viernes, 31 de agosto de 2018

El café que odiaba Goebbels



El café sobre el volcán
Una crónica del Berlín de entreguerras (1922-1933)
Francisco Uzcanga Meinecke
Libros del K. O. Madrid, 2018.

Mucho se ha escrito sobre el periodo de la república de Weimar, sobre esos años caóticos en que Berlín era el centro de todas las libertades y todas las audacias estéticas mientras se incubaba el huevo del nazismo. Francisco Uzcanga Meinecke ha sabido contarnos esos años cruciales desde un punto de vista de distinto en una crónica ejemplar por su agilidad periodística y por su rigurosa información, que abarca aspectos inéditos o poco conocidos.
            El café sobre el volcán del título es el Romanisches Café, un local berlinés que ya no existe, pero que pervive en infinidad de memorias de la época, novelas, obras de teatro e incluso en alguna película. Estaba situado en el barrio de Charlottenburg, ocupaba el bajo y el primer piso de “una pomposa mole de piedra”, un edificio de finales del XIX construido en estilo neorrománico, “un estilo impulsado por el emperador Guillermo II con objeto de celebrar la unión indisoluble del trono y del altar”.
            Lo que llegó a significar ese café fue algo muy distinto. Joseph Goebbels se refirió a él en los siguientes términos: “Los judíos bolcheviques están sentados en el Romanisches Café y urden ahí sus siniestros planes revolucionarios; y por la noche invaden los locales de esparcimiento de la Kurfürstedamm, se dejan incitar al baila por orquestas de negros y se ríen de las miserias de la época”.
            Todo el mundo que era alguien, o que quería ser alguien, en el mundo cultural de la época paraba en aquel el café: Joseph Roth, Bertolt Brecht, Otto Dix, el director de cine Billy Wilder. Incluso los españoles Josep Pla o Manuel Chaves Nogales dejaron constancia de su paso por aquel humoso, ruidoso, efervescente ambiente.
            Comienza la crónica en 1922 con el asesinato de Walther Rathenau, ministro de Exteriores de la reciente República. No fue difícil encontrar a los culpables. Pocos días antes del atentado, los ultranacionalistas de la Organización Cónsul –todavía Hítler era solo un chillón mequetrefe– habían desfilado por las calles de Berlín al grito de “Pegadle un tiro a Rathenau, el maldito cerdo judío”.
            A cada año se le dedica un capítulo. 1923 está protagonizado por la gran inflación. De día a día se añadían ceros al precio de las cosas. Se llegaron a imprimir billetes de cien billones de marcos. Un infierno para unos, los más, un paraíso para otros. Ernest Hemingway, que por entonces malvivía en París, hizo una excursión a Berlín y “con solo noventa centavos de dólar pasó un día entero de compras con su mujer y al final le sobraron ciento veinte marcos”.
            El mundo del periodismo protagoniza buena parte de estas páginas. Francisco Uzcanga Meinecke es autor de La eternidad en un día, una selección del periodismo clásico alemán, y de Nada es más asombroso que la verdad, antología de artículos y reportajes de Egon Erwin Kisch, uno de los protagonistas de estas crónicas. El capítulo de 1932, titulado “El cuaderno rojo”, se dedica a glosar Die Weltbühne, la revista más leída y comentada en el Romanisches Café, que funcionaba también como una gran sala de redacción paralela. Antimilitarista, de izquierdas, no extraña que el semanario estuviera desde el comienzo en el punto de mira de los grupos ultraconservadores que acabaron fundiéndose en el nazismo. La prensa, que alentó la carnicería de la Gran Guerra, fue uno de objetivo frecuente de sus criticas: “¿Existe hoy en día algún periódico capaz de admitir: Nos hemos equivocado, nos hemos dejado engañar? Sería lo mínimo. ¿Hay ni tan siquiera uno que se haya atrevido a aleccionar machaconamente a sus lectores sobre la verdadera faz de la guerra, del mismo modo que antes los martilleaba en sus páginas, año tras año, con ese repugnante entusiasmo por el crimen?”
            En otro artículo, de 1931, leemos expresiones que pocos se atreverían a escribir incluso hoy en día: “Durante cuatro años había enormes extensiones en las que el asesinato era obligatorio, mientras que a media hora de allí estaba terminantemente prohibido. ¿He dicho asesinato? Por supuesto. Los soldados son asesinos”. Al autor, Kurt Tucholsky, le costarían un proceso esas afirmaciones. Contra lo que pudiera esperarse, salió absuelto. Vendrían luego otros, con peor fortuna. La revista –“una soberbia enciclopedia del periodismo”, “una de las cumbres de la literatura alemana del siglo XX”– dejó de publicarse en 1933, como no podía ser de otra manera.
            El autor de esta ágil crónica, de familia alemana y española, es un profesor universitario, autor de numerosas publicaciones académicas, que se declara “cansado de las notas a pie de página”. Por eso prescinde de ellas en este libro, que cuenta sin embargo con una bibliografía final, a la que convendría hacer algunas precisiones. Tal como está, parece más un prescindible pegote que una herramienta útil. Casi todas sus entradas están en alemán, algo comprensible si se tiene en cuenta que buena parte de la bibliografía utilizada no ha sido traducida al español. Pero ¿qué sentido tiene no referirse a las ediciones en español de autores como Elías Canetti, Joseph Roth o Stefan Zweig? Por otra parte, basta una hojeada para darse cuenta de que el rigor no es excesivo. Continuamente se cita, como no podía ser de otra manera, el diario de Joseph Goebbels, pero la única entrada suya que aparece en la bibliografía está fechada en 1934 (el diario apareció póstumamente). Hay más descuidos. En la página 200, se nos indica que Manuel Chaves Nogales, en un artículo de Ahora titulado “La fauna berlinesa” dio cuenta de su visita al Romanisches Café, pero no se indica la fecha de ese artículo ni el nombre de Chaves Nogales aparece en la bibliografía. Y conviene manejar con cautela un libro que firma Fernando Savater, Las ciudades y los escritores, pero que, como otros suyos,  no es más que la transcripción de los guiones de un programa televisivo, en su mayor parte no escritos por él ni parece que revisados por nadie.
            El rigor en el uso de las citas y la referencia a las fuentes no es solo propio de las publicaciones académicas, sino característica del buen periodismo. El café sobre el volcán, a pesar de estos reparos, lo es: buen periodismo y excelente literatura.
             

sábado, 25 de agosto de 2018

Editar sin editar



La vida constante (Conversaciones en el tránsito del milenio)
Miguel Ángel Muñoz
Editora Regional de Extremadura. Mérida, 2018.

Hay libros que engañan. La vida constante, del poeta, historiador y crítico de arte mexicano Miguel Ángel Muñoz, es uno de ellos. Promete lo que no da.
            Reúne entrevistas con algunos de los más destacados escritores españoles de las últimas décadas realizadas a lo largo de más de veinte años. Por sus páginas pasan novelistas –Juan Goytisolo, Ana María Matute, Antonio Muñoz Molina–, poetas –Francisco Brines, José Ángel Valente, Ángel González–, además de algunos hispanistas, como Hugh Thomas o Raymond Carr. El lector se las promete muy felices ante estas “Conversaciones en el tránsito del milenio”, como se subtitula el volumen.
            La entrevista literaria en lengua española alcanzó su mayoría de edad con las que José María Carretero, que firmaba El Caballero Audaz, comenzó a publicar en la revista La Esfera allá por 1914. El título general era “Nuestras visitas” y todas se realizaban en el domicilio del entrevistado, que servía para caracterizarlo. Las preguntas no eran las convencionales. Con los escritores, siempre se interesaba por lo que la literatura tenía de oficio sin desatender los rendimientos económicos de la actividad. Pronto comenzó a reunir esas entrevistas en libro, con el título general de Lo que sé por mí (se publicó más de una decena de volúmenes) y el subtítulo de “Confesiones del siglo”. Se reeditaron múltiples veces y todavía se leen con gusto.
            No es el caso de las que reúne Miguel Ángel Muñoz. Ocasionales trabajos periodísticos la mayoría de ellas, se agrupan en libro sin contextualizar y sin tener en cuenta si siguen o no manteniendo su interés. La entradilla que precede a cada entrevista con frecuencia se limita a una enumeración de títulos y de premios, a poco más –o quizá menos– de lo que aportan las entradas de la Wikipedia.
            Sorprende la entradilla dedicada a Ángel González. La entrevista parece realizada con motivo de la publicación de su libro Otoños y otras luces, pero en ella se habla de poemas (“Triste gracia”, “Campo de concentración”, “Gajes del oficio”) que no están en ese libro ni recogidos en ninguna edición de Palabra sobre palabra.
            No tardamos en dar con la solución del enigma. Miguel Ángel Muñoz debió realizar su entrevista con motivo de la publicación de 101 + 19 = 120 poemas, una antología de 2001 en la que Ángel González anticipaba poemas inéditos destinados a un nuevo libro que aparecería al año siguiente. Parece que Miguel Ángel Muñoz trató de actualizar la entrevista –gajes del periodismo–, pero se olvidó de eliminar las referencias a poemas que no están en Otoños y otras luces, sino en otra publicación anterior que se cuida mucho de mencionar.
            Y entre las preguntas a Ángel González hay alguna que demuestra una cierta confusión entre anecdotario y verdad poética: “En estas elegías recogidas en su libro reciente no hay referencias a las noches del Paraguas, el mítico bar ovetense. ¿Es consciente de formar parte de una leyenda cotidiana?”
            No quiere ello decir que no haya entrevistas excelentes en La vida constante. Destacan las de los autores con los que Miguel Ángel Muñoz tuvo una cierta relación amical, como Juan Goytisolo o José Ángel Valente, o la de Francisco Brines, un poeta que tiene la buena costumbre de responder por escrito y revisar minuciosamente todas sus entrevistas.
            No lo ha hecho, evidentemente, Ignacio Martínez de Pisón y es muy dudoso que sus declaraciones orales se recogieran con exactitud. ¿De verdad dijo que la realidad le parece aburrida el más realista y galdosiano de los narradores actuales? ¿De verdad dijo que “la distancia entre la tragedia y la fantasía es bastante escasa, apenas dentro de mi propia vida existe”? Tampoco se entiende muy bien su diferencia entre “la biblioteca y el cuarto de cachivaches” de su casa y mucho menos cuando indica que “los Episodios nacionales de Galdós estaban en la biblioteca, cuando muy bien podían haber estado en aquel cuartito”.
            La entrevista al científico y humanista Santiago Genovés es otro ejemplo de oralidad que no acierta a ser transcrita adecuadamente, aparte de referirse a hechos muy concretos de la actualidad mexicana que requerirían una anotación. Pero quizá hubiera sido mejor dejar esa entrevista –como tantas otras– en las efímeras páginas periodísticas en que se publicaron por primera vez.
            El periodismo es también literatura, y algunos de los mejores libros de la literatura contemporánea (casi todo Azorín, todo Julio Camba, buena parte de Unamuno y de Ortega) han sido publicados primero en los periódicos.
            Pero no todo lo que se publica en la prensa merece ser recogido en libro. Hace falta una selección, una reestructuración, una labor de edición, que es lo que Miguel Ángel Muñoz no ha hecho, o ha hecho malamente. Parece haberse limitado a reunir todas sus ocasionales entrevistas, sin revisarlas, sin comprobar si seguían teniendo o no interés. Algunas lo tienen, pero parece un abuso de confianza pedirle al paciente lector que realice un trabajo que debería haber hecho el autor o, en su defecto, la editorial, pública y no privada, en que aparece el volumen.


           

sábado, 18 de agosto de 2018

El color y la gracia



La palabra secreta
(Antología 1958-2018)
Aquilino Duque
Edición de Juan Lamillar

Aquilino Duque es un poeta andaluz, más precisamente sevillano. Y este hecho constituye no solo un dato biográfico. Sirve para caracterizarle formalmente –barroquismo, brillantez y desparpajo, neopopularismo– y también, en buena parte, temáticamente. “Entre los naranjales ya no está Joselito, / ni por los olivares va Fernando de Herrera. / Vagan por la otra orilla, ¿no los ves?, a caballo. / Por ellos fue lejana y cruel Andalucía”, leemos en el primer poema seleccionado en esta selección.
            No se opone lo local a lo universal –y ahí está Lorca para demostrarlo–, pero lo cierto es que los poemas del primer libro de Aquilino Duque, y algunos posteriores, con sus vírgenes de las Angustias y sus toreros y sus epístolas a amigos poetas, han envejecido mal; parece que habría que ser sevillano, o por lo menos andaluz, para poder disfrutarlos.
            No tarda, sin embargo, en levantar el vuelo. Del mismo año, 1958, que La calle de la luna, su primer libro, es el segundo, El campo de la verdad, donde ya nos encontramos con el espléndido “Responso por Dylan Thomas, de pie en una tumba vacía”, que anticipa el nuevo tono que una década después traerían a la poesía española Pere Gimferrer o Antonio Colinas.
            “Tienen los andaluces por patria el Universo” afirma Aquilino Duque al comienzo de uno de sus poemas, y él muy pronto se convierte en un poeta errante que va dejando constancia en su poesía de “la gozosa variedad del mundo”, como afirmó Guillermo Díaz-Plaja, otro poeta viajero, con tiene mucho que ver. También se muestra cercano –en su gusto por el pausado alejandrino, el ancien régimen y cierta utillería modernista– a otro poeta dejado un poco al margen por la historia literaria, Agustín de Foxá: “Una berlina hace crujir la nieve, / se enciende toda un ala del palacio / y un órgano se pone a sonar solo”.
            Al margen ha quedado igualmente Aquilino Duque de las nóminas habituales de la generación del 50, a la que pertenece, y a ello han contribuido su manera de entender la literatura, que nunca condescendió con el realismo y el coloquialismo, y su deriva ideológica hacia una derecha sin complejos y sin pelos en la lengua (ahí están sus ensayos y artículos para demostrarlo) que le ha llevado a protagonizar más de un escándalo periodístico.
            Pero el ideólogo extremoso y el punzante polemista rara vez aparecen en sus versos, aptos para lectores de cualquier orientación ideológica. A quien no conozca la poesía de Aquilino Duque, pero tenga ciertos prejuicios contra el personaje, le aconsejaría yo que comenzara su lectura con “El espacio secreto”, un poema de que habla de esa “eternidad de instantes fugitivos” donde el amor que lanza “su rauda flecha inmóvil” por encima del tiempo y del espacio. O por “El río de las ruinas”, fugitivo y duradero, una inédita manera de tratar un tema de siempre.
            Pero son muchos los poemas que hacen imprescindible para el buen lector de poesía a Aquilino Duque. En la línea gnómica o sentenciosa, destaca “Plenitud” (“Hay que buscar con la esperanza / de no encontrarlo todo. / Hay siempre que pararse a dos jornadas / de la felicidad. / Hay que tender la infinito, / Estar a punto de llegar, / pero no llegar nunca. / Eso es la plenitud. Eso es la vida”) y, muy especialmente, “Renovación” (“Si dices la verdad, no la repitas. / Solo el que miente insiste”), con su memorable final: “En la rueda del año, para algunos monótona, / todo revive y se renueva; / el hijo, el libro, el árbol, / y esta bendita lluvia mientras arde / la leña en el hogar / y arma su gran guiñol la fantasía”.
            Memorables resultan igualmente los desengañados pareados de “Noluntad”: “Ya he escrito cuanto había de escribir / y vivido de sobra cuanto había de vivir. / Todo es ahora dádiva, todo es añadidura / y el alma solo anhela su larga noche oscura”.
            Pero no ese tono el más habitual en la poesía de Aquilino Duque, que gusta de los homenajes a los poetas que admira (Bécquer, Machado, Alberti, Miguel Hernández, Claudio Rodríguez) y de las estampas viajeras, especialmente notables las dedicadas a las ciudades de la vieja Europa: “Marco Aurelio en Viena”, “Café con espejos”, “Verano en la plaza de Pópulo”.
            No faltan los rasgos de humor: “Inteligencias hay tan secretas y herméticas /como la del borrico aquel que leía el periódico / con aparente aplicación, en efecto, / pero nunca en voz alta”. Ni las diatribas contra una deriva social que no es de su agrado, como en “El desencanto de Leopoldo Panero”, reacción contra un bien conocido ajuste de cuentas familiar que quiso ser también un ajuste de cuentas a la moral tradicional.
            Como él mismo ha declarado, su poesía es más “magia y revelación” que “sermón y testimonio”, pasión viajera que narcisismo andalucista. Esta antología, aunque en ella sobren algunos poemas, lo confirma plenamente.
           

martes, 14 de agosto de 2018

No es ciencia todo lo que reluce



Solo se puede tener fe en la duda
Jorge Wagensberg
Tusquets. Barcelona, 2018.

Jorge Wagensberg, fallecido recientemente, era doctor en física y profesor de “Teoría de los procesos irreversibles” (asusta un poco el nombre de la asignatura) en la Universidad de Barcelona, goza de bien ganada fama como divulgador cultural, director de museos dedicados a la ciencia y prolífico autor de aforismos.
            No seré yo quien ponga en cuestión todos esos méritos, pero su última entrega aforística, Solo se puede tener fe en la duda, suscita algunas perplejidades. Comienza con una “Brevísima teoría del aforismo” en la que afirma con rotundidad que “el aforismo es el género literario más científico”, ya que se ajusta como ningún otro a los tres principios que fundamentan el método científico: objetividad, inteligibilidad y dialéctica. Pero abrimos al azar su libro y nos encontramos con el siguiente ejemplo: “No conozco a ningún fascista que hable más de tres idiomas”. Pues muy bien, nunca le han presentado, por ejemplo, a ningún diplomático franquista. Claro que el lector adivina en seguida que lo que se quiere decir va más allá de un irrelevante dato biográfico, como confirman otros aforismos: “La escuela como fábrica de fanáticos: enseñar dogmas en un solo idioma equivale a inocular un virus de por vida; crear el hábito del espíritu crítico en tres idiomas equivale a una vacuna permanente”. ¿Y no se puede enseñar el espíritu crítico en un solo idioma o en dos? ¿Y no es posible enseñar dogmas en tres idiomas o en cuatro? Habría que recordarle aquella frase atribuida a Unamuno a propósito de Madariaga: “Es tonto en cuatro idiomas”.
            Otras afirmaciones de la introducción nos confirman que este divulgador científico no siempre practica el rigor de la ciencia. No sin asombro leemos la siguiente afirmación: “Una novela puede extenderse hasta mil páginas, quinientas o doscientas, pero atendiendo solo a su peso, diríamos que la más científica es la última”.
            Nos frotamos los ojos, volvemos a leer. No nos hemos equivocado: lo que menos pesa es lo más científico y como en general “un cuento pesa menos que una novela, un poema menos que un cuento y un aforismo menos que un poema” pues de ahí se deduce que el aforismo es el género más científico.
            Wagensberg, sin salir de la introducción “teórica”, nos deja otras estupendas afirmaciones sobre la literatura: “El humor se lleva francamente mal con la poesía y se dosifica con prudencia en los demás géneros literarios. Pero un aforismo, por serio que sea, necesita cierta dosis de humor para sobrevivir”.
            ¿Habrá oído hablar Wagensberg, no ya de Jon Juaristi o de Miguel d’Ors, sino ni siquiera del Lope de Vega de las Rimas de Tomé de Burguillos o de Campoamor? ¿Habrá oído hablar de Cervantes y de Chesterton, de Jardiel Poncela y de Ramón Gómez de la Serna?
            La afirmación de que, sin ciertas dosis de humor, no hay aforismos invalida la mayor parte de su libro. Baste un ejemplo: “Los números racionales (como el cociente de dos números enteros) resuelven la mayor carencia de los enteros, pero no siempre sirven como solución de una ecuación algebraica (como la raíz cuadrada de dos) o de una relación geométrica: sean, pues, los números reales”.
             Un aforismo, seguimos con la introducción, puede inspirarse en “palabras habladas o escritas” ajenas, pero, según Wagensberg, “nadie aceptaría tal cosa si se trata de un poema, de una novela o de un ensayo”. ¿Nadie aceptaría tal cosa? Pues se ha cargado de un plumazo la mayor parte de la poesía latina, renacentista, barroca, neoclásica, la novela picaresca, la novela detectivesca en la estela de Poe, toda la novela moderna de estirpe cervantina; se ha cargado, nada más y nada menos, que la tradición literaria.
            Pero dejemos la introducción teórica y vayamos a la práctica. El número 62 dice así: “Lo dulce es natural, lo amargo un contrapunto cultural”. ¿Solo hay sustancias de sabor dulce en la naturaleza? ¿No las hay de sabor amargo?  Pero Wagensberg no quiere decir lo que dice, como deducimos del aforismo siguiente, sino que “el gusto por lo dulce es natural mientras que el aprecio de lo amargo es cultural”.
            Hay más ejemplos de imprecisión, lo que refuerza la impresión de que este libros (como tantos otros que se publican ahora que el aforismo se ha puesto de moda) tiene mucho de acrítica acumulación de ocurrencias. El número 656 dice así: “Corrupciòn: amarás lo público casi como a ti mismo”. Pero ¿amar lo público es sinónimo de apoderarse del dinero público? No me lo parece.
            A Wagensberg, como a cualquier aficionado al aforismo, le gustan las afirmaciones rotundas, no importa si son fácilmente rebatibles. Un ejempl:. “No existen sustancias tóxicas, solo dosis tóxicas”. O sea que, en la dosis adecuada, beber lejía es tan saludable como beber agua.
            Que Wagensberg sabe poco de recursos literarios, lo demuestra publicando esta obviedad: “Dos palabras bastan para montar una contradicción, por ejemplo cazador deportivo”. O “fuego helado”, “nieve ardiente” o, en plan humorístico, “música militar!, “pensamiento navarro”, etc, etc. Es lo que se llama oxímoron.
            Hay claro está también muchos aforismos memorables perdidos en el conjunto. El que yo prefiero es el único ajeno que cita, uno del físico Steven Weinberg: “Con o sin religión, siempre habrá gente buena haciendo cosas buenas y gente mala haciendo cosas malas, pero para que la gente buena haga cosas malas hace falta la religión”.
            Con un doctorado en física o sin él, siempre habrá gente que confunda la ciencia con la divulgación de la ciencia y el pensamiento crítico con hablar tres idiomas.
           

viernes, 3 de agosto de 2018

Autorretrato con gatos




Los días, los dones (Poesía, 1978-2018)
Emilio Barón
Eda Libros. Málaga, 2018.

Hay poetas que hacen todo lo posible por estar siempre en el centro del escenario y otros que por el contrario procuran pasar inadvertidos: no concurren a premios, no entran en polémicas, no aparecen en las antologías más llamativas.
            Es el caso del almeriense Emilio Barón, quien tras destacar fugazmente en los años ochenta, pareció quedar al margen en publicaciones provinciales y ahora reaparece con unas poesías completas escritas a lo largo de cuatro décadas, un volumen tan breve (cinco o seis poemas por año) como lúcidamente desolador.
            La primera de las cualidades que destacan en Emilio Barón es su insólita fidelidad a un maestro, Fernando Ortiz, y a una manera de entender la poesía.
            Del sevillano Fernando Ortiz (1947-2008) aprendió Emilio Barón el rigor métrico, el respeto a la tradición, el desapego de la sociedad literaria, el gusto por un cierto virtuosismo formal. Uno y otro desdeñaron la originalidad de las vanguardias para buscar otra más verdadera que no temía que se transparentaran los modelos ni incurrir en el deliberado pastiche. A Fernando Ortiz se le dedican numerosos homenajes a lo largo de estas poesías completas, una insólita muestra de generosidad.
            En contraste con esos poemas –alguno tal vez en exceso circunstancial–, están los que se dedican a los gatos. Sin olvidar la Gatomaquia de Lope de Vega, quizá ningún otro poeta español ha cantado con tanta constancia, gracia y devoción a quienes poco a poco, según aumentaba la misantropía del autor, fueron convirtiéndose en sus principales amores. El más extenso de estos poemas, “Tres”,  es también acaso el más significativo. Se subtitula “El autor, en cuatro cantos, habla de su vida a solas” y comienza refutando el subtítulo: “A solas no, que vivo con mis gatos / Luis y Possum, dos tigres muy domésticos. / Los tres en la terraza luminosa / y amplia dejamos transcurrir el tiempo”,
            Los días, los dones que es el título que Emilio Barón ha querido dar a su poesía completa constituye, antes que nada, un retrato moral del autor, al que vemos envejecer de un libro a otro. Ayuda a ello su gusto por dejar constancia de los principales hitos cronológicos en el camino de la vida. “A modo de balance” glosa, en versos de arte menor, su llegada a los treinta y cinco años; “Aniversario” se escribe una década después: “La mujer con quien vivo. Dos gatos. / Los restos de un naufragio que mueve la marea / y punzan la memoria como espinas. / Un trabajo aceptable y razonable- /mente incómodo. / La luz de cada día. / Este mes cumpliré 45 años. / La vida me retiene todavía”.
            La llegada al medio siglo le sirve para homenajear –una vez más– al amigo y maestro. El soneto titulado “A Fernando Ortiz” comienza con estos versos: “A los cincuenta años de mi vida / pienso ahora que toda una mitad, / mi buen Fernando, transcurrió asistida / por tu constante ejemplo y tu amistad”. Otro soneto se titula “Al cumplir los sesenta”.
            ¿Poesía menor, poesía circunstancial? Eso podrán pensar algunos apresurados lectores –hojeadores, más bien– de este volumen que corre el riesgo de volverse invisible –algo que quizá no desagradaría al autor– en la mesa de novedades.
            Hay en él sextinas –esos rebuscados artificios métricos que, tras el ejemplo de Gil de Biedma, volvieron a ponerse de moda en los años ochenta–, sonetillos manuelmachadianos (“Gastada / la rima / y ajada / la estima”) y sonetos, abundantes sonetos, bien con el esquema de rimas habitual o al modo inglés que popularizó Borges.  Emilio Barón se nos descubre así como uno de los maestros en esta estrofa, casi la única de las clásicas que ha seguido viva durante el siglo XX y que conserva toda su vitalidad en el XXI. Los sonetos de Emilio Barón son de muy variados tonos. A veces nos recuerdan al más grácil Lope: “A mi gato le gusta el desayuno / con Mozart que preparo en la mañana. / Se instala muy galán en la otomana / y atusa sus bigotes uno a uno”. En otras ocasiones adopta el empaque de la desengañada poesía barroca.
            Comienza esta esencializada autobiografía en verso en Canadá, donde el autor realizó sus estudios e inició su trabajo como profesor universitario, termina retirado en un rincón junto al mar de su natal Almería, cada vez más desengañado del trato con sus semejantes. Incluso el amor, o mejor los amores (más que el amor constante más allá de la muerte, Emilio Barón ha cantado los amores de una noche), van desapareciendo de unos versos de acentuada misantropía: “La familia, el Estado y el trabajo / son del hombre enemigos naturales. / No hay que jugar con esos animales. / Mejor mandarlos todos al carajo”.
            Como la Epístola moral a Fabio, uno de los referentes de Emilio Barón, Los días, los dones nos ofrece una lección de sabiduría vital, “en un estilo común y moderado / que no lo note nadie que lo vea”. No salimos indemnes de este volumen paradójico, que sabe aunar virtuosismo estilístico y corazón al desnudo.

Historias con jardín



Jardines en tiempos de guerra
Teodor Ceric
Traducción de Ignacio Vidal-Folch
Elba. Barcelona, 2018.

Parafraseando un conocido eslogan publicitario, quizá convendría crear un nuevo género literario, el de los “pequeños libros con encanto”. Uno de sus mejores ejemplos sería Jardines en tiempos de guerra, de Teodor Ceric, convertido desde su aparición, sin necesidad de ninguna campaña especial, gracias solo al boca a boca (o, como racionalizan los redichos, al  “boca a oreja”), en obra de culto.
            ¿Cuáles son los ingredientes que debe reunir un libro para formar parte de ese particular género o subgénero? Aparte de la brevedad, señalada en el nombre (los gruesos bestseller para ir rumiando las largas tardes de verano o antes de conciliar el sueño quedan excluidos), el tono autobiográfico, la variedad en la unidad –capítulos que pueden leerse independientemente– y un tema –naturaleza, perros, gatos– con el que le resulte fácil identificarse a una parte de la población.
            Teodor Ceric tenía veinte años cuando comenzó la guerra de Bosnia. No quiso participar en ella y pasó los años del conflicto vagando por Europa, malviviendo con trabajos ocasionales. Regresó a su ciudad natal, Sarajevo, cuando su país era ya independiente. Tras alcanzar cierto renombre en la crítica literaria y en la poesía, se dedicó, como el Candide de Voltaire, a cultivar su jardín.
            Jardines en tiempos de guerra –el título resulta a la vez preciso y engañoso– reúne las colaboraciones que a instancia de Marco Martella, su director, fue escribiendo para la revista Jardins. Ese es otro de los rasgos de los “pequeños libros con encanto”, que casi nunca fueron concebidos como tales, que su unidad editorial le vino dada a posteriori.
            Los jardines por los que pasea o en los que trabaja Teodor Ciric no son los bombardeados de Serbia o Bosnia-Herzegobina; la guerra del título es aquella de la que él ha desertado, o quizá otra guerra simbólica, la que libran el tiempo y la eternidad.
            Hay jardines famosos, de los que están en todas las guías –como el de Painshill, en Surrey, o el parisino de las Tullerías–, y también jardines privados, que nos resultaría más difícil visitar, que quizá no han existido nunca. Pero de la mayoría podemos encontrar imágenes en Internet, y eso es otro de los encantos de este libro, que no necesita las algo anodinas ilustraciones que lleva, que cada lector puede ilustrar a su gusto y fantasear entre capítulo y capítulo con un paseo solitario por los penumbrosos lugares en que transcurren sus páginas.
            El apunte autobiográfico, la anotación lírica, se inclina hacia el relato y la verosímil en algún caso, el más significativos de los cuales es el que encontramos en “Un ermitaño en su jardín”, donde el romanticismo dieciochesco del honorable Charles Hamilton, creador de Painshill, llega al extremo de contratar a un falso ermitaño para que ocupe uno de los rincones de un dilatado y artificioso jardín que finge ser naturaleza libre.
            Teodor Ceric sugiere más que cuenta cuando habla de su vida. Se refiere a sus trabajos ocasionales –estibador, camarero, jardinero–, pero calla pudorosamente otros aspectos.
            En la inmensa Roma, su lugar favorito es un descuidado jardín, Monte Caprino, a espaldas del Capitolio, que no visitan los turistas y que de noche se llena de furtivas sombras: “Parecía que llevase tiempo abandonado. Bajo los árboles, acantos de presencia clásica, crecían a la buena de Dios, formando una masa oscura y reluciente, mientras que la hierba amarillenta crecía libremente por todas partes. Seguí los senderos que serpenteaban por las laderas de la colina. Iluminados por escasas farolas, se bifurcaban y luego volvían a reunirse tras la espesura de los arbustos. Un laberinto. Y poco a poco me di cuenta de que el jardín había empezado a cubrirse de sombras. Eran hombres, jóvenes y viejos, silenciosos o absortos en conversaciones inaudibles, sentados en las balaustradas de madera que bordeaban los senderos. No tardé en comprender. Monte Caprino era un lugar de citas”.
            Al lector le resulta extraño que Ceric escogiera precisamente ese lugar tradicional del cruising romano –mencionado en todas las guías gays– como su rincón favorito de Roma y que pasara en él las noches, absorto en sus melancolías, contemplando las estrellas, ajeno al sigiloso ajetreo habitual. Monte Caprino sería cerrado por las autoridades, con el pretexto de unas obras de reforma. De día, cuando el autor se asoma entre los barrotes, tiene otro aspecto: “montones de basura y bolsas de plástico (entre los que seguían creciendo, indiferentes, las malas hierbas y los acantos), un colchón destrozado al pie de un roble (probablemente el lecho de un vagabundo), botellas rotas”. Infierno y paraíso aquel jardín, como quizá cualquier jardín.
            El que aparece al comienzo del libro, Prospect Cottage, lo dedica su creador, el cineasta Derek Jarman, a sus amigos muertos, como le ocurriría a él, a consecuencias del Sida.
            A su propio jardín, al que ha creado tras los vagabundeos de que da cuenta esta libro, Teodor Ceric le dedica pocas líneas. Uno de los escasos visitantes que ha tenido acceso a él lo describe como “una especie de pequeña jungla, perdida en medio de los campos de trigo de la región, en la que se penetra a través de una espesa maraña de árboles cargados de frutos de aspecto exótico, helechos y lianas”. Un lugar para el ensueño y la nostalgia, pare evocar el paraíso y para recuperar la infancia.
            El primer jardín de Ceric fue el huerto de su padre, “a la sombra de un inmueble comunista de veinte pisos, en los arrabales de Sarajevo”. Allí aprendió a sembrar, a podar, a observar cómo las plantas crecen hacia el cielo, y también la lección a la que ha querido ser fiel toda su vida: “Si disponemos de poco tiempo, si alrededor de nosotros el mundo vacila y la muerte, en todas sus formas, avanza, lo único que podemos hacer es transformar una parcela de tierra, no importa cuál, en un lugar acogedor, un lugar que acoja más vida”. En un jardín, o en un libro como este, un jardín de jardines.