sábado, 24 de febrero de 2018

La novela de los Baroja


Aire de familia. Historia íntima de los Baroja
Francisco Fuster
Cátedra. Madrid, 2018.

Pío Baroja no fue una montaña solitaria, sino una cumbre en una cordillera. No se casó, pero siempre vivió en familia, una familia de tipos raros y geniales: el clan de los Baroja. Casi todos ellos escribieron y nos dejaron sus memorias. Francisco Fuster, con muy buen criterio, con gusto por la miniatura azoriniana, ha sintetizado esos miles de páginas en unas pocas, escritas en simpatía, pero sin maquillar puntos oscuros, que se leen de un agradecido tirón.
            A los barojianos, les resultarán familiares –nunca mejor dicho– muchas de las anécdotas que se cuentan en Aire de familia, pero otras no (como que la madre del escritor falsificaba su letra en algunas dedicatorias), y escucharán con agrado las ya conocidas.
            Pío Baroja pronto se convirtió en personaje y al final era casi solo el protagonista un inagotable anecdotario. Durante la última década de su vida, seguía escribiendo con la misma laboriosidad de siempre, pero todo lo que escribía resultaba una torpe caricatura de lo que había escrito antes. A sus admiradores no les importaba. Nunca se le entrevistó, se le elogió, se le visitó tanto como en esos años. Se había convertido en un mito y en un símbolo: a pesar de su actitud antirrepublicana, a pesar de sus elogios al régimen de Franco durante la guerra, representaba lo mejor de la España anterior, un anticlericalismo y un individualismo que en esos momentos podían considerarse casi revolucionarios.
            Francisco Fuster, antes de hablar de los personajes de esta peculiar tragicomedia, nos describe el escenario, las casas en que habitaron. Fueron fundamentalmente tres. A las dos de Madrid, las separa la guerra civil y representan épocas muy distintas. En los bajos de la casa madrileña en que se instalaron en 1902, estuvo primero la panadería que habían heredado de una tía, luego la imprenta y la editorial de Rafael Caro Raggio, casado con Carmen Baroja. Por esa casa de la calle Mendizábal, en el barrio de Argüelles, pasa buena parte de la mejor literatura de la Edad de Plata. Fue destruida en un bombardeo de 1937, y luego saqueada, sin que la familia pudiera recuperar casi nada de la memoria familiar allí atesorada. En ella tuvieron lugar las representaciones de El Mirlo Blanco, uno de los más destacados intentos de renovación teatral en los años veinte.
            La otra casa madrileña es la de la calle Ruiz de Alarcón, donde la familia se instaló tras la guerra civil, un lugar casi de puertas abiertas al que todo el mundo podía acudir para hacer tertulia con el escritor, convertido en una atracción pública, en un imán para atraer a tipos raros y curiosos.
            Enlazando a una con otra, y desde 1913, se encuentra la que todavía sigue en pie y albergando a los descendientes: el caserón de Itzea, en Vera del Bidasoa, donde primero pasaron los veranos y luego largas temporadas, como los años de la guerra, mientras Baroja, el Baroja por antonomasia, estaba exiliado en París.
            Francisco Fuster traza sintéticas semblanzas de los padres, Serafín Baroja y Carmen Nessi; de los hermanos, Ricardo y Carmen; de los sobrinos, Julio y Pío.
            La figura más conmovedora del clan es la de Carmen Baroja, que escribió en los años cuarenta unos recuerdos que solo se publicaron medio siglo después, Memorias de una mujer del 98. Aunque nacida en una familia culta y liberal, aunque vivió los aires renovadores de los años veinte (las mujeres se cortaron el pelo, comenzaron a practicar deportes, a conducir automóviles, a participar en ámbitos tradicionalmente masculinos), ella vivió oprimida por una madre tradicional –la matriarca del clan– que le recriminaba todo lo que aplaudía en sus hermanos: ellos podían hacer su voluntad, ella debía obedecer, quedarse en casa y estar al servicio de los varones. El matrimonio, destino natural de las mujeres de entonces, no fue una liberación, sino todo lo contrario. Su marido, el editor Rafael Caro Raggio, tenía muy claro cuál debía ser el papel del hombre y la mujer en la casa. En sus memorias, cuenta Carmen Baroja una anécdota especialmente significativa, que Francisco Fuster reproduce. Ella era una de las fundadoras del Lyceum Club (otras fueron Zenobia Camprubí, Victoria Kent o María Martínez Sierra), institución para el desarrollo cultural de la mujer. Encargada de la sección de Arte, organizó conferencias, pero no pudo asistir a ninguna: “Yo tenía la costumbre de dejar a mis conferenciantes, que fueron pocos gracias a Dios, sentados en un magnífico sillón que teníamos para el caso, detrás de una mesita con un vaso de agua y hasta alguna flor, y marcharme a casa, pues Rafael, si no estaba para la hora de cenar, que solía ser muy temprano, se ponía hecho una furia. Así que nunca me enteraba de lo que habían dicho”.
            La España de la Edad de Plata para las mujeres seguía siendo, en buena medida, la España negra. No es que Carmen Baroja tuviera que prepararle la cena a su marido –para eso estaba el servicio–, sino que tenía que acompañarle a la mesa, aunque a él le apeteciera cenar a la hora en que se celebraba el acto que ella había organizado: la actividad cultural de la mujer era un capricho que solo podía permitirse mientras no interfiriera con los caprichos del marido.
            La novela que hay detrás de las novelas de Baroja, o de los grabados de su hermano Ricardo, desafortunado aventurero, escrita sin ninguna grasa retórica ni tediosas minucias eruditas, es lo que encontramos en este breviario, que también puede leerse como aperitivo de Los Baroja, esa obra maestra del memorialismo hispánico debida a Julio Caro Baroja, la otra cumbre de la cordillera familiar. 

            

martes, 13 de febrero de 2018

Poetas e impostores


Retrato de grupo con figura ausente
Edición y estudio de Saturnino Calleja
Diputación de Ourense, 2017.

A los poetas, cuando hablan de su obra, hay que prestarles atención, pero no hacerles demasiado caso. José Ángel Valente se pasó los últimos años de su vida negando cualquier relación con los poetas del cincuenta, con los que la crítica estaba empeñada en asociarle, y también negándoles calidad literaria. “El poeta nace cuando el grupo fenece”, declaró más de una vez. Y más explícitamene: “Respecto del llamado grupo de los 50, yo me consideraría retratado en él si el retrato se llamase Retrato de grupo con figura ausente”.
            Ese es precisamente el título que Saturnino Valladares ha querido ponerle al epistolario del poeta gallego con sus compañeros de generación, un epistolario que desmiente, punto por punto, sus posteriores y fantasiosas afirmaciones.
            Desde principios de los años cincuenta, un grupo de poetas jóvenes tratan de hacerse un hueco en el panorama literario. Son poetas antifranquistas, defensores del realismo crítico, próximos a la poesía social. Respetan a algunos de los poetas mayores (Celaya, Otero), rechazan a otros (Garciasol, Leopoldo de Luis, para no mencionar a García Nieto) y buscan el apadrinamiento de Aleixandre, más respetado personal que literariamente.
            El núcleo duro, el más decidido a poner en práctica una estrategia generacional, se encuentra en Barcelona y está formado por Carlos Barral, Gil de Biedma y José Agustín Goytisolo. Valente se une a ellos, y como principal activista, desde el comienzo.
            Se inicia cronológicamente este epistolario con una carta de Valente a Goytisolo fechada en mayo de 1953. Le pide en ella ayuda para obtener un premio literario entonces prestigioso, el Boscán, al que ha presentado su primer libro, “Tú averigua, muerde, mata a dos o tres --concluye en broma--, moviliza a los Goytisolos y escríbeme”.
            Durante varias décadas, más o menos hasta 1980, Goytisolo fue no solo uno de sus mejores amigos, sino también su más eficaz agente literario. Procura que se le incluya en todas las antologías de poesía joven que aparecen dentro y fuera de España, le proporciona direcciones de críticos a los que debe enviar sus libros para que tengan la adecuada repercusión.
            Una de esas listas resulta especialmente significativa. Es de marzo de 1960 y demuestra muy a las claras lo bien informado que estaba Goytisolo sobre el quién es quién de la poesía y la crítica del momento. Comienza con Max Aub, continúa con Emilio Alarcos (hay otro crítico asturiano, Villa Pastur)) y añade nombres como los de los franceses Ives Bonnefoy, Pierre Enmanuel o Claude Couffon; los italianos Oreste Macrí o Darío Puccini; los portugueses Agustina Bessa Luis o Egito Gonçalves; sin faltar las figuras del exilio: Luis Cernuda, Rafael Alberti, María Zambrano. “Toda esta gente es algo ‘resistencialista’ –añade– y los que no te conozcan, por mi nombre o el de Castellet te catalogarán como grato”. Y termina con una advertencia, que medio en broma medio en serio, subraya lo importante que era esta red de relaciones: “Guárdate esta lista. No la dejes a un mal poeta, pues le haces famoso inmediatamente”.
            En 1959 Bousoño publica en la revista Cuadernos de Ágora el artículo “Ante una promoción nueva de poetas”, en el que destaca a Claudio Rodríguez sobre los demás. Valente expresa su desagrado en una carta de marzo de ese año. Tras indicar que “la propaganda rodriguil me dio la sensación de pasarse un poco de rosca”, añade: “Vosotros os salváis, si bien como grupo. Yo, por mi parte, quedo envuelto en la mierda conforme del anonimato”. Escribe una carta de protesta a Bousoño, quien se la lee a Aleixandre. Con los dos habla Goytisolo para tratar de desmontar el “mito” de Claudio Rodríguez, a quien sin embargo dice apreciar. Sus argumentos, muy minuciosamente expuestos, los encontramos en una carta de abril de 1959 que no deja dudas sobre los tempranos celos que los poetas de la escuela de Barcelona (a la que de inmediato se adhirió Valente) tuvieron de Claudio Rodríguez.
            Goytisolo sería luego, junto a José Hierro, uno de los poetas más detestados por Valente. No soportaba la popularidad de ambos. Al primero lo consideraba “un simple coplero”. Que no siempre fue así lo demuestran estas cartas, llenas de elogios hacia su obra, incluso hacia la más próxima a la poesía social, como el libro Claridad..
            Saturnino Valladares cita un artículo de Valente que considera motivo de la ruptura. En él acusa a Goytisolo de haber sino uno de los causantes de que Castellet no incluyera a Costafreda en su antología Veinte años de poesía española. Estas cartas nos demuestran que no fue así. Y que además el asunto, aparte del disgusto que pudo dar al poeta, ya depresivo de por sí, no tiene ninguna importancia. Por entonces solo había publicado, en 1949,  el libro Nuestra elegía, vagarosamente aleixandrino. La antología de Castellet iba año a año, destacando los nombres más significativos de cada año. En el 49, se incluyen poemas de Pedro Salinas, Luis Cernuda, Luis Felipe Vivanco, Leopoldo Panero, Luis Rosales, José María Valverde. ¿Qué pintaba entre ellos el incipiente Costafreda, que además parecía haber abandonado la literatura?
            Utilísimo para escribir la verdadera historia de una generación de innegable importancia en la historia de la poesía española, este libro contiene cartas espléndidas, que valen por sí mismas (no por los datos que aportan para la historia de la literatura), como la primera de Gil de Biedma o la que Valente dirige a Brines, en junio de 1962, sobre el proyecto de una nueva revista literaria. A propósito de las reseñas que se incluirían en ella, escribe: “Serán críticas, es decir, eliminarán de raíz cuanto hay en las reseñas al uso de vago lirismo, evocación personal y otras formas de fuga, ignorancia o debilidad mental”.
            Todos esos defectos –incluida, por supuesto, la debilidad mental– siguen abundando en las reseñas de poesía y en los comentarios de los poetas sobre su poesía y la ajena. En una entrevista de 1997, Valente, para denostar a sus antiguos compañeros, elogia a Antonio Gamoneda, “que ha vivido su aventura de escribir completamente en solitario, sin apoyarse en ningún grupo”. Gamoneda se apresura a agradecerle esa mención. Y subraya su coincidencia en que “el único territorio fértil, cuando de hacer poesía se trata, sea la soledad: un hombre, silencio y un folio en blanco”.
            ¿Pero de verdad creían Valente y Gamoneda que los otros poetas del cincuenta –Gil de Biedma, Barral, Coytisolo, González, Caballero Bonald, Sahagún–, cuando querían escribir un poema se reunían para escribirlo en colaboración, dictando cada uno un verso como los poetas de la Falange escribieron el “Cara al sol”? Todo los poetas escriben en soledad, aunque luego –sobre todo en los comienzos– puedan enviar sus poemas a otros poetas amigos en cuyo criterio confían; todos establecen relaciones para promocionar mejor su obra (a Gamoneda le fueron muy útiles las que estableció a partir de la colección Provincia, que dirigía, y el encabezar el grupo de poetas –Miguel Casado, Olvido García Valdés, Eduardo Moga– que se sintieron marginados por el éxito de la “poesía de la experiencia”, con García Montero a la cabeza).
            Pero el epistolario con Gamoneda carece de interés, como las cartas intercambiadas con Clara Janés (que ya no pertenece a la generación) y casi todas las escritas a partir de 1980, circunstanciales y convencionales. Importan las anteriores, las de la configuración y consolidación de la generación: la de Gil de Biedma hablando de su libro Compañeros de viaje, la de Francisco Brines dejando constancia del impacto que le causa la muerte de Cernuda, la de Claudio Rodríguez que incluye varios poemas, todavía no en la versión definitiva, de Alianza y condena.
            El trabajo de edición de Saturnino Valladares –en su origen, muy probablemente una tesis doctoral a la antigua, esto es, de las que confunden el rigor científico con la abundancia de notas– habría necesitado una buena labor de poda. Todo lo que dice lo dice al menos tres veces: en el prólogo, en la introducción al epistolario de cada poeta y en la conclusión final (también repite el listado de cartas de cada poeta). Y de las 952 notas que añade al texto, sobran algunos centenares. Entre las utilísimas para aclarar algunas alusiones, se encuentran bastante pintorescas. “A Gimferrer le he visto únicamente dos veces”, escribe Valente en septiembre de 1963. Una llamada, la 512, nos remite a la siguiente nota: “Se refiere a Pere Gimferrer Torrens”. ¿Y a quién se va a refierir? Claro que también nos aclara que Pío Baroja es un novelista de la generación del 98, mientras que de Alfonso Canales (bastante menos conocido) solo nos dice que es “poeta y crítico”, que es lo que figura, erróneamente, en la dos primeras líneas de la Wikipedia. Habría sido interesante subrayar la importancia que el poeta malagueño tuvo en el auge de la poesía culturalista con libros como Port-Royal (1968), Reales sitios (1970) o Réquiem andaluz (1972).
            Este epistolario, como otros espléndidos epistolarios recientes (el de Gerardo Deiego y Juan Larrea, editado por Juan Manuel Díaz de Guereñu y José Luis Bernal; el de Felipe Boso con los poetas de su tiempo, editado por Juan Manuel González Fuentes), ayuda a entender –sin las interesadas manipulaciones de los críticos y, sobre todo, de los propios poetas– de la mejor manera posible la historia de la poesía española reciente y también, novela   de no ficción, los entresijos de la condición humana.

            

sábado, 10 de febrero de 2018

Españoles en Nueva York


Marcelino, muerte y vida de un payaso
Víctor Casanova Abós
Pregunta Ediciones. Zaragoza, 2017.

El payaso triste que protagoniza Candilejas, la película de Charles Chaplin, está inspirado en Marcelino Orbés, un cómico de origen español que hizo famoso el nombre de Marceline en Londres y en Nueva York a finales del siglo XIX y a principios del XX. Chaplin, de niño, coincidió con él en un espectáculo londinense, y siempre lo admiró, lo mismo que Buster Keaton, que le tuvo como uno de sus maestros en el arte de hacer reír sin decir una palabra.
Fue, durante años, una estrella en el Hippodrome neoyorquino, el teatro-circo más grande del mundo, pero su último número lo desarrolló sin público. El 5 de noviembre de 1927 se levantó muy temprano, bastante antes del amanecer; colocó sobre la maleta, su único equipaje en aquella habitación de hotel, los recortes que hablaban de sus éxitos; luego se maquilló minuciosamente, como antes de cada actuación, se puso su traje de payaso, cogió una pistola, se arrodilló ante la especie de altar que resumía su vida y se pegó un tiro. Lo encontraron bastantes horas después. En el bullicioso Hotel Mansfield, muy cerca de Time Square, nadie había oído aquel disparo, aunque fuera de madrugada, y nadie se preocupaba de aquel cliente que vivía solo y no recibía visitas.
            En Marcelino, muerte y vida de un payaso, Víctor Casanova Abós reconstruye la historia de esta sombra desvanecida, una de tantas, en el mundo del espectáculo. El libro, como las falsas novelas de Javier Cercas, no nos cuenta solo el resultado de una investigación, sino cómo se lleva a cabo. Podía haberse titulado Marcelino y Víctor, dos españoles en Nueva York. El escritor es tan protagonista como el personaje.
            El procedimiento de contarnos el making off a la vez que la historia presuntamente principal resulta ya un tanto manido, pero Víctor Casanova acierta a darle un aire nuevo. Buena parte del atractivo de estas páginas proviene de la espontaneidad y la frescura con que el autor evoca su interés infantil por el circo, sus estudios, sus relaciones familiares. Nacido en 1987, oscense como Marceline (y de ahí su interés por esta figura recordada en un periódico local), fue a estudiar un máster de relaciones internacionales a la Universidad de Columbia y acabó quedándose en esa ciudad.
            El Nueva York de hace un siglo, cuando triunfaba en ella Marceline, y el de hoy mismo, cuando tantos jóvenes ambiciosos siguen tratando de abrirse camino en ella, es algo más que escenario de buena parte de las páginas del libro: otro de los protagonistas.
            La historia de Marceline se reconstruye a partir de las páginas que los principales diarios le dedicaron y de las alusiones que aparecen en las memorias de algunos que le conocieron, como Charles Chaplin. Pero esa es una historia externa, en la que no faltan las anécdotas inventadas con fines publicitarios. En alguna entrevista, cuenta Marceline que una vez salvó al rey niño Alfonso XIII de morir aplastado por un elefante y en otra que fue la única persona capaz de hacer reír al rey de Inglaterra.
            La historia verdadera apenas si podemos entreverla: una infancia dura, en la que quizá fue vendido a un circo (como era costumbre entonces) y maltratado en los entrenamientos para hacer su cuerpo flexible para las peligrosas acrobacias; un matrimonio fracasado, del que nos queda minuciosa constancia en la demanda de divorcio de los malos tratos que sufrió su esposa; varios negocios –uno de ellos un restaurante neoyorquino dedicado a la comida española–, en los que intentó invertir sin éxito sus ganancias; un resonante fracaso en La Habana, anticipo de la progresiva desatención del público, ganado ya por el cinematógrafo y otras formas de humor; el disparo final.
            El mayor espectáculo del mundo tenía un reverso de explotación y miseria que Víctor Casanova nos va desvelando poco a poco, consciente de que la sensibilidad actual hacia los animales y las leyes sobre la protección de la infancia harían imposibles muchos de los números de entonces.
            Por estas páginas, como en tantos espectáculos, cruza alguna estrella invitada. La más llamativa es la de Houdini, el experto en fugas, cuyo espíritu todavía siguen invocando sus fieles (en una de esas sesiones de espiritismo participó el autor del libro).
            Termina Marcelino, vida y muerte de un payaso con una visita al cementerio de Kensico, a cuarenta kilómetros de Nueva York, donde el payaso triste (valga la redundancia) reposa en una tumba sin nombre. Y ahí reaparece el recuerdo de otro payaso, Lluiset, que Víctor Casanova admiró de niño y al que fue a ver de mayor a Barcelona, donde seguía actuando a pesar del parkinson y de los ochenta años. Esa evocación se cruza con la de otra figura familiar, a la que está dedicado el volumen: “Sentirse vivos implica ser conscientes de nuestra fragilidad, y hay quienes deciden no esconderse ni darles la espalda. La última Navidad que pasamos juntos, mi madre compartió una cita con los más allegados: Estamos vivos hasta el último minuto”.
            Sin trampa ni cartón está escrito este libro, autobiografía e historia, investigación y diario íntimo, junta de sombras y autorretrato con amigos, fascinante novela sin ficción.  



viernes, 2 de febrero de 2018

Roger Wolfe, mirlo y vómito


Algo más épico sin duda
Roger Wolfe
Renacimiento. Sevilla, 2017.

El valor histórico de un escritor y su interés estrictamente literario no siempre coinciden.  Roger Wolfe se inició como poeta con un libro cernudiano, simbolista, de tono menor, muy acorde con la poesía española de mediados de los ochenta, y que por eso mismo difícilmente destacaba del coro. En 1992, con Días perdidos en los transportes públicos, dio un puñetazo en la mesa, hizo temblar la fina cristalería, rompió incluso algún plato y consiguió así que todos los ojos se volvieran hacia él. Si en Diecisiete poemas hablaba –para citar el último de los textos de esa entrega inicial que se reproduce en esta antología– de “la suave inconsciencia del olvido”, “el ciego velo de la noche” o “el turbio fondo del cieno”, ahora el nuevo libro comienza de la siguiente manera: “Suena el teléfono. Manolo. Me comunica / que le han dejado un ojo como un plato”.
            Por el hueco que abrió Roger Wolfe de una patada (o de un cabezado) para airear el algo enrarecido ambiente de la poesía española, se fueron colando otros poetas, muy menores y efímeros la mayoría, pero también alguno de tanto éxito como Karmelo C. Iribarren, que limó brusquedades y añadió sentimentalismo y cotidianidad de perpetuo perdedor a la nueva fórmula.
            Algo más épico sin duda, una amplia selección realizada por el propio autor, nos permite ver lo que queda de esa poesía que escandalizó tanto en su momento (no siempre sin razón), y que tan novedosa parecía, como si no hubieran existido Carver y Bukowski y ciertos cantantes, como Lou Reed, que Wolfe cita a menudo con admiración.
            Sobra mucho –la selección no parece buscar la calidad, sino dar cuenta de todos los tonos–, pero también queda bastante. El poeta que se anunciaba en los delicados Diecisiete poemas –el título homenajea a Dylan Thomas– lo encontramos, ya maduro y esencial, en Afuera canta un mirlo o en El amor y media vuelta, pero también, disperso y como escondido, en textos de los libros anteriores. Poemas breves, secos, directos al corazón, que hablan del sinsentido del vivir o de esos instantes en que parece atisbarse la eternidad. Enumero algunos: “La poesía”,  “Epitafio”, “Cuarenta y un años”, “Deseo de ser perro”, “Las correspondencias”, “Parpadeo”.
            La antología va precedido de un extenso prólogo, lleno de pormenores autobiográficos –el autor se detiene especialmente en describirnos los lugares en que ha vivido–, de no escasos autoelogios y de algún que otro intento de justificación: “La crueldad literaria que a menudo se me atribuye no es otra cosa que un mecanismo de defensa –de ‘redención’ y ‘devolución de golpes’– a través de la escritura”. Pero para que resulte eficaz estéticamente –añade– ha de trascender “el mero exabrupto vomitivo o el energuménico berrinche aparentemente gratuito”. En su caso, más de una vez se queda en vómito y berrinche. Baste un ejemplo, el poema “El humo del infierno”, motivado por la ley de “medidas sanitarias frente al tabaquismo”, según se indica en el subtítulo. Resulta comprensible que a Roger Wolfe, fumador (raro es el poema en el que no enciende un cigarrillo), le moleste la ley que prohíbe fumar en lugares públicos para proteger la salud de los no fumadores, incluso que se desahogue en un poema (otros “intelectuales” –recordemos a Francisco Rico– lo hicieron en docenas de disparatados artículos), pero que, pasado el tiempo, decida incluir esos versos en una selección de lo mejor de su obra dice poco de su capacidad autocrítica: “España agonizaba ya, pero acabó / de morder el polvo un reciente uno de enero; / el de 2006. Una ministro, con cuyo nombre / no dejaré que esta página se manche, / flaca y seca como un pedazo de mojama, / es responsable del más grave atentado / que quinientos años de historia han conocido”. ¿El que podamos tomar algo y charlar en una cafetería sin respirar un aire lleno de humo es “el más grave atentado / que quinientos años de historia han conocido”? Un poema no tiene que ser, por supuesto, “políticamente correcto” (se entienda lo que se entienda por esa manida expresión), pero sí debe evitar decir tonterías demasiado evidentes.
            A Roger Wolfe le gustan los chistes (“Glosa a Celaya”: “La poesía / es un arma / cargada de futuro. / Y el futuro / es del Banco / de Santander”), las brutalidades escritas en el lenguaje de todos los días (“Mala hostia”) o en jerga onomatopéyica: “un mommmento / no saques el badajo todavía / y tú cachhocapullo!!! / sepárale las barras / al fiambre / y escúpele en la raja / que voy a amartillar la nikon / y abro fuego”.
            Su género favorito es el poema en prosa, según nos indica en el prólogo, “que permite fundir y confundir la reflexión, el aforismo, la nota al vuelo, el esbozo, el microrrelato, el fragmento de diario, la ensoñación, la semblanza, el retazo conversacional, la reseña, el jirón epistolar y, si me apuras hasta la lista de la compra” para convertirlo todo “en breve y densísimo multihíbrido poético que refleja mejor que ningún otro vehículo impreso el esplendor y la miseria de la condición humana”. ¿Pero qué tiene que ver una miscelánea semejante –por muy atractiva que resulte para ciertos lectores, entre los que me incluyo– con un libro de poemas en prosa? ¿Qué tienen que ver un conjunto de notas al vuelo, de reseñas, de fragmentos de cartas con los Pequeños poemas en prosa de Baudelaire o el Ocnos de Cernuda, que cita como ejemplos? Bastantes de los “poemas en forma de prosa” –así lo subtitula– que incluye en Vela en este entierro, como el titulado “Carmen Maura”, son naderías que solo se sostienen en la continuidad de un diario o de un cuaderno de notas, no aislados como “poemas en prosa”.
            Lector, si te interesa el caso Roger Wolfe, este es tu libro; el personaje, con sus luces y sus sombras, está presente en cada una de sus páginas; si te interesa solo el poeta Roger Wolfe, quizá deberías esperar a la publicación de otra antología, algo más exigente.