jueves, 30 de diciembre de 2010

Para niños de cualquier edad


Jesús Cotta, José María Jurado y Javier Sánchez Menéndez
Poesía para niños de 4 a 120 años
Antología de autores contemporáneos
La isla de Siltolá, Sevilla, 2010



La mejor poesía para niños no ha sido escrita expresamente para niños. Partiendo de ese presupuesto, Jesús Cotta, José María Jurado y Javier Sánchez Menéndez –los tres poetas, los tres autoantologados— han preparado una selección de poesía contemporánea para lectores de todas las edades.
“Nunca se es lo bastante grande para dejar de ser niño”, afirman al comienzo de un prólogo en que no faltan las frases brillantes y donde quizá sobra el voluntarismo optimista: “La poesía es un teléfono móvil que se recarga con los buenos sentimientos; en su agenda solo hay bellas impresiones y números mágicos para hablar, aquí y ahora, con el más allá del hombre y con el más acá del niño”.
La selección comienza con Pablo García Baena y termina con Tomás Rodríguez Reyes, un poeta que aún no ha cumplido treinta años. Los nombres conocidos alternan con los desconocidos, pero los poemas memorables los firman casi siempre los primeros. Para el lector habitual de poesía no hay, por lo tanto, descubrimientos, pero el que no frecuenta las antologías de poesía contemporánea puede encontrarse con más de un deslumbramiento.
Aquilino Duque, con sentido del ritmo y brillante palabra, evoca antiguos veranos y sabe encontrar la concisión emocional de la poesía popular: “Ojos que no son tus ojos / dime para qué los quiero”.
Del “Pozo oscuro de los sueños” nos habla Antonio Colinas con imaginería que viene de los cuentos tradicionales: “Amable duendecillo de los bosques, / remoto brujo, pájaro agorero, / hadas, amigos de mis horas dulces, / llevad lejos de mí este desamparo, / venid con vuestras pócimas y ungüentos, / cegad con varas mágicas el sol”.
De Miguel d’Ors se selecciona un clásico, su “Pequeño testamento”, una enumeración de maravillas cotidianas (con técnica próxima a la greguería: “los flamencos como claves de sol de la corriente, / las avispas, esos tigres condensados…) que concluye con la ironía final: “Todo para vosotros, hijos míos. / Suerte de haber tenido un padre rico”. También otros dos poemas familiares que trata de eludir el tópico y dejar intacta la emoción: “Los abuelos” y “Respuesta a mi hija Laura”.
Fernando Ortiz recrea viejos romances en “El colegio” y parafrasea a Antonio Machado: “En la calle hay una casa, / la casa tiene un balcón / y al balcón se asoma un niño / entre geranios en flor”.
Eloy Sánchez Rosillo se entretiene mirando las cambiantes nubes: “Ahora, mano entreabierta me pareces, / y ahora un hombre que abraza a una mujer. / Pero sigo observándote / y eres, de pronto, un perro, / un caballo que salta, / rosa, barco en la niebla, una paloma, / mapa de dónde, rostro / medio oculto de quién”.
Los tres poemas de Luis Alberto de Cuenca nos muestran su aspecto menos frívolo y se acercan a la oración y al himno: “Álzate, corazón, consumido de penas, / levántate, que sopla un viento de esperanza / por el mundo, llevándose con él tus inquietudes / y la costra de angustia que apaga tus latidos”.
Javier Salvago, que tuvo su momento en los ochenta y hoy está un tanto olvidado, constituirá una sorpresa para muchos. Pocas veces la maestría técnica está más cargada de emoción, más ajena al mero virtuosismo. Su sonetillo trisílabo “Evocación y elegía” puede competir sin riesgo con el justamente célebre en que Manuel Machado define al verano.
De los barcos “que llegan sigilosos al muelle” y que tienen “algo de símbolo y de fácil metáfora” nos habla Felipe Benítez Reyes, un poeta brillante siempre y casi siempre convincente.
Amalia Bautista sueña la casa de su infancia y acaricia los pies de sus hijas, en un poema al borde del fácil ternurismo: “Los tienen a estrenar. Y me conmueve / pensar en cada paso que aún no han dado”.
De los tres villancicos de José Mateos, destaca el primero: “Qué buen televisor / es mi ventana. / Me tiene aquí plantado / esta mañana”.
Juan Bonilla firma el más breve de estos poemas, casi un cuento con moraleja: “Un muñeco de nieve / está tomando el sol. / Ya se arrepentirá”.
“La cabalgata de Reyes”, con sus pequeños detalles exactos y su toque costumbrista, le sirve a José Luis Piquero para hablarnos del desconcierto de vivir: “¿Será esa sensación de que están todos / perdidos menos yo, de que van todos / en dirección contraria, lo que siente / también un niño al dejar de creer?”. Muy otro es el tono de “Figuras de madera en la clase de matemáticas”, un poema conceptual y plástico, uno de los más destacados de la antología.
La selección de Enrique García-Máiquez no le hace demasiada justicia, aunque se agradece el ingenio y el arte deliberadamente menor de “Mayo”.
No es enteramente una antología esta antología. Algo tiene de acumulativo centón. Y de confundir la poesía para niños con poemas sobre niños o sobre animales. Al niño de la poesía, tanto o más que la letra, le gusta la música. Y en la letra le gustan los coloristas disparates, los absurdos, los sustos. Nada menos de su gusto que las algodonosas nostalgias adultas de los días de infancia.
En Poesía para niños de 4 a 120 años hay efectivamente poesía para niños de todas las edades. Pero hay que encontrarla. Los complacientes antólogos –si se incluyen a sí mismos a qué amigo iban a dejar fuera— no nos facilitan demasiado el trabajo.

jueves, 23 de diciembre de 2010

Isabel Escudero: De todos y de nadie


Isabel Escudero
Nunca se sabe
Pre-Textos, Valencia, 2010


La poesía popular ha inspirado mucha gran poesía: recordemos, por citar solo un ejemplo, a los hermanos Machado, hijos de uno de los primeros folcloristas españoles, Antonio Machado y Álvarez. Los poemas de Isabel Escudero –los de su último libro, los de todos sus libros—s indica la nota preliminar, “en los juegos de sabias polimetrías, asonancias y otros trucos que de la poesía anónima nos han quedado”. Siguiendo a su maestro y mentor, Agustín García Calvo, considera que el pueblo, “al no ser nadie, es el solo dueño de la lengua viva”.
Lo que Isabel Escudero considera “el pueblo” –término ambiguo y confuso donde los haya— es la sociedad rural extremeña en que vivió su infancia. Las coplas, los cantes y los dichos que oyó entonces resuenan continuamente en sus versos. El uso y abuso del diminutivo remite quizá a lo que de infancia recuperada hay en estos poemas: “Niñez lejana: / de chiquita que era / hoy me llena la casa”.
Pero no solo hay neopopularismo (a ratos un tanto artificioso) en Nunca se sabe. Una de las secciones del libro se titula “Farolillos y candiles” y la breve nota que lo explica sirve para aclarar tres de las cuatro direcciones en que se mueve el libro: “Los farolillos son coplas breves con cierto carácter oriental que recuerdan en tono y tema a los haikus, pero en variantes acopladas de rimas generalmente asonante y las medidas de nuestras coplas tradicionales. Los candiles, coplas breves de corte andaluz que recuerdan a las de los varios palos del flamenco; y otras veces a coplas y sentencias castellanas al estilo de Dom Sem Tob”.
Ejemplos de “farolillos”: “Pradera blanca: / la vaca con su aliento / deslíe la escarcha”, “Calentura del ocaso ardiendo / entre las ramas / del saúco enfermo”. Ejemplares resultan las versiones propias de haikus clásicos, como los de Issa Kobayasi: “Viejo y soltero: / por el roto de mi manta / se cuela febrero”, “Con el deshielo / un río de niños / inundó un pueblo”. Isabel Escudero, como antes hicieron los poetas de los años veinte, adapta el haiku a la tradición española, sin tratar de mimetizar unas fórmulas métricas y expresivas. No es extraño por eso que algún presunto haiku de Issa remita más bien a García Lorca. “El jilguerillo / para herir al sol / trina amarillo”, escribe Isabel Escudero; y Lorca: “Escucha el débil trino / amarillo / del canario”.
No faltan las adivinanzas en esta, a veces solo presunta, recreación de la poesía popular: “Dos cosas tengo yo / que no costaron un céntimo: / una es negra y va por fuera, / otra blanca y está dentro: / una la perderé un día / y con ella yo me pierdo, / y entonces será la otra / la sola cosa que os dejo”. La solución viene indicada al final: se trata de la sombra y el esqueleto. Algunas de estas adivinanzas, concisamente memorables, merecían hacerse populares: “Ni sale / ni entra; / se mueve / y está quieta”, “¿Cómo se llama este juego / que solo por jugar / ya pierdo?”.
Dos secciones del libro interrumpen esta sucesión, a ratos un tanto monótona, de formas breves: “Flor de vejez” y “De las mujeres”. La primera comienza con una recreación de “Anímula vágula, blándula…”, el famoso poema atribuido al emperador Adriano: “Seas tú, almita mía, / como flor del azafrán, / tan poca cosa, que apenas / a ras de tierra naces, / en manos de mujeres / te deshaces. / No sepas tú cuánto sabor / deja tu huella / donde quiera que desmenuzándote / te me mueras”. No es el único caso en que se recrea un poema ajeno. “Los ojos de las rosas” ofrece una versión, menos afortunada que el original, del cernudiano “Los espinos”: “Verdor nuevo los espinos / tienen ya por la colina, / toda de púrpura y nieve / en el aire estremecida. / Cuántos ciclos florecidos / les has visto; aunque a la cita / ellos serán siempre fieles, / tú no lo serás un día”. El poema de Isabel Escudero, deliberadamente menos rotundo, como deshilachado, dice así: “Mira otra vez el rosal florido, / abiertos ya los ojos de las rosas / que te miran ahí pasmada. / Habrá un día en que faltes a la cita, / y ellos ahí seguirán abriéndose / sin ti, los ojos de las rosas”. Al Antonio Machado de Soledades se remite –a veces con la explicita inclusión de algún verso: “¿Y ha de morir conmigo…?”— en otros casos. De fantasmas y de muertos familiares y de la muerte que acecha hablan estos poemas doloridos y en voz bajan que en ocasiones no dudan en bordear la falacia patética ni desdeñan el toque costumbrista.
“De las mujeres” comienza con un homenaje a Safo (“Safó” escribe ella siguiendo la pedantería de su maestro) y, aparte de bien humoradas muestras de poesía erótica (“Le alzó las faldas / para tocar el misterio, / pero el misterio / dejó unas plumitas / y alzó el vuelo”), incluye una “Guirnalda de flores y frutas” que no habría desdeñado firmar alguno de los poetas de la Antología palatina.
Como un centón inagotable este Nunca se sabe de Isabel Escudero, que no escasea en trivialidades, excesivas familiaridades y algún ternurismo prescindible, pero que casi en cada página nos ofrece un hallazgo memorable, una punzante, dolorida maravilla. ¿Habría sido mejor que la autora filtrara críticamente las “coplas, versos, proverbios, acertijos o canciones que se le escapan a rachas al menor tropiezo”? Tal vez sí. Pero corríamos el riesgo de dejar fuera, entre las piedrecillas, algún diamante. Nunca se sabe.

jueves, 16 de diciembre de 2010

Charles Simic: Las calles y los libros


Charles Simic
Una mosca en la sopa
Vaso Roto Ediciones, Madrid-México, 2010
Traducción de Jaime Blasco



En una ciudad en guerra transcurre la infancia de Charles Simic. Su primer recuerdo coincide precisamente con un bombardeo: “El 6 de abril de 1941, cuando tenía tres años, cayó una bomba en el edificio de enfrente a las cinco de la mañana y provocó un incendio. Belgrado, mi ciudad natal, tiene el dudoso privilegio de haber sido bombardeada por los nazis en 1941, por los aliados en 1944 y por la OTAN en 1999”.
Como para los poetas españoles del cincuenta, para Simic una infancia vivida durante la guerra, incluso durante la más cruel de las guerras, puede no ser la peor de las infancias: “Era completamente feliz. Mis amigos y yo teníamos muchas cosas que hacer durante el día y tiempo de sobra para hacerlas. No había colegio y nuestros padres estaban ocupados o sencillamente no estaban. Vagábamos por el barrio, trepábamos por las ruinas y supervisábamos el trabajo de los rusos y de nuestros partisanos. Todavía quedaba algún francotirador alemán aquí y allá. Cuando oíamos disparos echábamos a correr. Había equipamiento militar por todas partes. Las pistolas habían desaparecido, pero quedaban otras cosas. Me hice con un casco alemán. Llevaba cartucheras vacías. Tenía una bayoneta”.
Charles Simic cuenta cómo se hizo poeta y cómo se hizo americano (“una patria se elige”) con humor y sin patetismo alguno, aunque no falten en su vida los episodios patéticos. El título que da a sus memorias, Una mosca en la sopa, tan poco convencional, ejemplifica bien una concepción de la literatura que no quiere condescender demasiado con lo que habitualmente se entiende por literatura. El editor de una de las revistas a las que enviaba sus primeros poemas, se los rechazó con una nota en la que decía: “Querido señor Simic, es obvio que es usted un joven inteligente. ¿Por qué pierde el tiempo escribiendo sobre cerdos y cucarachas?”.
Sobre cerdos y cucarachas, y sobre muchas otras cosas, escribe Simic en estas memorias, donde los sueños tienen tanta importancia como lo que convencionalmente se entiende por realidad.
Acierta al ensayar distintas técnicas, al no pretender darle unidad formal a la obra. Tras un primer capítulo reflexivo, el segundo toma como pretexto una fotografía, que se reproduce, de su padre “vestido de esmoquin con un lechón debajo del brazo”. Lo que sigue es un relato de apenas dos páginas en el que se entrelazan costumbrismo y surrealismo. Se nota que el autor ha sentido la tentación de redondear la anécdota, de hacer ficción a partir de pequeños detalles exactos. No es lo más frecuente. A menudo los capítulos se fragmentan en anécdotas, sueños, encuentros con personajes curiosos, y el lector adivina que podrían ser el germen de una historia y que el autor renuncia a desarrollarlos porque no quiere que sus memorias se conviertan en una novela de autoficción (aunque algo de eso tienen).
Uno de los capítulos reproduce el diario que llevó durante su estancia como policía militar, a principio de los años sesenta, en una pequeña localidad francesa. También escribió poemas entonces, nos dice, pero de los poemas se deshizo “hace mucho tiempo”. No tiene nada de extraño: la poesía, si no es gran poesía, envejece peor que la prosa sin demasiadas pretensiones; algo semejante ocurre con la fotografía artística y la meramente documental.
“La tristeza y la buena comida son incompatibles”, comienza otro de los capítulos, donde hace un recuento de algunos de los momentos felices que tuvieron que ver con la comida: “La mejor conversación es la que se celebra en torno a una mesa. La poesía y la sabiduría son meros acompañamientos. Las auténticas musas son los cocineros”.
De literatura, de religión, de política se habla en este libro. También de presentimientos y de sueños. Y se hace con sensatez, sin generalizaciones abusivas, sin acentuar un anticomunismo que no necesita ser subrayado. A algunos lectores les interesará conocer las lecturas que llevaron a Simic a ser el poeta que es (curiosamente el libro decisivo en su formación fue una antología de poetas latinoamericanos), pero para la mayoría los pasajes más interesantes son aquellos en los que aparecen los personajes de su familia, comenzando por el padre, un culto y seductor tarambana.
Muy precisos resultan los retratos del París en que su familia se refugió antes de lograr llegar a Estados Unidos, o de Chicago, “el mercadillo de todas las contradicciones que América podía ofrecer”.
“Mis mejores maestros, tanto en arte como en literatura, fueron las calles por las que vagué”, afirma. Las calles y los libros: “No sería demasiado exagerado afirmar que no soltaba los libros ni para mear. Leía hasta quedarme dormido y seguí leyendo cuando me despertaba. Leía en el trabajo, con el libro escondido entre los papeles de la mesa o en un cajón entreabierto. Leía de todo, desde Platón a Mickey Spillane. Creo que me enterrarán con un libro en la mano. Puede que el más apropiado sea El libro tibetano de los muertos, pero preferiría cualquier manual de sexualidad o los poemas de Emily Dickinson”.
“A estas alturas del siglo la historia de mi vida no parece tener nada de particular”, comienza. Si quiere decir que hubo quienes lo pasaron peor y no tuvieron un final feliz, tiene toda la razón. Pero pocas vidas tan particulares como la suya y tan divertida, disparatada e inteligentemente contadas.

jueves, 9 de diciembre de 2010

Agustín de Foxá: Pirotecnia, fascismo y magia


Agustín de Foxá
Nostalgia, intimidad y aristocracia
Fundación Banco Santander, Madrid, 2010
Introducción y selección de Jordi Amat



Alrededor de la obra de Agustín de Foxá corren algunas leyendas. La principal, que sus ideas políticas le han condenado al olvido y a la marginación. Pero Foxá, que conoció el éxito en vida y luego el habitual período de purgatorio, siempre ha contado con defensores y los más apasionados no han solido encontrarse entre sus compañeros de ideología. Cierto que nunca nadie le ha colocado a la altura de Valle-Inclán o de Lorca, pero es que él no era Valle-Inclán ni Lorca, sin que eso suponga restarle mérito alguno.
La fama le llegó cuando puso toda la pirotecnia fastuosa de su estilo al servicio de la causa franquista, con la que tras la victoria mantendría ciertas distancias. Fue todo un personaje: las anécdotas que se cuentan de él, ciertas o apócrifas, llenarían un volumen. No falta quien piense que, como Oscar Wilde, puso el talento en su obra y el genio en su vida.
Madrid de corte a checa, su título más famoso, no es una gran novela, aunque sí una buena novela, espléndida en la primera parte, lastrada por el maniqueísmo cuando se convierte en un arma más de los sublevados contra la República.
Sus poemas, siempre de espléndida retórica neomodernista, a veces dan la sensación de haber nacido viejos, pero nunca pierden su encanto, especialmente cuando se llenan de enfermiza nostalgia por un tiempo pasado que quizá no ha existido nunca.
A mediados de los años cuarenta –cuando el escritor está a punto de cumplir cuarenta años— de los varios Foxá que había en Foxá solo parece quedar vivo el articulista. “Si algo he hecho literariamente, creo que ha consistido en llevar la poesía al periodismo”, declaró alguna vez. Y no hay artículo suyo, por mucho que discrepemos de las ideas que manifiesta, que no nos admire, que no sea una pequeña obra maestra.
El conservador Foxá, el defensor de los valores tradicionales, fue un personaje que nada tenía de convencional. Su amigo Curzio Malaparte lo reflejó de magistral manera en Kaputt: ahí le vemos gozoso, hedonista, ingenioso y maledicente, tan a gusto en medio de la Rusia arrasada por los nazis como si estuviera en una fiesta mundana. “Desayunamos en el antiguo Centro Judío –nos dice en uno de sus artículos—. Y aún queda algo de la tristeza errante de Israel por estas salas desnudas”. No podía ignorar Foxá, que había escrito bellas páginas sobre los sefarditas, donde estaban en aquel momento los judíos que antes poblaban aquellas salas, pero eso no le impedía beber y reír con quienes los estaban exterminando.
En los últimos años de su vida –como escribe Marino Gómez Santos— “la tristeza romántica se había tornado en amargura, tomaba una actitud radical debido a la vida sentimental que no le fue propicia y se desahogaba escribiendo poesía satírica, anónima, como un libelista quevedesco”.
Algo –bastante— de escritor frustrado hay en Foxá. “¿Qué ha quedado de su curiosidad selectiva para lo abultado, abigarrado, terrible, inefable o grotesco en su obra literaria?”, se preguntaba Dionisio Ridruejo, que lo trató casi cotidianamente en los días de la guerra. Y se responde: “Yo diría que poco: algún trasunto casi venal, más efectista que revelador. Lo más de todo aquello quedó en el cuaderno secreto y en las conversaciones de sobremesa. Quedó en anotación bruta o en anécdota impresionante”.
Jordi Amat, con muy buen criterio, ha decidido en Nostalgia, intimidad y aristocracia seleccionar parte de la obra menos conocida de Foxá. Comienza con una artificiosa, seductora maravilla, Cui-Ping-Sing, teatro en verso que se lee como una antología de la poesía clásica china. Qué extraño debió resultar, en la España en guerra, escuchar sobre el escenario a personajes que se expresan de la siguiente manera: “Al ojo de las garzas / sube la niebla espesa del otoño. / Escucha / qué desgarrado el grito / de los faisanes / entre hojas amarillas y el vaho de los corzos. / La luz anaranjada / sobre las verdes tejas de las torres. / ¡Qué cansado el crepúsculo / del mes del viento y del dragón! / Cómo envejece el alma… / Estoy triste, Hoang-Ti, como el otoño”.
Tras ese regalo para nostálgicos, viene una sección que Jordi Amat titula “Papeles personales” y que constituirá una sorpresa para muchos lectores. Entremezcla en ella –con discutible criterio— cartas familiares y apuntes de diario. A veces da la impresión de que Jordi Amat –siguiendo quizá el ejemplo de Jordi Gracia, en esta misma colección, a propósito de Ridruejo— pretende crear un libro propio barajando los escritos de Foxá: en el capítulo “Muerte de Alfonso XIII en Roma (1941)” (el título, como todos, aunque no se indique, es de Amat) a continuación de varias cartas se añaden, sin clara separación, unas notas de diario. Más respetuoso, y de mayor interés para los lectores, habría sido publicar los diarios completos, que a ratos parecen meras anotaciones de agenda, pero que contienen miniaturas prodigiosas, algunos de los momentos más secretamente felices de la prosa de Foxá.
Las cartas a los padres y hermanos tienen poco que ver con las habituales cartas familiares; algunas de ellas parecen incluso el borrador de futuros artículos, pero a veces el borrador, en su inmediatez, le gana en eficacia al más repeinado artículo.
La breve sección de “Otras prosas”, que concluye el volumen, se justifica por la inclusión de “Viaje al frente del Ladoga”, que Foxá no quiso rescatar cuando reunió sus artículos en Un mundo sin melodía (1949). La razón parece clara: por esa fecha ya se había publicado en español el libro de Curzio Malaparte en el que Foxá aparecía diciendo cosas no demasiado agradables sobre la España franquista (la versión española había eliminado bastantes de esas inconveniencias). A Foxá no le convenía publicar unos artículos que recordaban que aquel libro, que se vendía como novela, era sobre todo un gran reportaje y que lo que de él contaban sus páginas tenía poco de ficción. “Me he ido a pasar la Pascua con Curzio Malaparte al frente de Leningrado”, comienzan unos artículos que sorprenden por su precisión esteticista: para Foxá la guerra, antes que nada, parecía ser un fascinante espectáculo.
El prólogo de Jordi Amat –bien documentado, con datos inéditos— añade valor a un volumen que reúne piezas dispersas de un escritor genial y amoral, que si a ratos nos indigna, siempre nos fascina.

jueves, 2 de diciembre de 2010

Alejandro Bekes: Traducir, educar, mal editar


Alejandro Bekes
Lo intraducible. Ensayos sobre poesía y traducción
Pre-Textos,Valencia, 2010



Como una “silva de varia lección” que no excluye “el retozo humorístico, la discreta emoción, la poesía y la fábula”, define su último libro Alejandro Bekes. Pero también la “silva”, la miscelánea, la reunión de textos dispersos, tiene sus reglas y quien no las tiene en cuenta se arriesga a que el conjunto se le atragante al lector. Es lo que ocurre –me temo— con Lo intraducible, cuyo autor, sin embargo, es uno de los más destacados poetas argentinos contemporáneos, que además traduce con igual acierto a Virgilio o a Horacio que a Baudelaire o a Auden.
Un libro es como una conversación: ha de modularse de acuerdo con el oyente. Lo intraducible comienza con largos ensayos que quizá provienen de una conferencia o comunicación académica. Se leen como quien asiste a una tediosa clase y solo se salvan por los ejemplos, casi siempre admirables muestras poéticas, como el epitafio de Claudia, citado “en su arcaico latín, cuya ortografía milenaria parece dejarnos ver una lápida recién desenterrada, cubierta de musgo, en un costado de la Via Apia”, y traducido luego del más certero modo: “Huésped, poco te digo; detente y lee atento. / Ves la no hermosa tumba de una hermosa mujer. / Con el nombre de Claudia la nombraron sus padres. / De todo corazón a su marido ha amado. / Dio la vida a dos hijos. De ellos, a uno deja / sobre la tierra, al otro bajo la tierra lleva. / Era su sangre alegre y gracioso su andar. / Cuidó la casa. Hiló la lana. He dicho. Vete”.
Otro ejemplo: en los autos del proceso a Fray Luis de León encuentra una curiosa petición del poeta. Además de unos libros de devoción que se le encarguen a cierta monja y se le entreguen “unos polvos que ella solía hacer y enviarle para sus melancolías y pasiones del corazón”. Añade “que ella sola los sabe hacer”. Y el lector se queda con ganas de saber la fórmula de esos mágicos polvos.
El tono del libro cambia a partir del capítulo “Idea de poesía y poesía de ideas”. El profesor, el aplicado divulgador, es sustituido por el escritor que deja de lado las muletas académicas para apoyarse en el humor y en la poesía. Dialoga en el texto con un traductor de Horacio, el padre Tornes, quien señala en la introducción a sus versiones que “las profundas o grandes teorías que se atribuyen a ciertos, ¿son, en realidad, algo más que simples verdades mal concebidas?”. Ese diálogo –platónico por el fondo y por la forma— ya se dirige al lector culto, no al estudiante que ha de desarrollar un tema.
El resto del libro es también, muy a menudo, una fiesta de la inteligencia. Hay tres secciones de textos breves —“El error del otro”, “Inmortales mortales”, “Aula abierta”— donde demuestra haber aprendido la lección del machadiano Juan de Mairena y también la de Borges, sobre quien se vuelve una y otra vez.
Los “Esbozos para el epílogo de un libro imposible” reúnen una serie de aforismos: “No podrás escribir nada cierto hasta que todo lo que viviste se haya convertido en leyenda. Hasta que toda tu vida se te aparezca, como a través de la niebla, imposible y real”.
Los aforismos de Alejandro Bekes no condescienden con el ingenio ni con la greguería. En “Aphorismata pavca” —otra serie de ellos— leemos: “Todo aprendizaje es siempre el mismo aprendizaje: aprender que no sabemos lo que creíamos saber”.
En algún capítulo la crítica literaria se hace autobiografía. Memorables resultan las páginas dedicadas a La amada inmóvil, de Amado Nervo, un tiempo tan aplaudido y leído. El juicio acaba siendo demoledor: “versos modernistas, que acusan un despreocupado influjo francés, pero sin el supremo rigor artesanal de un Lugones y sin la certera conquista expresiva de un Darío; versos, en inquietante proporción, y para decirlo de una vez por todas, bastante malos”. Hay, sin embargo, un temblor y una inquietud humana –demasiado humana— que salvan el libro, y una lectura temprana que lo convierten en carne de nuestra propia carne. La literatura tiene esos misterios.
No solo de literatura se habla en este libro que se oculta tras un primer centenar de páginas fatigosamente prescindibles. “El contacto intelectual” trata de la grandeza y de las miserias de la educación en el mundo contemporáneo. El ensayo adopta la forma de un diálogo entre amigos. “El contrato pedagógico está roto –afirma Alejandro Bekes, que deja de ser el autor para convertirse en personaje—. Los alumnos parecen tener poco interés en aprender y menos en estudiar. Es raro advertir en alguno el goce de entender y la pasión de descubrir”. Siguen todos los tópicos que hemos escuchado tantas veces: “Antes, cualquiera sentía vergüenza de no haber leído a Sartre o de no saber en que año tuvo lugar el combate de San Lorenzo; ahora la gente, aleccionada por los modelos televisivos, se jacta de la propia ignorancia”.
Pero uno de los interlocutores, acierta a darle una vuelta al tópico: no es que los alumnos no tengan ningún interés en aprender, sino que buena parte de lo que se les enseña –en lengua, en literatura, y no solo— carece, si bien se mira, del menor interés. Como buena parte de lo que se publica. Conviene no dar por sentado que aquello de lo que hablamos o sobre lo que escribimos es de interés universal.
Las divagaciones teóricas sobre la posibilidad o imposibilidad de la traducción tienen tan escaso interés como las elucubraciones más o menos metafísicas sobre si Aquiles alcanzará o no a la tortuga. Sabemos que la alcanzará, sabemos que traducir es posible, aunque no fácil: pasemos a otra cosa, dejemos de marear la perdiz o la tortuga.
Alejandro Bekes tarda más de la cuenta en cambiar de tono. Y por eso la mayoría de los lectores hedónicos, de los aficionados a la literatura y el pensamiento, dejarán de lado este libro, que merece una reedición corregida y disminuida a cargo de un buen editor (no me refiero al editor comercial). Sin la labor del editor, tan invisible y desdeñada como imprescindible, un libro no es un verdadero libro, sino un conjunto de páginas diversas y dispersas encuadernadas en forma de libro.