lunes, 23 de septiembre de 2019

Antonio Gamoneda, instrucciones de uso


Esta luz. Poesía reunida
Volumen II (1995, 2005-2019)
Galaxia Gutenberg Barcelona, 2019.

No siempre el poeta es el mejor editor de sí mismo. Juan Ramón Jiménez lo fue hasta una determinada fecha, y buen ejemplo de ellos lo constituye su Segunda antología poética. Luego el afán de enmienda se convertiría en acrítica obsesión hasta llegar al desvarío de tratar de poner en prosa toda su obra en verso.
            Antonio Gamoneda, que reescribió su obra primera tras el tardío encuentro de su voz personal con Descripción de la mentira, parece haber ido perdiendo capacidad autocrítica a la vez que se acentuaba su proceso de canonización, iniciado en 1987 con la concesión del premio Nacional de Literatura a Edad, la inicial recopilación, muy revisada, de su poesía completa.
            El segundo volumen de Esta luz, aparecido quince años después del primero, ejemplifica sus limitaciones. El “Aviso” preliminar comienza con tres puntos entre corchetes, que es la indicación habitual, en las ediciones filológicas, de que se suprime alguna palabra de un texto citado. En este caso, lo que indica, según nota a pie de página, es que se trata de “una versión ligeramente editada” de una “adenda” añadida por el autor a los “Avisos y explicaciones” de la edición original del primer volumen de Esta luz. ¿Importa eso? No importa nada, por supuesto. El lector haría bien en saltarse las explicaciones que el poeta da de su obra, ni siquiera útiles para el estudioso. Aportan poco más que confusas minucias.
            Un ejemplo: “La sección Mudanzas se completa con el capítulo homónimo que aparece en el triple volumen (2016) ya tantas veces mencionado”, nos dice después de haber comentado los textos que incluye en esa sección. ¿Cómo que se completa “con el capítulo homónimo” de La prisión transparente –ese es “el triple volumen” (lo llama así porque incluye tres obras) al que alude– si está integrada por los mismo textos?
            “Mudanzas” es el nombre que Antonio Gamoneda da a sus versiones propias de poemas ajenos, algo en absoluto novedoso, pero en lo que él insiste una y otra vez como una gran novedad; “Pienso aquí en las muchas piezas que en el mundo existen a las que conviene, valorando incluso inevitables quebrantos, que se hagan trabajos análogos al que yo hago –mejorados a poder ser, que lo será. Pienso en un rescate, sin limitación de tiempos, territorios ni lenguas, que podría deparar un inmenso fondo universal, constituido por una poesía que aún existe, aunque en estado ‘intangible’. Es tarea que habrían de concertar sine die numerosos y sucesivos lingüistas y poetas”.
            Qué sorpresa se va a llevar cuando descubra que esa tarea, aparte de Heberto Helder, al que toma como modelo retraduciendo sus traducciones, ya la están llevando, desde hace siglos los poetas: Fray Luis de León apropiándose de Horacio y de Virgilio, Jorge Guillén incluyendo en Homenaje una sección de “Variaciones” (donde no solo se apropia de Pero Meogo, Leopardi o Valery sino que incluso convierte a Azorín en un poeta chino), por no mencionar al inevitable Octavio Paz con sus Versiones y diversiones, a José Emilio Pacheco con sus Aproximaciones o a los más recientes Víctor Botas o Martín López-Vega.
            Abundan los ejemplos de que el Antonio Gamoneda aprendiz de filólogo y puntilloso anotador de sí mismo carece  a menudo de rigor. En las “Notas y confidencias” que añade a su libro Canción errónea escribe: “Hago ahora (la localización puede verse en un índice inmediato) señalamiento de los que digo ‘Poemas con nombre’, de los referibles a personas concretas. Nueve tienen que ver con la persona y/o la obra de los pintores Carlos Piñel, Jorge Pedrero, Elías G. Benavides, Jean-Louis Fauthoux. Miguel Galanda, Modesto Llamas, Faik Hussein, Bernardo Sanjurjo y Alejandro Vargas”. Continúa luego enumerando más nombres y aludiendo a diversas citas implícitas, pero no hay ningún índice ni inmediato ni tardío que diga qué poema se refiere a cada uno de esos nombres (en algún caso el lector lo puede adivinar, en otros no).
            La edición ha estado al cuidado de Jordi Doce, que ha dejado pasar esos descuidos, sin duda por acrítico respeto al autor.
            La poética de Antonio Gamoneda se caracteriza por un rechazo del realismo (que considera característico –con pocas excepciones– de su generación, la del 50, y de la posterior “poesía de la experiencia”), algo en lo que insiste siempre en sus declaraciones: “El realismo es el lenguaje del poder”.
            Pero su poesía está fuertemente enraizada en la realidad biográfica e histórica, continuamente asoman a ella su dura infancia y los desmanes de la posguerra. La obsesión por no parecer realista le lleva a difuminar la anécdota y a eliminar las referencias concretas.
            Es lo que trata de hacer con su poesía de circunstancias, muy abundante. La denomina “Poemas con nombre” (muchos de esos textos se escribieron para el catálogo de algún pintor), pero se esfuerza en eliminar los nombres, los datos que sitúen al poema en su contexto, como si eso contribuyera a universalizarlo.
            La tendencia a no dar por acabado un texto se ha acentuado en Gamoneda con los años. Al pie del extenso poema “La prisión transparente”, que dio título a un libro de 2016, se nos indica que es la “Cuarta versión”. La del libro anterior, todavía presente en librerías, sería la segunda (habría una tercera, aparecida en 2018, en una edición peruana). ¿Con cuál nos quedamos? Con cualquiera o con ninguna. El poema deja de ser “las mejores palabras en el mejor orden” –como afirmaba Coleridge– para convertirse en una sucesión de provisionales borradores a los que no se les presta más que una distraída atención.
            ¿Quiere esto decir que Antonio Gamoneda ha dejado de ser poeta para convertirse en un confuso escoliasta y en una caricatura de sí mismo? No exactamente, aunque algo de eso hay.
            Si las quinientas páginas de Esta luz, el epigonal complemento de su poesía completa, se redujeran a cien no se perdería gran cosa, todo lo contrario. Sobra, entero, El libro de los venenos (con buen criterio el autor lo dejó fuera en 2004 de la edición de su poesía), sobra su complemento “Plinio, Dioscórides y otros”, buen ejemplo de que el autor ya raras veces mejora aquello que retoca.
            Lo que no sobran son un puñado de espléndidos poemas. En Canción errónea y en Las venas comunales –inédito hasta ahora– se incluye algunos textos desoladamente memorables. Es el caso de la extensa melopea que comienza “Hay sequía universal”, que tiene el empaque de las grandes odas de Poeta en Nueva York, pero sin ser nada superficialmente lorquiano. Podríamos citar otra media docena de ejemplos.
            A más de un lector le sorprenderá el primero de los tres “Últimos poemas”, un poema en prosa, a la manera de Baudelaire, o un breve relato, que nada tiene que ver con la borrosa sintaxis habitual del poeta.
            Mal editor, y también quizá mal lector de su propia obra, empeñado obsesivamente en reescribirse (que es como desautorizarse a sí mismo), Antonio Gamoneda cuenta, sin embargo, con un amplio crédito entre los estudiosos de la poesía contemporánea, con Miguel Casado, que firma un detallado epílogo, a la cabeza. Y también entre los poetas que desde finales de los ochenta lo tomaron como estandarte con el que enfrentarse al sector “dominante” de la poesía española, representado entonces por poetas como Gil de Biedma o Ángel González y hoy por Luis García Montero o Luis Alberto de Cuenca.
            Es posible que su innegable éxito –Gamoneda acapara todos los reconocimientos oficiales– se deba más a haber encabezado una facción de poetas como él mismo presuntamente marginados que a sus dotes de poeta ásperamente dolorido y emocionadamente verdadero. El reconocimiento público de un autor tiene esos misterios.

sábado, 21 de septiembre de 2019

Uno de los grandes



Poesías completas 2019
Miguel d’Ors
Renacimiento. Sevilla, 2019.

Es fácil discrepar de Miguel d’Ors, imposible no admirarle. Por eso no me referiré a la parte más ideológica de su obra, tampoco voy a ciertas expresiones chirriantes que disuenan en nuestra sensibilidad actual.
            Prefiero insistir en que es uno de los grandes poetas de este tiempo. En su generación, quizá el único que ha ido creciendo libro a libro. El más reciente, Manzanas robadas, publicado en 2017, a los setenta años, contiene poemas que están a la altura de los mejores suyos.
            A nadie como a él se le puede aplicar aquella expresión, tan citada, que Eliot tomó de Dante para elogiar a Pound: “il miglior fabbro”. Miguel d’Ors es el mejor artesano de la poesía española contemporánea, el que mejor conoce el oficio. Sus poemas podrían, deberían utilizarse en los talleres literarios para enseñar los secretos de una tarea que requiere precisión de cirujano a la hora de utilizar el lenguaje.
            En “La mujer 10” nos dice cómo debería ser para él un buen poema: “inteligente, tierno y divertido”. Divertidos son muchos de sus poemas (puede irritarnos, pero nunca aburrirnos, al menos cuando escribe en verso), y no solo aquellos en los que toma a sí mismo como objeto de burla, sino también esos otros, entre Catulo y Marcial, en que pone en solfa el mundo contemporáneo.
            Escribe con la inteligencia, no solo con el corazón. El poema responde a una estrategia, es un artefacto perfectamente construido para lograr su efecto, nunca un mero desahogo sentimental. Pocos placeres intelectuales mayores que escucharle explicar el “making of”, el cómo se hizo de un poema suyo.
            Le gusta reescribir poemas ajenos, darle nueva vida a un tópico clásico y, como en los poetas del Siglo de Oro, conocer la fuente no hace desmerecer el resultado, sino que acrecienta nuestra admiración. Baste un ejemplo. El poema “Aunque no lo parezca” reescribe “Preguntas de un obrero ante un libro”, de Bertolt Brecht:: “Y ahora que ya los hemos admirado, / pregunto: ¿quién compraba las patatas / que sostenían el saber de Mommsen?, / ¿quién se las cocinaba, y le ponía / mantel, platos, cubiertos, copas y servilletas, / sin olvidar el pan en su cestita?, / ¿quién le hacía la cama a Rilke, quién / planchaba sus camisas?, / ¿quién, cuando él ya llevaba media tarde, / ganando un poco más de admiración futura, / aún seguía fregando los cacharros?”
            Además de un índice de títulos y primeros versos, incluyen estas poesías completas otro de nombres propios. Poesía con nombres, para decirlo con palabras de Blas de Otero, es la de Miguel d’Ors: sus poemas están llenos de familiares y amigos, de referencias a lugares geográficos, a personajes literarios, que se repiten en una recurrencia significativa, constituyen un leitmotiv.
            Cuántas antologías temáticas se podrían hacer con la poesía de Miguel d’Ors, que tanto gusta de las referencias concretas: nadie cómo él ha evocado la emoción del montañismo, la Galicia rural, la intrahistoria de su familia, el amor de todos los días, el misterio y el asombro de vivir… Incluso es autor de poemas, como “Made in Pakistán”, que podrían entrar en la mejor muestra de poesía social.
            Más cerca del plural Quevedo que del esteticista Góngora, del impuro Neruda que del depurado Juan Ramón, pocos poetas ha habido con tanta “variedad temática, tonal y estilística”, pocos tan polifacéticos.
            Sabe que no es posible ser sublime sin interrupción y por eso gusta de los poemas menores que parecen meros juegos de ingenio, como  “Avecedario”: “La golondrina, aguzada / como un flechazo de Amor; / el mirlo madrugador, / gayarre de la enramada; / la tórtola que, enlutada, / borbota su desconsuelo / en Fontefrida; el mochuelo / dando ejemplo de atención. / Y los gorriones, que son / la calderilla del cielo”.
            Miguel d’Ors, uno de los grandes de la poesía española. Y este volumen –que tantas maravillas encierra, inagotable fuente de felicidad– da cumplida cuenta de ello.
           

sábado, 14 de septiembre de 2019

Oda en la ceniza



Un sí menor
José Mateos
Pre-Textos. Valencia, 2019.

Como la pintura de Ramón Gaya, también hay una poesía moderna que es antimoderna. La del último y mejor Bergamín, por ejemplo, tan cercana a Bécquer y a la poesía popular: “¡Qué poco me va quedando / de lo poco que tenía! / Todo se me va acabando / menos la melancolía.”
            José Mateos es un poeta de esa clase. Lo primero que sorprende en Un sí menor es un cierto aire vintage, una aparente vuelta a la poesía neopopularista de los años veinte. “El balcón abierto”, desde el título, homenajea a Lorca (“Si muero, / dejad el balcón abierto”) mientras que “Primeras lluvias” recrea uno de los más conocidos poemas de Juan Ramón Jiménez (“Y yo me iré / y se quedarán los pájaros cantando”).
            Pero no tardamos en encontrar un tono distinto, absolutamente personal. Cotidianidad y misterio son las dos palabras que lo definen. Como Blake, José Mateos sabe ver el universo en un grano de arena o en la gota de rocío “que refleja / los colores del alba.”
            Busca el despojamiento, huye –según nos dice en los versos iniciales– del “dogal riguroso / de los poemas bien hechos”, quiere escribir poemas que casi no lo sean, “sino el silencio / de donde nace el poema”.
            Lo consigue a menudo. Solo disuena algún verso ingenioso, como de greguería, algún final sentencioso, y a veces, no siempre, cierta concesión a la anécdota (“Retrato de Antonio el loco”).
            Detrás de buena parte de los poemas de Un sí menor hay un episodio biográfico que podría haber propiciado el desbordamiento sentimental. Pero incluso cuando más directo se muestra (“Navidad con alzheimer”), José Mateos acierta a evitarlo.
            Oda en la ceniza tituló Carlos Bousoño uno de sus libros. El sentido es el mismo que el de este “sí menor” que José Mateos ha querido que resuma el sentido de sus canciones en las que entremezcla, sin levantar la voz, la elegía y la oda, el lamento por la fugacidad y el cántico a la belleza que es verdad, a la verdad que es belleza: “Todo termina así: / unos destellos / de memoria que caen hacia lo hondo / y el cuerpo como un traje envejecido / que casi da vergüenza. / No insistas, corazón, / inútilmente: / nunca / maldeciré la vida”.
            Los mejores poemas del libro contraponen a la desolación del vivir el inesperado regalo de una flor, de un olor, de uno de esos milagros cotidianos y casi imperceptibles. “Agosto” puede servir de ejemplo: “Olor a cañas secas / y a campos demacrados. / Chicharras. Una moto / caída en un barranco. / Calor. Y muerte. Y polvo. / Y este cauce agrietado… / Pero de pronto, higuera, / tú me sales al paso: / tu sombra perfumada / hace bueno el verano”.
            Arte deliberadamente menor, rima asonante, romances y romancillos, también unas “Soleares para una casa en venta” (“El silencio de esta casa / es un castigo que duele / como un castigo de infancia”), un tipo de poesía que no abunda en la poesía contemporánea y que en ocasiones muestra un aire casi infantil: “También, como tú, / a veces quisiera / ser solo en el aire / un trozo de tela, / un trapo que el viento / sacude y eleva. / Y seguir atado, / como tú, cometa, / solo por un hilo / muy fino a la tierra”.
            José Mateos es un poeta a la contra. Sus libros en prosa (Soliloquios y divinanzas, La razón y otros dudas) nos lo muestran igualmente como un pensador en lucha contra la falta de espiritualidad de la sociedad contemporánea. Pero no es necesario compartir sus ideas para asentir a la verdad de sus mejores poemas: “La claridad se hace niebla / de tan clara y tan difícil. / Y todo se desvanece.  / Y no sé cómo es posible, / un signo sin referencia, / un origen sin origen, / un Dios que sustenta y es, / y, sin embargo, no existe”.


             

Ingenio y confesiones



Variaciones y reincidencias (Poesía 1978-2018)
Javier Salvago
Sevilla. Renacimiento, 2019.

Pocos poetas tienen tan claros sus maestros y a la vez son tan personales como Javier Salvago, un poeta sevillano que en los años ochenta destacó por su sentido del humor paródico –La destrucción o el humor se titula el libro que le dio a conocer–, su lenguaje coloquial, su confesionalismo y su virtuosismo métrico.
            El maestro más evidente era el Manuel Machado de El mal poema, del que emula sus característicos autorretratos en pareados alejandrinos (“Variaciones sobre un tema de Manuel Machado” comienza así: “El médico me manda no escribir más. Al menos / me pide que no ponga sobre la llaga el dedo, / que deje de arañarme por dentro como un gato…) y la hazaña de un soneto trisílabo. “Miradas / curiosas. / Dichosas / veladas. / Espadas / pringosas. / Sabrosas / tostadas. / Relatos / pausados. / Vagancia. / Zapatos / mojados. / Infancia”.
            En los tiempos del culturalismo novísimo, Salvago anticipaba lo que después se llamaría –con cierta imprecisión– “poesía de la experiencia”. La suya lo era en sentido literal: pocos poetas se han dedicado con más dolorida verdad e insistencia en los detalles –muchos ya con la pátina de otro tiempo– a contar la suya.
            Tras publicar Ulises en 1996 y reunir su obra completa, Javier Salvago pareció dar su obra por concluida. Los dos más extensos poemas de ese último libro, “Mi pueblo” y el que lleva el mismo título del conjunto, llevaban hasta el extremo una manera de entender la poesía –autobiografía y costumbrismo– en la que el fracaso era “el único argumento de la obra”. Daba la impresión de que el poeta ya había dicho todo lo que tenía que decir, que no había lugar para más “variaciones y reincidencias” –así tituló su obra completa–, y que como Gil de Biedma abandonaba la poesía.
            Pero en el caso de Salvago. ese silencio no fue definitivo. Quince años después volvió a publicar un libro, Nada importa nada (2011)y siguió con otro de titulo igualmente significativo, Una mala vida la tiene cualquiera (2014), a los que añade en esta nueva edición aumentada de Variaciones y reincidencias el inédito La vejez del poeta.
            “Solo el humor me salva” afirma en uno de sus primeros poemas. Ahora ese humor ha desaparecido y se ha acentuado –si era posible– el pesimismo. Se atenúan en cambio los virtusismos métricos, aunque no falta algún ejemplo de la reiterativa sextina, tan de moda en los años ochenta. Una novedad es el gusto por la poesía popular. Sigue habiendo haikus, pero se escriben por soleares y abundan más las coplas y los apuntes sentenciosos.
            No escasean los aciertos en estas breverías, pero con cierta frecuencia se convierten en naderías. El propio autor es consciente de ello: “Tiene un peligro muy grande / ‘la máquina de trovar’ / y es que si se pone en marcha / no sabes cuándo parar”. Se echa de menos, en este Salvago epigonal, una mayor capacidad autocrítica. O un maestro como Fernando Ortiz, tan presente en sus comienzos (le dedica dos emotivos homenajes).
            Y también un mayor distanciamiento, aunque en él nunca fue excesivo, entre el autor que escribe y el personaje que aparece en los versos. En “Tu peor agente literario” relee sus propios poemas y descubre que “no están mal: hay oficio, / vocación, experiencia, / sentimiento, ironía, / algún acento nuevo / y una visión del mundo y de la vida / propia, según los pocos / críticos que te hicieron algún caso”.
            La ironía es precisamente lo que falta en estos nuevos poemas, tan reiterativos en su pesimismo, roto solo cuando aparece Zombi, su gato: “Que trae mala suerte, dicen del gato negro. / Para mí fue una dicha que llegaras, pequeño, / negro como la noche, cálido, suavecito, / a vivir con nosotros como el más consentido” .
            El Javier Salvago que retorna del silencio es y no es el que fue. A ratos caricatura de sí mismo y a ratos uno de esos poetas que difunden en las redes sociales su sentimentalismo primario y un catálogo de buenas intenciones: “Amar a las personas / como se quiere a un gato: / con su carácter y su independencia, / sin intentar domarlo, / sin intentar cambiarlo, / dejando que se acerque cuando quiera, / siendo feliz, / con su felicidad”.
           


sábado, 7 de septiembre de 2019

Feminismo, feminismo, cuántas tonterías se comenten en tu nombre



Versos con faldas
Historia de una tertulia literaria fundada por mueres en el año 1951
Edición de Fran Garcerá y Marta Porpetta
Introducción y notas de Fran Garcerá
Torremozas. Madrid, 2019.

¿Merece la pena comentar un libro que no merece la pena? Si está financiado con fondos públicos y tiene un cierto eco mediático al vincularse a la reivindicación feminista, creo que sí.
            La reedición de Versos con faldas (Breve historia de una tertulia literaria fundada por mujeres en el año 1951), publicado inicialmente por Adelaida Las Santas en 1983, “es el resultado –según se nos indica en la nota preliminar– de una exhaustiva investigación llevada a cabo por Marta Porpetta y Fran Garcerá”; esa investigación “ha sido llevada a cabo gracias al apoyo económico del Ministerio de Economía, Industria y Competitividad por medio de una ayuda para la Formación del Personal Investigador. Así mismo se incluye en el marco de los proyectos de 1+D+IFFI2015-71940-REDT y FFI2016-76037-P”.
            Pero esa investigación ha sido tan “exhaustiva” que ni siquiera tiene en cuenta la novela que Adelaida Las Santas publicó en 1959 (y reeditó en 1992) con el título de Poetas de café. En la solapa, Antonio García-Muñoz nos indica que “no es una novela propiamente dicha, sino más bien sincerísimo y entrañable reportaje” en el que se refleja “con gran fidelidad el ambiente, la vida y la bohemia de algunos poetas” que animaron las tertulias literarias de los primeros años cincuenta. Las tres partes del libro van encabezadas por las fechas de 1950, 1951 y 1952. En la segunda de ellas, se habla ampliamente de la tertulia “Versos con faldas” y de sus principales integrantes, incluso de la propia autora: “Adelaida Las Santas llamaba la atención por su tremenda sinceridad poética, abordando temas valientes y revolucionarios”.
            La posguerra española, al contrario de lo que se cree, no fue un periodo poco propicio para la creación literaria. Todo lo contrario, las instituciones públicas se volcaron en apoyarla. Y ahí están para demostrarlo las revistas creadas por Juan Aparicio, como la La Estafeta Literaria, que perduró hasta bien entrada la democracia, y que todavía puede ser leída con gusto en su colorista primera etapa, o Poesía española, dirigida por José García Nieto y ejemplarmente ecléctica.
            Una literatura la del primer franquismo que no estaba obligada a cantar las glorias del Régimen, a la que le bastaba con “no meterse en política”, como Franco decía de sí mismo. Y si se apoyaban todos los géneros literarios, la poesía tuvo un desarrollo especial. Abundaban los recitales poéticos –en cafés, en centros regionales, en algún teatro– y cada capital de provincia contó con su revista de poesía.
            La tertulia “Versos con faldas”, que no era propiamente una tertulia, fue creada por Gloria Fuertes, Adelaida Las Santas y María Dolores de Pablos para organizar lecturas de poesía escrita por mujeres. A veces intervenían las propia autoras y en otras ocasiones recitadoras, sobre todo cuando las poetas residían “en provincias”, como se decía entonces.
            Al contrario de los que Fran Garcerá indica en su estudio preliminar ni era una tertulia feminista ni tuvo dificultades con el franquismo. Nada menos feminista que las declaraciones de las organizadoras al diario Pueblo a poco de empezados los recitales: “Tenemos éxito de público porque casi todos los poetas suelen ser feúchos y entre nosotros hay chicas guapas”.
            Ese recorte lo reproduce Adelaida Las Santas en su libro de 1983, y no es la única muestra de que considerar feministas a estas poetas –poetisas decían ellas– que querían dar a conocer su obra resulta excesivo. Cada lectura poética estaba presentaba por un escritor, como para darle seriedad e importancia. Y la antología Versos con faldas, en su primera edición, llevaba la siguiente nota, que ahora se suprime: “La selección de los poemas que figuran en la breve historia de una tertulia literaria fundada por mujeres en el año 1951 (Versos con faldas), han sido seleccionados (sic) por los críticos literarios José López Martínez y Florencio Martínez Ruiz”.
            La torpe redacción de ese párrafo caracteriza a la escritura de Adelaida Las Santas –una escritora muy menor– y a buena parte de las antologadas. De las cuarenta y siete autoras seleccionadas –muchas con uno o dos poemas– solo seis o siete presentan algún interés, el resto ni lo tuvieron en su tiempo (muchas no llegaron a publicar libro) ni menos lo tienen tantos años después: no todos los escritores olvidados están injustamente olvidados, aunque sean escritoras.
            ¿Vale la pena citar algunos ejemplos? A Elvira González Sierra la despierta el viento una noche. Ella le pregunta qué quiere y se enfada porque, en lugar de responder, el viento ríe a carcajadas: “Prende en mi pecho la ira, / con debilidad humana. / Salto del lecho y azoto / el cristal de mi ventana. / Lo pisoteo hecho añicos / hasta hiriéndome las plantas / y a la noche de febrero / lo arrojo en lluvia de plata. / Soberbia envuelvo los montes / en gozo de mi mirada. / ¡Llora viento, viento llora… / que ya no está en mi ventana! / ¡Que ya no podrás venir / a desvelarme mi alma / ni a quebrar mis dulces sueños / hasta que amanezca el alba! / La noche no me responde, / ni oye el monte mi bravata / pero en el fondo del valle, / ¡ríe el viento a carcajadas!”
            Parece una parodia escrita por Jorge Llopis, el autor de Las miil peores poesía de la lengua castellana, pero su autora lo escribió en serio y en serio lo reedita Fran Garcerá con ayuda ministerial. No es el único caso de humor involuntario el de esta poeta que rompe el cristal de la ventana para que no la moleste el viento. Otra –Carmen Loyzaga– se tiende en la pradera para que rocíen su cuerpo “con ramas de azahar y yedra” (luego “los hombres embriagados gritarán en la taberna: / ¡tiene luz y tiene fuerza!”).
            María Dolores de Pablos, una de las fundadoras de la tertulia, dedicada luego profesionalmente a la astrología, nos dice de “La amortajadora” que “es… como una ficción llena de pajas”. Quisiera decir lo que quisiera decir, seguramente no quería decir lo que algunos malpensados pensarán. Y no se queda ahí. Otro de sus sonetos comienza así: “Acaban de sacar un esqueleto / con los ojos azules… como estrellas”.
            ¿Valía la pena rescatar un volumen colectivo que ya resultaba obsoleto en 1983? Parece que no, Pero si se hace convendría analizar los textos literariamente y destacar los que presentan algún interés, sobre todo si no lo firman las autoras bien conocidas, como Gloria Fuertes o Ángela Figuera.
              Pero a los editores el valor literario del libro no parece interesarle. En el prólogo, no hay ninguna referencia a los poemas que incluye, solo se deja constancia de cuándo y dónde se celebró cada lectura, de quiénes intervinieron y de si la prensa habló o no de ello. Se añaden algunos datos anecdóticos, sacados de la correspondencia entre Gloria Fuertes y Adelaida Las Santas, y se reproducen las dedicatorias de unas poetas a otros.
            En la edición original no hay ninguna referencia bibliográfica sobre las poetas seleccionadas ni se indica por qué se dejaron fuera a algunas que participaron en la etapa fundacional de la tertulia y a las que Adelaida Las Santas se refiere en Poetas de café (es el caso de Pipa Robles, a la que define como “una poeta extraña, que revelaba un subconsciente atormentado”).
            Fran Garcerá y Marta Porpetta han llevado a cabo una “rigurosa información”, que les permite redactar una nota biobibliográfica sobre cada autora con datos tan significativos como los siguientes:
            “Durante las navidades de 1967 asistió al programa de Televisión Española La casa de los Martínez para recitar junto a su hija el poema ‘La estrella coja’, que daría título a su libro de poesía infantil publicado en 1986” (Gloria Calvo).
            “La poeta pasó la Guerra Civil en Madrid, lo que produjo un fuerte impacto en ella. En 1939, un mes después de la victoria del bando sublevado, Victoriano de Pablos consiguió un puesto de mecanógrafa para su hija en una comisaría, que más tarde se reveló como un centro de tortura y asesinato del que renegó. Posteriormente, trabajó en una heladería y en otros lugares” (María Dolores de Pablo).
            “La escritora se casó en 1956, aunque su matrimonio duró solo cuatro años, y concibió un hijo […] Años después, al no poder vivir sola, su familia la ingresó en una residencia de Medina de Pomar (Burgos), donde falleció el 13 de julio de 2013” (Josefina de Silva).
            ¿Vale la pena seguir citando? Me limitaré a un párrafo del comienzo de la introducción, que ya nos advierte de lo que se avecina: “Respecto a la literatura, específicamente la poesía, algunas de las mujeres que comenzaron su andadura literaria a finales del siglo XIX y principios del XX ya habían alcanzado su consolidación o estaban en vísperas de lograrla en las primeras décadas de este último, como Filomena Dato Muruais, Sofía Casanova, Pilar Contreras de Rodríguez, Blanca de los Ríos, Concha Espina o Carmen de Burgos”. ¿Consolidadas “específicamente en la poesía” Sofía Casanova, Blanca de los Ríos, Concha Espina o Carmen de Burgos? (De la “consolidación” de Pilar Contreras de Rodríguez prefiero no hablar).
            No es un caso único el que representa esta reedición. Abundan los investigadores literarios que carecen de capacidad crítica, que son incapaces de distinguir entre un poema y los desahogos en verso de un aficionado, que no dan la impresión de tener muchas lecturas sobre el período que estudian y presentan ciertas dificultades a la hora de redactar con un mínimo de elegancia y alguna corrección. Tienen a su favor que sus publicaciones no suelen ser leídas por nadie, a menudo ni siquiera quienes por quienes la evalúan para su promoción profesional o la concesión de alguna ayuda.
            La confusión entre lo que merece la pena rescatar para la historia literaria y lo que está muy justamente olvidado porque no tiene ni tuvo nunca ninguna importancia se acentúa cuando el escritor sin talento es una escritora sin talento y vivió en los años de la dictadura, aunque el franquismo se preocupara tanto de reprimir a las mujeres que hacían versos como a las que hacían ganchillo.