de circunstancias y de poemas que no logran objetivar la privada emoción --“En otra caverna” puede ejemplificarlo--, habría evitado que la habitual y algo gastada caligrafía emborronara, dificultara apreciar el puñado de impactantes poemas, de palabras verdaderas que contiene No puedes ser así.

jueves, 22 de abril de 2021

Vida y hechos de San Martín Egipciaco

 

Egipcíaco
Martín López-Vega
Visor. Madrid, 2021.

No es Martín López-Vega un poeta obsesionado por la perfección formal. Sus poemas entremezclan confesionalismo y divagación, localismo y cosmopolitismo, aciertos expresivos y desconchados. “Otro ensayo sobre el día logrado” se titula el primero de Egipciaco y a un peculiar ensayismo basado en el “pensamiento asociativo” (la expresión es suya) y a la narración se aproximan los textos de mayor extensión. No en vano los textos inspirados en textos ajenos –de Yehuda Amijai, Cavafis, Gemma Gorga--, nunca parten de poemas, sino de relatos o prosas breves

Más convencionalmente poéticos resultan los poemas breves: el anafórico “Si quisieras”, con algo de Bécquer y el neorromanticismo del primer Neruda, o la enumeración caótica de “Rú yì”: “La hierba que crece en los tejados. / El jade de un viejo poema. / El olor de la tinta en Fuzhou. / La estela de los mil budas. / Los  primeros brotes de té de la temporada. / El sudor en tu espalda. / El jardín donde no pudimos entrar”.

            Los dos poemas más confesionales del  libro, los más “mi corazón al desnudo”, para decirlo con un título de Baudelaire, son “Los gatos de Niembru o bien Visita de la hija inexistente” y “Los recogedores de ocle o bien Carta al padre”. Ambos están llenos de pequeños detalles casi costumbristas (el segundo es en parte un apunte pictórico) y representan las dos caras del contradictorio personaje que protagoniza estos poemas (y que tanto se parece al autor). “Qué diferente hubiera sido su vida / si hubiera tenido otro carácter”, dice hablando de sí mismo en tercera persona. Y continúa: “Capacidad no le faltaba, / lo supieron siempre sus maestros. / Y todo le gustaba, no fue esa la razón: / la música, las lenguas, / el cielo, las matemáticas…”

            ¿La verdad humana pesa más que la verdad poética en Egipciaca? A ratos estamos tentados a pensar que sí. Cerramos el libro y lo que recordamos es la emocionante anécdota de “Un episodio personal”, en que la abuela analfabeta le abre al niño la puerta de la literatura, o algunos de los pasajes más heridores de la “Carta al padre”

            Hay patetismo, pero también humor, en Egipciaco, y un ejemplo puede ser “Recital en el manicomio”, otro de los poemas que se ciñen a una anécdota sin incurrir en la divagación. Humor no siempre de trazo fino, ocurrencias conversacionales a veces, como hablar de “el imbécil de Tintín” en “Orientalismo”, o, tras contar a su manera el Genesis, concluir que “para ser un libro tan famoso, la Biblia / está llena de incoherencias narrativas”). Mayor ingenio, y ternura, hay en “Mi abuela: Poesía completa”.

            “Tema de redacción” se titula uno de los poemas y eso parecen algunos de los textos, con resultado desigual. El poema se inicia con una estampa escolar, sigue con divagaciones sobre la felicidad (que es el tema de redacción) e incluye lo que podría haber sido otro poema, una serie de enumeraciones sobre lo que es bueno y lo que es malo, lo que es pesado y lo que es leve: “Buena es la libertad. La mermelada de higo. Roma. / La ausencia de dolor. La ropa que huele a limpio. / Encontrar un amigo. No perder un tren. / Los dos primeros meses de un amor”. Entre lo malo se encuentran “los poemas poéticos”.

            No es “Tema de redacción” el único poema que parece hecho de retazos que luego se juntan un tanto arbitrariamente. De “Un museo” se pueden desgajar los versos dedicados al Palacio de Verano de Pekin (versos, por cierto, que podrían formar parte de un “poema poético” de esos que el autor dice rechaza): “la canción del viento cantada a coro / por el bambú, el loto y el sauce; / un anciano que vuela una cometa, / una anciana que escribe en el suelo / de memoria, con un pincel mojado en agua, / un poema de Li Bai; / las libélulas dejando sus huellas en el canal; / la voz de una mujer que dicta / instrucciones en caso de incendio / (pensó que era un poema, pero el poema / va siempre en busca de un incendio); / flores de loto hasta donde alcanza la vista / junto al puente de Liu Qiao”.  

            Hay en el Martín López-Vega de Egipciaco, junto al poeta cosmopolita y al que vuelve una y otra vez a los lugares de la infancia, a los que estamos acostumbrados, una cierta retórica de los buenos sentimientos que lo aproxima al redactor de discursos y textos oficiales: convencional es el poema dedicado a Manuel de Falla (“Qué español no lleva siempre un reloj de más / para marcar la hora del exilio de la memoria o del futuro) y escasamente afortunado el elogio fúnebre de “Julián”, con su prosaísmo (ese “pues” repetido tres veces, por citar solo un ejemplo) y su esforzado silogismo encomiástico.

            Pero por muchos reparos que le pongamos a este libro, por muchos descosidos que encontremos, no dejamos de reconocer su intensidad, su verdad, su inconformismo consigo mismo y con lo que sus contemporáneos españoles suelen entender por poesía. “Escribe poemas para iluminar zonas a oscuras”, leemos en el poema final, irónicamente titulado “Epílogo a la vida y hechos de San Martín Egipcíaco”. No siempre lo consigue, pero cuando sí, nos hace olvidar cualquier tropiezo.


           

jueves, 15 de abril de 2021

Docto y cordial

 

 

Vieja escuela
Rodrigo Olay
Rialp (Adonáis). Madrid, 2021.
 

A un poeta le resulta más fácil sobreponerse a sus limitaciones que a sus dotes naturales. “Facilidad, mala novia”, decía Gerardo Diego. El virtuosismo técnico de Rodrigo Olay, su dominio de lo que él irónicamente denomina “vieja escuela”, de la versificación clásica, asombra. Es, sin lugar a duda, “il miglior fabbro”, no solo de su generación, también de la poesía actual, si exceptuamos a Antonio Carvajal.

            Como Carvajal, que fue catedrático de métrica en la universidad de Granada, Olay se conoce al dedillo todas las minucias de la versificación, juega con ella al circense “más difícil todavía”. Como Carvajal, corre el riesgo de que su poesía se convierta en primorosa y cansina artesanía, en ejercicios de taller, todo lo magistrales que se quiera, pero al fin y al cabo nada más que ejercicios.

            Ese riesgo, que parecía superado, o a punto de superarse, en Saltar la hoguera, su libro anterior, se acentúa en Vieja escuela. Una posible causa viene indicada por las fechas de escritura: 2009-2020, desde sus inicios (nació en 1989) hasta ahora mismo. El libro, con algunas notables excepciones, parece destinado a reunir lo más artificioso de la obra del autor.

            Hay liras a lo Fray Luis, a las que es difícil no aplaudir, pero a las que dejamos de prestar atención mucho antes de llegar a la última; hay también una sextina –esa artificiosa composición que rescató Gil de Biedma--, rebuscadamente prescindible, como el homenaje a Luis Alberto de Cuenca, “Robb Stark resuelve marchar sobre Casterly Rock”, y tantos otros juegos de ingenio o piezas de bravura.

            Rodrigo Olay tiene algo de niño prodigio que intenta dejar de serlo sin conseguirlo del todo, aunque siga habiendo mucho de prodigioso en sus versos. Los mejores poemas son lo que nos hablan de una infancia difícil (“Siempre he creído que iba a morir joven”), pero que se va dorando con los años (“Cuanto más tiempo pase, mejor fue”); de los afectos familiares –los hermanos, la abuela Jovita--; de la amistad (pocos poetas tan generosamente cordiales como Rodrigo Olay) y del amor, “llama única”.

            Aparte de poeta excepcional –a pesar de todos los peros, casi siempre por exceso de dotes, que puedan ponérsele--, Rodrigo Olay es también un erudito de la vieja escuela, un filólogo en la mejor tradición de Menéndez Pidal o Dámaso Alonso. A una edición ejemplar de la poesía de Feijoo, añade ahora El endecasílabo blanco: la apuesta por la renovación poética de G. M. de Jovellanos (Universidad de Oviedo, 2020), que va más allá de ser un impecable ejercicio de erudición para formular una atrevida hipótesis: que el versolibrismo de la poesía contemporánea española tiene su origen en Jovellanos. La hipótesis es más atrevida que verosímil y se apoya en dudosas afirmaciones: que las variedades rítmicas que Jovellanos encuentra en el endecasílabo son más propias del endecasílabo blanco que de cualquier otro endecasílabo; que prescindir de la rima “permite alcanzar una mayor naturalidad al acercar su discurso al de la lengua oral, que es, según Eliot, el principal valor del verso suelto”; que la generalización del verso libre se da con la “Generación del 36, esto es, la de los poetas de la llamada poesía social”.

            No es cierto que sea la rima aleje un poema del lenguaje de la conversación: más cerca de la conversación puede estar un soneto de Rubén Darío (“Recuerdas que querías ser una Margarita / Gautier? Fijo en mi mente tu extraño rostro está, / cuando cenamos juntos, en la primera cita, / en una noche alegre que nunca volverá”) que los rimbombantes versos sin rima de “Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda”; y el lenguaje de la calle que Celaya, quien presumía de haberle quitado los coturnos a la poesía, llevó al verso encuentra un antecedente más claro en Campoamor (que no prescindió de la rima) que en Jovellanos (los versos sociales más famosos de Celaya, por cierto, tienen rima, como la tiene el “Vientos del pueblo” de Miguel Hernández).

            “El vuelo excede el ala” en Rodrigo Olay, para decirlo con un título de Jenaro Talens:  las precisas minucias de la erudición pueden --suelen-- encubrir errores conceptuales; el virtuosismo métrico, los juegos de palabras, los guiños de la intertextualidad distanciar al lector, ahuyentar la emoción poética. Un ejemplo a evitar: “Frágil, como la espalda / que recorre un primer escalofrío / cuando el aire se afina en la hora última / de una tarde en el mar (su ave es la noche) / o la arena que un pie quiebra despacio”. ¿Qué pinta en estos versos “el ave de la noche”? ¿De quién es esa ave? No pinta nada. Está ahí solo para justificar una calambur con el título de Scott Fitzgerald: Suave es la noche. Poemas como “Neuvic”, en cambio, con su decir sabiamente entrecortado, con su audaz collage de imágenes –detrás, la lección del mejor Gimferrer--, nos muestran que Olay es un poeta, un verdadero poeta capaz de escapar de las trampas del virtuosismo, aunque en este libro caiga quizá en ellas más de lo que cabría esperar.

jueves, 8 de abril de 2021

El cofre del tesoro

 

Versos de guerra, mar y hampa
José del Río Sainz
Edición de Juan Antonio González Fuentes
Sevilla. Renacimiento, 2021.

Versos del mar y de los viajes titula José del Río Sainz su primer libro, aparecido en 1912, y ese título podría servir también para lo mejor de su obra. José del Río Sainz, nacido en Santander en 1884, fue marino y periodista, alternando durante un tiempo ambas profesiones. Murió en 1964, pero para finales de los años veinte ya había escrito lo fundamental de su obra, aunque luego de vez en cuando siguiera escribiendo lo que él denominaba “versos de circunstancias”. Gerardo Diego, su paisano, su mejor crítico, lo incluyó en la segunda edición aumentada, la de 1934, de su mítica antología, sin que por ello perdiera su condición de poeta ensombrecido por los grandes nombres de la época destinado a la condición de apreciada gloria local.

            Pero José del Río Sainz, que sabía contar, cantar y emocionar, está lejos de ser una curiosidad literaria. Cierto que muchos de sus poemas –y algunos de ellos están en esta antología-- han envejecido irremediablemente en el soniquete de sus rimas y en su sentimentalismo, pero hay otros que siguen llenos de magia y que nos muestran perspectivas inéditas en la poesía española.

            El encanto inmarchitable de los versos marinos de José del Río Sainz es el mismo que encontramos en  Las inquietudes de Shanti Andía o La estrella del capitán Chimista y otras novelas de Baroja. Sus poemas, que nos hablan de la primera noche de guardia, de tormentas y naufragios, de los compañeros de la tripulación, de los barcos que se cruzan en alta mar, de la llegada a tierra, de los cafetines del puerto, saben trascender la anécdota y convertir exotismo y pintoresquismo en lirismo.

            José del Río Sainz es uno de los grandes sonetistas de la lengua española y le viene bien la concesión de los catorce versos para no dejarse llevar por su facilidad versificadora y evitar perderse en pormenores lacrimógenos y en el tantarantán de las fanfarrias modernistas (incluso intenta los dáctilos de “Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda, pero añadiéndoles su inevitable rima consonante).

            Dos de los poemas seleccionados, según nos indica en el prólogo Juan Antonio González Fuentes, se los recomendó al antólogo el poeta Abelardo Linares: “1808” (“poema que hubiera firmado Kavafis”) y “Kitchener de Kharthoum” (“versos en los que tal vez llegó a pensar el mismísimo Borges”). Este último poema, que canta a uno de los héroes del Imperio Británico, más que a Borges nos recuerda a Kipling, a quien José del Rio Sainz cita al comienzo del soneto “Los antros lóbregos” y que no está ausente de muchos de los poemas de La belleza y el dolor de la guerra, un libro de 1922, y especialmente de la balada “Soldados de Inglaterra”. El otro poema que destaca Abelardo Linares, “1808”,  no habrían desdeñado firmarlo ni Kavafis ni Manuel Machado; utiliza magistralmente la técnica de “engaño-desengaño”, tan bien estudiada por Carlos Bousoño.

            La sonoridad y el gusto por la anécdota impactante llevó a José del Río Sainz al repertorio de los recitadores, que tanto hicieron por difundir la poesía en la primera mitad del siglo XX por teatros y casinos. A ellos se debe la fama del soneto “Las tres hijas del capitán”, que Luis Alberto de Cuenca considera “a un paso de lo kitsch” y al que el autor aludiría en otro poema “La ría de Bilbao” y prolongaría, dando ya ese paso que le faltaba para lo kitsch en “Epílogo a un poema”, incluido en su libro Hampa.

            Hampa, de 1923, es un libro que José del Río Sainz no quiso reeditar, arrepentido de la crudeza de sus versos. Nos habla de la vida prostibularia sin fantasiosas idealizaciones. Recuerda, en su hiriente trazo expresionista, a la pintura de Gutiérrez Solana y a los esperpentos de Valle-Inclán. Comienza con una cita de Oscar Wilde: “Los libros que el mundo considera inmorales son los que reflejan sus vergüenzas”. No han perdido estos versos, que no incurren en tópicas idealizaciones sobre el amor en cada puerto de los marineros, su capacidad de denuncia.

            José del Río Sanz es, sin duda, un poeta menor, pero también un lujo de la literatura española que no dejará indiferente a nadie. Unas veces nos cuenta una historia tremebunda, como en “Los piratas del muelle”, que tiene el sabor de los viejos folletines y las lecturas de la adolescencia; otras, como en “Niños en la Alameda”, pone palabras nuevas a un temor y un temblor común. No importa que en ocasiones nos haga sonreír con un sonsonete y una gastada utillería que ya sonaban anticuados en su tiempo, que era el de las vanguardias y la poesía pura; nunca pierde el encanto, nunca dejamos de leerle con gusto, aunque a veces respondamos con una sonrisa cuando se le va la mano en los efectos patéticos.

jueves, 1 de abril de 2021

La ley del silencio

La armadura del rey
Ana Pardo de Vera, Albert Calatrava y Eider Hurtado
Roca Editorial. Barcelona, 2021.
 

Desde hace unos años, desde 2012 para ser más exactos, y aceleradamente desde 2014, los españoles asistimos atónitos al derrumbe de un mito. El rey que trajo la democracia, el rey campechano que se hacía querer por todos, el mejor embajador de España en el extranjero, el del famoso “¿Por qué no te callas?” dirigido a Chávez, no solo era un ídolo con pies de barro, sino que todo él era de barro y de barro no de la mejor calidad. Cuesta aceptar los hechos, pero las evidencias se amontonan: durante cuarenta años, España tuvo como jefe del Estado a un corrupto a cuyo lado, no ya Iñaki Urdangarin, sino el rocambolesco director de la guardia civil, Luis Roldán o el Bárcenas que sigue llenando páginas en los periódicos, se quedan en simples aprendices. ¿Cómo fue posible eso? ¿Cómo pudo engañar a tantos durante tanto tiempo? Los periodistas Ana Pardo de Vera, Albert Calatrava y Eider Hurtado en La armadura del rey tratan de dar respuesta a esa pregunta. Para ello –nos dicen en el prólogo-- han hablado con cargos institucionales –de ministros y exministros hasta parlamentarios y alcaldes-- y también con policías, periodistas, empresarios. Pero muchos de esos informantes han pedido el anonimato y por eso sus testimonios carecen de valor probatorio. Aunque prescindamos de ellos, el simple recuento de las noticias que han ido dando cuenta de las andanzas del rey, que primero no acabábamos de creer y que acabaron teniendo la firmeza que les da la investigación judicial (extranjera, por supuesto), añadido al testimonio de quienes se atreven a hablar con nombre y apellidos, basta para humillarnos y llenarnos de asombro. ¿Cómo fue posible?, nos repetimos una y otra vez. ¿Cómo pudimos estar tan ciego? A fin de cuentas, esto ocurrió en el reino de España, no en el teocrático Marruecos; en una democracia avanzada, no en la Rusia de Putin o en Corea del Norte.

            Había, ciertamente, una protección jurídica de la Corona. Con sorpresa, descubrimos el caso del periodista Xabier Sánchez Eruskin, quien en 1981 publicó en el semanario Punto y hora un artículo titulado “Paseíllo y espantá” en el que hablaba de la visita del rey Juan Carlos a Gernika y de la ausencia del presidente Suárez con metáforas taurinas: el uno dio un “paseíllo” el otro una “espantá”. Le costó pasar un año en la cárcel.

            Pero la represión no fue lo más importante. Para tapar las vergüenzas del rey, que él no se preocupaba de ocultar, más que los tribunales resultó decisiva la acción del gobierno y de los medios de comunicación: a los periodistas críticos se les silenciaba de inmediato. Cuenta Pilar Urbano que, en uno de sus libros, le fueron vetadas las páginas que recogían conversaciones del CESID sobre los GAL. “En esas conversaciones –son palabras textuales suyas--, que pude confirmar con fuentes suficientemente acreditadas como para publicar algo tan importante, quedaba clara la acción de Felipe González, Narcís Serra y Alonso Manglano sobre los GAL, pero también que el rey da el impulso. El impulso fue soberano, y como se implicaba al rey, esos once folios fueron censurados por la editorial”.

            El barro del que estaban hechos los pies del ídolo caído (y todo lo demás), no solo era el barro de la corrupción económica –recibió generosas donaciones e intervino en negocios raros desde el mismo momento de su coronación--, sino también de otro tipo, que antes se tenía como picarescas anécdotas referidas a su vida privada y que, hoy, en los tiempos del “Me Too” vemos con muy distintos ojos. Por lo que vamos sabiendo, su comportamiento pudo parecerse más al de un Harvey Weistein, que al de un Plácido Domingo, también puesto en la picota, pero que a su lado era todo un caballero.

            El excelente e impactante trabajo de recopilación y de investigación que se resume en La armadura del rey tiene un significativo lunar. Dejan en su sitio, como un artículo de fe, el principal sofisma utilizado antes –y utilizado ahora-- para proteger al rey: su inviolabilidad. Sanz Roldán, que estuvo al frente de los servicios de inteligencia y se entrevistó en Londres con Corinna Larsen, afirma que “si Juan Carlos I delinquió –en términos ‘teóricos’, ya que mientras fue jefe del Estado era inviolable--, debe ser castigado de alguna forma ejemplarizante”.

            Afirman los autores del libro que “el principal blindaje que ha resguardado a Juan Carlos I durante todo su reinado procede de la Constitución”. Y citan el famoso artículo 56.3 que todavía se sigue utilizando para impedir que la justicia investigue actuaciones presuntamente delictivas anteriores a la abdicación. Pero incurren en el error de citar ese artículo mutilado, como suele ser habitual. El artículo 56.3 no dice, o no dice solo, eso que se nos ha repetido una y otra vez para justificar la inactividad de los fiscales ante indicios racionales de culpabilidad. Tras afirmar que “la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad”, continúa: “Sus actos estarán siempre refrendados en la forma establecida en el artículo 64, careciendo de validez sin dicho refrendo, salvo lo dispuesto en el artículo 65.2” (el artículo 65.2 indica que “el Rey nombra y releva libremente a los miembros civiles y militares de su Casa). Lo que nos dice el artículo 64 en su primer punto es lo siguiente: “Los actos del Rey serán refrendados por el Presidente del Gobierno y, en su caso, por los Ministros competentes. La propuesta y el nombramiento del Presidente del Gobierno, y la disolución prevista en el artículo 99, serán refrendados por el Presidente del Congreso” . Y en su segundo punto afirma taxativamente: “De los actos del Rey serán responsables las personas que los refrenden”.

            Inviolabilidad no es impunidad. De los delitos que el rey cometa amparado por la inviolabilidad siempre hay un responsable: quien refrenda sus actos. Por lo tanto, ante cualquier sospecha se deben investigar. Si la constitución señala responsables, no puede prohibir su investigación, como se ha repetido insistente e interesadamente. Es Francisco Marhuenda, uno de los pocos defensores que le quedan al anterior jefe del Estado, quien sin saberlo subraya el aspecto más sensible –y potencialmente explosivo-- de la cuestión: “Pensar que todos los presidentes le han permitido todo sería pensar que han sido cómplices”. Y cada vez hay menos dudas de que le han permitido saltarse la ley a la torera cuando le convenía. Con la constitución en la mano, a los sucesivos gobiernos de la democracia --salvo al actual--, se les pueden y deben exigir responsabilidades políticas y, en su caso, penales.