jueves, 24 de noviembre de 2022

Un personaje en busca de autor

 

 

Dos años entre los bolcheviques y otros textos sobre la URSS
Helios Gómez
Edición de Esther Lázaro Sanz
Renacimiento. Sevilla, 2022.

Quien comience a leer este libro por el primer capítulo, como suelen hacer la mayoría de los lectores, es difícil que se anime a seguir leyendo. Se trata de una larga entrevista al autor publicada en junio de 1934, tras pasar dos años en la URSS. Todo en ella es edulcorada propaganda. Los gulags se presentan casi como colonias vacacionales: “Los que sabotean el régimen son objeto de ‘deportación administrativa’. Son llevados a las colonias previamente fijadas y allí son puestos en libertad absoluta. Pero si no quieren morirse de hambre, si quieren vivir, tienen que trabajar, simplemente. Los campos de concentración están generalmente establecidos cerca de los sitios donde se construyen carreteras, canales, o se crean industrias. A los deportados se les dice: ‘Aquí abajo está el trabajo, la vida. Si no queréis morir de hambre, coged el pico y la pala’. Los que son llevados allí son gente que ha cometido robos, traficantes, etc. Muchos de ellos, una vez extinguida la condena, familiarizados con el trabajo, prefieren quedarse allí que no volver a la ciudad. Ya tienen asegurada su manera de vivir”.

            El autor, Helios Gómez, antiguo militante anarquista, sabía de qué hablaba, pero no tenía inconveniente en mentir a sabiendas. Era uno de los más destacados representantes del expresionismo proletario —impactantes estampas en blando y negro— y un hombre de tanto encanto personal como pocos escrúpulos. En La novela de un literato, el fascinante friso que Cansinos Assens dedicó al primer tercio del siglo XX, aparece entre sablista y provocador: “Aquí no hay más solución que matar a don Alfonso… Yo he venido a matar a don Alfonso, pero no tengo dinero para comprar una pistola… Si me lo dais ustedes, lo quito de en medio”. Ya proclamada la República, sigue siendo igual de expeditivo. En una conferencia en el Ateneo de abril del 32 —lo refiere Luis de Sirval , expone sus teorías “artístico-proletarias” y la solución que encuentra para que el arte español adquiera un sentido social es “fusilar a José Ortega y Gasset”.

            Helios Gómez había nacido en Sevilla, en 1905. Trabajó primero como ceramista, participó casi desde adolescente en las revueltas sociales, conoció muy pronto la cárcel. Con la dictadura de Primo de Rivera se exilió por primera vez. En París alcanzó cierta pintoresca notoriedad porque vendía sus dibujos vestido de torero. Presumía de su gitanismo, aunque no es seguro que lo fuera. Siempre tuvo mucho de pícaro con gracia. “Como no conocía ni una palabra de francés —cuenta el escritor belga Max Deauville, uno de sus primeros protectores—, para pedir lo que quería en los restaurantes, dibujaba en las cartas tortillas, tomates, patatas fritas y bistecs. Su primera exposición en París fue organizaba por un camarero que colgó en las paredes de su establecimiento estos dibujos.

            Visitó por primera vez la URSS en 1928 y le comentó en carta a Max Deauville sus impresiones, poco favorables. Este no tuvo inconveniente en publicarlas en 1930, el mismo año de la “conversión” fervorosa del autor al comunismo. Ramon J. Sender le conoció en Moscú y quedó tan fascinado con su personalidad que lo evocó en varias obras y acabó convirtiéndolo en protagonista de uno de sus relatos, “Germinal”, incluido en el libro de 1970 Relatos fronterizos. Nos lo presenta como un hombre “gallardo, atlético, muy calé en el estilo clásico, con un gracejo de pillo callejero”. Parece que se ocupaba de censurar los textos escritos en español.

            De la belleza física de Helios Gómez, de su encanto personal, hay abundantes testimonios. Teresa Rebull, cuya familia lo tuvo alojado en casa en tiempos de persecución política, lo recuerda “guapísimo y muy joven”, con algo de bailarín de flamenco. En los comienzos de la guerra civil, tuvo una actuación destacada (aparece fotografiado por Agustí Centelles en una de las barricadas barcelonesas). Henriette Nizan lo recuerda así: “Nosotros llegamos al fin al hotel Colón. Ante del hotel, barricadas hechas de pilas de sillas metálicas. Detrás de las pilas, milicianos armados. Pero, delante, vimos a un hombre soberbio vestido con un mono blanco de aviador, la cintura prieta en un gran cinturón de muaré rojo adornado con flecos de oro, evidentemente robado de una iglesia. El bello aviador era Helios Gómez, un amigo pintor que conocimos en la URSS”. El comienzo de la guerra fue un momento glorioso para muchos, que creyeron que había llegado el momento de hacer realidad la utopía revolucionaria. Helios Gómez actuó como comisario político y el 22 de diciembre de 1936, cuando la consigna era resistir a cualquier precio en una determinada posición, se enfrenta a un capitán de ametralladoras, José Arjona Sánchez, que manifiesta alguna discrepancia, y tras desarmarle “le mata de un tiro”, según leemos en el prólogo de este caótico y fascinante volumen.

            Todo un personaje Helios Gómez, que merecía protagonizar algo más que el relato de amor, celos y rebuscada venganza que le dedica Sender, una crónica como la que Chaves Nogales dedicó al maestro Juan Martínez o una novela barojiana.

            Como escritor vale menos que como personaje, aunque no resulta enteramente desdeñable. De su extenso reportaje “Dos años entre los bolcheviques”, publicado por primera vez en una revista barcelonesa —Helios Gómez tuvo mucha relación con el nacionalismo catalán—, se salvan los pasajes en que el autor se olvida de hacer propaganda y nos muestra cómo era entonces la vida en Rusia, Inolvidable resulta la “estampa goyesca” que descubre en el interior de una gigantesca estatua de Lenin, donde vagabundos de todas las edades y de todo tipo, cubiertos con estrafalarios harapos, ayudaban a descuartizar dos perros en trozos pequeños que después de pesar en una improvisada balanza envolvían en trozos de periódicos.

De notable interés es también el sorprendente poema “Erika”, lírico y narrativo, que cuenta una historia de amor —con mucho de autobiográfico— entre dos revolucionarios en la Europa de los años treinta, una historia que comienza en Odesa y termina en el Berlín nazi, pasando por Moscú, Londres y otras ciudades como Rotterdam o Amberes.

            Tras la guerra civil, Helios Gómez marchó al exilio, para regresaren 1942  a España, donde entró y salió de la cárcel y parece que actuó como confidente de la policía hasta su muerte en 1956. Era un personaje en busca de autor y este libro preparado por Esther Lázaro Sanz, con sus minuciosos apéndices, puede leerse como el borrador de una fascinante novela de no ficción aún por escribir.



jueves, 17 de noviembre de 2022

Las cuentas claras

 

Un hogar en el libro
Antonio Rivero Taravillo
Newcastle Ediciones. Murcia, 2022.

Las librerías, como todas las especies en peligro de extinción, gozan de muy buena prensa. Abundan las novelas, las películas, que tienen por protagonista a un heroico librero o librera, alma de su barrio, consejero espiritual de sus clientes más que clientes amigos, que lucha contra feroces dragones: las inmobiliarias, las cadenas de estandarizadas librerías o de comida rápida.

            La realidad se parece poco a esa idealización romántica, que encandila sobre todo a quienes hace tiempo que han perdido la costumbre de frecuentar librerías.

            Antonio Rivero Taravillo, en Un hogar en el libro, deja constancia de su paso por una librería que, aunque formaba parte de un gran grupo, tenía un carácter singular: la Casa del Libro, de Sevilla, inaugurada con él al frente en 2001 y de la que fue despedido, con quizá no muy buenos modos, cinco años después. No ha pasado mucho tiempo, ni siquiera dos décadas, y ya el mundo es otro, ya no sería posible una experiencia semejante.

            Un hogar en el libro tiene algo de novela de no ficción con un toque de relato costumbrista que a veces se aproxima al género negro. No escasean los ajustes de cuentas, a los que tan propicia resulta esta clase de obras, pero sin exceso de nostalgia: aquel abrupto final supuso un principio. A partir de entonces. Antonio Rivero Taravillo se convirtió en un escritor profesional, cultivador de los más diversos géneros, de la poesía al relato de viajes y a la novela; también biógrafo (a él se deben las precisas biografía de Cernuda y Cirlot) e incansable traductor.

            La Casa del Libro original, fundada en los años veinte, fue la primera gran librería española y está ligada a la historia de nuestra cultura. Baste decir que en el edificio de la Gran Vía madrileña, que se construyó exprofeso para albergarla, estaba la redacción de Revista de Occidente y tenía su despacho Ortega. Cuando la compró el grupo Planeta, decidió convertirla en el centro de una cadena de librerías.

            Antonio Rivero Taravillo no solo nos cuenta los avatares de la inaugurada en Sevilla, en el mejor lugar, con una gran inversión que desde el principio comenzó a ser rentable, también ofrece capítulos de su autobiografía, centrándose especialmente en su iniciación lectora.

            Aunque experto en literatura de lengua inglesa (especialmente irlandesa), aunque reconocido traductor, aunque dirigió durante una década una librería inglesa de Sevilla, nos sorprende indicándonos que no terminó sus estudios universitarios. No es el único caso —ahí está, por ejemplo, Juan Manuel Bonet— de quien sin llegar a licenciarse ocupa los más destacados puestos de su especialidad. Algún día habrá que indagar en la relación entre el desarrollo de ciertos plurales talentos y la falta de ciertos requisitos administrativos que les evita presentarse a oposiciones muy a menudo castradoras.

            El negocio del libro puede no ser un negocio como los demás, pero es también un negocio que, como cualquier otro, necesita ser rentable para poder subsistir. El éxito de la Casa del Libro sevillana, en la etapa en la que la dirigió Rivero Taravillo, se debió a que no solo tenía los libros que se encuentran en cualquier otra librería, los libros de gran venta, sino también muchos que solo se encontraban en ella —ediciones minoritarias, incluso de autor, rarezas varias—, y a ello se añadía una buena selección de revistas literarias, que dejan poco margen de ganancia, pero que fidelizan a algunos de los mejores lectores. Además quiso convertirla en un centro cultural, donde no solo hubiera las habituales presentaciones, sino también talleres literarios y otras actividades.

            Pero no solo habla de la librería a la que logró impregnar de su personalidad Rivero Taravillo. También se ocupa de la competencia, especialmente de la cadena sevillana Beta, que descalifica con trazos gruesos, y de las nuevas editoriales que se fueron creando por entonces, Lo hace sin obviar pequeños detalles que otros habrían tenido el cuidado de evitar. De la editorial Periférica dice “que se benefició en su difusión, al menos en el suplemento Babelia, de que el recientemente fallecido Julián Rodríguez fuera hermano del redactor Javier Rodríguez Marcos”.

            Hay elementos de novela negra. Comenzaron a llegar correos falsos en los que supuestamente Rivero Taravillo denigraba a escritores y colegas, anónimos a su pareja denunciando líos de faldas, acusaciones de acoso sexual. Cuando lo denunció a la policía, el agente que le atendió le dijo: “En estos casos, el culpable suele ser quien la víctima cree que es”. Y el autor deja pistas para que sepamos quién fue. Como en cualquier historia, no faltan las amistades traicionadas: “No descubro nada si agrego que hay personas que llevan muy mal saber que deben algo a alguien”.

            La experiencia concluye con un giro de guion, “tan trágico como el nudo argumental de una tragedia de Shakespeare”. Pero finalmente todo fue para bien, según ya hemos indicado, y si el negocio editorial perdió a quien podía haber sido un importante ejecutivo, la literatura ganó a un autor estajanovista y polifacético.



           

jueves, 10 de noviembre de 2022

La crisis del vituperio

 

Abril de 1934. La amnistía de derechas y la crisis del vituperio
Joaquín Olaguíbel
Espuela de Plata. Sevilla, 2022.

Los hechos históricos en la conciencia popular tienden a simplificarse, a convertirse en un cuento de buenos y malos. Y no solo en la conciencia popular. También los historiadores interpretan el pasado, cercano o remoto, de acuerdo con sus preferencias ideológicas. Joaquín Olaguíbel no es historiador, sino jurista, pero su libro Abril de 1934, aunque no utilice, salvo en muy contados casos, fuentes inéditas, nos aclara el período más denostado de la República española, el de los gobiernos de Alejandro Lerroux, y añade multitud de sugerentes matices a un período que tendemos a ver en blanco y negro.

            Joaquín Olaguíbel es sobrino nieto de uno de los más fugaces ministros de entonces, Ramón Álvarez-Valdés, cercano colaborador de Melquiades Álvarez, el político asturiano que fundó el Partido Reformista.

            Una de las promesas electorales con la que las derechas ganaron las elecciones de 1933 fue la promulgación de una ley de amnistía para los militares que participaron en el golpe militar de 1932, especialmente el general Sanjurjo, y para los políticos condenados por su participación en la dictadura, especialmente José Calvo Sotelo.

            Al general Sanjurjo, condenado a muerte, ya le había indultado de esa pena máxima el gobierno de Azaña. Ahora se trataba de reintegrarle al ejército con todos sus grados y honores.

            Fue a Ramón Álvarez Valdés, ministro de Justicia, a quien le tocó redactar y defender en las Cortes ese decreto de amnistía, en el que la izquierda veía una traición a la República y consideraba una burla el que se llevara a las cortes cuando se conmemoraba el tercer aniversario de la proclamación del nuevo régimen.

            El debate discurría por los cauces previstos hasta que el ministro pronunció unas palabras imprudentes que le obligaron a dimitir y que acabarían llevándose por delante el gobierno del que formaba parte. El decreto de amnistía no amparaba al levantamiento anarcosindicalista de diciembre de 1933 e Indalecio Prieto se amparaba en ese hecho para oponerse a que se aplicara a los rebeldes de 1932. Álvarez Valdés señaló una diferencia fundamental entre ambos movimientos: uno, el anarcosindicalista, iba contra el régimen, el otro solo contra el gobierno de Azaña. Y añadió unas frases que podían haber pasado inadvertidas, pero que fueron inteligentemente aprovechadas por la izquierda: “Tracé la divisoria entre lo ocurrido el 10 de agosto y el 10 de diciembre; dos movimientos que rechazo, porque soy enemigo de toda violencia. Como para mí mereció todo vituperio el movimiento insurreccional del 15 de diciembre de 1930. Y la prueba de que no era necesario está en lo ocurrido en los comicios del 12 de abril de 1931. Ese es el camino”.

            Afirmaciones muy sensatas y de las que pocos estarían hoy en desacuerdo. Pero Fermín Galán y García Hernández se habían convertido en personajes míticos, la sublevación de Jaca era uno de los fundamentos heroicos del nuevo régimen. Indalecio Prieto supo aprovechar de inmediato el desliz del neófito ministro: “Ya no hay confusión, señores diputados republicanos: el ministro de Justicia condena el movimiento republicano por el cual nació la República… En la revolución de diciembre tomó parte quien está hoy en las cumbres del Estado… ¡Viva la revolución del 15 de diciembre!...¡Viva Galán y García Hermández1”

            El titular, a cinco columnas, del diario Luz, nada extremista, decía: “El ministro de Justicia condena el movimiento revolucionario contra la monarquía, del que se hizo responsable D. Niceto Alcalá-Zamora”. Y continuaba en letras de cuerpo menor: “Si ese ministro no dimite, es que hemos dimitido todos los republicanos, desde el más alto al más bajo”.

            En el Congreso, uno de los más agresivos contra Álvarez-Valdés fue Miguel Maura. Entre otras cosas, dijo que el comité revolucionario, del que formaba parte, estaba solidarizado con los capitanes Galán y García Hernández y que estos seguían las indicaciones marcadas por el comité. Cosa muy distinta afirma en su libro Así cayó Alfonso XIII: “Lo sucedido en Jaca fue un lamentable error, la locura de un exaltado que redimió su grave culpa dejándose matar en vez de escapar, lo que le valió entrar en la historia por la puerta roja de los mártires, cuando, en realidad, solo censuras merecía por su insubordinación, por su ligereza y por la ausencia total de capacidad en el mando de la acción revolucionaria. Ni política, ni estratégica, ni militarmente tiene la menor justificación la aventura de Fermín Galán”.

            En torno a la llamada crisis del vituperio, Joaquín Olaguíbel va trazando círculos concéntricos que ilustran muchos aspectos de la compleja historia de la segunda República. La peripecia de Ramón Franco, por ejemplo, el aviador que quiso, junto a Blas Infante, independizar Andalucía, o la de Gonzalo Queipo de Llano, que antes de ser el matarife de Sevilla, fue un conspirador republicano. De él nos cuenta Pemán que, en una intervención pública, ya comenzada la guerra civil, tras un discurso de Eugenio d’Ors en que afirmaba que la sub-historia sale a la luz en cuanto la cultura deja de vigilarla, como ocurrió el 14 de abril, en que toda la hez y la canalla ocupó la calle, cerró el acto afirmando que los filósofos generalizan en exceso, que en los camiones exultantes y vociferantes del 14 de abril habían ido toda clase de españoles y de españolas, “en alguno de esos camiones, roncas de gritar y sinceramente convencidas de la gloria de la jornada, iban mis hijas”.

            Joaquín Olaguíbel utiliza todas las fuentes a su alcance, de izquierda y de derecha (incluso cita a Pío Moa), y aunque incurre en alguna ingenuidad (como cuando se refiere a Pérez de Ayala y la quiebra de la empresa familiar), nos ayuda a ver sin anteojeras un tiempo convulso. El protagonista —el pretexto, mejor— del libro murió asesinado en la noche de 22 al 23 de agosto de 1936, junto a su mentor Melquiades Álvarez. De ese asesinato, que estuvo a punto de provocar la dimisión del presidente de la República, nos ofrece precisos pormenores, como de tantos otros asuntos, Abril de 1934, un libro que —afortunadamente— no se ocupa solo del asunto que le da título.

jueves, 3 de noviembre de 2022

Más es menos

 

Madrid 1945
La noche de los Cuatro Caminos
Andrés Trapiello
Barcelona. Destino, 2022.

Pocos escritores, en la literatura española del último medio siglo, con tantos talentos, capacidad de trabajo y ambición como Andrés Trapiello. Ha cultivado todos los géneros y en todos ha querido dejar su marca. Lo ha conseguido en la poesía, en el artículo periodístico, en la escritura diarística (hay un antes y un después en los diarios personales tras su Salón de los pasos perdidos), en la investigación literaria, en el rescate de autores olvidados. Y no se ha limitado a eso. Conoce como nadie el arte de la imprenta y, como su admirado Juan Ramón Jiménez, ha renovado el arte de hacer libros.

            En Madrid, 1945, aunque aparece en una editorial que pertenece a uno de esos dos grandes grupos que monopolizan la edición en lengua española (y no solo), se ha ocupado de todos los aspectos materiales del libro, como si se publicara en La Veleta o en su pequeña editorial privada. Un privilegio reservado a muy pocos autores.

            Pero suele ser un error que un abogado, aunque sea (o se crea) el mejor abogado del mundo, se defienda a sí mismo. La maquetación de un texto es una guía de lectura y la de este volumen no facilita la lectura. Las abundantes ilustraciones, con sus sugerentes pies de foto, interrumpen un texto complejo, lleno de personajes y detalles, que requiere toda la atención. Habría sido mejor publicarlas todas juntas en un álbum final (incluso en un volumen independiente). Algunos lectores, cansados de las continuas interrupciones, pueden dejarlas todas para el final; otros, lo harán al principio, pero dudo que ninguno sea capaz de ir entreverando durante mucho tiempo el texto principal y el de las ilustraciones, salvo que se limite a hojear el libro, que es a lo que parece incitar con su aspecto de libro de regalo muy ilustrado, como el anterior y exitoso que Trapiello dedicó a la historia de Madrid.

            Cuesta leer este libro porque es el resultado de una minuciosa investigación histórica, sobre un hecho poco gustoso de recordar tanto para los derrotados en la guerra civil como para los franquistas. En 1945, un grupo de militantes comunistas que no daban por concluida la guerra civil entraron en un local de la Falange y asesinaron a sangre fría a las dos personas que allí encontraron. Esa “acción de guerra” consiguió un resultado contrario al que sus organizadores esperaban: no incitó a la población, o a parte de la población, a seguir luchando en un momento en que Alemania estaba a punto de ser derrotada, sino que fue aprovechada por el Régimen para organizar una de las manifestaciones a su favor más concurridas y clamorosas. Además, la represión consiguiente desmanteló por un tiempo a la oposición comunista.

            El azar, el seguro azar, quiso que Andrés Trapiello se encontrara con un dossier de la Dirección General de Seguridad, el “Informe especial nº 48”, sobre el descubrimiento de imprentas clandestinas y la detención de los “guerrilleros de ciudad” que habían asesinado a los falangistas en la “subdelegación de Cuatro Caminos”. El resultado fue la publicación, en 2001, de un libro sobre esos hechos. Es el que ahora se vuelve a publicar, muy aumentado, convertido prácticamente en otro, tras complementar la investigación en numerosos archivos, algunos de ellos inaccesibles en el momento de la primera investigación.

            El resultado podía haber sido solo una investigación histórica, una tesis doctoral de esas que se publican en un grueso volumen lleno de notas, bibliografía y apéndices documentales, que pocos leen. Andrés Trapiello ha querido convertir ese ímprobo trabajo de historiador en una especie de best-seller, en una obra de gran público. Ha utilizado para ello sus mañas de veterano escritor, todos sus virtuosismos en el arte de contar, con continuas apelaciones a Cervantes y a Galdós. A mi entender, no lo ha conseguido.

            Ha renunciado Trapiello en esta “novela de no ficción” al narrador omnisciente, aunque no por completo, y lo ha sustituido por lo que yo llamaría un “narrador entrometido” que se identifica con el propio autor y que no renuncia a sus obsesiones particulares. Basten uno o dos ejemplos. La peculiar obsesión del autor contra Azaña rompe la imparcialidad del narrador. Refiriéndose a los “paseos” —detenciones y ejecuciones incontroladas— del caótico Madrid de los primeros meses de la guerra civil, escribe: “Azaña habla de ellos en La velada de Benicarló (acabada la guerra; de haberlo denunciado antes, acaso no habría ganado la guerra, pero sí un lugar más airoso en la historia)”. ¡Qué barbaridad!, piensa el lector medianamente informado antes de seguir leyendo. La violencia incontrolada en la zona republicana la denunciaron, durante y después, muchos republicanos y no solo la denunciaron, sino que a menudo la sufrieron. Juan Ramón Jiménez salió de España, después de un feo encontronazo con milicianos, gracias a la ayuda de Azaña. También cita Trapiello a Azaña a propósito de unas palabras que Miguel Maura, ministro de Gobernación, le atribuye en sus memorias exculpatorias, a propósito de la quema de conventos en mayo de 1931: “Todos los conventos de Madrid no valen la vida de un republicano”. Añade Trapiello una algo infame coletilla: “Y los que no son republicanos, parecía insinuar, aun si se les quema vivos, ¿qué nos importa?”.  ¡Azaña, el Azaña de “paz, piedad y perdón”, convertido en el peor de los chequistas y de los inquisidores! Olvida Trapiello, por otra parte, que el gobierno provisional de la República, en esa fecha, estaba presidido por Niceto Alcalá Zamora, no por Azaña, y que por lo tanto serían este y Miguel Maura, católicos ambos, los responsables de la inacción cuando la quema de conventos.

            Afortunadamente, la intervenciones partidistas de Andrés Trapiello en este libro contrastan con un encomiable afán de imparcialidad, de denunciar la barbarie de unos y de otros, de defender a las víctimas y combatir a los verdugos de cualquier bando. Pero no puede evitar que el riguroso historiador que quiere ser deje asomar de vez en cuando al impetuoso libelista que también es. En uno de sus extensos pies de foto, habla del “gobierno de España, una coalición de socialistas y comunistas, apoyados por los nacionalistas vascos, golpistas catalanes y antiguos terroristas de Eta”. Sin comentarios.

            Algún comentario merece, sin embargo, un hecho que todos los historiadores desconocían y que él sabe porque se lo ha contado Clemente Auger, “sesenta años después”: en el Madrid de 1945, como en el Madrid de antes de la guerra, se celebraban manifestaciones de niños comunistas, con gritos contra el fascismo y pancartas con vivas a Rusia. Se peleaban con ellos los niños del Frente de Juventudes, de los que Auger entonces formada parte. Andrés Trapiello da por cierta, sin más pruebas, esa increíble información.

            Podía pensarse que la discrepancia con este libro —que, por otro lado, supone una investigación excepcional— es solo, o principalmente, ideológica. No hay tal. Lo que tiene de obra histórica y lo que tiene de obra literaria no maridan demasiado bien, el escritor —con sus continuas interferencias— ha entorpecido la labor del historiador. Parecen sobrar buena parte de los guiños y trampantojos más o menos cervantinos (hablar de que un personaje lee “este libro”, en lugar de “la primera edición de este libro”, por ejemplo), mientras que se echa de menos un mayor desarrollo de los aspectos que tienen que ver con la propia investigación, tan apasionante como los tristes hechos investigados. Al final del libro, hay una notas sobre los personajes. En la dedicada a Mercedes Gómez Otero, Merche, uno más fascinantes, leemos: “Terminó su vida en una residencia de ancianos. En los tomos del Salón de los pasos perdidos hay rastros de nuestras conversaciones, así como de muchas pesquisas y entrevistas con algunos de los supervivientes y testigos de esta historia”. ¿Pretende Trapiello que los lectores de Madrid, 1945 se pongan a rebuscar entre los miles y miles de páginas, sin índice alguno, de su diario para encontrar el rastro de esas “pesquisas y entrevistas”?

            Un editor profesional le habría dicho que todo ese material, adecuadamente reescrito y desarrollado, debería formar parte de este volumen, para convertirlo en una “quête”, que diría su amigo Juan Manuel Bonet, en el que la búsqueda tiene tanta importancia como el hallazgo. Pero el que Madrid, 1945 no sea la gran obra que hubiera podido ser (y que en ella se entrevé), no impide reconocer el titánico esfuerzo del autor por aclarar unos hechos que desde ningún lado del espectro ideológico había mucho interés en aclarar.