La palabra secreta
(Antología 1958-2018)
Aquilino Duque
Edición de Juan
Lamillar
Aquilino Duque es un poeta andaluz, más precisamente
sevillano. Y este hecho constituye no solo un dato biográfico. Sirve para caracterizarle
formalmente –barroquismo, brillantez y desparpajo, neopopularismo– y también,
en buena parte, temáticamente. “Entre los naranjales ya no está Joselito, / ni
por los olivares va Fernando de Herrera. / Vagan por la otra orilla, ¿no los
ves?, a caballo. / Por ellos fue lejana y cruel Andalucía”, leemos en el primer
poema seleccionado en esta selección.
No se opone
lo local a lo universal –y ahí está Lorca para demostrarlo–, pero lo cierto es
que los poemas del primer libro de Aquilino Duque, y algunos posteriores, con
sus vírgenes de las Angustias y sus toreros y sus epístolas a amigos poetas, han
envejecido mal; parece que habría que ser sevillano, o por lo menos andaluz,
para poder disfrutarlos.
No tarda,
sin embargo, en levantar el vuelo. Del mismo año, 1958, que La calle de la luna, su primer libro, es
el segundo, El campo de la verdad, donde
ya nos encontramos con el espléndido “Responso por Dylan Thomas, de pie en una
tumba vacía”, que anticipa el nuevo tono que una década después traerían a la
poesía española Pere Gimferrer o Antonio Colinas.
“Tienen los
andaluces por patria el Universo” afirma Aquilino Duque al comienzo de uno de
sus poemas, y él muy pronto se convierte en un poeta errante que va dejando
constancia en su poesía de “la gozosa variedad del mundo”, como afirmó
Guillermo Díaz-Plaja, otro poeta viajero, con tiene mucho que ver. También se
muestra cercano –en su gusto por el pausado alejandrino, el ancien régimen y cierta utillería
modernista– a otro poeta dejado un poco al margen por la historia literaria,
Agustín de Foxá: “Una berlina hace crujir la nieve, / se enciende toda un ala
del palacio / y un órgano se pone a sonar solo”.
Al margen
ha quedado igualmente Aquilino Duque de las nóminas habituales de la generación
del 50, a
la que pertenece, y a ello han contribuido su manera de entender la literatura,
que nunca condescendió con el realismo y el coloquialismo, y su deriva
ideológica hacia una derecha sin complejos y sin pelos en la lengua (ahí están
sus ensayos y artículos para demostrarlo) que le ha llevado a protagonizar más
de un escándalo periodístico.
Pero el
ideólogo extremoso y el punzante polemista rara vez aparecen en sus versos,
aptos para lectores de cualquier orientación ideológica. A quien no conozca la
poesía de Aquilino Duque, pero tenga ciertos prejuicios contra el personaje, le
aconsejaría yo que comenzara su lectura con “El espacio secreto”, un poema de
que habla de esa “eternidad de instantes fugitivos” donde el amor que lanza “su
rauda flecha inmóvil” por encima del tiempo y del espacio. O por “El río de las
ruinas”, fugitivo y duradero, una inédita manera de tratar un tema de siempre.
Pero son
muchos los poemas que hacen imprescindible para el buen lector de poesía a
Aquilino Duque. En la línea gnómica o sentenciosa, destaca “Plenitud” (“Hay que
buscar con la esperanza / de no encontrarlo todo. / Hay siempre que pararse a
dos jornadas / de la felicidad. / Hay que tender la infinito, / Estar a punto
de llegar, / pero no llegar nunca. / Eso es la plenitud. Eso es la vida”) y,
muy especialmente, “Renovación” (“Si dices la verdad, no la repitas. / Solo el
que miente insiste”), con su memorable final: “En la rueda del año, para
algunos monótona, / todo revive y se renueva; / el hijo, el libro, el árbol, /
y esta bendita lluvia mientras arde / la leña en el hogar / y arma su gran
guiñol la fantasía”.
Memorables
resultan igualmente los desengañados pareados de “Noluntad”: “Ya he escrito
cuanto había de escribir / y vivido de sobra cuanto había de vivir. / Todo es
ahora dádiva, todo es añadidura / y el alma solo anhela su larga noche oscura”.
Pero no ese
tono el más habitual en la poesía de Aquilino Duque, que gusta de los homenajes
a los poetas que admira (Bécquer, Machado, Alberti, Miguel Hernández, Claudio
Rodríguez) y de las estampas viajeras, especialmente notables las dedicadas a
las ciudades de la vieja Europa: “Marco Aurelio en Viena”, “Café con espejos”,
“Verano en la plaza de Pópulo”.
No faltan
los rasgos de humor: “Inteligencias hay tan secretas y herméticas /como la del
borrico aquel que leía el periódico / con aparente aplicación, en efecto, /
pero nunca en voz alta”. Ni las diatribas contra una deriva social que no es de
su agrado, como en “El desencanto de Leopoldo Panero”, reacción contra un bien
conocido ajuste de cuentas familiar que quiso ser también un ajuste de cuentas
a la moral tradicional.
Como él
mismo ha declarado, su poesía es más “magia y revelación” que “sermón y
testimonio”, pasión viajera que narcisismo andalucista. Esta antología, aunque
en ella sobren algunos poemas, lo confirma plenamente.
La poesía duerme, muchas veces, en rincones de Andalucía.
ResponderEliminarSerá interesante descubrirle. Un abrazo
Estimado Sr. García.
ResponderEliminarPermita que, sin ánimo de querella, deje esta nota breve e inútil que en nada contradice su estimable reseña del libro de D. Aquilino. Es cierto que todo cambia y todo muda salvo la muerte, y que todo lo antiguo lo cubre el polvo de la nostalgia o la cera del olvido, pero quiere uno pensar que quizá no sea así, o que así no sea del todo, y que, a lo que viene al caso, no sean los poemas de Duque los que envejecieron mal, sino que el mundo no ha sabido rejuvenecer bien, preso como está de una histeria de rechazo y desmentido de todo lo que guarda en su seno esa forma mansa de la muerte que es lo pasado.
De ser así, vírgenes, toreros y epístolas antiguas tendrían la plena vigencia que les da su edad, y en cambio el hoy, erizado de presente cambiante y de promesas de vacuos futuros, quedaría seco a penas nacido por esa ansia de no ser más que promesa de ser.
Y sin más le saluda cordialmente
José Antonio Martínez Climent
En Alicante.
Lo estoy leyendo gracias a esta reseña y me parece mejor poeta que otros (que no citaré) más encumbrados
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