sábado, 24 de febrero de 2018

La novela de los Baroja


Aire de familia. Historia íntima de los Baroja
Francisco Fuster
Cátedra. Madrid, 2018.

Pío Baroja no fue una montaña solitaria, sino una cumbre en una cordillera. No se casó, pero siempre vivió en familia, una familia de tipos raros y geniales: el clan de los Baroja. Casi todos ellos escribieron y nos dejaron sus memorias. Francisco Fuster, con muy buen criterio, con gusto por la miniatura azoriniana, ha sintetizado esos miles de páginas en unas pocas, escritas en simpatía, pero sin maquillar puntos oscuros, que se leen de un agradecido tirón.
            A los barojianos, les resultarán familiares –nunca mejor dicho– muchas de las anécdotas que se cuentan en Aire de familia, pero otras no (como que la madre del escritor falsificaba su letra en algunas dedicatorias), y escucharán con agrado las ya conocidas.
            Pío Baroja pronto se convirtió en personaje y al final era casi solo el protagonista un inagotable anecdotario. Durante la última década de su vida, seguía escribiendo con la misma laboriosidad de siempre, pero todo lo que escribía resultaba una torpe caricatura de lo que había escrito antes. A sus admiradores no les importaba. Nunca se le entrevistó, se le elogió, se le visitó tanto como en esos años. Se había convertido en un mito y en un símbolo: a pesar de su actitud antirrepublicana, a pesar de sus elogios al régimen de Franco durante la guerra, representaba lo mejor de la España anterior, un anticlericalismo y un individualismo que en esos momentos podían considerarse casi revolucionarios.
            Francisco Fuster, antes de hablar de los personajes de esta peculiar tragicomedia, nos describe el escenario, las casas en que habitaron. Fueron fundamentalmente tres. A las dos de Madrid, las separa la guerra civil y representan épocas muy distintas. En los bajos de la casa madrileña en que se instalaron en 1902, estuvo primero la panadería que habían heredado de una tía, luego la imprenta y la editorial de Rafael Caro Raggio, casado con Carmen Baroja. Por esa casa de la calle Mendizábal, en el barrio de Argüelles, pasa buena parte de la mejor literatura de la Edad de Plata. Fue destruida en un bombardeo de 1937, y luego saqueada, sin que la familia pudiera recuperar casi nada de la memoria familiar allí atesorada. En ella tuvieron lugar las representaciones de El Mirlo Blanco, uno de los más destacados intentos de renovación teatral en los años veinte.
            La otra casa madrileña es la de la calle Ruiz de Alarcón, donde la familia se instaló tras la guerra civil, un lugar casi de puertas abiertas al que todo el mundo podía acudir para hacer tertulia con el escritor, convertido en una atracción pública, en un imán para atraer a tipos raros y curiosos.
            Enlazando a una con otra, y desde 1913, se encuentra la que todavía sigue en pie y albergando a los descendientes: el caserón de Itzea, en Vera del Bidasoa, donde primero pasaron los veranos y luego largas temporadas, como los años de la guerra, mientras Baroja, el Baroja por antonomasia, estaba exiliado en París.
            Francisco Fuster traza sintéticas semblanzas de los padres, Serafín Baroja y Carmen Nessi; de los hermanos, Ricardo y Carmen; de los sobrinos, Julio y Pío.
            La figura más conmovedora del clan es la de Carmen Baroja, que escribió en los años cuarenta unos recuerdos que solo se publicaron medio siglo después, Memorias de una mujer del 98. Aunque nacida en una familia culta y liberal, aunque vivió los aires renovadores de los años veinte (las mujeres se cortaron el pelo, comenzaron a practicar deportes, a conducir automóviles, a participar en ámbitos tradicionalmente masculinos), ella vivió oprimida por una madre tradicional –la matriarca del clan– que le recriminaba todo lo que aplaudía en sus hermanos: ellos podían hacer su voluntad, ella debía obedecer, quedarse en casa y estar al servicio de los varones. El matrimonio, destino natural de las mujeres de entonces, no fue una liberación, sino todo lo contrario. Su marido, el editor Rafael Caro Raggio, tenía muy claro cuál debía ser el papel del hombre y la mujer en la casa. En sus memorias, cuenta Carmen Baroja una anécdota especialmente significativa, que Francisco Fuster reproduce. Ella era una de las fundadoras del Lyceum Club (otras fueron Zenobia Camprubí, Victoria Kent o María Martínez Sierra), institución para el desarrollo cultural de la mujer. Encargada de la sección de Arte, organizó conferencias, pero no pudo asistir a ninguna: “Yo tenía la costumbre de dejar a mis conferenciantes, que fueron pocos gracias a Dios, sentados en un magnífico sillón que teníamos para el caso, detrás de una mesita con un vaso de agua y hasta alguna flor, y marcharme a casa, pues Rafael, si no estaba para la hora de cenar, que solía ser muy temprano, se ponía hecho una furia. Así que nunca me enteraba de lo que habían dicho”.
            La España de la Edad de Plata para las mujeres seguía siendo, en buena medida, la España negra. No es que Carmen Baroja tuviera que prepararle la cena a su marido –para eso estaba el servicio–, sino que tenía que acompañarle a la mesa, aunque a él le apeteciera cenar a la hora en que se celebraba el acto que ella había organizado: la actividad cultural de la mujer era un capricho que solo podía permitirse mientras no interfiriera con los caprichos del marido.
            La novela que hay detrás de las novelas de Baroja, o de los grabados de su hermano Ricardo, desafortunado aventurero, escrita sin ninguna grasa retórica ni tediosas minucias eruditas, es lo que encontramos en este breviario, que también puede leerse como aperitivo de Los Baroja, esa obra maestra del memorialismo hispánico debida a Julio Caro Baroja, la otra cumbre de la cordillera familiar. 

            

1 comentario:

  1. Poemas de hoy: Réquiem por mi gata24 de febrero de 2018, 11:47

    Mi gata se cayó por la ventana.
    Estaba vieja
    y salió a tomar el fresco
    al alféizar.
    Yo no estaba ahí para impedirlo
    –estaba lejos, también tomando el fresco–
    y amorosamente asirla entre mis brazos
    antes que, de un salto,
    se zafara.
    ¿Supo al caer que todo
    había terminado?
    ¿Que sus compañeros humanos
    no podían ayudarla?
    Solo era un gato.
    ¡Pero qué triste pensar en su cuerpo
    estrellándose contra el suelo!
    Tantos recuerdos de su graciosa compañía...
    Por la noche maulló moribunda
    hasta que la encontraron.
    Al menos así pudo despedirse,
    sentir otra vez el calor humano.

    Ya no hay que comprar pienso.


    © María Taibo

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