jueves, 24 de septiembre de 2020

Música vista

 


Escrito en el aire. Aforismos, 1975-1995 
Ángel Crespo 
Edición y prólogo de Manuel Neila 
Apeadero de Aforistas / Thémata, Sevilla, 2020. 

No cabe duda de que Ángel Crespo fue un escritor excesivo. Sus publicaciones darían para nutrir la bibliografía de media docena de autores. Comenzó a divulgar la obra de Fernando Pessoa ya en los años cincuenta, antes que nadie, pero no se limito a ser un traductor del creador de los heterónimos, sino que le dedicó estudios fundamentales y con su edición y organización contribuyó al éxito de El libro del desasosiego. También Eugénio de Andrade, tan influyente en la poesía española, tuvo en Ángel Crespo su primer embajador. Y junto a la poesía de lengua portuguesa, otras muchas, entre las que destaca la poesía italiana, con la traducción de La divina comedia como más laureada labor.

            Traductor infatigable, estudioso ejemplar, Ángel Crespo era ante todo poeta, con una primera etapa en la que dio un toque personal a la poesía realista y comprometida de los años cincuenta. Se inició en el postismo y nunca olvidó las enseñanzas de la vanguardia. Como tantos otros poetas de su generación, a mediados de los años sesenta entró en un período de silencio, Fue una crisis estética acompañada de un cambio vital. La asfixia del franquismo le llevó al exilio. En Puerto Rico se convirtió en profesor universitario de literatura (en España habría sido imposible: era licenciado en Derecho). Cuando volvió, ya con la democracia, el clima estético y vital era otro. Su poesía, mágica y mítica, en constante metamorfosis, enlazaba con la revolución novísima, aunque sin caer nunca en pedantescos excesos culturalistas ni cultivar la gratuita “destrucción” del lenguaje.

            La muerte de Ángel Crespo en 1995, no interrumpió su presencia ni sus publicaciones. Pilar Gómez Bedate, constante colaboradora, fue dando a luz una importante obra inédita. Ahora Manuel Neila, cultivador y estudioso del género, recopila por primera vez en un volumen los aforismos completos de Ángel Crespo. En vida publicó dos breves volúmenes, Con el tiempo, contra el tiempo (1978) y La invisible luz (1981), ambos aparecidos en El toro de barro, la colección de poesía que dirigía en un pueblo de Cuenca, Carboneras de Guadazaón, uno de sus compañeros de la aventura postista, el poeta Carlos de la Rica, una especie de Jean Cocteau manchego. A esas dos colecciones, les añadió otra al reproducirlas en El ave en su aire, recopilación de la poesía escrita entre 1975 y 1984. Pilar Gómez Bedate publicó en 1998 los inéditos de La puerta entornada.

            Los aforismos, convertidos en moda, son rechazados hoy por bastantes lectores. Raro es el poeta que no publica –hay varias colecciones dedicadas exclusivamente a ellos-- su colección de peregrinas ocurrencias, a menudo meras banalidades, y más raro todavía el que no insiste con volúmenes igualmente intercambiables. Ángel Crespo representa otra manera de entender el género. Escrito en el aire, que es el título que quiso dar a sus aforismos completos al incluirlos en una recopilación de su poesía, sorprenderán a la mayoría de los lectores. Agrupados en breves series, con título propio (a menudo reiterado), oscilan entre el género reflexivo y el poema en prosa que insiste en la sinestesia y en las sorprendentes comparaciones. Copio el comienzo de “Música vista”: “Beethoven: púrpura, añil y oro; Schubert: azul y granate; Schumann; violeta y negro brillante”. Todas las series dedicadas a la música se alejan de lo convencional: “Frescobaldi escribía desde lo alto del retablo del altar mayor; Correa de Arauxo, del lado de la epístola; Vitoria, en el confesionario; Perosi… entre concilio y concilio vaticano”.  No menos imaginativas y brillantes resultan las series de aforismos dedicadas a los escritores. La titulada “Medios de locomoción” dice así: “El duque de Rivas escribía en calesa. Espronceda, a caballo. Bécquer, en la barca de Lohengrin, pero con otra música. Zorrilla, en una tartana, pero tirada por un pura sangre. Núñez de Arce, en un tren de cercanías”.

            Hay otros aforismos de formato más habitual (generalmente con el título de “Para un arte poética” o “Decires”), pero nunca se incurre en lo obvio ni en la fácil moraleja. Ángel Crespo gusta de darle la vuelta al sentido común, de mostrarnos el revés de la realidad. Como estudioso y como creador, con los años fue acrecentando su interés por el ocultismo y los márgenes de la realidad. Su continuo afán de metamorfosis, lo explica en alguna anotación: “Estuve a punto de romper el poema recién hecho cuando me di cuenta de que se parecía demasiado a la poesía de alguien. Cuando comprendí que era a la mía, lo rompí”. Y su incansable dedicación a la crítica y a la traducción en otra: “Ser generoso: dedicar un día a nuestra obra y una semana a la de los demás, que no es obra ajena”.

            A Manuel Neila hay que agradecer que haya puesto en circulación la un tanto olvidada labor aforística de Ángel Crespo. Si algún reparo se le podría poner como estudioso y editor es que gusta más de las discutibles afirmaciones generales (habla de la “máxima neoclásica” a propósito de La Rochefoucauld) que del cuidado del detalle: los aforismos de Con el tiempo, contra el tiempo, publicado en 1978, no se escribieron entre 1975 y 1984, como reiteradamente señala, y entre las “ediciones de poesía”  no pueden incluirse ni las Cartas a Eugénio de Andrade ni Guerra en España, aunque el error no sea exclusivamente suyo: lo copia de la bibliografía incluida en El ave en su aire. Pero estos reparos menores no disminuyen el interés del volumen ni el mérito del benemérito estudioso del aforismo.

           

jueves, 17 de septiembre de 2020

Descenso y gloria

 


La hora del jardín
José Luis Parra
Selección y prólogo de Susana Benet
Renacimiento. Sevilla, 2020. 

Un libro póstumo de un poeta que en vida publicó ampliamente, como es el caso de José Luis Parra (1944-2012), suele tener un interés menor, no pasar de simple curiosidad para los lectores más fieles. Y si los papeles inéditos caen en manos de lo que se ha dado en llamar “un académico”, esto es, un profesor universitario, el resultado puede constituir un ilegible y filológico desastre: los borradores no se distinguirán de los poemas acabados, en nota se nos indicarán las palabras tachadas y entre corchetes la coma o tilde que el editor ha creído conveniente añadir.

             Afortunadamente, no es el caso de La hora del jardín, que ha contado con la colaboración de una poeta, Susana Benet, muy cercana vital y literariamente a José Luis Parra. Ella guardaba los inéditos, ella los organizó, ella puso título –tomado de uno de los poemas-- al conjunto. Parra era muy consciente de que un libro de poemas es algo más que una reunión de poemas, aunque estos puedan y deban funcionar autónomamente. En el prólogo, cita Susana Benet una conferencia de Parra en la que este comparaba la organización de un libro al montaje cinematográfico: a veces hay que sacrificar poemas que chirrían en el conjunto final y, según los organicemos, el libro tendrá uno u otro sentido.

            Los poemas de La hora del jardín se escribieron entre 1997 y 2012, durante los últimos quince años de la vida del poeta. Hay algún texto menor, como el muy explícitamente titulado “Divertimento”, pero el conjunto está lleno de piezas memorables.

            José Luis Parra dedicó su vida, aparentemente, a la autodestrucción, como los bohemios finiseculares, pero en realidad a la amistad, al amor, a la poesía y a la indagación sobre el sentido de la existencia. En uno de los poemas se considera “De la estirpe de Pessoa”, según indica el título: “Soy uno y soy multitud. / Quiero vivir, quiero morir. / No: no quiero vivir, ni tampoco morir. / No puedo renunciar ni al Todo ni a la Nada. / Ser y no ser al mismo tiempo. / He aquí el auténtico problema”.

            Su pesimismo, presente en tantos poemas (baste el memorable ejemplo de “Nochebuena 2009”), trasciende la anécdota biográfica (“Has dedicado / tu vida a destrozarla”, comienza uno de los textos), es el pesimismo del ser humano concebido como “ser para la muerte”. Pocos poetas han sabido expresar ese hecho con tanta verdad y tanta desolación. E incluso con humor, como en “Buen provecho”: “Dejemos que la vida nos cocine / a fuego lento / y no nos queme. / Si somos un menú para la muerte / que encuentre nuestra mesa dispuesta y ordenada, / servidos y en su punto / el orgullo, la entereza, / y venga cuando quiera la bulímica insaciable / y nos engulla y se enriquezca”.

            Pero hay también en el libro espléndidos poemas de amor. El más original de ellos –aunque la originalidad no siempre pueda considerarse una virtud-- es el titulado “Transfundido”: el autoerotismo como la culminación del amor compartido. Y una vocación de felicidad a pesar de todo, un “carpe diem” que se atiene a los pequeños detalles cotidianos.

Memorable es el poema “El vaso de agua”, un tema que ha tentado a tantos poetas –hay incluso una antología sobre él--, y al que Parra sabe darle su toque habitual de cotidianidad y magia: “El vaso de agua fresca, / bebido con fervor poco antes de acostarme, / guarda la luna inocente de una terraza, / los grillos del verano, / un rocío pequeño, una acendrada luz… / Que en los turbios descensos de la noche, / en su opaca corriente, / esta sábana leve de manantial murmullo / preserve mi equipaje / de claridad, / mi sed de transparencia”.           

            Otro poema, “Plenitud otoñal”, contrapone la “amarga decadencia” de la que dan fe tantos textos, a la “corriente viva”, a la “enigmática claridad” de la que es símbolo el rumor del agua “entre el verdor enmarañado, umbrío / de unas peñas”.

            Poeta de la desolación José Luis Parra, pero también de la salvación por el amor y la belleza del mundo, a la que basta para mostrarse “un buen día de sol / en pleno invierno” o la “brisa de primavera / y sol sobre las mesas / anaranjadas, / vacías, / en la terraza acogedora / de un bar”.

            La hora del jardín es un libro de José Luis Parra, uno de los más secretos y vivos poetas de su generación (una generación bifronte: es la de Pere Gimferrer y la de Eloy Sánchez Rosillo), al que, sin necesidad de añadirle una línea, le ha dado el último toque Susana Benet, uno de los nombres esenciales de la poesía de hoy y también, por la muestra, editora ejemplar.

           

jueves, 10 de septiembre de 2020

Cara y cruz de González-Ruano



César González-Ruano en blanco y negro
Marino Gómez-Santos
Renacimiento. Sevilla, 2020.
  
De César González-Ruano, quizá el más conocido de los escritores de su tiempo, nos interesa menos su literatura, con ser esta nada desdeñable, que el personaje. A la manera de sus émulos Camilo José Cela y Francisco Umbral –y en la estela del gran maestro, Salvador Dalí-- cultivaba el escándalo como la más rentable forma de autopropaganda en la hipócrita sociedad franquista. Ningún escrúpulo moral le detenía ante la posibilidad de hacer caja, aunque luego despilfarrara –hablo de González-Ruano, no de los otros-- en un día lo que había conseguido el día anterior.
            En las distancias cortas del periodismo, González-Ruano, que no acababa de dar la talla en la novela o en la poesía, carecía de rival. También en los escritos autobiográficos o en los retratos al minuto de los escritores con los que había convivido o simplemente conocido de refilón. Era maestro en el arte, inventado por Juan Ramón, de la caricatura lírica y feroz.
            Marino Gómez-Santos, otro escritor que es también un personaje, nada más llegar a Madrid dispuesto a abrirse camino en el mundo literario –su primera parada fue, como no podía ser de otra manera, el café Gijón--, se convirtió en el discípulo predilecto de César González-Ruano. La amistad terminó, por esos malentendidos y rivalidades propios entre escritores, a finales de los cincuenta. Ahora, cumplidos o a punto de cumplir sus noventa años, Gómez-Santos le rinde un homenaje que algo tiene de ajuste de cuentas.
            El libro se basa en varias fuentes: las muchas páginas que anteriormente le dedicó, como no podía ser de otra manera (en especial la entrevista, de 1957, recopilada en Españoles en órbita: la versión rosa de lo que ahora nos cuenta en blanco y negro); los recuerdos de la mujer del escritor, Esperanza Ruiz-Crespo, y de su primera hija, con las que Gómez-Santos tuvo trato; diversos epistolarios, hasta ahora inéditos, el más importante de los cuáles es el intercambiado con Gregorio Marañón.
            Deja fuera Gómez-Santos lo que más nos interesa hoy de la vida de González-Ruano, el agujero negro de su biografía: “No trataré de investigar su vida en París, por falta de pruebas y para no incurrir en los despropósitos de aquellos que lo han intentado sin lograr más que vanas divagaciones”.
En el París ocupado, González-Ruano traficó en el mercado negro (llegaría a ser detenido por la Gestapo),  se aprovechó de la situación vulnerable de los judíos y hasta es posible que se dedicara a denunciar a los que antes había saqueado. Un libro de Rosa Sala Rose y Placid García-Planas, El marqués y la esvástica, se ocupa de estas cuestiones que a Gómez-Santos no parecen preocuparle demasiado. También se alude de pasada a ciertos negocios del escritor en la España franquista, como los permisos que se le concedían para la importación de coches extranjeros, que luego de inmediato revendía, y que le sirvieron para mantener el palacio que le regalaron en Cuenca para que promocionara la ciudad.
            Marino Gómez-Santos prefiere centrarse en otras cuestiones, como las referidas a la vida sexual del personaje (insinúa que era menos don Juan que voyerista Onán, al menos en sus últimos años), o a sus trapacerías de escritor.
            Aunque algo descacharrado y necesitado de una revisión, el libro de Gómez-Santos se lee con el mismo gusto y provecho que una buena novela picaresca. Cierto que algunas de las anécdotas de la vida bohemia que nos cuenta son un poco de aluvión y circulan por ahí atribuidas a diversos personajes. La que se cuenta en las páginas 38-40, por ejemplo, atribuida a Manuel Bueno en otros lugares aparece protagonizada por Gómez-Carrillo, otro periodista brillante y sin escrúpulos.
            En varios capítulos se refiere Gómez-Santos a las entrevistas de González-Ruano, que fueron el modelo de las que a él pronto le harían famoso. Reunió las primeras en Caras, caretas y carotas, un libro de 1930, y las últimas en Las palabras quedan, de 1957. Gómez-Santos parece haber olvidado la existencia de este último volumen, ya que no lo menciona ni una sola vez y en cambio escribe: “No alcanzó a pensar entonces, aunque tenía muy desarrollado el instinto para obtener el mayor fruto posible de cuando escribía, la posibilidad de publicar una antología de los retratos literarios, extraídos de sus ‘Conversaciones’ de Arriba, todos muy afortunados”.
            A algunas de esas entrevistas, realizadas entre 1952 y 1955, le acompañó Gómez-Santos como escudero o aprendiz y ahora, tantos años después, aprovecha para desvelarnos algunos secretos de taller: la entrevista con Gregory Peck, a quien apenas pudieron saludar en el hotel Fénix, es totalmente inventada (y no por eso deja de ser una excelente entrevista).
            El libro termina con la paradoja de que fuera un antiguo futbolista, Miguel Pardeza, quien le rescatara del olvida y recopilara en monumentales volúmenes, gracias a la fundación Mapfre, todos los artículos dispersos del escritor. El último capítulo de esa historia póstuma, la damnatio memoriae, el borrado de su nombre de una fundación, un premio y una calle no parece haber llegado al conocimiento de Gómez-Santos.
            Se ha borrado de muchos lugares el nombre de González-Ruano, pero no se le puede borrar de la historia de la literatura, en la que ocupa un sitio cierto y mayor, aunque sea en un género tradicionalmente considerado menor.
            Ajuste de cuentas con quien fue su maestro, y a quien pronto creyó superar (y quizá superó en el arte de la entrevista extensa y bien argumentada y documentada, un arte en el que Gómez-Santos carece de rival), este libro tiene también mucho de autorretrato. La imagen final que nos deja de González-Ruano se resume en un verso de Antonio Machado: “tal un imán que al atraer repele”. Y viceversa.

jueves, 3 de septiembre de 2020

Pessoa cazafantasmas



Lo invisible
Rui Lage
Traducción de Juan Ramón Santos
Posfacio de Pedro Serra

¿Es realmente Fernando Pessoa el protagonista de Lo invisible, la primera novela del poeta, crítico y traductor Rui Lage? Aparentemente sí: ese es el nombre del protagonista, que tiene su despacho en la Rua dos Doradores, que ha pasado su infancia en Sudáfrica, que es el creador de los heterónimos (incluso uno de ellos, Alexander Search, tiene un cierto papel en la trama), que está enamorado de Ofélia…
Pero pronto nos damos cuenta de que poco o nada tiene que ver con el personaje real, que el autor se ha despreocupado de cualquier rasgo de verosimilitud. Baste un ejemplo. El protagonista de la novela mantiene una relación con la joven Hanni Jaeger, después de que esta abandonara al mago Aleister Crowley, protagonista de un falso suicidio, que causó cierto escándalo en su momento y con el que el verdadero Pessoa y el periodista Augusto Ferreira Gomes tuvieron algo que ver. La Hanni Jaeger de la novela trabaja en un cabaret lisboeta y el protagonista mantiene una relación con ella: “En un arrebato, Pessoa la agarró por la cintura y la hizo ponerse de pie. En lo que Hanni se desabrochaba los botones de la blusa, él ya se había soltado el pantalón y dejado caer los pantalones. Le clavó los dedos en las nalgas agarrando hacia sí los firmes muslos, la levantó con una fuerza insospechada, la llevó de espaldas hasta apoyarse en una columna y la penetró debajo de las hojas de acanto policromadas y los viñedos de cantería posdiluvianos mientras le metía la lengua en la boca”.
Si se nos contara como una fantasía erótica del personaje –al estilo de las que aparecen en alguno de los poemas ingleses de Pessoa--, tendría alguna justificación, pero tal como se nos cuenta rompe cualquier semejanza.
            Claro que la verosimilitud que se debe pedir a un relato fantástico no es la misma que se exige a un relato realista. Quizá mejor que de verosimilitud habría que hablar de coherencia interna. Lo invisible carece de ella. Por un lado es una novela con ambición literaria, escrita en un lenguaje que no desdeña la frase brillante ni la calidad de página; por otra parte, parece un guion para una de esas películas de fantasía y terror para adolescentes que nos hacen reír cuando pretenden dar más miedo. Baste un ejemplo. Para acabar con los malignos hechizos que están en el centro de la trama, Pessoa penetra en una cueva custodiada por un dolmen. Tras lo que parece un viaje iniciático por el subsuelo, escucha una voz tenebrosa que lo deja paralizado. “¿Quién se presenta en mis dominios? ¿Quién me demanda?”, escucha. Y cuando esperamos encontrarnos a una criatura demoníaca, o al mismo señor de los infiernos, lo que vemos es un jabalí sentado en un trono: “Remataba su cabeza un yelmo de bronce formidable: tenía encima un gran cuervo de metal con las alas abiertas. El pelo cerdoso, que había sido de color ceniza oscuro, se veía descolorido, cubierto de manchas blanquecinas en el pecho, allí donde no estaba cubierto por la cota de malla. Atado al cuello tenía un collar con media docena de manos humanas reducidas a huesos. Por las piernas le trepaba un ejército de hongos, de setas y de moho. Un enjambre de insectos rondaba su enorme cabeza y, al posarse, chupaban del hocico húmedo, sobre el que se emparejaban dos ojillos enterrados de color rojo sangre, uno de ellos opaco, sin duda ciego. Echada sobre su hombro tenía una larga lanza con punta de bronce y, apoyado en la rodilla, un escudo de madera estallada, con correas de cuero, donde aún se distinguía la forma de una luna creciente en medio de un sol. Por debajo del vientre, el pene era una larga babosa que colgaba flácida”.
Pessoa le entrega al “terrorífico” monstruo, para congraciarse con él, “una ristra de talismanes y artefactos” y “”un saco de bellotas de roble que saca de su mochila” (¡Pues menuda mochila sería esa!, pensamos). Pero el monstruo quiere algo más: “¡Quiero tu mano derecha!¡Córtatela y dámela para que me la coma antes de que te devore entero, insecto!”
            No se trata de una parodia ni de un texto que pretenda ser humorístico. Rui Lage escribe su novela muy en serio, aunque el lector pronto deje de tomársela en serio. En el último capítulo –“lo invisible luchaba por hacerse visible”-- asistimos a una aparición: “Delante de él, flotando sobre el suelo, tomaba forma un cuerpo de mujer. Un cuerpo traslúcido a través del cual se vislumbraba, como a través de una gasa, lo que estaba detrás. De estatura baja, pero bien torneado, surgía envuelto en un halo de mármol. Tenía las manos cruzadas sobre el bajo vientre y la cabeza inclinada hacia las tablas del suelo. En vez de acatar la ley de la gravedad, los mechones de pelo flotaban como algas negras animadas por corrientes marinas. Era Ofélia Queirós. Su fantasma”.
            Ofélia ha sido convertida en fantasma por la intervención de Alexander Search cuando protagonizaba con Pessoa una sesión espiritista. No importa que la verdadera Ofélia muriera en 1991. Bueno, no le importa al autor porque los lectores no entendemos qué pinta, allá por 1931, en el trasmundo ni en ese último capítulo.
            Sin las referencias a Pessoa, Rui Lage podría haber escrito una novela de género con cierto interés en la evocación del mundo indígena sudafricano de finales del diecinueve y en el contraste entre la sociedad lisboeta de los años treinta y una aldea apartada de Tras-os-Montes. Pero incluso en una novela de las que antes se llamaban de kiosco o en el guion para una película de la serie B, debería haber cuidado más lo detalles. El investigador privado de fenómenos paranormales acepta desplazarse a un remoto y rústico lugar  porque el cura que le hace el encargo dice ser “el heredero único y amado de un tío establecido en Bahía, donde había hecho fortuna azucarando paladares europeos”. Al final no le paga, al no declararse insolvente. El protagonista debería haberlo sospechado: dijo que era heredero, no que hubiera heredado.
            En el último capítulo hace su aparición, como ya hemos señalado, el fantasma de Ofélia, aunque el gran amor de Pessoa parece ser Hanni Jaeger. En el penúltimo, se nos dice, de críptica manera, que el sacerdote que encargó resolver el caso de las terroríficas apariciones en la aldea acabó suicidándose, sin que se nos informe de por qué: “Un año después, en un aliso vetusto cuyas raíces cubrían la base del puente en busca de la corriente, Amadeu sería encontrado con los pies balanceándose en el arpa del viento. El cuello inclinado sobre el pecho, amarrado a la punta de una cuerda. Y hormiga, muchas hormigas”.
            El epílogo, “Psicopompografías”, de Pedro Serra, parece tomarse en serio este pretencioso disparate y trata de razonar sus ocurrencias, demostrando al hacerlo un buen conocimiento de la obra de Pessoa.
Pero a esta novela, aunque curiosa y con páginas no desdeñables, en conjunto es difícil salvarla. Quien la leyó, movido por la pasión pessoana, lo sabe.