viernes, 25 de mayo de 2018

Luis Alberto de Cuenca y su cuaderno de todo.



Bloc de otoño
Luis Alberto de Cuenca
Madrid. Visor, 2018.

Los principios y los finales se parecen. Los aprendices de poetas no escriben libros de poemas, sino poemas, muchos poemas, y por lo general sin título. Cuenta Félix de Azúa que la primera vez que visitó a Aleixandre, siguiendo el ritual de tantos otros poetas jóvenes, le mostró una carpeta con más de trescientos poemas inéditos: “Aleixandre, en lugar de despedirme, que parecía lo sensato, tuvo la paciencia de insinuar que le llevara una selección más rigurosa. Y así, tras una criba trágica, me quedé en veinticuatro poemas que aparecieron tras el pintoresco título de Cepo para nutria”.
            A partir de cierta edad, los poetas tienden a prescindir de cualquier criba, trágica o no, y publican todo lo que escriben sin preocuparse de darles una unidad, más o menos artificiosa, al conjunto. Los títulos de los últimos libros de Luis Alberto de Cuenca, Cuaderno de verano y Bloc de otoño, indican bien este carácter facticio, acumulativo del conjunto.
            ¿Habría ganado Bloc de otoño con una cierta poda? No parece que haya muchas dudas. Pero el autor ha preferido que la hagan los lectores, a los que invita a leer anárquicamente, abriendo por cualquier página, “que es como deben leerse los libros de poesía que se precien de serlo”.
            En Bloc de otoño, que también podría haberse titulado Variaciones y reincidencias, como la poesía completa de Javier Salvago, está todo Luis Alberto de Cuenca, el mejor y el peor, el que fascina a lectores de cualquier edad y condición y el que condesciende en exceso a la facilidad y a la anécdota.
            Todo no, queda fuera el rebuscado culturalismo de los primeros tiempos, el poeta anterior a La caja de plata, que gustaba de cultivar un “trovar clus” solo para iniciados. Ahora se ha pasado al extremo contrario: “Lo mismo que la miel, nada más degustarla / nos endulza la boca, los poemas se escriben / para que, de primeras, se entiendan. Deben ser / claros. Si no lo son, serán como el discurso / que un mudo endilga a un sordo”.
            Habría que recordarle una de las glosas de Eugenio d’Ors, titulada precisamente “Claridad y facilidad”: “No me cansaré de no confundir estas nociones, atribuyendo siempre claridad a lo fácil y oscuridad a lo difícil; cuando lo más frecuente es el caso contrario. Las abstracciones matemáticas son más difíciles que las observaciones biológicas. Y, sin embargo, más claras que ellas”.
            Bloc de otoño se estructura en cinco partes, que parecen tener una unidad (llevan título), pero que solo agrupan los poemas por año de escritura. Aunque entremezcladas, hay varias secciones en el libro. Por un lado, están los poemas cuyo título comienza con “Sueño de…”, que pueden corresponderse o no con un sueño real, y que continúan uno de los tonos más característicos de Luis Alberto de Cuenca. Muchos de ellos podrían formar parte de la mejor antología del relato fantástico.
            Otra abundante sección del libro está formada por las variaciones de otros poetas, casi todos clásicos griegos y latinos. De uno de los más conocidos poemas de Catulo (“Me preguntas, Lesbia, cuántos besos tuyos / bastarían a saciarme”) nos ofrece una versión que cambia el nombre de la amada por el de Carmilla, el famoso personaje de Sheridan Le Fanu: “Me preguntas, Carmilla, cuántos besos / tuyo me saciarían esta noche / de la razón en que las criaturas / lovecrafianas han tomado el mando / y no se mueve nadie sin permiso. / Y te respondo que con uno solo / con dientes (no con lengua) que horadase / mi yugular tendría suficiente. / No quiero seguir vivo en este mundo / donde no hay más que idiotas y tarados / que han prohibido los mitos y los héroes”.
            Junto a las glosas clásicas, hay también alguna variación de poemas chinos (“Los veteranos del emperador”, de Li Bai), en ocasiones sin indicarlo, como en el caso de “Tristeza verdadera”, que recrea un poema de Sin K’i-Tsi: “De joven no conocía el gusto / de la melancolía”.
            Otro poema, “La visita de Bárbola”, recrea una de los más conocidos romancillos de Góngora (“Hermana Marica, / mañana que es fiesta, / no irás tú a la miga / ni iré yo a la escuela”), convirtiéndolo en una de sus habituales estampas oníricas: “Perdona, Dios mío, / las bellaquerías / que hicimos yo y ella / cuando estaba viva. / Sé bueno, Señor, / borra de mi vista / la espantosa imagen / que se me echa encima. / Haz que me despierte / de esta pesadilla”.
            Todo Luis Alberto de Cuenca, como ya dije, y totum revolutum, está en este libro. Hay bien humorados poemas a los hijos y otros en los que no le importa incurrir en el sentimentalismo (“Palabras para Inés y Álvaro”). Abundan las ensoñaciones eróticas, el recrearse en la belleza que perdimos un instante y que vuelve una y otra vez a nuestros sueños y a nuestras pesadillas, y no faltan las gotas de misoginia: odio et amo.
            Recuerdos de infancia (“Deseo de ser detective”), homenajes a escritores (“Elogio de Michel Houellebecq”), junto a prosaísmos varios, casi de banal columna periodística: “Escribí alguna vez que la Kammermusik / de Brahms era uno de esos pináculos de arte / que no deben faltar en las más exclusivas / colecciones de música de siempre” (claro que peor es cuando se siente “rodeado / de corrección política y de buenismo estúpido / y de redes sociales que hacen de este planeta / un lugar invivible”). Esta disonante variedad resulta deliberada: “Ha llegado el momento de hacer versos / con todo y sobre todo”, escribe al comienzo de uno de sus poemas.
            Al final, no importa que en Bloc de otoño sobren algunas páginas. Quizá sea mejor así: es un placer añadido que se nos permita rebuscar entre los revueltos papeles del poeta hasta dar con unos versos que nos hacen sonreír, emocionarnos, asombrarnos, que se nos quedan en la memoria para siempre.
           

miércoles, 16 de mayo de 2018

Manuel Neila, ética y estética


J

El juego del hombre
Manuel Neila
Renacimiento. Sevilla, 2018.

El auge actual del aforismo entre los escritores españoles debe mucho a la figura de Manuel Neila. Poeta, traductor, ensayista, le ha dedicado al género importantes estudios, recogidos en el volumen La levedad y la gracia, y diversas antologías; además ha editado o reeditado a los principales aforistas en la colección “A la mínima”, que se publica bajo su dirección.
            Es también Manuel Neila un destacado cultivador del género. A sus Pensamientos de intemperie (1912) y a sus Pensamientos desmandados (1915), añade ahora una nueva serie, Pensamientos del malestar, y con ella completa la trilogía que ha titulado El juego del hombre y subtitulado “Discordancias”.
            Manuel Neila, como aforista, descree del ingenio y desdeña la ocurrencia fácil (“No hay tonto más molesto que el ingenioso”, afirma citando a La Rouchefoucauld), aunque a veces –algo que parece inevitable después de Gómez de la Serna– incurre en la greguería: “Hay erratas y erratas. Las últimas deberían escribirse con hache”.
            Conoce bien, y alude a ellos con frecuencia, a los maestros del género, especialmente a los moralistas franceses y a autores como Lichtenberg o Nietzsche, de quien procede el título, “El caminante y su sombra”, de la serie dialogada dispersa por los diversos capítulos de El juego del hombre.
            Aunque a menudo toca temas filosóficos, su especialidad es la crítica de la sociedad contemporánea. La sociedad de masas, la sociedad del capitalismo avanzado encuentra en él uno de sus más radicales detractores. A veces esa crítica se concreta en  el mundo literario, en el que, como él mismo diría, no deja títere con cabeza, aunque sin citar nombres. Los que podríamos llamar metaaforismos, o aforismos sobre el propio aforismo, son también abundantes.
            Llama la atención, en un estilo un tanto arcaizante, el abundante uso de las interjecciones, que lleva a un cierto amaneramiento. Cito algunos ejemplos: “Los mediocres de la clase media atribuyen sus errores a la debilidad de la condición humana… Y ¡hala!, a seguir errando”, “A los cuarenta años, la vida nos parece una tragedia de Esquilo. A los sesenta, una tragedia de Sófocles. Y a los ochenta… A los ochenta, ¡ay!, posiblemente nos parezca una comedia bufa de autor desconocido”, “(Más éiica y menos cosmética). Lo contrario, ¡helas!, es el camino hacia la servidumbre voluntaria. Y, ¡hace!, todos contentos”. Como “jacarandosos” califica a los artistas de la sociedad “lúdico-masiva”.
            Los moralistas franceses, en contra de lo que parece indicar la expresión con la que se los conoce, no se dedicaban a moralizar, sino a reflexionar sobre las costumbres de la sociedad de su tiempo. Como ha escrito Carlos Pujol, “es dudoso que sean edificantes, más bien tienden a cierto cinismo desengañado y de buen tono”. Manuel Neila, por el contrario, adopta con frecuencia un aire de predicador. La literatura contemporánea, repite a menudo con distintas palabras, ha renunciado a ser arte para convertirse en entretenimiento. ¿Pero es ese es rasgo de la literatura contemporánea o de la literatura de cualquier tiempo? En los años veinte no solo publicaban novelas Gabriel Miró o Benjamín Jarnés; los más vendidos eran Pedro Mata o El Caballero Audaz.
            Al criticar al mundo actual, incurre Manuel Neila en la falacia, bastante común, de compararlo con un imaginario pasado que no ha existido nunca. Un ejemplo: “A decir verdad, el vicio más extendido durante los últimos años, y del que menos se habla, es el vicio supremo de la vulgaridad”. Una frase cierta, pero que ya era cierta en tiempos de los romanos (releamos a Juvenal o a Horacio) y me imagino que también en el antiguo Egipto.
            Aunque resulte difícil definir el género, parece claro que no todos los textos que Manuel Neila incluye en El juego del hombre –título un tanto “vintage”: hoy tendemos a no utilizar “hombre” para referirnos al hombre y a la mujer– pueden considerarse tales. Es el caso de las notas dedicadas a Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado o Gabriel Insausti, que más bien parecen borradores para la solapa de alguno de sus libros. Y aunque en el “Glosario del descreído” que figura como apéndice, los términos se definen como en un diccionario (“Azar: Una de las pocas eventualidades que podemos dar por seguras”), resulta dudoso que se pueda considerar como aforismo personal una definición que parece tomada de la Wikipedia: “El término ‘empatía” (del griego ‘empathés”, ‘emocionado’) es la capacidad cognitiva de percibir lo que otro individuo puede sentir. También es un sentimiento de participación afectiva de una persona en la realidad que afecta a otra”.
            Solemnizar lo obvio es uno de los riesgos que acechan al Manuel Neila aforista; otro, un cierto tono moralista. Acierta cuando abandona la crítica de brocha gorda –sus discordancias son a veces muy concordantes con las de ciertos telepredicadores– y se deja llevar por el humor (“Cualquier político sabe que a la masa hay que agitarla antes de usarla”) y la poesía, las dos armas favoritas de la inteligencia: “Relámpago verbal, el aforismo vuelve visible la noche y audible el silencio”.

sábado, 12 de mayo de 2018

Noche y niebla



La extraña retaguardia
Fernando Castillo
Fórcola. Madrid, 2018.

¿Queda algo por decir del Madrid de la guerra? Docenas y docenas de libros se han dedicado a glosar el heroísmo y la barbarie de aquellos años. Primero fueron las memorias, más o menos noveladas, de los escritores del bando nacional que buscaron refugio en las embajadas (Una isla en el mar rojo, de Fernández Flórez, puede servir de ejemplo); luego llegarían los testimonios del otro lado y los estudios, no siempre más imparciales, de los historiadores.
            Creemos saberlo todo sobre ese Madrid, pero las más de quinientas páginas que Fernando Castillo le dedica (con alguna incursión a Valencia y Barcelona) en La extraña retaguardia  nos demuestran lo equivocado que estábamos. El subtítulo explicita su punto de vista, “Personajes de una ciudad oscura”, y también que el período abarcado llega más allá de los años de la guerra civil hasta incluir el tiempo no menos sombrío en que transcurre La colmena: “Madrid 1936-1943”.
            Fernando Castillo, que no es historiador de profesión, ha sentido desde siempre una especial fascinación hacia el París ocupado por los alemanes, al que ha dedicado dos libros ejemplares: Noche y niebla en el París ocupado. Traficantes, espías y mercado negro (2012) y París-Modiano (2015), que se refiere también de los años posteriores, como indica el subtítulo: “De la Ocupación a Mayo del 68”.
            El modelo de esos libros es el que quiere aplicar a Madrid en este nuevo volumen. No le interesan los grandes personajes históricos, bien conocidos, sino las figuras menores y las zonas de sombra, los agentes provocadores que se mueven entre un bando y otro, entre el hampa y la legalidad.
            La extraña retaguardia se lee como una novela de novelas, esbozadas unas, más desarrolladas otras, como una novela plural y de no ficción donde casi nada es lo que parece.  El comienzo ya nos indica el tono literario que se quiere dar al conjunto: “Amanecía el viernes 17 de julio, espléndido y luminoso, con el fresco olor de la pinada de la Sierra antes de que lo agostase el calor. Desde el Guadarrama, en el Alto del León, Castilla, como salida de un óleo de Darío de Regoyos o de Díaz Caneja, parecía una alfombra amarilla con algunos manchones marrones y verdes, bajo un cielo azul límpido”. Antonio de Goicochea, dirigente del partido monárquico Acción Nacional, avisado de lo que se avecinaba, sale de Madrid en un coche que conduce su chófer y guardaespaldas, Alfonso López de Letona, que será uno de los protagonistas del libro. En el índice de personajes que se incluye al final se sintetiza su trayectoria: señorito de buena familia, delincuente de tres al cuarto que acabó en la Legión, militante monárquico durante la República, agente de los Servicios Especiales y delator en el Madrid de la guerra civil. Un personaje de novela de Patrick Modiano, tan admirado por Fernando Castillo, como tantos otros que se entrecruzan en las páginas del libro: Cándida del Castillo, madre del novelista francés Michel del Castillo: David Vázquez Baldominos, responsable del contraespionaje y de las relaciones y de las relaciones con los agentes soviéticos de Alexander Orlov, que participó en todas las actividades de la guerra sucia contra anarquistas y trotskistas; Francisco Cachero, falso cónsul de Finlandia, que se enriqueció ofreciendo refugio en pisos que solo aparentemente estaban bajo la protección diplomática; Alberto Castillo Olavarría, “equívoco y ubícuo”...
            Fernando Castillo nos lleva al cambiante Madrid de aquellos años –nada tiene que ver la euforia y el terror revolucionarios de los primeros meses con el sacrificado heroísmo de después ni con la traición final–, apoyándose tanto en la documentación histórica como en la literatura, si menos fiel en los hechos notariales más útil para revivir ambientes y recrear la vida cotidiana de entonces.
            Pero no es un historiador profesional, y eso se hace notar en algún punto. Su tratamiento de las matanzas de Paracuellos resulta algo simplificador. Mucho se han discutido esos hechos, que siguen llenos de puntos oscuros, pero para él todo está claro, meridianamente claro: el principal culpable es Segundo Serrano Poncela, a sus 24 años recién nombrado Director General de Seguridad cuando comenzaron los traslados que acabaron en masacre, y luego convertido en uno de los más destacados narradores y ensayistas literarios del exilio republicano. Incluso nos lo llega a presentar presenciando algunos de los desmanes de la policía republicana como un malvado de película: “Imaginamos a Serrano Poncela durante el asalto, tenso, con sus rasgos afilados y la expresión sombría por la preocupación, un aspecto que acentuaban la cazadora de cuero negro, el pelo oscuro, su delgadez y unas cejas negras y pobladas. Un aire que recuerda al del actor rumano Béla Lugosi”.
            Pero esto es literatura, solo literatura. Los hechos: el 6 de noviembre, cuando parece que los sublevados están a punto de ocupar la capital, el gobierno de la República abandona Madrid con destino a Valencia, dejando la ciudad a cargo de una Junta de Defensa encabezada por el general Miaja. De la Consejería de Orden Público se ocupa un jovencísimo Santiago Carrillo, quien nombra a Serrano Poncela director de Seguridad, encargado de las prisiones. Los miles de prisioneros que llenan las cárceles, a pocos pasos de donde se combate, pueden ser liberados en cualquier momento y engrosar las filas de los rebeldes; se decide su traslado a un lugar más seguro. Muchos de esos traslados, en lugar de acabar en Chinchilla o en Alcalá de Henares, acabaron en un descampado y en una ejecución masiva. Varias de las autorizaciones para salir de la cárcel llevan la firma de Serrano Poncela. ¿Organizó él esas masacres? A nadie, salvo a Fernando Castillo, se le ha ocurrido afirmar algo semejante. ¿Estaba al tanto del destino final de aquellos presos? Probablemente, al principio no, pero acabaría enterándose, como su jefe directo, Santiago Carrillo. ¿Pudieron hacer algo para impedirlo? Serrano Poncela, que pronto dimitió o fue cesado y que no tardaría en distanciarse de los comunistas, seguro que no, a pesar de que Fernando Castillo le convierte en el malo de la película; Santiago Carrillo, muy probablemente sí. Lo que parece claro es que ninguno de ellos –sobre los que recayó la más complicada tarea en el peor momento– estuvo en el diseño de esa siniestra operación (muy en la lógica soviética: Alexander Orlov, que luego se pasó a Occidente, tendría bastante que decir).
            No disminuyen estas discrepancias –inevitables cuando se trata de la guerra civil– el interés de La extraña retaguardia, otra vuelta de tuerca sobre un tiempo sombrío que parece tardar más que ningún otro en convertirse definitivamente en historia, en dejar de gravitar sobre el presente.



viernes, 4 de mayo de 2018

Raíces y alas



Aforismos e ideas líricas
Juan Ramón Jiménez
Edición de José Luis Morante
La Isla de Siltolá. Sevilla, 2018.

“Es muy frecuente –casi la regla– que el poeta eche a perder su obra al corregirla”, escribió Antonio Machado en el prólogo a sus Páginas escogidas. En contra de lo que suele pensarse, Juan Ramón Jiménez no fue una excepción a esa regla, especialmente en sus últimos años.
            Llegó incluso a tomar la decisión de publicar todos sus versos como si fueran prosa (Antonio Sánchez Romeralo, en el volumen Leyenda, llevó a cabo ese disparate), argumentando que el poema se dirige a los oídos, no a los ojos, y que por eso resultaba artificiosa la disposición gráfica habitual. Ignoraba –como los malos recitadores– la importancia de la pausa versal para la música del texto, para que el verso sea verso. Afortunadamente, los editores modernos no tuvieron en cuenta esa última decisión del autor.
            La obra en prosa de Juan Ramón Jiménez es tan variada y extensa como su obra en verso, pero menos conocida –salvo el caso de Platero y yo– porque aunque la publicó abundantemente en revistas y diarios, apenas la reunió en volumen. Al título que le hizo popular, Platero y yo,solo se le añaden las caricaturas líricas de Españoles de tres mundos.
            Mucha de la obra en prosa de Juan Ramón Jiménez está formada por aforismos, un género que comenzó a cultivar muy joven y al que siguió fiel durante toda su vida. ¿Cuántos llegó a escribir? Alguna vez se refirió a veinte mil; uno de sus editores, Juan Varo Zafra, habla de doce mil; los que se conocen, y no parece que queden muchos por descubrir, no pasan de cinco mil. No todos tienen la misma calidad, los hay que no pasan de notas inanes, apuntes circunstanciales, simples desahogos.
            Se impone por eso, tras la reconstrucción que Antonio Sánchez Romeralo hizo de Ideología, el volumen en que Juan Ramón Jiménez pensaba reunir sus aforismos, publicar una selección que separe el grano de la paja, lo que interesa solo a los estudiosos de lo que sigue siendo válido para cualquier lector.
            Contamos ya con dos excelentes antologías: Aforismos, preparada por Andrés Trapiello, y Río arriba, a cargo de Juan Varo Zafra. Ambos deciden no tener en cuenta las divisiones y subdivisiones que, siguiendo las indicaciones del poeta, aparecen en Ideología. Andrés Trapiello tiene la honestidad de confesar en su prólogo la razón: “Pese a la utilidad del trabajo de Sánchez Romeralo y su esfuerzo por respetar el propósito del poeta, no siempre he comprendido la babélica arquitectura filológica o crítica en que están compartimentados”.
            José Luis Morante tampoco la ha comprendido, pero no se atreve a prescindir de ella y el resultado es un volumen, Aforismos e ideas líricas, no precisamente ejemplar: el editor emborrona y añade confusión.
            Excelente poeta, infatigable estudioso y divulgador de la poesía actual, José Luis Morante no parece especialista en la obra de Juan Ramón Jiménez. Solo así se explica su indicación de que “en vida” escribió únicamente tres libros en prosa: Platero y yo, Españoles de tres mundos y Espacio. ¿Quiere eso decir que sus otros libros en prosa los escribió después de muerto? Y Espacio no es un libro en prosa, sino un largo poema, que primero se publicó en verso (revista Poesía española, 28, abril de 1954, pp. 1-11) y que luego el poeta decidió poner en prosa, pero que naturalmente siempre incluyó entre su poesía –vease la Tercera antología poética–, no entre su prosa.
            El lenguaje rebuscado de la “Nota a la edición” parece reflejo de la confusión conceptual del editor: “Juan Ramón Jiménez, en sus aforismos publicados e inéditos, empleó asertos concretos que daban autonomía y singularidad a cada escrito, aunque esta norma no se cumple siempre y hay aforismos que no llevan título”. En román paladino: unos aforismos llevan título y otros no.
            Lo incompleto del índice se justifica de esta manera: “Recordando que ‘Arte es quitar lo que sobra’ en el índice de este libro solo figuran los seis libros integrados y la relación paginada de los apartados seleccionados”.
            José Luis Morante no ha leído bien el prólogo de la edición que toma como referencia. Cada uno de los libros que componen Ideología consta de dos partes: una con lo publicado por el poeta y otra con el material inédito, y cada una de esas partes a su vez se subdivide en diversas secciones. Morante las señala en el índice en el primer caso, pero no cuando se trata del material inédito.
            No hay así manera de que el lector se aclare del galimatías que constituye su edición, en la que se entremezclan diversas numeraciones que no sabemos muy bien a qué corresponden. Contribuye al caos el que se emplee el mismo tipo y tamaño de letra para indicar los títulos de los diferentes “libros”, de las diversas secciones, de las subsecciones e incluso de los aforismos.
            No se aclara el lector y no se aclara tampoco el editor. Por eso señala en el índice “Muy lento” como título de la parte quinta del libro tercero, pero es solo un aforismo de la parte anterior que lleva el número 5 (la sección 5 se titula “El color del mundo” y de ella no se selecciona ningún texto).
            A cualquiera que haya hojeado este volumen, le parece una burla lo que indica la “Nota a la edición”: “Se han suprimido los números cardinales que a mi entender fragmentaban el diálogo lector. Creo que el conjunto aforístico es un todo unitario ya que participa de un trasvase incesante de asuntos y vivencias”.
            Pero esos números cardinales, escritos en caracteres diminutos en el margen izquierdo de la página, no son del autor de los aforismos, sino del editor, Sánchez Romeralo: no hace falta justificar que no se empleen.
            Y si el conjunto aforístico “es un todo unitario”, ¿a qué ese llenar de números que no se sabe muy bien a qué vienen cada página? Abrimos una al azar, la 80, y nos encontramos con los siguientes cifras separando los textos (y en este orden): 15, 4, 5, 8, 16, 4.
            El índice –que debe ser como el mapa que guía al lector– no nos aclara nada: esos aforismos –de ahí el caos de la numeración– forman parte de diversas secciones o subsecciones que no figuran en él.
            En resumen: el estudioso de la obra juanramoniana, que vaya a la edición de Sánchez Romeralo; el curioso lector, el interesado en los aforismos, que busque Río arriba o la antología preparada por Andrés Trapiello, a la espera de una edición revisada, muy cuidadosamente revisada, de Aforismos e ideas líricas. Editar es ciencia y arte, requiere ideas claras, gusto e inteligencia. Raíces y alas.