jueves, 25 de agosto de 2011

Poesía y demás: Un cuestionario de “Marinero”



¿Hasta qué punto un poeta se encuentra capacitado para ser crítico de poesía? ¿No será siempre un crítico poco objetivo que se dedica solo a defender su propia concepción de la poesía?

Lo único que incapacita para ser crítico de poesía es no ser un buen lector de poesía. Y un buen lector, si es poeta, aprecia muchas más diversas maneras de la poesía que la que él es capaz de escribir.

¿A qué se debe su empeño en atacar a grandes poetas como Ganomeda y en defender a otros muy menores como Fernando Ortiz?

Procuro no hablar de la poesía de Gamoneda, un poeta más o menos grande que me interesa más bien poco, pero no puedo resistirme a glosar sus opiniones sobre literatura. Carece de sentido del humor y no parece muy dotado para el pensamiento abstracto, o mejor, para el pensamiento a secas. Resulta involuntariamente cómico escucharle afirmar por enésima vez, el mismo día en que recibe no sé cuántos premios oficiales, y junto al presidente del Gobierno y rodeado de ministros, abominar del realismo porque el “realismo es el lenguaje del poder”. A mí me hace más gracia él que su poesía. De Fernando Ortiz hace tiempo que no hablo. Y no pienso hablar ahora. He leído, sí, su más reciente libro, Miradas al último espejo, pero no pienso escribir sobre él, aunque humanamente tiene toda mi simpatía.

¿Cree verdaderamente que “el haiku es el soneto de los haraganes”, como ha declarado varias veces? ¿Cree que escriben haikus los que no son capaces de escribir otra cosa?

Pues sí, creo que escribir haikus está al alcance de cualquiera, por eso no hay mal poeta que no los perpetre a centenares. Malos haikus, quiero decir. Los buenos son un milagro que ocurre muy de tarde en tarde. El soneto requiere un aprendizaje y mayor esfuerzo, pero no por eso el resultado poético está garantizado. Yo aconsejaría a los jóvenes poetas que aprendan a escribir sonetos y que, en cuanto sepan, dejen de escribirlos. Y, por supuesto, rompan todos los que les sirvieron como aprendizaje.

“El realismo es el lenguaje del poder” afirma con frecuencia Antonio Gamoneda. Usted defiende la poesía realista, ¿quiere eso decir que está de lado de los poderosos?

Creo que sobre ese asunto ya he dicho algo en una respuesta anterior. No sé si los poderosos gustan del realismo; los bancos, por ejemplo, prefieren la pintura abstracta.

¿Ganaría la poesía española sin los manejos de Luis García Montero, Felipe Benítez Reyes y Benjamín Prado?

Sin sus manejos no sé si ganaría o perdería; sin sus poemas, seguro que perdería.

¿Hay premios literarios honestos?

Los hay. Todos los premios que ganan los poetastros que abominan de los premios son, si hemos de hacer caso a sus declaraciones posteriores, honestos, los únicos honestos.

Usted ha escrito muchas veces en contra de los premios literarios. ¿No considera una contradicción formar parte del jurado de muchos de ellos?

De muchos de ellos, no. De tres o cuatro. Y no lo considero una contradicción. Yo me considero un profesional, como un fontanero al que si le llaman para arreglar un grifo no pregunta si está en un convento o en una casa de lenocinio. Él hace su trabajo de la mejor manera posible, cobra sus honorarios y asunto concluido. Otra cosa es lo que pueda pensar sobre el exceso de conventos  o de clubs de alterne. Yo creo que hay demasiados premios literarios y que estorban más que ayudan.

Para muchos, entre los que me cuento, Borges es un poeta sobrevalorado, poco más que un ramplón versificador. ¿Está de acuerdo con esa afirmación?

No.

¿Tiene sentido hoy escribir con rima? ¿No es un artificio más propio de tiempos decimonónicos?

Sí. No.

¿Por qué se lee cada vez menos poesía? ¿No será porque  los poetas han dejado de hablar de lo que interesa a todos y se dedican a mirarse su propio ombligo?

Siempre ha habido más poetas que poesía. La poesía sigue interesando, y mucho. Lo que no interesan, y no seré yo quien lo lamente, son la mayoría de los poetas.

¿Qué opina del movimiento del 15-M? ¿No cree que además de una regeneración política pueden traernos también una nueva poesía que por fin interese a todos porque hable en el lenguaje de todos?

Prefiero no opinar nada. Yo respeto todas las ingenuidades, siempre me ha enternecido la bondadosa bobería.

Hace 75 años que asesinaron a Federico García Lorca. ¿No cree que su obra literaria lleva casi tantos años muerta a pesar de que se siga hablando de ella por motivos extraliterarios?

Pues no, no lo creo. Y es la primera vez que escucho semejante peregrina afirmación. ¡Y cuidado que he escuchado tonterías en mi vida!

¿Qué opina de la poesía de Miguel d’Ors? ¿Y de la de Enrique García-Máiquez? ¿No cree que se encuentran marginados por sus creencias religiosas?

Son dos espléndidos poetas llenos de verdad y gracia. Cuando hablan de la Verdad con mayúsculas es cuando me interesan menos. Se encuentran tan marginados como el jefe de la organización religiosa a la que pertenecen, capaz de llenar Madrid, o cualquier otra ciudad, con millones de seguidores. Ya quisiera yo estar tan marginado como ellos.

¿Siguen existiendo las generaciones literarias? ¿Cómo se llama la última?

Siguen existiendo. Pero yo ya no trabajo en ese negociado. Mejor preguntar a Luis Antonio de Villena, que ahí sigue con sus vetustos adolescentes órficos y lógicos, inasequible al desaliento.

¿Qué ha sido de la poesía no clónica y de poetas como Antonio Rodríguez Jiménez, Fernando de Villena, Pedro J. de la Peña y otros grandes marginados por el poder literario?

Eso quisiera yo saber, qué ha sido de ellos. Sin sus declaraciones y sus ferocidades el mundo es un poco más aburrido. También echo de menos a Isla Correyero y a un suplemento de Málaga que se llamaba “Papel literario”. Los jóvenes, que no han tenido ocasión de conocerlos, no saben lo que se pierden.

Y por último: ¿cree que Internet ha cambiado nuestra manera de entender la literatura? ¿Desaparecerán las bibliotecas y las librerías con la generalización del ebooks? ¿No cree que los libros tradicionales pronto serán una antigualla como los papiros egipcios?

Internet no ha cambiado nuestra manera de entender la literatura, ha cambiado la manera de difundirla. Y para mejor. Y en cuanto a la desaparición de las bibliotecas y de los libros de papel, no diré yo que no pueda ocurrir. Incluso algún día desaparecerá el hombre y el planeta Tierra y el entero sistema solar. Pero no parece que vaya a ser mañana. Tampoco nosotros ni nuestros nietos ni los nietos de nuestros nietos veremos la desaparición de los libros y las bibliotecas. Más allá de tres o cuatro siglos no me atrevo a profetizar. ¡Las cosas cambian tan deprisa!

jueves, 18 de agosto de 2011

Pere Gimferrer, Juan Marsé: Cansinas caligrafías

Dijo una vez un político que no hay que confundir la opinión pública con la opinión publicada. Nada más cierto si se trata de literatura. Cada vez resulta más frecuente el aplauso unánime de la crítica literaria (o de los reseñistas de los principales suplementos, que viene a ser lo mismo, aunque no sea lo mismo) y el casi unánime desdén de los lectores, incluidos bastantes de quienes públicamente han mostrado su entusiasmo.
            Dos ejemplos recientes: Rapsodia, de Pere Gimferrer, y Caligrafía de los sueños, de Juan Marsé. “Escrito en seis días” se anuncia uno, con circense fanfarria; “La primera novela escrita después del Cervantes”, el otro.
Tras dar en los últimos años ripiosos tumbos entre el modernismo y el postismo (Amor en vilo, Tornado), vuelve Gimferrer a reescribir sus libros de hace cuarenta años: lo que entonces deslumbraba, por contraste con la grisura realista y comprometida, ahora suena a envejecida quincallería, aunque acá y allá no deje de sorprendernos alguna imagen fulgurante, que pronto se borra en el automatismo del conjunto: “Campanadas al sol, la luz de Arezzo / se ha fundido en el bronce de la lluvia”.
Caligrafía de los sueños suena tan a Marsé que ni siquiera necesitaría haberla escrito Marsé. “Apaches galopando en las playas de Arizona” se titula un capítulo: interminables páginas de fatigosos aventis, como ejercicios de estilo en un taller literario después de haber leído Si te dicen que caí.
Se equivocaría quien pensara que Rapsodia o Caligrafía de los sueños son malos libros. Son algo quizá peor: son prescindibles, cansinas vueltas de tuerca, tan consabidos que quien conoce la obra anterior de ambos autores podría, no ya reseñarlos sin haberlos leído, sino incluso dar conferencias sobre ellos.
El poema “más que a significar aspira a ser” nos dice Gimferrer, repitiendo lo que otros muchos poetas han dicho y glosado docenas de teóricos de la literatura. No nos dice, sin embargo, que nada resulta más fácil que encontrar un poema que “es” y “nada significa”, al menos para un lector concreto: cualquiera escrito en una lengua que ignoramos. Deleitarse con la musicalidad de sus significantes debería ser, para los que así piensan, la culminación del placer estético.
En la Barcelona de los años cuarenta, un hombre saluda a un orondo y desconocido sacerdote con las siguientes palabras: “La verdad es que no sé si soy un buen cristiano. Lo que no soy, puede usted darlo por seguro, es siervo de una Iglesia que pasea al centinela de Occidente bajo palio”. Si fuera una serie de televisión ambientada en la posguerra, cambiaríamos de canal. Es una novela de Marsé, y continuamos la lectura, pero con la sensación, idéntica a la que nos producen los últimos poemas de Gimferrer, de que probablemente hay formas más agradables de perder el tiempo. 

jueves, 11 de agosto de 2011

José Antonio Moreno Jurado: El libro de la miseria del hombre



José Antonio Moreno Jurado
Aracne
Paréntesis Editorial. Sevilla, 2011. 


Deja un sabor amargo este recuento de una vida al que José Antonio Moreno Jurado, quizá nuestro mejor conocedor de la literatura neohelénica, ha querido poner bajo la advocación de Aracne, uno de los personajes de las Metamorfosis ovidianas.
La primera parte, la más lírica, se publicó en 1989, y evoca, en breves capítulos que a ratos quieren acercarse al poema en prosa, una infancia andaluza. Recuerdan, inevitablemente, al Platero juanramoniano y al Ocnos cernudiano, aunque no haya ningún fácil mimetismo. El tono cambia en el resto del libro, escrito veinte años después. En 1989, Moreno Jurado era, si no un triunfador, un hombre que, con su esfuerzo personal y su talento, había llegado, o estaba a punto de llegar a donde quería, tanto en el plano personal como en el literario. Tras obtener el premio Adonais en 1973, su poesía tenía una resonancia cada vez mayor; el Nobel concedido a Odysseas Elytis, un autor al que él y pocos más conocían en España, contribuyó a darle cierta popularidad. Y después de duros años en la enseñanza privada, ya catedrático en la enseñanza secundaria, llegaba como profesor asociado a la Universidad.
            Lirismo y narratividad, reflexión y sátira alternan en las páginas escritas cumplidos los sesenta años, cuando se vislumbra el manriqueño “arrabal de senectud”. El lirismo aparece, sobre todo, en los capitulillos que se refieren al Amor (Moreno Jurado lo menciona siempre así, con mayúscula), que insinúan unas relaciones poco convencionales (e incluso escandalosas para la época) que el autor no se decide a desvelar de todo. El día en que conoció a uno de sus amantes, al que llama Bertolamo  (“Me llevaba exactamente diecisiete años y yo contaba entonces treinta y seis”), terminaron “en un garito cuyo nombre recordaré cuando me atreva a contar por escrito la otra cara de esta Sevilla hipócrita y bullanguera, más entregada a los santos y santas que a la verdad y al conocimiento”.
            La sátira se refiere, fundamentalmente, al mundillo literario. Pero es una sátira casi infantil, que refleja un muy escaso conocimiento de ese ambiente. Cuenta la anécdota que le ayuda a entender el éxito de unos poetas y el fracaso de otros, como él mismo. Tras terminar un libro de poemas, del que está particularmente satisfecho, va a Madrid, invita a comer a Jesús Munárriz y a su mujer y “a la primera oportunidad –son sus palabras—, les hablé durante la comida, con más o menos ardor o vehemencia, de las bondades de mi nuevo libro”. Para su sorpresa, el editor de Hiperión no mostró ningún entusiasmo; peor aún, sin siquiera ningún interés en su lectura, dijo no estar dispuesto a publicarlo, ya que los anteriores libros de Moreno Jurado se habían vendido poco. Lo que ocurrió seguidamente le serviría de lección: “A los pocos minutos apareció por allí García Montero que venía de Granada. Jesús le saludó afectuosamente, alzando los brazos y levantando la voz. El granadino le compró en aquel momento doscientos libros suyos para no sé dónde, pueblos, universidades, centros educativos, en verdad no me acuerdo, y yo, enmudecido, comprendiendo cuanto se podía comprender, me despedí lo más amablemente que pude, y, con la lección de los dineros bien aprendida, me volví a Atocha a pie y pensativo”. O sea que, si García Montero vende mucho, y se lo disputan sus editores, es porque se compra sus propios libros. Qué cosas…
            Pero no es el único caso en que Moreno Jurado deja claro tanto su resentimiento como su no excesiva inteligencia emocional. Durante un tiempo dedicó sus tardes a los poetas que empezaban: “El primero de ellos fue Juan Lamillar, a quien corregí, leí, expliqué cuanto pude, durante días y meses, pues había sido alumno mío en la Universidad Laboral y, al menos, teníamos entre nosotros ese mínimo vínculo común. Aunque Manolo Jurado solía llamarlo Mamillar, a mí no me hacía gracia. Sucedió, entonces, que en el proyecto de su primer libro me había dedicado un poema. Algo después, cuando hojeé uno de los primeros ejemplares de la obra, publicada en Renacimiento, la dedicatoria había desaparecido. ¿Fue imposición del editor, Abelardo Linares, que me aseguró, años después, que aquel chico había sido su gran descubrimiento? ¿O algún temor oculto de los que no pueden salir a la luz? Por otra parte, Abelardo Linares había proporcionado a Lamillar un puesto de trabajo en su librería. Sea como fuese, todo acabó en ese preciso momento porque me pareció, sencillamente, un acto de cobardía. Y ¿por qué no? de traición”.
            Otro poeta que presuntamente le traicionó, y se traicionó, fue Javier Salvago. Tras un primer libro prometedor, y que el propio Moreno Jurado presentó, “abandonó inmediatamente su primer comportamiento poético y se pasó por orden de Fernando Ortiz, aunque fuera una orden estética, desde aquella poesía de futuro prometedor a otro tipo de poesía de fácil contenido irónico, sin fuerza, de rima envejecida, anclada en Manuel Machado y otros poetas menores que nada aportaron con sus poemas a la aventura humana del pensamiento y la razón”. Antes, para congraciarse con el maestro, le habría contado todas las confidencias de Moreno Jurado: “No había pasado ni veinticuatro horas y toda mi vida se la había ofrecido Salvago en bandeja a Fernando Ortiz”.
            Con Fernando Ortiz, con otros poetas sevillanos, está obviamente obsesionado el autor de Aracne. A ellos les atribuye la conjura que llevó a su marginación literaria. No deja ni anotar ni una sola de las afrentas que le hicieron sufrir. Por ejemplo: “En un congreso de poesía en Córdoba, lo recuerdo bien, Fernando Ortiz y Aquilino Duque, que había estado muy atentos a los poemas de quien me precedía en la lectura, se levantaron de pronto, empujados por un extraño resorte interior, en el preciso instante en que el presidente de la mesa me daba entrada para mi intervención. Si dijera que nada sentí ante ese desplante, engañaría con toda seguridad”.
            La puerilidad adolescente, el provincianismo de estos recuentos de la vida literaria nos hace a veces sonreír. Lo mismo que ciertos apuntes de sociología erótica. La mayor parte de los homosexuales están casados (cuando eso suponía estarlo con una mujer), son buenos padres y buenos maridos: “El noventa por ciento. No es exageración. Y, curiosamente, todos ellos prefieren ser penetrados. Los célibes, rara vez”.
            ¿Vale la pena, ante tanta puerilidad, leer estas páginas escritas “para vengarse y reírse mil veces de la miseria del tiempo”? Sí, porque en ellas hay dolor y verdad. Y el desolado final vale para todos, para los que han aprendido las reglas del juego literario o académico, para los que se han estrellado contra esas normas no escritas o para los que, encogiéndose de hombros, se han dado la vuelta y han seguido otro camino: “Como hombre entre cuatro paredes, sin experiencia viva, solitario y aburrido, aprendí de los libros cuanto había de aprender. Pero no sé absolutamente nada. Ni siquiera el hombre que sabe, sabe para siempre. Un simple Alzheimer, una demencia senil, un fuerte golpe en la cabeza o en el corazón te abandonan al no conocimiento. Da igual si leías o no leías. El hombre termina en las manos aburridas del tiempo. El tiempo se aburre de nosotros”. 

jueves, 4 de agosto de 2011

Evgueny Evtushenko: El poeta y el histrión

¿Qué fue de Evgueny Evtushenko? Con el título de Manzanas robadas (Visor) se publica una antología suya, en traducción indirecta de Javier Campos, que entremezcla los poemas sin atender a la cronología. Evtushenko le dio voz y rostro juvenil a una nueva Rusia, a un comunismo de rostro humano, el que surgía trabajosamente de los desmanes del estalinismo. En 1963 publicó en París su Autobiografía precoz, que ese mismo año apareció en español. “La autobiografía de un poeta son sus poemas. El resto es solo comentario”, comienza. Y a continuación: “Las ideas nuevas, los sentimientos nuevos que se encuentran en mis poemas existían en la sociedad soviética mucho antes de que comenzara yo a escribir. Cierto, no habían recibido aún forma poética. Pero si no hubiera sido yo, otros los habrían expresado”.
            Algo más y algo menos que un poeta es Evgueny Evtusenko, quien en 1963 –a los treinta años, tan famoso ya en occidente como en su país— señalaba “el destino monótono” a que parecía condenado: “los críticos me cubrían de lodo, el público me aplaudía fervorosamente”. Los poemas se daban a conocer en recitales multitudinarios; solo después, si resultaban eficaces, se publicaban. Poemas valientes, muchos de ellos. Por ejemplo “Babi Yar”, cuyo título alude a un barranco de Kiev donde fueron asesinados millares de judíos. Evtushenko no se limita a condenar la barbarie nazi: “Cuántos antisemitas se nombraron / Unión del Pueblo Ruso. Qué vileza”.
            En los primeros sesenta muchos, dentro y fuera de Rusia, creyeron en la posibilidad de un comunismo no dogmático y democrático. Evtushenko encarnó esas ilusiones. Pronto fue un juguete roto, aunque siguiera con sus recitales multitudinarios, convertido ya más en un personaje de la farándula –sus mayores éxitos los tuvo junto a Vittorio Gassman— que en un verdadero poeta. Lo era, sin embargo. Y algo puede entreverse en esta antología, cuyos textos son como letras de hermosas canciones de las que desconocemos la música: “Te amo más que a la naturaleza, / porque tú eres la naturaleza misma. / Te amo más que a la libertad, / porque sin ti la libertad es una cárcel”.