viernes, 25 de diciembre de 2020

Refranes de autor

 

El vaso medio lleno
Enrique García-Máiquez
Ediciones More. Madrid, 2020.
 

El aforismo, como el haiku, se ha convertido en una moda. Apenas hay poeta joven, o no tan joven, que no haya publicado al menos un libro de aforismos y otro de haikus. Pero la aparente facilidad de ambos géneros resulta engañosa, Ni siquiera los más destacados cultivadores consiguen evitar siempre la mera ocurrencia, la nadería ingeniosa, la sentenciosa obviedad. El vaso medio lleno, de Enrique García-Máiquez, no escapa del todo a ninguno de esos riesgos, pero lo compensa con buen humor y sabiduría. Apenas hay página que no encierre alguna maravilla.

“Si el aforismo lo pudo escribir otro, abstente”, leemos en la primera sección, que actúa como prólogo. Pero él no duda en reescribir ocurrencias ajenas. Unos versos de Gerardo Diego –que suelen citarse como ejemplo de la influencia de la greguería en la poesía de los años veinte-- le sirven de falsilla para uno de sus aforismos: “El túnel es un pozo con luz en vez de agua” (Gerardo Diego había escrito que “la guitarra es un pozo con viento en vez de agua”). En este caso, no cabe duda de que la variación supera al original (un acierto esa “ú” de “túnel” que se convierte en la “u” de “luz”). Otras veces añade poco o emborrona una ocurrencia --“quien nos compre por lo que valemos y nos venda por lo que creemos valer haría un buen negocio”-- que hemos oído repetida hasta la saciedad: “El mejor negocio del mundo es comprar a un hombre por lo que dicen de él a sus espaldas y venderlo por lo que le dicen a la cara”.

            Pero son excepciones que carecen de importancia en un libro tan lleno de aciertos. Otro reparo, este de mayor calado, cabría ponérsele. El autor no parece distinguir entre cuando se dirige a todos los lectores y cuando habla solo para sus correligionarios. Dos ejemplos: “Intelectual es quien los políticos de izquierda a los que apoya ese intelectual dicen que es intelectual”, “El buenismo es a la bondad lo que el feminismo a la feminidad”. Y abundan los que tienen que ver con su condición de católico tradicional: “Cada mañana, nada más levantarme, aún medio dormido, me pongo las gafas, y entro en el espacio; me pongo el reloj, y entro en el tiempo; y me pongo la cadena con la cruz y el escapulario, y entro en la eternidad”. El lector común se encoge de hombros y exclama “pues qué bien” o, si es un poco chistoso, “¡que te crees tú eso!”.

            Para Enrique García-Máiquez las evidencias de su fe religiosa son tan evidentes como cualesquiera otras y los prejuicios de su ideología son verdades de fe. No es el único caso, aunque a cada lector solo sea capaz de ver los prejuicios y acríticos dogmatismos que no coindicen con los suyos.

            Pero El vaso medio lleno está casi lleno de aciertos para todos los públicos que nos ponen una sonrisa en los labios y nos hacen ver la realidad como nunca la habíamos visto. “El aforismo aspira a ser una obviedad sorprendente”, escribe. En eso coincide con la mejor poesía, con el gran arte, que nos muestran lo que estaba ahí y no éramos capaces de ver. No es el único caso de coincidencia: un verdadero aforismo es aquel que no puede decirse mejor ni con más o menos palabras; exactamente igual que ocurre con el poema.

            En la contraportada del libro –sin firma, pero claramente escrita por el propio autor-- se indican sus maestros en el arte del aforismo: Jules Renard, Stalisnaw Jerzy Lec, Mario Quintana y Logan Pearsall Smith, además de los moralistas franceses, citados así en conjunto. Falta un nombre inevitable en quien escriba en español, Ramón Gómez de la Serna: “Los fantasmas se aprovechan de que no existen para asustarnos más”, “El cargado de razón es cargante, y encima quiere echarte todo su peso encima”, “La Y es el embudo de la sintaxis. Coge dos y hasta tres frases y las mete en una oración”, “El optimista ve la noche de azul marino”, “De noche llueve tinta china”.

            Una de las partes del libro se dedica, aproximándose al haiku tradicional, a las cuatro estaciones y entonces, junto al humor habitual, hace su aparición la poesía: “En las noches más tibias del verano, se nota que también el sol ha bajado, con gafas de sol, moreno y repeinado, a refrescarse a la terraza”, “El solo de viola del viento entre los árboles”, “La sombra se ríe del sol, qué fresca, a sus espaldas”.

            El moralismo y el confesionalismo son el peso muerto –pero un peso muy ligero, que nadie se asuste-- de un libro que gana cuando el autor no se toma demasiado en serio a sí mismo, algo que ocurre a menudo y que es el rasgo más reconocible de la inteligencia.

             

viernes, 18 de diciembre de 2020

Judíos y conversos

 

 

Si te olvidara, Serfarad
Esther Bendahan Cohen
La Huerta Grande. Madrid, 2020.
 

Los judíos fueron expulsados de España en 1492 y no comenzaron a regresar, muy minoritariamente y con escasa presencia pública --al contrario de lo que ocurría en otras naciones europeas--, hasta siglo después. Su ausencia, sin embargo, marcó más decisivamente la cultura española de los siglos de Oro que cualquier presencia. Para evitar la expulsión, o sinceramente, muchos judíos se convirtieron, pero ni esos conversos ni sus descendientes fueron nunca como los demás. Se les negaba el acceso a determinados cargos, según los estatutos de limpieza de sangre, y eran continuamente vigilados por la Inquisición, sospechosos siempre de judaizar.

            Los cristianos, los cristianos viejos, odiaban la lectura, que llevaba a la herejía, y despreciaban determinados trabajos; los cristianos nuevos eran, en su mayor parte, sinceros cristianos, pero conservaban ciertas costumbres de su tradición milemaria –no heredadas por la sangre, sino aprendidas en casa: Santa Teresa se aficionó a la lectura porque veía a su madre leer-- y por eso eran diferentes, se les consideraba peligrosos competidores.

            Los judíos que se convirtieron y se quedaron sirvieron de fermento a buena parte de la mejor cultura española; los que se marcharon llevaron la lengua y las tradiciones españolas por el mundo. En Sefarad, en la península ibérica, la Hispania romana, encontraron los judíos un lugar de acogida y convivencia, una nueva Jerusalén, que añorarían para siempre.

            De aquellos judíos expulsados, desciende Esther Bendahan Cohen, nacida en Tetuán, trasladada con su familia a España tras el fin del protectorado español en Marruecos. Esther Bendahan ha publicado varias novelas, pero destaca sobre todo como una de las más activa difusora de la cultura sefardí. Si te olvidara, Sefarad es un conjunto de apuntes autobiográficos y sobre el mundo judío. Sorprende, en un principio, el estilo aparentemente descuidado y con ciertos toques de agramaticalismo (ya desde el principio: “agradezco a…”, se lee en la dedicatoria, pero no se indica qué agradece). La propia autora es consciente de que el español, tal como se habla y se escribe en España o en cualquier otro país de lengua española, no le resulta del todo natural: “Mi español, como he escrito en otra ocasión, eran muchos. Había una sombra, o mejor decir, otras huellas, que eran las de la jaquetía, la lengua de los judíos de Marruecos, entre el español del siglo XV, el hebreo y el árabe. Aunque ya no lo hablaban entonces, solo algunas palabras, una influencia que provoca algunas distorsiones con los pronombres y con la construcción de la frase de influencia francesa. Así que para mí escribir era y es una batalla entre niveles de tiempo; en la lengua por un lado y otras lenguas por el otro”.

            Tardamos un poco en acostumbrarnos a esta manera de escribir, algo alejada del español normativo, pero enseguida deja de importarnos, seducidos por lo que se nos cuenta de un mundo tan cercano como desconocido. Esther Bendahan sabe del antisemitismo en primera persona: “Como tantos otros, como les sucedió de niños a Finkielkraut o a Alber Cohen, la herida se produjo en el patio de escuela. Judía como insulto. En mi caso una niña, Josefina, me persigue y me llama judía, dice que los judíos huelen mal y me va salpicando con un botecito de perfume. En otro momento, no sé si antes o después, fue ese profesor de religión, ese amable sacerdote, con su ‘Pobrecita, tú no tienes la culpa’. Lo recuerdo una y otra vez de nuevo. Levanto el rostro y le veo condescendiente, es muy alto y viste de negro, le pregunto ahora ¿la culpa de qué?, ¿de qué soy culpable?”

            El antisemitismo tradicional español, de carácter religioso, se ha transformado ahora en antisionismo, en crítica al gobierno de Israel, que con frecuencia se desliza hacia un cuestionamiento del derecho mismo de Israel a existir como Estado, o así lo siente Esther Bnedahan, Pero junto al viejo antijudaísmo (que todavía persiste y ella lo encuentra en un poema de Caballero Bonald) y el nuevo, hay también en España una fascinación por el mundo judío, especialmente por los sefardíes, como si se tratara de reparar un error antiguo. Las huellas judías se han convertido en una atracción turística: pensemos en la española Hervás, en la portuguesa Belmonte (a la que se dedica un capítulo), donde tras la expulsión se mantuvo una comunicad de criptojudíos que solo salió a la luz a comienzos del siglo XX.

            El libro de Esther Bendahan, algo deslavazado, y eso es parte de su encanto, nos cuenta anécodotas de su familia, resume la historia de los judíos, nos habla de su viajes con motivo de congresos sobre la cultura sefardí, nos explica las diferencias entre sefardí y asquenazí y los casi infinitos matices de un mundo, el del judaísmo, que desde fuera se ve como una unidad.

            En España –la añorada Sefarad--, la cultura judía nunca ha sido del todo ajena, aunque a veces quedara reducida a una referencia, no del todo consciente, a la que había que oponerse, acentuando lo distintivo. Pero en buena medida cuando los judíos se fueron (y no por propia voluntad), se quedó aquí de la mano de los llamados cristianos nuevos, entre los que se encontraban –según supimos gracias a la labor pionera de Américo Castro—nada menos que Fernando de Rojas o San Juan de la Cruz, Fray Luis de León o Miguel de Cervantes.

           

sábado, 12 de diciembre de 2020

Otro Galdós

  

Páginas magistrales
Benito Pérez Galdós
Selección de Jesús Munárriz
Hiperión. Madrid, 2020.

Nunca dejó de leerse a Galdós, nunca dejó de admirársele, aunque tras su muerte, en la época de la vanguardias y la orteguiana literatura deshumanizada, pasara por un periodo en que desdeñarle era estar a la moda.

            A finales de los cincuenta, con Galdós, novelista moderno, Ricardo Gullón rebatió uno de los tópicos que había desfigurado su figura, el de que era un novelista decimonónico, en el sentido más despectivo del término, ajeno por completo a las innovaciones que caracterizan a la modernidad. Galdós juega con la figura del narrador como cualquier experimentado novelista contemporáneo. Tuvo para ello al mejor de los maestros, Cervantes, al que homenajea de una u otra manera en casi todas sus ficciones. Por eso, una reciente invectiva de Mario Vargas Llosa, al socaire de un artículo de Javier Cercas que iba más contra Almudena Grandes que contra Galdós, resultaron tan desafortunadas. Poco o nada tenía el omnicomprensivo Galdós que aprender del impasible Flaubert; son solo dos maneras de novelar.

            Otro tópico que ha empañado la figura de Galdós desde que un despechado Valle-Inclán le hizo decir a uno de los personajes de Luces de bohemia aquello de “don Benito, el garbancero” es el de la descuidada prosa galdosiana, su escritura a la pata la llana, tan ajena a la “calidad de página” que buscaban los prosistas de los años veinte como al gran estilo, el extremo opuesto del “escribo como hablo” valdesiano, que propugnaba Juan Benet, el más vehemente de sus detractores.

            Jesús Munárriz, con Páginas magistrales, viene a echar por tierra este segundo y pertinaz tópico. Ha tenido la genial ocurrencia de rastrear en la novelas de Galdós pasajes que admiten una lectura independiente, al margen de los personajes y del argumento. El resultado es una obra novedosa y sorprendente incluso para los lectores habituales de Galdós. Con afán didáctico, ha clasificado los distintos fragmentos temáticamente, uno de ellos dedicado a Madrid, como no podía ser de otra manera, y los demás a los usos y costumbres de su tiempo, a los hombres y mujeres, a la política, a la literatura. Ninguno de estas páginas escogidas carece de interés, pero en Galdós había dos caras: la del periodista y reformador social y la del creador La primera ha envejecido bastante más que la segunda. Por eso, “Soñemos, alma, soñemos”, el famoso artículo regeneracionista que en 1903 puso al frente del primer número de la revista Alma española, no es lo más representativo del Galdós que hoy más nos interesa, aunque Munárriz lo coloque en lugar destacado como epílogo de la selección.

            El mejor Galdós es el de espléndidos poemas en prosa, que pocos esperarían en él, como “Noche serena” (los títulos son responsabilidad del recopilador), procedente de Torquemada en el purgatorio: “En la oscura frondosidad de la tierra, arboledas, prados, huertas y jardines, los grillos rasgaban el apacible silencio con el chirrido metálico de sus alas, y el sapo dejaba oír, con ritmo melancólico, el son aflautado que parece marcar la cadencia grave del péndulo de la eternidad”.

            Magistrales son dos pasajes que ya José F. Montesinos subrayó en Lo prohibido, una de las novelas menos leídas de Galdós, el que habla de las plácidas mañanas dominicales en el Retiro y el que se refiere a la secreta armonía escondida en los ruidos de la calle. Comienza “Paseo de Recoletos” con el chirrido madrugador del tranvía y termina con los toques canónicos de las monjas y la perezosa y oscura voz de un pobre hombre que pregona café hasta muy tarde y le hace pensar “en la enormísima diversidad de los destinos humanos”.

            Hay también humor, un humor bienhumorado, por decirlo así, que rara vez condesciende con la despiadada caricatura. Al leer Fortunata y Jacinta, arrolladora novela-río, es posible que no reparemos en alguna de las prodigiosas miniaturas que incluye. Mi favorita es aquella en la que Fortunata cree escuchar al propio Dios, un Dios que habla como un castizo personaje madrileño, responder a sus oraciones. Pero no resulta menos admirable el fragmento que Jesús Munárriz ha titulado (con deliberado anacronismo) “Trávelin por la calle de Toledo”.

            Incluso ha encontrado el editor greguerías en la prosa de Galdós: “Las mandarinas son los niños de pecho de las naranjas”. Toda ella está llena de aciertos expresivos. La personificación es uno de sus recursos favoritos: “El tren partió de la estación machacando las placas giratorias, como si gustara de expresar con el ruido la alegría que le posee al verse libre. Echaba sin interrupción y a compás bocanadas de humo, como los chicos cuando fuman su primer cigarro, y al mismo tiempo repartía a uno y otro lado salivazos de vapor, asemejándose a un jactancioso perdonavidas o a demonio travieso”.

            En algún momento nos trae a la memoria a Antonio Machado, de tan galdosiano talante. “Tumulto de pequeños colegiales / que, al salir en desorden de la escuela / llenan el aire de la plaza en sombra / con la algazara de sus voces nuevas”, escribió el primero. “Ningún himno a la libertad, entre los muchos que se han compuesto en las diferentes naciones, es tan hermoso como el que entonan los oprimidos de la enseñanza elemental al soltar el grillete de la disciplina escolar y echarse a la calle piando y saltando”, Galdós en Miau.

            Este otro Galdós que nos descubre Jesús Munárriz contrapone al friso inolvidable y casi inabarcable de sus novelas una colección de miniaturas en las que, hasta ahora, pocos habían reparado. Todo un descubrimiento para este año del centenario.

miércoles, 2 de diciembre de 2020

Orfeo catedrático

 

 

Jardín concluso (Obra poética 1999-2009)
Guillermo Carnero
Edición de Elide Pittarello
Madrid. Cátedra, 2020.
 

En la cubierta de Jardín concluso, figura un busto de mujer, de autor anónimo, en el que la mitad del rostro muestra una apariencia juvenil y la otra los huesos de la calavera. La imagen ha sido escogida por el propio autor, como todas las figuran en las portadas de sus libros, según nos indica en el prólogo Elide Pittarello, y podría simbolizar el núcleo germinal de su poética: la podredumbre que acecha tras la belleza humana, la caducidad del vivir frene a la perennidad del arte. También podría simbolizar algo más, aunque de ello no se hayan percatado ni la estudiosa ni el autor: la dualidad en la figura de Guillermo Carnero, poeta y catedrático, poeta que no confía ni en la inteligencia ni en la cultura de los lectores y por eso necesita estar dándoles continuas explicaciones.

            Explicaciones a veces tan minuciosamente obvias que pueden acabar destruyendo la gracia del poema, como las aclaraciones de un chiste. Es el caso de “Lección de música”, escrito imitando la insinuación picaresca de la poesía rococó, pero sin que ello oculte –y necesita decírnoslo por si no nos damos cuenta—“la experiencia personal transparentemente aludida –una felación”.

            En la portada del libro figura “edición de Elide Pittarello”, pero la hispanista italiana se limita a firmar una extensa introducción –más de doscientas páginas-- en la que desarrolla las buenas ideas que el autor tiene sobre sí mismo (por supuesto, las alusiones de “Lección de música”, la “experiencia personal” simbolizada por la flauta, son aclaradas en varias páginas). Todas las notas, según se nos indica, han sido redactadas por el propio Guillermo Carnero, quien no duda, aprovechando dos versos (“qué es el sabor a roble y el posgusto, / qué lleva la langosta Thermidor”), en darnos en nota una lección sobre el vino (“La calidad y la cotización de un vino, especialmente tinto, depende de su tiempo de envejecimiento”, comienza la explicación) o la receta de la langosta Thermidor: “se prepara rellenando los caparazones cortados por la mitad con la carne de la langosta, troceada y salteada después de cocida, más el líquido procedente de la cabeza, bechamel, pimienta de Jamaica, nuez moscada, estragón, mostaza y vino blanco. Se espolvorea finalmente con gruyer o parmesano, y se gratina”.

            Caricaturizar al Guillermo Carnero catedrático de sí mismo resulta fácil, demasiado fácil. Tampoco la editora-testaferro --se limita a glosar muy por extenso las indicaciones del poeta-- sale siempre bien parada. Glosando la cubierta de Fuente de Médicis, un impactante autorretrato de Arnold Böcklin, escribe: “Finalmente, la vasta isotopía de la oscuridad que caracteriza la poesía de Guillermo Carnero tiene aquí su correspondencia icónica y cromática en el fondo negro de la cubierta que absorbe la mayor parte del contorno del cuadro reproducido. Entre la palabra y la imagen los signos de la muerte rompen fronteras”. Parece ignorar la estudiosa que ese fondo negro es el obligado en la colección en que apareció el libro tras ganar el premio Loewe, la colección Visor.

            Las citas y referencias implícitas a otros poetas, a veces muy remotas, son cuidadosamente aclaradas, pero a pesar de ello el lector puede encontrar alguna en la que el poema no ha reparado (en muchos casos son inconscientes). Una estrofa de “Mujer escrita”, de Verano inglés, dice así: “Dónde estarás ahora, bajo qué luz distinta / relucirá tu piel acariciada. / Quién te verá tenderte entornando los ojos / como cae la sombra sobre la paz de un río”. ¿Cómo no recordar “París, postal del cielo”, de Jaime Gil de Biedma, y los versos en que se pregunta por “el sitio perdido” en que estará ahora su antiguo amor “y en los brazos de quién”?

            Antes de hablar del poeta, del gran poeta, quizá a pesar de sí mismo y de sus aclaraciones, que es Guillermo Carnero, no quisiera dejar de referirme al “Esbozo biográfico” que incluye en este volumen. Parece escrito a dos manos: por el propio poeta y por alguien que se esfuerza en caricaturizarle. Dice cosas muy sensatas sobre sus antecedentes familiares y sobre sus inicios literarios, pero de pronto se detiene en un incidente de su época estudiantil (un protesta contra un profesor por la que varios estudiantes fueron expedientados) y recurre a los archivos de la Universidad y a los periódicos de la época para explicar su participación y la sanción que recibió. Una “falsa coartada” (la declaración de varios profesores y un bedel) le permitió librarse “del mayor castigo (la expulsión del distrito universitario, que cayó sobre 37 compañeros), pero (como otros 24), no del más leve, el nuevo pago de las tasas del curso académico 1966-1967”. En nota, copia las informaciones aparecidas en la prensa, sin caer en la cuenta de que todas ellas contradicen su información: 37 estudiantes fueran expulsados del distrito de Barcelona, 24 perdieron la matrícula y en tres casos hubo “sobreseimiento sin sanción” (se mencionan los nombres, el primero de ellos Carnero Arbat, Guillermo”.

            Y aún hay más cosas llamativa en este “esbozo autobiográfica”, tras enumerar todos sus premios y galardones, como suele aparecer anónimamente en las solapas de los libros, añade: “En 1995, conocí a E. G. Q., con quien mantuve una intermitente y tormentosa relación entre 1997 y 2007, fruto de la cual han sido los cuatro libros de poesía que se reúnen en este volumen, más el último publicado hasta ahora, Carta florentina”.

            No aclaran, ni él ni la presunta editora, por qué este Jardín concluso no incluye ese último libro. Seguramente, por exigencias editoriales, pero eso convierte en papel mojado mucho de lo que se dice sobre la coherencia del volumen.

            Pero vayamos a la poesía, que es lo que más nos debería importar. Tras muchos años de silencio, en los que parecía que el catedrático había ganado la partida al poeta (Guillermo Carnero, cuando no se ocupa de sí mismo, es un excelente investigador), la publicación en 1999 de Verano inglés supuso un pequeño acontecimiento: en esos versos había todo lo que faltaba en los anteriores: emoción, humor, incluso un punto de frivolidad, un culturalismo que no ocultaba, sino que acentuaba, la experiencia personal que había detrás. Parecía que Guillermo Carnero, arrepentido de su militancia novísima, se había rendido a la por él tan denostada “poesía de la experiencia”. Los versos iniciales nos remitían al culto desenfado de Luis Alberto de Cuenca: “En la tensión del nudo de tu blusa / duplican su latido tus tacones / sin alterar la esfera del helado / que te zampas feliz, guiñando un ojo”.

            Como arrepentido de ese libro feliz, que parecía escrito en estado de gracia, Guillermo Carnero volvió a ser el de siempre con el siguiente, Espejo de gran niebla, un extenso poema que reflexiona sobre la noche oscura del alma que sucede al desengaño amoroso sin ninguna concesión a la anécdota. Más transparente se vuelve en los dos libros siguientes, ambos dialogados, Fuente de Médicis y Cuatro noches romanas. Vuelve la ambición recapitulatoria de su experiencia personal en Carta florentina, no incluido en esta recopilación, aunque forma parte de la serie. Y queda fuera también un libro, que el autor considera menor, pero que a mi entender es el mejor de los suyos: Regiones devastadas, donde los poemas actúan “con la intensidad de un chispazo” –según él mismo indica—y no necesitan ser muy largos, al contrario de los que se basan en “el pensamiento poético”, que “tiende a ser discursivo y autoproductivo”. Pero el pensamiento poético de Carnero, bastante tópico y algo primario, es como el argumento de las Soledades de Góngora: lo que menos importa, apenas un pretexto para una sucesión de fulgurantes imágenes irisadas de connotaciones irracionales y culturales. Un poeta ambicioso y verdadero, pero un pésimo editor de sí mismo, solo o con ayuda de la acrítica crítica académica. Mejor leerle en las ediciones sueltas que en esta apelmazada edición enciclopédicamente escolar.