jueves, 27 de agosto de 2020

El bosque y yo



Los árboles te enseñarán a ver el bosque
Joaquín Araújo
Prólogo de Manuel Rivas
Crítica. Barcelona, 2020.

Joaquín Araújo, conocido divulgador de la flora y la fauna española, heredero de Félix Rodríguez de la Fuente, ha escrito un libro que es a la vez manifiesto en defensa de la naturaleza (que él llama Natura), autobiografía autopromocional y antología poética.
            Aunque el libro incluye abundantes versos de cosecha propia, en algún caso reiterados, destacan sobre todo las citas y los poemas de otros autores, una verdadera antología universal sobre el árbol y los bosques. Cuando mejor funcionan estos poemas o fragmentos de poemas ajenos es cuando se integran en la prosa. El autor cura a un corzo herido por su mastín y luego procede a liberarlo: “De nuevo en brazos lo acerqué al borde del bosque y lo dejé en el suelo. Se levantó, dio tres o cuatro pasos y se paró para mirarme. Estoy seguro de no haber recibido un agradecimiento más hermoso en mi vida. El tímido, bello, poético corzo con ojos de rara caoba me regaló en el lenguaje universal sin palabras que son las miradas una gratitud que sigue dando sentido a mi vida”. Como colofón, se recuerdan unos versos de Emily Dickinson: “Si ayudo a un desmayado petirrojo / y lo llevo de nuevo hasta su nido, / no habré vivido en vano”.
            Además de poemas, Los árboles te enseñarán a ver el bosque incluye –ya desde el título-- abundantes aforismos, entremezclados con el texto o recopilados aparte. Joaquín Araújo los denomina, con uno de esos neologismos que gusta de utilizar, “naturismos”. Quizá pecan en exceso de didactismo y buenas intenciones: “No olvidemos que nuestro primer hogar, el bosque, podría ser también el último si lo destruimos. Y llevan muy adelantada la torpeza”. También gusta de jugar con las palabras: “Los bosques solo excluyen el excluir”, “En el bosque acontece que todo es acontecimiento”.
            Los pasajes autobiográficos –cómo, por ejemplo, en 1972, gracias a un compañero del servicio militar, descubrió Las Villuercas, donde reside desde hace cuatro décadas-- se entremezclan con otros de autopromoción: de vez en cuando nos recuerda los muchos documentales que ha dirigido, las conferencias impartidas, los premios recibidos, los libros escritos, la constante labor de asesoramiento a las autoridades políticas. Baste un ejemplo de este continuo traer a cuento, venga o no a cuento, la propia labor: “Se ha escrito, filmado y fotografiado hasta el infinito a las dehesas. Y tanto a sus usos, como a los inquilinos, salvajes y domesticados, que alberga. Para quien esto escribe también ha sido un objetivo prioritario de mi quehacer de escritor y cineasta. De hecho uno de los mejores reconocimientos que este emboscado ha recibido en su vida es el premio al mejor guion del festival de cine científico de Madrid, por un trabajo sobre nuestro árbol tótem. Traer a colación este premio en un capítulo dedicado a la encina tiene dos justificaciones. Por un lado, porque los documentales premiados fueron dos. En concreto se llaman El Encinar y La Dehesa, es decir lo mismo que estamos tratando en este apartado. Pero no menos porque las dehesas que paso a describir son las que filmé hace años para esos documentales de la serie El Arca de Noé de Televisión Española”.
            Los árboles te enseñarán a ver el bosque, aunque se presenta como un libro unitario, es en realidad una recopilación de diversos trabajos, de ahí las repeticiones y los cambios de tono: hay el guion de alguna de su clases, impartida en la propia finca, y de alguna conferencia; una colaboración en la revista Adioses, que se distribuye en los tanatorios; textos escritos para distintos catálogos; un manifiesto que forma parte de las campañas de la WWF: “Exigimos que las administraciones dediquen suficientes esfuerzos económicos y pedagógicos destinados a la recuperación de las dehesas, que debe ir de la mano del plan nacional de estímulo a la ganadería extensible, la más compatible con los medios naturales”.
            Hemos ido, en buena parte, subrayando la ganga del libro, pero abundan los pasajes que contagian amor por la naturaleza, cercanos en más de un caso a la poesía en prosa. Si tuviera que quedarme con un capítulo, sería el titulado “Algunas inolvidables emboscadas”, en el que se describen diez mágicos lugares: los cerezos del valle del Jerte; la laurisilva de Garajonay, en La Gomera; Muniellos, “el bosque más bosque”; los hayedos de Irati, al norte de Navarra; la dehesa de sabinas de Calatañazor; los sotos del Ebro en Cantalobos; los pinos naranja de Valsaín, en el Guadarrama; la cacereña lorera de La Trucha (“Solo un círculo / de eternidades, / mide el tiempo / de estos árboles / escondidos en / las gargantas / de la sierra); los alcornocales de la Almoraima, al sur de la provincia de Cádiz; los olivares de Jaén, que cantó Miguel Hernández, y las dehesas de Cabañas del Castillo, en Las Villuercas.
            Y no menos sugerente resulta otro capítulo, “El año del bosque”, sobre el sucederse de las estaciones y los cambiantes colores de la vegetación: “Marzo es malva por los billones de flores del brezo rubio.  Abril chisporrotea en amarillos por las flores de retamas negras, encinas, alcornoques y melojos. Mayo resulta blanco por las jaras”.
            Los árboles te enseñarán a ver el bosque enseña a mirar, a escuchar, a oler, a admirar, contagia amor por la naturaleza, algo que lleva haciendo Joaquín Araújo – y por todos los medios a su alcance-- desde hace más de cuarenta años.  
             

jueves, 20 de agosto de 2020

Versión femenina



Antes que sea tarde
Carmen Parga
Renacimiento. Sevilla, 2020.

Pocas veces la ironía histórica se ha mostrado más claramente que en el exilio a la Unión Soviética de los comunistas españoles tras la derrota en la guerra civil. Creían llegar casi al paraíso en la tierra y se encontraron con una aproximación congelada al infierno. Muchos han contado ese desengaño, que solía ir seguido de la conversión al más fanático anticomunismo. La España de Franco acogía con entusiasmo a los conversos.
            Cuando Carmen Parga escribe sus recuerdos, en los años noventa, ya la democracia, o algo parecido, ha vuelto a España y se ha derrumbado la Unión Soviética. No corre ningún riesgo por desvelar las miserias del comunismo real, un tópico reiterado hasta la saciedad en las democracias capitalistas, las únicas que parecen posibles.
Carmen Parga se había casado con uno de los personajes más destacados de la España republicana, Manuel Tagüeña, estratega de la batalla del Ebro. Físico de formación, estudió medicina en el exilio y era una de las cabezas mejor formadas de su tiempo. Tagüeña, muerto en 1971, quiso que sus memorias, Testimonio de dos guerras, quedaran inéditas hasta que pudieran ser publicadas sin servir de arma propagandística al franquismo. Carmen Parga escribe las suyas tiempo después y comienza contrastándolas con las de su marido. Frente a unas memorias escritas “en la plenitud de los cincuenta y ocho años, de un hombre con una memoria increíble”, memorias que constituyen “un verdadero tesoro de datos y narraciones de un indudable valor histórico”, las suyas –escritas a los ochenta años, “antes que sea tarde”-- constituirían solo “una versión femenina de un episodio de la gran aventura vivida por los españoles que perdimos la guerra y fuimos lanzados al exilio”.
            Pero Carmen Parga nunca se limitó a ser –según era la norma entonces y hasta casi ayer mismo-- la compañera del gran hombre. Tenía personalidad propia. Nacida en La Coruña en 1914, deportista, activa militante política, representaba a la nueva mujer de los años republicanos, la que no se conformaba con el papel tradicional y quería compartir protagonismo, de igual a igual, con el varón. Aunque en lo fundamental estuviera de acuerdo, ya nos afirma en el prólogo que puede haber alguna discrepancia entre su testimonio y el de su marido, que no ha querido releer, porque la visión de ambos no siempre fue enteramente coincidente.
            Carmen Parga centra sus recuerdos en los años que pasó en los países comunistas, tras el final de la guerra civil y antes de lograr viajar a México, donde reharía su vida y la de su familia. Fueron diecisiete años en los que vivió otra guerra, aún más cruel que la primera.
            ¿Y cómo es la “versión femenina” de esos años terribles? ¿Una versión doméstica, al margen de las grandes decisiones históricas? Hoy no hablaríamos de versión femenina, sino de una versión de la historia –de la intrahistoria-- que no deja de lado la cotidianidad, los problemas domésticos del día a día.
            Carmen Parga sabe contar y lo hace con brevedad y verdad, sin levantar la voz, sin peroratas ideológicas y con toques de humor, a pesar de tantos episodios trágicos.
Se han publicado docenas y docenas de testimonios sobre la guerra civil y el exilio, parece que estamos cansados del tema, y sin embargo estas páginas –que no cargan las tintas, aunque podrían-- nos seducen desde las primeras líneas.
            Aparte de la Unión Soviética, Carmen Parga y su marido conocieron la Yugoslavia de Tito y, años después, Checoslovaquia. De primera mano, nos cuenta el cerco que Stalin  a Tito, quizá el único dirigente comunista que no era un títere suyo, y luego las purgas en Checoslovaquia, a la manera de las que habían tenido lugar en Rusia.
            Todavía sigue asombrándonos –enigmas de la condición humana-- que Stalin considerara como principales enemigos del comunismo a los más fieles seguidores del comunismo y que estos –o buena parte de ellos-- bajaran la cabeza, pidieran perdón por culpas inexistentes y fueran al patíbulo sin un gesto de protesta.
            Carmen Parga muestra su extrañeza ante ese hecho incomprensible, que intenta explicar refiriéndose al “síndrome de Estocolmo”. También trata de explicar por qué, durante tantos años, los comunistas españoles que conocían de cerca la vida en Rusia siguieron cantando sus maravillas. ¿Temor, miedo a perder determinados privilegios? En buena parte, se debía a la capacidad del ser humano para engañarse a sí mismo y a la dificultad de reconocer que nuestros sacrificios fueron inútiles, que se ha seguido un camino equivocado.
            Pero lo que importa de Antes que sea tarde no son las reflexiones ideológicas, ni las denuncias de un mundo que hace tiempo que conocemos en su desnuda verdad,  sino las pequeñas anécdotas, el talante de la autora, su ir conociendo y aceptando muy diversas tradiciones culturales, el encuentro con la buena gente, con la que sufre y padece la historia que otros maquinan en sus despachos de ventanas clausuradas por la ideología.
           
           


jueves, 13 de agosto de 2020

Un cuento de terror



Este virus que nos vuelve locos
Bernard-Henry Lévy
Traducción de Núria Molines Galarza
La Esfera de los Libros. Madrid, 2020.

El pensamiento avanza, si es que avanza, a trompicones, como todo en esta vida. Los dogmas tradicionales de la izquierda fueron puestos en solfa en mayo del 68, pero esa corriente liberadora y antisistema no tardaría en convertirse en un nuevo dogma. Los llamados “nuevos filósofos” reaccionaron subrayando las grietas de la nueva construcción ideológica.
            Uno de esos filósofos, Bernard-Henri Lévy, publica ahora un vibrante panfleto contra lo que parece haberse convertido en la nueva verdad revelada para los políticos de izquierda o de derecha: “La vida está antes de la economía”, o dicho con otras palabras: “Hay que combatir la actual pandemia aunque el remedio cause más daño que la enfermedad”.
            No en todos los países, por supuesto, se ha actuado igual. Pero el caso de Nigeria que cita Lévy, tan evidentemente monstruoso, solo lleva al extremo la doctrina que parece haberse universalizado: “Nigeria, sobre la que unas semanas antes publiqué un artículo dedicado a las masacres de los pueblos cristianos a manos de yihadistas fulanis, contabilizaba, a mediados de abril de 2020, según la agencia de noticias francesas AFP, doce muertos por el virus y dieciocho personas asesinadas por las fuerzas de seguridad por no respetar el confinamiento”.
            Lo que le aterra a Lévy, lo que nos aterra a todos los que no hemos perdido la capacidad de razonar, no es lo que ha ocurrido en los países dictatoriales o inmersos en conflictos internos, sino en la democrática y civilizada Europa; la facilidad con que la izquierda y la derecha han aceptado, para presuntamente preservar la salud, el recorte o la directa eliminación de derechos fundamentales y, en más de un caso, no de manera provisional (“hasta que haya una vacuna”, como se acostumbra a repetir), sino de manera definitiva, como la “nueva normalidad”.
            A Bernard-Henry Lévy le preocupa, por supuesto, una pandemia, aunque no es la primera (después de la “gripe española” de hace un siglo –con sus cincuenta millones de muertos--, hubo otras: la gripe asiática con diez millones de muertos, la gripe de Hong-Kong, con un millón, todas más dañinas que la actual) ni será la última; no critica las imprescindibles medidas de confinamiento que se tomaron para contenerla.
            Critica solo las que, además de exageradas y absurdas, resultan evidentemente dañinas. Critica el que las autoridades sanitarias se hayan puesto al servicio de los intereses políticos y consideren más grave que muera un único anciano con Covid a que lo hagan cien o doscientos en sus casas o en  residencias por cualquier otra enfermedad o por falta de atención. Un solo muerto de Covid ocupa las portadas de los periódicos y abre los telediarios; cien muertos por otras enfermedades, aunque hayan sido desatendidos y no fueran muertes inevitables, ocupan únicamente, cuando lo ocupan, un rincón perdido en cualquier página.
            La epidemia de la Covid ha venido acompañada de otra que no daña los cuerpos, sino las mentes. En distinto grado, más en unos países que en otros, la humanidad parece haber renunciado a pensar.
            Las autoridades políticas se escudan en las autoridades sanitarias para blindar de cualquier crítica sus decisiones. Si habla la ciencia, los demás no tenemos más que bajar la cabeza y obedecer. Pero “la ciencia” ni antes ni ahora ha hablado con una sola voz: avanza contradiciéndose, discutiendo, formulando hipótesis que a menudo acaban refutándose.
            A la hora de realizar una operación, los médicos informan al paciente (o a sus familiares) de los riesgos y este debe dar su conformidad. En el caso de las medidas públicas para contener una enfermedad, la autoridad política, que representa a los ciudadanos, debe sopesar los riesgos, los efectos secundarios, antes de promulgarlas.
            Las medidas preventivas deben tener en cuenta aquello en lo que coincide la comunidad científica, no todo lo que ha afirmado algún presunto “científico” y que circula por la red: que quien hace deporte en solitario, por citar un ejemplo, va dejando una estela con su agitada respiración que puede infectar a personas a muchos metros o quilómetros de distancia y por eso debe llevar mascarilla aunque corra en medio de un apartado bosque.
            Las mascarillas, las famosas mascarillas, han pasado en menos de dos meses, de no ser recomendables para la población en general a convertirse en la panacea, en un talismán de efectos mágicos, que no te protege a ti –y aquí está lo más peligroso--, sino que protege a las demás. En los telediarios, a continuación de la información de una nuevo brote en algún lugar de Castilla y León se muestran imágenes de una discoteca de Barcelona en que los jóvenes bailan sin mascarilla y se hace pensar a los espectadores que alguien puede contagiarse en su pueblo porque un irresponsable no se pone la mascarilla mientras practica el montañismo a mil quilómetros de distancia.
            Bernard-Henri Lévy cita a Foucault, el autor de libros como Vigilar y castigar, cita a Platón, cita la Torá, compara los elogios actuales al París sin contaminación del confinamiento con los que los colaboracionistas hacían del Paris de la ocupación, pero no hace falta muchos argumentos para criticar la deriva del mundo: basta con conservar el sentido común, basta con no haber sido infectado por el virus mental que ha acompañado al corona virus.
            Se compara el uso actual de las mascarillas con el del preservativo para prevenir el Sida. “Póntelo, pónselo” era el eslogan de entonces y el que se quiere aplicar ahora en países como España.
Pero el Sida, que aterró al mundo, no le volvió loco y la gente entendía que el preservativo debía colocarse en el momento de las relaciones sexuales, no salir de casa con él ya puesto, por si acaso aparecía una ocasión de ligar. Ahora las mascarillas, al contrario que el preservativo, se pretende que se usen cuando son necesarias y cuando no lo son, “por si acaso”. Y se incita a la población a vigilar, denunciar, y quizá se llegue un día a linchar, a quien no la lleva, aunque no la lleve por razones sanitarias (problemas respiratorios) y por innecesarias, ya que mantiene en todo momento la distancia de seguridad.
            Bernard-Henry Lévy no es el único que se atreve a advertirnos del abismo al que nos dejamos precipitar (la dictadura sanitaria en que se están convirtiendo las democracias, al contrario que las dictaduras tradicionales como la china, permiten la discrepancia, aunque no cerca del altavoz), pero no parece esas advertencias vayan a tener mucho efecto. Al pensamiento libre se prefiere mayoritariamente la sumisión voluntaria. Para evitar riesgos, dicen. El miedo impide ver que los riesgos de ese sometimiento con los ojos cerrados, un sometimiento que se quiere sin fecha de caducidad, resultan infinitamente mayores que los de la actual pandemia.

jueves, 6 de agosto de 2020

sábado, 1 de agosto de 2020

Poesía de hoy, palabra de ayer



Hijos de la bonanza
Rocío Acebal Doval
Madrid. Hiperión, 2020.

Hay una cierta discrepancia entre el mundo y el lenguaje de Rocío Acebal, entre lo que dice y el modo en que lo dice. Los primeros de Hijos de la bonanza versos remiten al poema más conocido de Antonio Machado: “Mi infancia son recuerdos de un patio en las afueras / y un huerto descuidado en la ventana; / mi juventud, veinte años de cuadernos de inglés”. En otro poema, “Lo que no pudo ser”, menciona y parafrasea a Jaime Gil de Biedma, y no falta –en la poesía satírica y en ciertos giros prosaicos-- el eco de Ángel González.
            Por su manera de decir, por su búsqueda de la claridad, por su rechazo del experimentalismo, Rocío Acebal no desentonaría en ninguna antología de poetas de los años ochenta. Pero su mundo es otro, el del siglo XXI ya bien avanzado, con la mujer, hasta casi ahora mismo con un papel de reparto en el mundo de la cultura, exigiendo protagonismo.
            En la primera parte del libro, predomina el tono reivindicativo y a menudo costumbrista. Muchos de estos poemas tienen un valor quizá más sociológico que estrictamente literario. La autora aspira a ser portavoz generacional, o más bien de un grupo generacional, el de los hijos e hijas de la bonanza a los que alude el titulo: “Somos lo que la prensa llamaría / ‘mujer de nuestro tiempo’: / sabemos tres idiomas, hemos hecho / un Erasmus en Francia y unas prácticas / de verano en Finlandia, / hablamos de la clase en nuestras clases / de Historia o de Derecho, / vamos de cuando en cuando a alguna mani / y arreglamos el mundo / cargando con botellas de cristal”. En algunos poemas, como “Raíces”, el que el tono se hace más personal, se dejan de lado generalizaciones, y el interés aumenta.
            La sección segunda, la más breve, puede considerarse como un divertido intermedio. La poeta satiriza el mundo literario y lo hace con gracia y buen conocimiento del medio. El poema final, “Arte poética”, intenta levantar el vuelo de la dicción, pero resulta conceptualmente algo impreciso. Parece indicar que, a la belleza externa del poema (“el cerezo / cubierto por la flor de primavera”), prefiere “la paciencia tejida en sus raíces, / el tronco poderoso frente al viento, / las ramas cobijando sus nidos en la lluvia”, esto es, resistencia y hondura. Los endecasílabos finales suenan bien, pero solo eso; remiten a un tipo de dicción garcilasista a la que Rocío Acebal se muestra por lo general ajena: “Observa ahora el manto del aroma, / cadáver a los pies de esa entereza, / y dime de qué sirve su artificio”. ¿Un artificio la belleza del cerezo “cubierto por la flor de primavera”? De ahí que hablemos de imprecisión conceptual.
            En la tercera parte, siguen los poemas satíricos, pero ahora no se caricaturiza el mundo literario, sino las relaciones de pareja. En “Noche de ronda” se le da la vuelta a un poema de Luis Alberto de Cuenca, un poeta a la vez admirado y detestado, admirado por su alacridad formal y detestado por su sofisticado machismo. Hay algún epigrama que cumple con todas las condiciones del género, como “A un poeta de bar”, y un prescindible haiku, esa nadería más o menos japonesa tan de moda (“Borro el mensaje. / Es extraño pensar / lo que te digo”), pero también algunos espléndidos poemas de amor que vuelven memorable el volumen más allá de sus gracias ocasionales y de su valor como síntoma del cambio social.
            Una nueva generación toma la palabra en Hijos de la bonanza. Rocío Acebal, nacida en 1997, habla desde su condición de mujer (“Borracha y despeinada, con el sujetador / al aire y el labial corrido, escupí en el lavabo / la saliva del beso que nunca debí darte”), no imposta la voz, como tantas durante tanto tiempo, para escribir una poesía universal, al margen de la adscripción genérica. El hombre, un singular que antes valía por la humanidad entera, ha dejado de representar al ser humano en general; ahora puede representársela también hablando en femenino.
            Hijos de la bonanza es un libro de poesía joven que no se limita a ser joven, sino que con frecuencia es también poesía, aunque de estética no demasiado joven.