viernes, 29 de enero de 2021

Erudición y reivindicación

 

Grecorromanas
Lírica superviviente de la Antigüedad clásica
Edición de Aurora Luque
Editorial Planeta. Barcelona, 2020.
 

Erudición y reivindicación hay en Grecorromanas, el volumen que Aurora Luque ha dedicado a rescatar a las poetas de la antigüedad clásica. También poesía, pero entremezclada con fragmentos de mero interés documental y editada como apéndice a la prosa.

            Editar poesía es un arte que muchos de los estudiosos de la poesía no dominan. Hay que cuidar los márgenes de la página, los espacios en blanco, reducir las anotaciones al mínimo imprescindible. Y saber distinguir lo que sigue siendo poesía, aunque se haya escrito hace mil años, de lo que solo conserva un interés filológico. Aurora Luque –excelente traductora y lectora de poesía, una de las poetas que mejor ha incorporado a su obra la tradición clásica, revitalizándola-- sin duda no ignora cómo debe editarse la poesía, pero en este volumen parece haberlo olvidado.

            En el prólogo, nos indica que este libro “es el fruto ya maduro” de una investigación que inició con su memoria de licenciatura, “Poesía compuesta por mujeres en la Antigua Grecia. Épocas clásica y helenística”, que fue defendida en 1987. Lo que el volumen tiene de memoria de licenciatura ampliada, o de tesis doctoral, interesará sin duda a los estudiantes de filología clásica, pero aburre soberanamente a los lectores de poesía y no les permitirá disfrutar de las maravillas que encierra.

            Aurora Luque nos da noticia, todo lo minuciosa que permiten los documentos conservados, a menudo escasos, de cuantas mujeres sabemos o intuimos que escribieron poesía durante los once siglos que van desde el VII hasta el IV de la era cristiana. No son muchas, unas cuarenta. Pero todavía son menos las que tienen interés para la historia literaria: no llegan a media docena.

            La primera es Safo, admirada desde la antigüedad y que no ha perdido nada de su frescura ni de su brillo. Cuenta con abundantes ediciones independientes, alguna de ellas debida a la propia Aurora Luque, por lo que no ofrece demasiadas sorpresas en esta edición. Sí serán una sorpresa para muchos lectores los epigramas de Érina conservados en la Antología Palatina. Sus epitafios a un saltamontes, a una cigarra, a un gallo o a un caballo, los versos que dedica a unos niños que juegan con un carnero, le dan un tono nuevo al ya entonces acartonado género epigramático, la acercan a la sensibilidad de nuestro tiempo. Añade, sin embargo confusión al volumen que en el índice de poetas y poemas --“índice jerárquico” se le llama-- sus textos se atribuyen a otra poeta, Hédile.

            Admirable también resulta Nosis, que sigue a Safo –como tantas de estas poetas-- y desafía a Píndaro: “Nada es más dulce que el amor; las demás alegrías / son secundarias: hasta la miel rechazo de mi boca”.

            Pero la gran sorpresa para muchos lectores será la poeta latina Sulpicia, llamada la elegíaca para distinguirla de otra Sulpicia de la que se conservan algunos versos satíricos. Leídos en la traducción de Aurora Luque los pocos poemas que de ella conservamos no han perdido nada de su pasión ni de su desenfado: “Si he cometido faltas de jovencita lerda, / una de la que yo –confieso--  me arrepiento de veras / fue la de abandonarte, solo, esta noche pasada, / disimular queriendo el ardor de mi fiebre”.

Destaca también su epitafio a Pétale, esclava y lectora: “Contempló las bondades / de la naturaleza, fue capaz en su arte, / resplandeció en belleza, / maduró en su intelecto. / La Fortuna envidiosa no quiso que gastara / mucho tiempo en vivir. / No le ayudó la rueca de los Hados”.

            Pero el epitafio más hermoso de todos es el que cierra el libro. Habla en el Fabia Aconia Paulina, “la última pagana” la denomina Aurora Luque. Se lo dedica a su esposo, Vetio Agorio Pretextato y se conserva grabado en el pedestal de una estatua a este prócer de finales del imperio. Es ella quien habla, aunque no es seguro que lo escribiera ella, quizá fue encargado a un poeta profesional, como era habitual con las inscripciones y los discursos. El poema es una elegía al marido que la acompañó durante cuarenta años, pero hoy lo leemos sobre todo como una despedida de un mundo que pronto sería borrado del todo por el cristianismo.

            De vez en cuando, dado el carácter reivindicativo del volumen, señala Aurora Luque la desatención que se ha tenido hacia las mujeres escritoras. Ánite, por ejemplo, es confundida con un hombre cuando se la menciona en la traducción española del libro de Gilbert Highet La tradición clásica. Pero esa desatención no debe hacernos olvidar que las poetas, de cierta presencia entre los griegos, fueron sorprendentemente escasas en el mundo romano, a pesar de la mayor libertad de la  mujer. Y que la mejor manera de reivindicarlas no es amontonar noticias e hipótesis sobre autoras de las que solo se conserva el nombre o editar insignificantes frases junto a verdaderos poemas o fragmentos, ocurre con bastantes de Safo, que valen por un poema completo.

            Grecorromanas necesita una nueva edición en la que abandone lo que tiene de “memoria de licenciatura”, o de Trabajo Fin de Máster, que diríamos hoy, y sea solo la edición de unas pocas espléndidas poetas, casi enteramente desconocidas (salvo Safo), por el lector de poesía. Una breve introducción general y unas líneas sobre cada una de ellas subrayando lo que las liga a su tiempo y lo que las mantiene vivas en el nuestro, bastaría. El modelo, puede ser La Couronne et la Lyre, de Marguerite Yourcenar, que rescató la poesía griega del cautiverio de los especialistas, y que Aurora Luque conoce bien y cita más de una vez.

                         

 

jueves, 21 de enero de 2021

Los nuevos poetas

 

Los últimos del XX. Antología de poesía (1980-1997)
Edición de Miguel Munárriz
Luna de Abajo. Oviedo, 2020.
 

Dos errores y un acierto presenta, ya en la portada, la antología de la joven poesía a cargo de Miguel Munárriz. El título y las fechas que lo acompañan constituyen los errores; el que el subtítulo sea “Antología de poesía” y no “de poesía asturiana”, a pesar de que todos los seleccionados sean asturianos, el acierto.

            Miguel Munárriz, destacado gestor cultural, parece ignorar que, en la historia de la literatura, los escritores no pertenecen al siglo en que nacen, sino a aquel en que publican lo principal de su obra. Los poetas que Munárriz reúne nacieron entre 1980 y 1997. Cien años antes, en ese mismo intervalo de fechas, nacieron Manuel Azaña, Ramón Pérez de Ayala, Juan Ramón Jiménez, Ramón Gómez de la Serna, Pedro Salinas, Jorge Guillén, Gerardo Diego, escritores a los que nadie se atrevería a denominar como “los últimos del XIX”. Esos nombres representan a las dos primeras generaciones del veinte: la novecentista –que toma su nombre del siglo-- y la de las vanguardias o del 27.

            Y si seguimos con los paralelismos, podemos comprobar que, a la altura de 1920 o 1921, ya estaba formado el canon novecentista –citemos también a Ortega y a Gabriel Miró--, pero todavía no el de la generación siguiente.

            Algo similar ocurre en la antología de Miguel Munárriz. Entre los poetas nacidos en los ochenta, ya hay algunos de los nombres que no podrán faltar en ninguna selección rigurosa de la poesía española de su generación. Me limitaré a citar a tres: Sergio C. Fanjul, Pablo Núñez y Rodrigo Olay. El primero quiere ser deliberadamente moderno, como los ultraístas de hace un siglo, y juega a ser el costumbrista de la modernidad, una mezcla de Francisco Umbral y Juan Cueto, y lo hace, si no siempre con rigor, con ingenio y un desopilante desparpajo. Rodrigo Olay, por el contrario, se apega a la tradición. Más que poeta-profesor es poeta-investigador literario. Corría el riesgo de convertirse en un virtuoso de la métrica, a medio camino entre García Nieto y Carvajal, pero sus poemas son cada vez menos acartonados y más llenos de emoción vivida: “técnica y llanto”, según el título de Carlos Edmundo de Ory que cita en su algo pedantesca poética. Pablo Núñez es menos brillante, lo suyo es hablar en voz baja, pero poco a poco ha ido consiguiendo un tono propio sin renunciar a la herencia de evidentes maestros. Fruela Fernández destaca en la traducción y el ensayismo, pero como poeta, tras el silencio que siguió a su prometedor primer libro, Círculos, parece haber entrado en una vía muerta. Lo que dice de sus versos resulta, al menos para mí, bastante más interesante que sus versos.

            Su caso ofrece semejanza con el de Xaime Martínez en la generación siguiente: tras Fuego cruzado, de 2014, se ha dispersado en nuevos caminos sin asentar el pie en ninguno de ellos, aunque su libro Cuerpos perdidos en las morgues, un ambicioso disparate, fue Premio Nacional de Poesía Joven, lo que no sé yo si es una recomendación o todo lo contrario (ese galardón no destaca por sus aciertos). Y sin embargo, Xaime Martinez, también músico y estudioso de ciencia ficción y de Feijoo, es, como Fruela Fernández, uno de los nombres más valioso del volumen.

            A medio hacer, como no podía ser de otra manera, los poetas que todavía no han cumplido treinta año. Ya se perfilan, sin embargo, algunos nombres: Mario Vega, que va dejando atrás excesivos mimetismos y que aspira a convertirse –ambición le sobra-- en uno de los aglutinadores de la nueva poesía; Miguel Floriano, entre hímnico y reflexivo, que sorprende con los poemas inéditos, especialmente con “His last bow”, y Lorenzo Roal, que ha ido incorporando a sus versos, de personalísima manera, la lección de Emily Dickinson.

            Sorprende que Miguel Munárriz haya dejado fuera de su selección a tres de las poetas asturianas más destacadas de las últimas décadas: Sofía Castañón, Laura Casielles y Alba González Sanz, pero las poetas están bien representadas con nombres como Sara A. Palicio, Candela de las Heras, Dalia Alonso o Rocío Acebal, la más promocionada de todas, que aúna reivindicación, autobiografía generacional y sátira del mundillo literario.

            Las llamadas “poéticas”, las divagaciones sobre su concepción de la poesía que suelen colocar los antologados al comienzo de los versos, carecen por lo general de interés. No es este el caso. En Los últimos del XIX –“los primeros del XXI” en realidad, como ya dije y se titula el prólogo--, los poetas se han esforzado por responder al cuestionario del antólogo y nos ofrecen información de gran interés sobre su iniciación literaria y sus lecturas. Son autores en su mayoría muy atenidos a la tradición, con maestros a veces sorprendentemente cercanos (Carlos Iglesias, otro poeta notable, quizá en exceso emotivo, cita a Fernando Beltrán como su mayor admiración), pero que no dejan de sentir el aire de su tiempo. Lorenzo Roal anota que, “como miembro de la comunidad LGBT, me interesa traer a la tradición poética heredada de la poesía de la experiencia la perspectiva queer”. Candela de las Heras, por su parte, se siente “más cercana a las poéticas de sus compañeras que de sus compañeros” y considera que se debe reflexionar “acerca de la relación entre género y obra”. Ruth Llana disuena del conjunto: entre sus referencias cita a directores de cine, artistas visuales, pensadores, pero a ningún poeta. La bulimia lectora de Óscar Díaz –que parece querer citar a toda la historia de la literatura universal, comenzando por el Poema de Gilgamesh—aún no parece que haya comenzado a dar sus frutos, aunque, poeta precoz (nació en 1997), haya publicado ya varios libros.

            No es esta –como ya apuntaba al comienzo-- una antología de poesía local o regional, a pesar de que todos los autores hayan nacido en Asturias, sino una antología –parcial por el ámbito de la selección-- de la nueva poesía española, de interés para todos los lectores, aunque haya en ella nombres todavía incipientes, como no podía ser de otra manera.



viernes, 15 de enero de 2021

Instantes de una vida

 

Diarios (1931-1940)
Stefan Zweig
Edición de Jesús Blázquez
Ediciones 98. Madrid, 2021

No todos los diaristas son del mismo tipo. Unos lo escriben a lo largo de su vida, o de la mayor parte de su vida, como Amiel, Gide o los hermanos Goncourt; otros, solo en determinadas etapas, como Azaña, Pla o González-Ruano. Stefan Zweig pertenece al segundo grupo. Dejó constancia de sus impresiones de juventud y durante la Gran Guerra, y luego, en diversos momentos a partir de 1931, cuando cumple cincuenta años y es una de los escritores de mayor proyección mundial, pero comienza a entrever el trágico destino de Europa y de su propia obra.

            Podríamos hacer también otra clasificación: cuando el diario forma parte de la obra mayor del escritor o incluso es casi su única obra memorable (el caso de Amiel) y cuando constituye un complemento. Estos Diarios (1931-1940) son, ciertamente, textos menores, dirigidos a quienes ya conocen y admiran la obra de Zweig: sus biografías mayores, sus momentos estelares de la historia de la humanidad, las prodigiosas novelas cortas y, quizá en primer lugar, esa pieza maestra de la literatura autobiográfica que es El mundo de ayer.

            Ese “mundo de ayer”, el que se derrumbó con la primera guerra mundial y desapareció para siempre con la segunda, pareció al principio llevarse consigo la figura de Stefan Zweig, un escritor al que durante años solo se le podía encontrar en las librerías de viejo. Ha vuelto con fuerza, convertido en uno de los grandes clásicos de la literatura europea, y añadida a su obra una obra más: su propia peripecia biográfica que ha acabado fascinándonos tanto como la más fascinante de sus narraciones.

            En 1931, la vida del escritor todavía transcurre entre Salzburgo y Viena, pero intuye que los buenos días están a punto de terminar: “Súbitamente, he decidido volver a escribir un diario tras haberlo interrumpido hace años. La razón para hacerlo es la premonición de que nos encaminamos hacia unos tiempos críticos, de cariz bélico, que convienen registrarse al igual que hice, en su momento, con respecto a mis grandes viajes y la época de la Gran Guerra”. La música resulta protagonista en esta primera etapa del diario, escrita a veces a manera de sumaria agenda, y en la que destaca un espléndido retrato de Richard Strauss.

            La segunda parte nos lleva al Nueva York de 1935, cuando es la capital del mundo, la ciudad del futuro, y Stefan Zweig quiere dejar constancia de su deslumbramiento. Ya el avance del nazismo le ha hecho abandonar su casa en Salzburgo, pero todavía es un escritor cosmopolita y no es del todo consciente de que su mundo esté llamado a desaparecer.

            A los días de enero pasados en Nueva York, le añade en el mismo 1935 otra entrada más, fechada el 27 de septiembre, que nos cuenta un viaje de París a Londres. Se inicia con una reflexión sobre la errabundia que ha acabado por caracterizar su vida: “¿Nos hemos acostumbrado a ir y venir sin pausa porque tiemblan los cimientos del mundo? ¿Deseamos respirar a bocanadas el aire del mundo atisbando que podrían reproducirse los bloqueos entre países? Sea como fuere, en mi caso viajar ya no resulta algo ajeno, sino un estado casi natural. Uno se ha desvinculado cada vez más de ataduras y hábitos; la casa y las propiedades se han tornado cuestionables y apenas las extraño”.

            Ese estado de ánimo continúa en 1936, cuando viaja a Brasil y Argentina disfrutando de una popularidad que alcanza a todas las clases sociales, desde el presidente de la República hasta el dependiente de cualquier tienda. No parece lamentar demasiado haber tenido que abandonar su casa en Austria: “Dos maletas: en una el guardarropa, la necesidad terrenal; en la otra los manuscritos, la disposición intelectual. De esta manera tiene uno su hogar en cualquier sitio. El sentido de una vida radica en descubrir, una y otra vez, la propia libertad temporal e intelectual. Quizá lo mejor sería vivir con la menor carga posible: el arte de dejar atrás el pasado sin sentimentalismo”.

            De ese viaje de 1936, lo más destacado quizá, o al menos lo que más curiosidad despierta en el lector español, es la breve estancia en Vigo, a menos de un mes de comenzada la guerra civil. Su mirada es la del turista que, a pesar de las circunstancias, todavía tiene tiempo de admirarse de “un pueblo encantadoramente bello y al mismo tiempo pintoresco”.

            Los negros nubarrones que se cernían sobre Europa desde comienzos de los años treinta, estallan en 1939. El primero de septiembre, tras la invasión de Polonia, comienza de nuevo Zweig a redactar su diario. Al comienzo, como todos, cree en la posibilidad de un arreglo. Nunca se imaginó, nadie se lo imaginaba entonces, que el conflicto pudiera alcanzar las dimensiones que alcanzó y durar cinco años. De pronto, el feliz apátrida, que tiene por hogar el ancho mundo, se ha convertido en un enemigo, en un alemán, aunque sea austriaco. Las crecientes limitaciones de movimiento, la opresora burocracia del tiempo de guerra, le dan un aire kafkiano a estas páginas.

            En mayo de 1940, vuelve al diario para dejar constancia de la humillante derrota francesa. La caída de París supone el golpe final. Para Zweig, todo está perdido. El 19 de junio deja de escribir en el diario. Todavía viviría año y medio más, pero ya es un superviviente. Abundan las referencia al suicidio en estas anotaciones finales: “El crimen más horrendo de Hitler será haber elevado la mentira y la estafa a una posición respetable mientras se denomina arte de gobernar y vivir a lo que se consideraba criminal desde hace milenios. Estamos perdidos quienes vivimos conforme a las antiguas tradiciones. Ya he preparado cierta ‘botellita’ previendo que pudiera suceder cualquier cosa”.

            Para los admiradores de Stefan Zweig, que son legión, y para quienes se interesan por la historia de unos años cruciales, estos diarios, inéditos hasta 1984 y que ahora se traducen al español por primera vez, supondrán todo un descubrimiento.

           

miércoles, 6 de enero de 2021

La vida de los otros

 

Maestras de vida. Biografías y bioficciones
Manuel Alberca
Pálido Fuego. Málaga, 2020.
 

Manuel Alberca, que ya ha dedicado fundamentales estudios a los diarios y a las autobiografías, se ocupa ahora en un nutrido volumen de un género a medio camino entre la historia, la literatura y el periodismo: las biografías. El título, Maestras de vida, no parece que resulte muy afortunado. Procede de una frase de Cicerón: “La historia es maestra de la vida”. Pero las biografías hace tiempo que han dejado de ocuparse de los santos y los héroes, ya no son hagiografía ni “vidas ejemplares” (las vidas no ejemplares suelen ser las que más interesan).

            La intención del autor ha sido escribir un libro “útil para estudiantes e investigadores”, a medias entre el ensayo y el manual. No lo ha conseguido del todo, afortunadamente. Ha mezclado tres obras que no acaban de encajar. En primer lugar, una reflexión académica (esto es, apoyada en continuas citas, aunque lo que se afirme sea de sentido común) sobre la biografía; en segundo lugar, un disperso manual sobre cómo escribir biografías, que llega a la precisión escolar de enumerar los documentos que el biógrafo debe buscar (actas de nacimiento y defunción, libro de familia, contratos de trabajo, etc.), y en tercero, el que más nos interesa, un análisis de biografías recientes de escritores y las reflexiones suscitadas por su propio trabajo como biógrafo. Manuel Alberca es autor de una magistral biografía de Valle-Inclán, La espada y la palabra, y a ella vuelve una y otra vez para aclarar algunos de los problemas que plantea la escritura de biografías.

            ¿Son o no las biografías un género literario? ¿Por qué han sido tan desatendidas por los estudiosos? Manuel Alberca se propone insistentemente estas preguntas y trata de responderlas en su libro. Para el lector común –quizá no para el teórico de la literatura-- la respuesta parece fácil: pueden ser periodismo (tantas biografías de personajes populares); constituir ejemplos modélicos de investigación histórica (Negrín de Enrique Moradiellos, por ejemplo) o ser ante todo literatura, sin que eso implique necesariamente falta de rigor, como las de Stefan Sweig o Benjamín Jarnés. Y pueden entremezclarse los distintos aspectos, predominando uno u otro. Una biografía fruto de una investigación periodística debe incluir material nuevo y a ser posible escandaloso, y se ocupa de personajes que están de actualidad (Juan Carlos I, pero no Fernando VII); los otros tipos de biografías no tienen esos condicionamientos.

            Manuel Alberca trata fundamentalmente de las biografías de escritores, sobre todo españoles y contemporáneos. Sus análisis suelen ser muy sugerentes y no exentos de ideas propias (algo no demasiado frecuente en los estudiosos de la literatura contemporánea). A propósito de El contorno del abismo, la biografía que José Benito Fernández dedicó al poeta Leopoldo María Panero, señala que “se encuentra entre las mejores biografías de escritor, y esto es tanto, creo, más relevante en la medida en que está dedicada a un escritor de segunda fila, pero al que su carácter controvertido y su constante presencia en los medios le darían una notoriedad muy por encima de sus méritos literarios”.

            Las biografías suelen escribirse a favor o en contra del personaje, aunque para ser creíbles deben aparentar imparcialidad. Algunas parecen un acto de venganza, como la que Manuel Vicent dedicó a quien fuera su amigo, Jesús Aguirre (Alberca comete el lapsus de hacerle ministro de Cultura con Felipe González), y que solo se salva si la consideramos como obra de ficción (como una “bioficción”, según el neologismo utilizado en el libro). Habría sido interesante que la comparara con El cura y los mandarines, de Gregorio Morán, pero solo se ocupa de otra biografía “a la contra” firmada por este último, la dedicada a Ortega. En El cura y los mandarines, Jesús Aguirre es solo el pretexto alrededor del cual se trata de llevar a cabo una enmienda a la totalidad de la cultura española de la oposición al franquismo y de la transición, pero Gregorio Morán están siempre más cerca de la inescrupulosidad en el manejo de los datos propia del libelista que del rigor del historiador.

            ¿Hasta qué punto es correcta la intromisión en la vida privada de un personaje público? Al biógrafo solo deberían interesarle aquellos datos de la vida privada que explican la actuación pública del personaje o, caso de ser un escritor, su obra literaria. Biografías como la que Miguel Dalmau dedicó a Jaime Gil de Biedma, donde cualquier chisme escandaloso tiene su asiento, parecen un ejemplo a evitar. ¿Y qué ocurre cuando lo que un escritor nos cuenta de su vida está en contradicción con la información que nos proporcionan los documentos? Anna Caballé desmontó las mentiras de Umbral sobre sí mismo y el propio Manuel Alberca las de Valle-Inclán, pero la primera lo hizo con el autor todavía vivo y el segundo cuando ya hacía tiempo que formaba parte de la historia.

            Los documentos oficiales pueden ser declarados secretos durante un cierto número de años; quizá debería ocurrir lo mismo con los documentos privados. A poco de morir Vicente Aleixandre, José Luis Cano publicó las cartas que le había dirigido. En una de ellas hablaba de un amigo común, un conocido poeta entonces profesor en Estados Unidos, y le contaba que al parecer tenía una relación sentimental con una de sus estudiantes. “Y no me extraña, con lo insoportable que es su mujer”, añadía. El poeta aludido ya había muerto cuando esas cartas se publicaron, pero no su viuda y por ellas se enteró de que su marido la había engañado y de que los amigos del marido la consideraban insoportable.

            Un escritor tiene derecho a defenderse de la intromisión no autorizada en su vida, derecho que pasa a los herederos. Y el biógrafo tiene la obligación de ser discreto además de veraz, de no regodearse en morbosas nimiedades que no afectan a la actuación pública del personaje o a su obra literaria.

            De estas y de otras cuestiones controvertidas trata Manuel Alberca en Maestras de vida, un libro que habría ganado con una cura de adelgazamiento que dejara fuera todo lo que tiene de manual y de tedioso trabajo académico.