sábado, 31 de octubre de 2015

Eduardo Chirinos y los artefactos poéticos


Rosa polipétala
Eduardo Chirinos
Centro Cultural de la Generación del 27. Málaga, 2915


El poeta peruano Eduardo Chirinos, bien conocido entre nosotros, ha preparado una antología de la poesía española de vanguardia que vale, sobre todo, por los raros poemas que rescata. La teoría que la acompaña resulta, en cambio, confusa y poco clarificadora.
            “Artefactos modernos en la poesía española de vanguardia (1918-1936)” leemos en el subtítulo del libro. Y en el prólogo se nos aclara que está hecho “desde la perspectiva de un hispanoamericano cuya formación en poesía española había omitido siempre (o casi siempre) la breve aventura vanguardista: tanto los currículos escolares como los universitarios suelen dar un salto inexplicable de Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado a la Generación del 27 sin tomarse la molestia de seguir adelante”. Ello se debería “a la forma tan sesgada con que se diseñó el canon poético español”.
            Eduardo Chirinos, en esas pocas líneas, confunde demasiadas cosas. Pero de su no excesivo conocimiento de la materia que trata ya estaba advertido el lector: unas pocas líneas antes había situado a Antonio Machado entre los escritores que se sienten atraídos “por la vieja tradición católica castellana”.
            La aventura vanguardista española, “breve”, como la califica Chirinos, no abarca hasta 1936: ya a mediados de los años veinte el ultraísmo es historia y como tal es estudiado por uno de sus principales promotores, Guillermo de Torre. La guerra civil no acabó con la vanguardia ni con la poesía pura juanramoniana; el compromiso en el arte ya venía de comienzos de los años treinta. Y tampoco, para hablar de la poesía de vanguardia, deberían los manuales “tomarse la molestia de seguir adelante” tras la Generación del 27. En esa poesía (que en todo caso estaría antes o al comienzo de la generación y no después del 27), la mayoría de sus poetas participaron muy activamente (y por eso Chirinos antologa a Gerardo Diego, a Larrea, a Salinas, a Lorca, incluso a Guillén).
            No selecciona, en realidad, Chirinos solo a la poesía de vanguardia, sino a todos los poetas, independientemente de su calidad, que escriben entre unos determinados años y se refieren a los que el llama “artefactos de la modernidad”.
            Esos “artefactos” serían, para decirlo con los títulos de las seis partes del libro: “Automóviles”, “Ferrocarriles, tranvías, camiones”, “Aeroplanos”, “Alumbrado público y artefactos” (en el prólogo nos aclara que se trata de “artefactos de comunicación”), “Cinematógrafo”, “Los deportes, la música”.
            El escaso rigor clasificatorio va acompañado de un no mayor rigor conceptual. En el estudio preliminar a “Alumbrado público y artefactos”, ejemplifica el desdén de Antonio Machado por la electricidad con unos versos del “Poema de un día (Meditaciones rurales)”: “Anochece; / el hilo de la bombilla / se enrojece, / luego brilla, / resplandece / poco más que una cerilla”. De esos versos, meramente descriptivos de la deficiente iluminación “en un pueblo húmedo y frío, / destartalado y sombrío, /entre andaluz y manchego”, deduce Chirinos que Machado tal vez vio “los nuevos riesgos que acarreaba la electrificación generalizada”. Y no se limita a eso: considera que no es casual que a ese poema antecedan otros “que hablan de la primavera como una etapa benéfica del horario natural de un envejecido y humilde profesor de lenguas” (suponemos que se refiere al poema “A José María Palacio”; si es así: el bueno de Chirinos no ha entendido nada).
            En la selección poética abundan los poemas ultraístas que juegan con la tipografía y la metáfora ingeniosa, siempre muy cercana a la greguería. A veces tan cercana que la coincidencia es total. “Con el fusil al hombro los tranvías / patrullan las avenidas”, comienza un poema de Jorge Luis Borges publicado en la revista Ultra en 1921; “Pasan los tranvías con su fusil al hombro”, dice una de las greguerías de Ramón Gómez de la Serna incluidas en el libro. Ese es uno de los aciertos del volumen: reproducir abundantes  greguerías en cada una de sus secciones. Su humor nos compensa de la envejecida modernidad de tantos de estos poemas: “Prefiero las máquinas de escribir usadas porque ya tienen experiencia y ortografía”.
            Los nombres bien conocidos (no podía faltar el Salinas ingenioso de Fábula y signo, que tanto irritaba a Cernuda) alternan con otros que el lector oirá sin duda por primera y quizá por última vez: Pedro Raída, Luis Mosquera, Ovidio Gondi. No faltan poetas que poco tienen de vanguardistas (como Agustín de Foxá) o incluso escritores que poco tienen de poetas (como Concha Espina), pero que alguna vez hablaron de “artefactos modernos”.
            Si el rigor no es excesivo, si el complemento ensayístico resulta confuso y prescindible, ¿qué interés tiene este libro hermosamente ilustrado y algo descuidadamente editado (al poema “Aviograma” de Guillermo de Torre se le añade la mitad de otro poema, “Paisaje plástico”)? El placer de viajar en el tiempo y descubrir el aire de otro tiempo, el de una envejecida y entrañable modernidad, más patente en los nombres menores que en los poetas mayores, siempre más intemporales. Y descubrir, entre tanta quincallería bien adjudicada al olvido, el humor inteligente de Antonio Espina, la versatilidad de Rafael Lasso de la Vega, los ocasionales aciertos en el verso de algún prosista de la época, como Eugenio Montes o Antonio de Obregón.

            

sábado, 24 de octubre de 2015

Leonardo Padura, ser y estar de un escritor cubano


Yo quisiera ser Paul Auster. Ensayos selectos
Leonardo Padura
Verbum. Madrid, 2015.

Lamenta Leonardo Padura, en “Yo quisiera ser Paul Auster”, el artículo que da título a su último libro de ensayos, que “por ser un escritor cubano que decidió, libre y personalmente, y a  pesar de todos los pesares, seguir viviendo en Cuba”, tenga que contestar siempre a las mismas preguntas sobre la situación de la isla. A Paul Auster, en cambio, no le interrogan continuamente “sobre los rumbos posibles de la economía norteamericana o por qué se quedó viviendo en su país durante los años horribles del gobierno de Bush”.
            Pero lo cierto es que Cuba para Padura es algo más que una circunstancia biográfica más o menos favorable para su desarrollo literario: constituye el núcleo central de su literatura y es lo que lleva a buena parte de los lectores a interesarse por ella.
            Ya El viaje más largo, su primera recopilación de crónicas periodísticas (Padura fue periodista antes que novelista), llevaba el subtítulo de “En busca de una cubanía extraviada”.
            Con una descripción de La Habana  vista desde la fortaleza del Morro, comienza precisamente Yo quisiera ser Paul Auster y a esa ciudad y a uno de sus barrios (Mantilla, donde nació y vive el autor), se dedican sus mejores páginas, unas páginas que quieren ir más allá de los habituales tópicos: “la revolución, la pobreza, la alegría o el cansancio de sus gentes, sus edificios derruidos, su Malecón (amable o agresivo) o sus niños uniformados y felices asistiendo a las escuelas”.
            Los escritores estudiados con más atención son también cubanos: Alejo Carpentier, al que se le dedica la más minuciosa atención, José María de Heredia, que para él ocupa un lugar central (quizá más central que el de Martí) en la formulación de la “cubanía”, Virgilio Piñera; o han tenido una relación especial con Cuba, como Hemingway. La excepción la constituyen algunos escritores de novela policíaca, especialmente Manuel Vázquez Montalbán, su maestro en el género.
            A Montalbán lo conoció Padura en Gijón el año 1988, cuando asistió como periodista a la primera Semana Negra. La lectura de una de sus novelas le ocasionó una impresión tan profunda que salió de ella con la convicción de que, si alguna vez escribía una novela policíaca, “tendría que escribirla como aquel español había escrito Los mares del sur” y su detective tendría que ser “tan vital como aquel Carvalho, tipo escéptico y cínico”.
            A la creación y evolución del protagonista de sus novelas policíacas, Mario Conde (cuando se le ocurrió ese nombre aún no se había hecho famoso el otro Mario Conde, el banquero español), dedica uno de los capítulos más sugestivos del libro, “El soplo divino: crear un personaje”. Si al principio tenía un carácter meramente funcional, pronto evolucionaría hasta convertirse en casi en un “alter ego” del autor, en el portador de sus “obsesiones y preocupaciones a lo largo de veinte años de convivencia humana y literaria”.
            “La pelota en Cuba” es otro de los capítulos más sugerentes, nos interese o no el béisbol. ¿A qué se debió la introducción de ese deporte, tan típicamente norteamericano, en Cuba y su gran arraigo? Pues fue una manera de crear una identidad nacional cubana distinta de la española. Cuando luego, un siglo después de su introducción, vino la ruptura con Estados Unidos ya formaba parte de las señas nacionales cubanas, no se veía como algo ajeno. A propósito de este hecho, Padura cita a Sholmo Sand: “El nacimiento de una nación es sin duda un acontecimiento histórico real, pero no es un acontecimiento completamente espontáneo. Para reforzar una abstracta lealtad de grupo, la nación, igual que las comunidades religiosas precedentes, necesitaba rituales, festivales, ceremonias y mitos. Para forjarse a sí misma en una sólida entidad única, tenía que realizar continuas actividades culturales públicas e inventar una memoria colectiva unificadora”.
            En otras palabras, no hay nación sin nacionalismo “y una de las expresiones de las que mejor se nutriría el nacionalismo cubano –cito ahora ya directamente a Padura– fue, precisamente, el juego de pelota, cuyo primer club oficial, el Habana Béisbol Club, es fundado, ni más ni menos, en el propio año de 1868” (el año en que los revolucionarios cubanos abolen la esclavitud e incorporan así los negros a la lucha independentista).
            Tiene y no tiene razón Leonardo Padura cuando se queja de que los críticos y, sobre todo, los periodistas no le traten como a Paul Auter, se ocupen menos de su obra literaria que de los alrededores sociopolíticos. Tiene razón: él ha sabido, como Carpentier o Lezama Lima, “hallar lo universal en las entrañas de lo local”. Y no la tiene de todo: Cuba es algo más que un país y La Habana algo más que una ciudad, son casi un género literario; Leonardo Padura les debe buena parte de su capacidad de seducción.
           


sábado, 17 de octubre de 2015

Eloy Sánchez Rosillo, inexplicable maravilla


Quién lo diría
Eloy Sánchez Rosillo
Tusquets. Barcelona, 2015.

Algo que sin demasiada hipérbole podríamos calificar de milagroso hay en la poesía de Eloy Sánchez Rosillo. A partir de 2005, en que publica La certeza, abandona la elegía del tiempo que huye por la celebración del instante, el asombro ante lo cotidiano, y sus libros se vuelven más extensos y más próximos en la fecha de la publicación, como si el caudal de la creación se hubiera ido acrecentando con la edad. Una y otra vez, además, vuelve sobre los mismos temas, según él mismo reconoce en los versos iniciales de “Insistencias”: “He hablado con frecuencia / de la luna, del alba y de la lluvia, / de las tardes de agosto o de febrero, / de las muchachas y de tantas cosas”.
            De tantas cosas no, de muy pocas cosas: un vaso de agua, un paseo por la orilla del mar, el mirlo o las cigarras. Y lo hace en un lenguaje que huye de florituras, con palabras tan comunes que casi se vuelven transparentes. Y sin embargo, y ahí está la inexplicable maravilla, sus poemas nunca suenan banales, nunca resultan reiterativos, siempre nos producen un emocionado deslumbramiento.
            Si los miramos más de cerca, vemos que no todo es tan sencillo en estos poemas como a primera vista pudiera parecer; hay en ellos mucha maestría, pero de la que gusta de ocultarse, no exhibirse.
            Fijémonos, por ejemplo, en los finales. El poema inicial comienza con una paradoja: “Qué suceso increíble: / llené un vaso de agua y lo alcé hasta mi boca”. Nada hay de increíble en un acto tan trivial, piensa el lector. Tampoco aparentemente hay nada increíble en lo que viene a continuación: lo traviesa un rayo de luz del sol poniente. La prodigiosa metamorfosis que ocurre a continuación se resume en los dos versos últimos: “Oro licuado y tembloroso el mundo, / astilla viva yo de un súbito diamante”.
            En un súbito diamante convierte los sucesos más cotidianos Sánchez Rosillo, un poeta que sabe comenzar en voz baja, como hablándole al oído al lector, sin ningún énfasis retórico, para luego cerrar la confidencia con una imagen memorable. Así, los tres versos finales de “No hacer nada”, que casi podrían aislarse en un poema independiente: “Sobre el mar que dormita, / el sol de mayo labra minucioso / el escudo de Aquiles”. O los de “En lo suyo”, donde se nos habla de un estornino que revolotea de un árbol a otro “mientras el sol le pulsa algunas notas / de oro encendido a au plumaje negro”.
            La personificación es otro recurso frecuente. “La realidad desvalida”, “la esbelta luz de marzo”, el otoño que llega “sin hacerse notar” protagonizan algunos poemas; en otros, el invierno pliega “sus desoladas intemperies / y escapa a hurtadillas”, a las estrellas “se les va la noche, / despreocupadamente, / en dimes y diretes de unas y de otras / y en muy vivos y alegres cuchicheos”, a agosto se le ve alejarse: “parecía cansado y arrastraba los pies, / llevaba al hombro un hato de ajadas maravillas / que aún relucían allí como luciérnagas”.
            No pasa nada en estos poemas, salvo el tiempo, que a menudo semeja no pasar: “Un día pleno no es un solo día, / sino el vivir entero. Y más incluso: / es lo eterno colmado y expandiéndose, / sin un punto inicial ni un fin que aguarde”. Lo que estos poemas, siempre iguales y nunca repetidos, es “la rosa infinita del instante”.
            Pero hay algunas excepciones: tres o cuatro poemas de mayor extensión, que desarrollan una anécdota autobiográfica y nos remiten al Sánchez Rosillo anterior: es el caso de “La libertad”, que recrea un pasaje de la infancia; “En la luz de la vida”, que nos narra un sueño en el que vuelve a la vida una amiga muerta, o “Crónica”, minucioso relato de un día cualquiera. “Nada ha pasado hoy, y, sin embargo, cuánto”, comienza. Ese día es un 5 de febrero y en la nota final, donde se nos indica cuándo fue escrito cada poema, encontramos efectivamente la fecha del 5 de febrero. No participa Sánchez Rosillo de la concepción pessoana del poeta como fingidor. Su poesía parte de la estricta verdad biográfica para trascenderla, no necesita de fingimientos ni de la objetivación culturalista del poema histórico.
            Hay otra excepción, al final del libro, dos o tres poemas abandonan el tono celebrativo para anticipar “El último día” (así se titula uno de ellos), que se acepta con resignación y a la vez se niega: “No habrá ocasión ninguna de morir. / Punto final no cabe en el comienzo”.
            Realismo místico, ajeno a cualquier confesión religiosa, el de Sánchez Rosillo. “La muerte es nacimiento” afirma rotundamente en un poema, y la imagina así: “Una madre te mece en sus brazos y canta / mientras te lloran quienes te quisieron”.
            Aunque a ratos Sánchez Rosillo nos puede resultar en exceso beatífico y no acabemos de creérnoslo del todo, es imposible no rendirse a su capacidad de seducción. Mientras dura la música del poema, el tiempo se detiene y el mundo está bien hecho. 

                        

sábado, 10 de octubre de 2015

Fernando Beltrán, técnica y llanto


Hotel Vivir
Fernando Beltrán
Hiperión. Madrid, 2015.

Dos rasgos caracterizan a la poesía de Fernando Beltrán: de un lado, su contagiosa emotividad; de otro, su brillantez expresiva. No es un poeta que guste de guardar distancias con el lector; nos da la impresión, ya desde sus primeros libros, de que se lo juega todo en cada poema, muchos de los cuales podrían calificarse como al “Canto a Teresa” Espronceda: “un desahogo de mi corazón”.
            Pero lo que su poesía tiene de confidencia queda contrarrestado por su originalidad expresiva, por su capacidad de darle la vuelta al lenguaje común sin perder capacidad de comunicación. De la mejor poesía vanguardista, de un César Vallejo, por ejemplo, ha aprendido el arte de evitar el lugar común. Su sintaxis, siempre novedosa, acrecienta la expresividad sin incurrir en el hermetismo.
            Hotel Vivir contiene algunos de los poemas más impactantes de Fernando Beltrán, un poeta que gusta de moverse al borde de la falacia patética y al que no parece molestarle demasiado incurrir alguna vez en ella. No lo hace en un tema particularmente proclive. Evita así  mencionar la palabra “muerte” en el poema “Madre”, que insiste una y otra vez en que “hay cosas que no pueden suceder”. El lector adivina que eso que no puede suceder ha sucedido. No hace falta más para conseguir una de las más escuetas y memorables elegías de la literatura contemporánea.
            Un recurso muy frecuente en Fernando Beltrán es el de tomar una anécdota de la vida cotidiana y sin dejar de referirse a ella con minucia casi costumbrista trascenderla y convertirla en símbolo de otra cosa. Un ejemplo, “Los lápices de Ikea”, donde la pregunta sobre cuánto “mide nuestro cuarto / aproximadamente” se transforma en “cuánto mide una vida / aproximadamente”. Otro, “La mano de Petrus”, en que una boda sirve para expresar cierta mala conciencia burguesa y la distancia entre clases sociales (es un poema que, sin duda, le habría gustado a Jaime Gil de Biedma).
            Fernando Beltrán es un maestro en el arte de conjugar claridad y misterio, en darle al poema la dosis necesaria de enigma y emoción. Solo alguna vez se le va la mano. Es lo que ocurre en el poema “Campo de exterminio”. Ese doble monólogo de un matrimonio culto y feliz no necesita de la explicitud del título para ser contextualizado; basta con la referencia “al frío invierno de Polonia” y al “frío / de muerte que atraviesa de cuando en cuando / las rendijas de puertas y ventanas”.
            Un reparo menor sería la presencia de algunos poemas de circunstancias (el dedicado a la muerte de Gabriel García Márquez, por ejemplo). Hotel Vivir es un libro amplio y ello hace inevitable que no todos los poemas puedan tener la misma intensidad.
            Cito algunos de los que yo destacaría, pero cada lector tendrá los suyos: “Los ojos de los perros”, tan lleno de porqués (“Por qué nos aman tanto / si saben de nosotros tantas cosas / que es mejor no saber”); “Balance”, tan escueto; “Las palabras del tacto”, una nueva vuelta de tuerca a la inextricable unión de amor y desamor; “Hotel Belleza”, con los otros que forman con él una trilogía, “Hotel Vivir” y “Hotel Decir”, la vida de hotel como símbolo de nuestro estar de paso en el mundo; “El cajón de los cuchillos”, con su estremecedor “silencio cortado poco a poco / en lágrimas muy finas” (Fernando Beltrán gusta de la paranomasia “in absentia” –lágrimas / láminas–, un recurso muy frecuente en Ángel González). Podría seguir citando poemas. Me limitaré a uno más, “Volcanes y caricias”, que prescinde de la anécdota y se limita a identificar la “belleza convulsa” de la isla volcánica y la de la mujer amada o soñada.
            En la poesía de Fernando Beltrán son muy importantes las pausas, el decir sincopado. Los espacios en blanco que separan un verso de otro, que aíslan a veces una palabra, deben ser muy tenidos en cuenta (aunque también hay algún raro poema en que faltan, como “La orilla izquierda”, y esa ausencia no resulta casual).
            El poema es una partitura, no puede ser leído como prosa. Fernando Beltrán lee los suyos de manera magistral. Para que conserven toda su magia debemos leerlos, en voz alta o para nosotros mismos, pausadamente, dejando que sus silencios se llenen de significado. Sabia y conmovedora melodía la que resuena en cada uno de los cuartos, en cada uno de los poemas de este Hotel Vivir.

sábado, 3 de octubre de 2015

José María Micó, asombro y maravilla


Para entender a Góngora
José María Micó
Acantilado. Barcelona, 2015.

No es frecuente que el prólogo a un conjunto de estudios literarios, de espléndidos estudios literarios comience con palabras como estas: “Dentro de unas horas acompañaré con mi guitarra a una bella cantante en El Boliche de Roberto, un local histórico del tango popular en Buenos Aires”. Pero si quien firma esos estudios se llama José María Micó todo es posible. Rara vez se han dado tantas cualidades juntas. Nacido en 1961, se trata de uno de los más destacados poetas de su generación, de un traductor excepcional –ahí están su Ausias March y, sobre todo, su “enorme y delicado” Ariosto–, de un riguroso erudito y de uno de los integrantes del grupo Marta y Micó que ha recorrido los más diversos escenarios con Caleidoscopio, “un espectáculo de poesía y canción en el que el poeta José María Micó recita algunos de sus textos y en el que Marta canta poemas escritos y musicados por el propio Micó, además de incluir algunos tangos clásicos que ofrecen la mejor poesía del género”.
            “Aprendiz de todo, maestro de nada” dice la sabiduría popular. José María Micó la desmiente. Él es maestro en todo lo que toca.
            Para entender a Góngora reedita sus estudios gongorinos, que no desmerecen junto a los de Alfonso Reyes o Dámaso Alonso, por citar a dos de los primeros especialistas. El volumen  marca un punto y aparte en su trayectoria: “Ahora la música y Dante ocupan en mi vida el espacio que en el pasado, y especialmente entre mis veinte y mis cuarenta años, ocupó el estudio de la poesía de Luis de Góngora”.
            Aunque los trabajos reunidos en Para entender a Góngora están escritos con el mayor rigor académico, no pretende ser una obra para especialistas, sino para el buen lector de poesía: “Góngora, como todos los creadores verdaderamente grandes, no requiere erudición, sino algo mucho más elemental: atención”.
            A la más afinada y actualizada erudición, se añade en estas páginas algo que no siempre la acompaña: sensibilidad literaria y rigor intelectual. Hay capítulos, como “Un verso de Góngora y las razones de la filología”, que nadie que se dedique a la edición de clásicos debería perderse y que para el lector común ofrecen un placer semejante al de una investigación detectivesca o una buena partida de ajedrez:  ver a la inteligencia en acción.
            No menos admirable resulta su comentario a uno de los más misteriosos sonetos de Góngora, en el que ya se adivina, compendiado en prodigiosa miniatura, lo que luego sería el gran fresco de las Soledades: “Descaminado, enfermo, peregrino, / en tenebrosa noche, con pie incierto / la confusión pisando del desierto, / voces en vano dio, pasos sin tino”.
            El Góngora de las obras mayores, las Soledades y la Fábula de Polifemo y Galatea, fue largamente preparado por su obra anterior, en la que una y otra vez vuelve sobre sus temas y obsesiones fundamentales: ”el náufrago desamorado, la exaltación de la felicidad ajena, la mezcla de estilos y géneros, el distanciamiento vital y narrativo, la convivencia de burlas y veras, el imperio de la palabra sobre la realidad, el peso de la tradición…”
            “Lectura del Polifemo”, que ya tuvo una edición independiente, es otro de los núcleos del libro. Al contrario que en tantos poetas, en los que la erudición estorba, en Góngora puede ser un aliciente más. Por eso desde el principio, mucho antes de que sus obras fueran impresas, cuando circulaban manuscritas, contó con una legión de comentaristas, a menudo enfrentados entre sí. A veces, leer a Góngora es como resolver un crucigrama, y ese no es el menor de sus encantos.
            La vanguardia de los años veinte nos enseñó a leer a Góngora, pero Góngora no es un poeta vanguardista a la manera contemporánea: nunca prescinde de la tradición ni deja a las palabras en libertad; nada más ajeno a la suya que la escritura automática de los surrealistas.
            Un poeta exigente Góngora, sin duda alguna, al menos en sus obras mayores, pero un poeta que sabe compensar cualquier esfuerzo. Muchos de sus  versos se nos quedan para siempre en la memoria: “Oh bella Galatea, más suave / que los claveles que tronchó la aurora, / blanca más que las plumas de aquel ave / que dulce muere y en las aguas mora”.
            A pesar de sus continuas referencias culturalistas, ningún poeta más sensual ni sensorial ni más capaz de darle la vuelta a cualquier tópico; no se demora menos en la descripción de la belleza de Acis –“en lo viril desata de su vulto / lo más dulce el Amor de su veneno”– que en la de Galatea.
            Cerramos el libro y nos imaginamos a José María Micó consultando un viejo códice en una biblioteca napolitana o acompañando con su guitarra a una hermosa cantante en cualquier boliche porteño, descifrando una recóndita referencia teológica de Dante o escribiendo unos versos: “Yo sé que estuve aquí, / amigos de una noche o de una vida, / que el día se pudrió para nosotros / y floreció otra luz más necesaria, / la luz de una amistad bella y absurda, / sembrada por capricho / en la ceniza de las ilusiones”.
            También José María Micó, como el inagotable Góngora, es asombro y maravilla para sus contemporáneos.

Ángel González, periodista. Seguido de tres aclaraciones



La construcción de la identidad literaria
De Bercelius a Ángel González
Fernando Valverde
Visor. Madrid, 2015.

La primera vocación de Ángel González, como es bien sabido, fue la de periodista. Antes de publicar ningún poema, antes de soñar siquiera con ser poeta, trabajó durante cinco años en un diario asturiano. Comenzó como crítico musical, pero acabó haciendo de todo, incluida la crítica deportiva y la crónica municipal.
            Un cursillo en la Escuela Oficial de Periodismo le permite, en 1953, obtener el carnet de periodista, un carnet que llevaba al dorso un juramento muy representativo de cómo se entendía la libertad de prensa en aquellos tiempos: “Juro ante Dios, por España y su caudillo, servir a la Unidad, a la Grandeza y a la Libertad de la Patria con fidelidad íntegra y total a los Principios del Estado español, sin permitir jamás que la falsedad, la insidia o la ambición tuerza mi pluma en la labor diaria”.
            Trasladado a Madrid, ya con el carnet en el bolsillo, visita para pedirle trabajo a quien lo era todo en el periodismo de aquellos tiempos, Juan Aparicio, Este le ofrece colaborar en La Estafeta Literaria. Hace también crítica de discos en La Gaceta Ilustrada  y reportajes de más empeño en Blanco y Negro, el semanario más leído entonces.
            En los años sesenta, Ángel González se desentiende del periodismo, quizá porque no veía compatible su colaboración en las revistas oficialistas con un papel de poeta crítico. Hasta que se convierte en profesor, malvive de su trabajo como funcionario. Volverá al periodismo en los años ochenta, ya convertido en uno de los poetas más notables de su tiempo, pero ahora no es él quien tiene que ofrecerse, sino todo lo contrario.
            Tras reiterada solicitud de los editores, Ángel González reunió en libro una selección de esa labor con el título de 50 años de periodismo a ratos y otras prosas (Ediciones Nobel, 1998). El prólogo, bien informado y orientador, es de Susana Rivera.
            Fernando Valverde, uno de los poetas jóvenes más conocidos, doctor en Filología, profesor universitario en Estados Unidos, ha querido completar el estudio de la obra periodista con el libro, de título algo desorientador, La construcción de la identidad literaria. Se nos presenta como “fruto de un riguroso trabajo de investigación”, pero pronto nos damos cuenta de que la edición no ha sido precisamente rigurosa.
            En una nota de la página 15, como ejemplo de la utilización propagandística del periodismo por parte del franquismo, se comenta una noticia “que se ofrece como anexo en este trabajo”, pero ese anexo no se encuentra por ninguna parte. Unas páginas más allá, leemos: “En este trabajo hemos recuperado todas sus publicaciones en el periódico ovetense, más de ciento cincuenta, de las que no hemos podido obtener una autorización de la heredera para obtener una muestra. Sin embargo, la “Selección de artículos” publicados en La voz de Asturias que completa el volumen lleva la siguiente “nota del autor”: “Quiero agradecer a Susana Rivera su generosidad al cederlos de manera gratuita para completar esta monografía”.
            Un editor no es un mero impresor, si quiere ser digno de ese nombre, si quiere recibir la confianza de los lectores. La construcción de la identidad literaria parece proceder de un trabajo mayor, quizá incluso de una tesis doctoral, pero al acortarlo nadie se tomó la molestia de eliminar la referencia a las páginas desaparecidas, así una de las notas remite a la página 251 del apéndice, otra a la página 361, otra a la 377  (el libro tiene 160 páginas). El editor no ha revisado el texto que el autor le envió para publicar y el autor no ha revisado el texto que envió (en el “índice de artículos”, donde da cuenta de 187 publicados por Ángel González se le olvida señalar el periódico o revista en que aparecieron). Y entre los pocos libros en prosa de Ángel González se olvida de incluir el último: La poesía y sus circunstancias.
            Pero esos descuidos quizá sean lo de menos cuando nos percatamos de los errores de la investigación. No es ya que el autor confunda el semanario Blanco y Negro con el diario ABC (solo en 1988 desapareció como revista independiente y se convirtió en suplemento dominical del diario), sino que ni siquiera ha leído con mínima atención el volumen prologado por Susana Rivera. Un ejemplo: indica que su primer artículo publicado en La Estafeta Literaria, un texto sobre el Ateneo de Madrid, “sería el último”, pero en 50 años de periodismo a ratos se incluye una entrevista (y no fue la única)  a Gerardo Diego publicada en esa revista. También deja fuera de su investigación y de la bibliografía, no solo trabajos en revistas que no se ha tomado la molestia de consultar, como El Urogallo, sino otros, publicados en La Voz de Asturias o El País, recogidos por Susana Rivera en su antología.
            El conocimiento de la realidad histórica en que se desenvuelve la vida de Ángel González no parece mayor. Baste un apunte: en julio de 1936, cuando comienza la guerra civil española, “Oviedo queda en tierra de nadie”.
            Cómo se puede publicar un libro así es un misterio, cómo se puede hacer una investigación así, un misterio mayor, sobre todo si se tiene en cuenta que su autor es profesor universitario y recurre con frecuencia a la autoridad de Luis García Montero, uno de los mejores conocedores de la obra de Ángel González, pero que sin duda, como autor y editor, tampoco ha sentido de tener la curiosidad de leer previamente un libro para el que ofreció el material inédito de sus entrevistas con el poeta.


PRIMERA ACLARACIÓN: Según me informó su autor, el libro La construcción de la identidad literaria ha sido retirado por la editorial a petición suya. Por esa razón se eliminó de este blog la reseña que le había dedicado.

SEGUNDA ACLARACIÓN: Ante la indicación de los lectores de que el libro La construcción de la identidad literia  seguía a la venta, he comprobado su veracidad comprando un ejemplar --su precio es de 16 euros-- en la librería Cervantes de Oviedo. Es la misma edición defectuosa (de forma y de fondo) que yo reseñé en su momento por lo que restituyo mi comentario para advertencia de los lectores. Si el autor no fue veraz conmigo o la editorial le engañó a él, es cuestión que no me compete verificar.

TERCERA ACLARACIÓN: He preferido eliminar todos los comentarios, porque la mayoría eran anónimos y algunos me parecían que se debían a enquistadas querellas universitarias que no me parecen propias de este lugar. Quedémonos con una moraleja: hay que tener cuidado con lo que uno publica (aunque sea una aburrido trabajo académico, lo que yo llamo "basura curricular") porque siempre se corre el riesgo de que alguien lo lea.