viernes, 27 de abril de 2018

Arde Troya o cómo leer a los clásicos



La última noche de Troya
Virgilio
Traducción de Vicente Cristóbal López
Madrid. Hiperión, 2018.

Los clásicos no se leen, se releen. Antes de haberlos leído, ya creemos saberlo todo sobre ellos. Y a veces los damos por leídos sin haberlos siquiera hojeado.
            ¿Quién no conoce la historia del caballo de Troya, de las profecías de Casandra, de las serpientes que acabaron con Laocoonte y sus hijos, del amor imposible de Dido por Eneas? Antes de Virgilio ya se habían contado (los autores clásico tenían a gala no inventar nada) y después nos lo volverían a contar –en la literatura, en el arte– infinitas veces.
            Pero Virgilio lo hizo como nadie y ahora tenemos la posibilidad de escucharle en versos españoles que tienen el empaque del original. Vicente Cristóbal, además de destacado latinista, es poeta –excelente poeta– y eso se nota en La última noche de Troya, que es como ha titulado su versión del Libro II de La Eneida.
            No es mutilar el inmenso poema publicar solo uno de sus doce cantos. La Eneida puede considerarse como un poema de poemas, un conjunto de piezas que valen por sí mismas, aunque juntas adquieran un nuevo sentido, que es tanto literario como político: sustentar el imperio de Augusto en el designio de los dioses. Por eso la escritura de esos doce cantos no siguió un orden cronológico.
            El Libro II fue uno de los primeros que se dieron por acabados y Virgilio se lo leyó al emperador y a su corte. El asombro de aquellos primeros oyentes se mantiene en el lector de hoy. Eneas y los suyos, fugitivos de Troya, han llegado a los dominios de la reina Dido, y esta, al final de la comida que les ofrece en señar de bienvenida, le pide que narre su historia: “Todos callaron y atentos fijaban en él su mirada; / desde elevado sitial así entonces habló el padre Eneas”.
            La Eneida se ha traducido repetidas veces al español en verso y prosa. Para Vicente Cristóbal, traducirla en prosa es hacerla cambiar de género, convertir la epopeya en novela. No me parece que esa sea la única, ni siquiera la principal, diferencia entre poema y novela. También se ha traducido en verso: una de las más difundidas versiones –está publicada por Cátedraen su colección Letras Universales– es la de Aurelio Espinosa Pólit, quien convierte los 804 hexámetros del Libro II en 1148 endecasílabos. Al texto original, le añade más de tres mil versos.
            Para Vicente Cristóbal, la “poesía es discurso vestido de fiesta”, dicción solemne. No vale su afirmación para la poesía en general (hay también poesía –y es quizá la mejor poesía de hoy– en traje de calle), pero sí para la epopeya virgiliana.
            Rubén Darío fue el primero, o uno de los primeros, en remedar la alternancia de sílabas largas y breves de la poesía clásica con la de sílabas tónicas y átonas de nuestra lengua romance (recordemos los dáctilos de su “ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda”), después le han seguido otros, como José Hierro (“otoño de manos de oro, ceniza de oro tus manos dejaron caer al camino”). Vicente Cristóbal consigue el raro milagro de que sus hexámetros no necesiten ni de arcaísmos ni de forzados hipérbatos para evocarnos la magia del latín y la solemnidad de la epopeya.
            Eneas nos cuenta su historia. De todo lo que narra fue testigo o protagonista. ¿Cómo no conmoverse ante la muerte del rey Príamo, ante la obstinación de su padre Anquises, que se niega a abandonar la ciudad, ante la pérdida de Creúsa?
            Vuelve Eneas a buscar a su esposa, no quiere partir sin ella, pero “un simulacro infeliz, de la propia Creúsa reflejo” se le aparece y le profetiza un destino glorioso del que los dioses no quieren que ella forme parte: “Ya digo adiós. Y que al hijo que es nuestro tu amor no le falte”.
            En la noche de Cartago, ante la mirada atenta de Dido (otra mujer a la que deberá abandonar), Eneas ha contado la última noche de Troya: “Ya por las cumbres más altas del Ida asomaba el Lucífero / e iba tirando del día y los dánaos tenían cercadas / puertas y accesos, y no se ofrecía esperanza de ayuda. / Me resigné y, con mi padre en los hombros, busqué las montañas”.
            Ni el lector actual –ni probablemente el de la época clásica– es capaz de soportar un festín de más de diez mil hexámetros sin prolongados descansos ni sin intercalarlo con otras lecturas. Pocos de los que dicen haber leído la Eneida la han leído de verdad, de principio al fin. Ocurre a menudo con los clásicos. También con el tan citado Quijote, que no es una novela, como se nos quiere hacer creer interpretando inadecuadamente el término “parte”, sino dos con el mismo protagonista (leerlas unitariamente resulta tan absurdo como terminar El signo de los cuatro y continuar con El perro de los Baskerville pensando que se trata de la misma novela).
            La Eneida es un libro de libros y como tal debe ser leído. La última noche de Troya nos reconcilia con una obra que teníamos por sabida y olvidada, por materia escolar y repertorio de citas (“iban oscuros en la noche sola”). Un sabio traductor nos proporciona la dosis adecuada para reconciliarnos con ella en una lectura hedónica, la única que justifica que un clásico sigue estando vivo y no es mera materia escolar. Quedamos a la espera de otros cantos en versión de Vicente Cristóbal: el IV, por ejemplo, con la tragedia de Dido, o el VI, con el viaje iniciático al país de los muertos.
            Virgilio le dedicó a la Eneida los mejores años de su vida y no pudo darla por terminada. Es lectura a la que volver una y otra vez a lo largo de la vida, sin dejarnos aplastar por la erudición y la veneración, no siempre vana, que ha generado.



sábado, 21 de abril de 2018

Historia de una obsesión



La mariposa en el mapa
Jorge Ordaz
Luna de Abajo. Oviedo, 2018.

Fue A. J. A Symons, con su En busca del barón Corvo (1934), quien creó el subgénero biográfico que desde entonces recibe el nombre de “quest”, tomado de su título original: The Quest for Corvo. El autor no nos ofrece solo el resultado de su investigación, sino que también se convierte en protagonista y nos cuenta cómo va avanzando en ella, los obstáculos que encuentra, sus propias perplejidades. Buena parte de las exitosas publicaciones de Javier Cercas –El impostor, El monarca de las sombras– se acogen a este esquema.
            También lo hace Jorge Ordaz con La mariposa en el mapa, historia de una obsesión, la que le ligó al escritor Frederic Prokosch desde que a sus dieciséis o diecisiete años se encontró, en un puesto de libros viejos con su novela Tormenta y eco.
            Frederic Prokosch es un escritor norteamericano de paradójica trayectoria literaria: sus mayores éxitos los consiguió con su primer libro, Los asiáticos (1935) y con él último, Voces. Memorias, publicado casi medio siglo después. En medio, un puñado de novelas que tratan de repetir la fórmula de la primera o que intentan sin demasiado éxito nuevos caminos. También era poeta, pero como poeta no tuvo resurrección. En New Poems, una antología de la poesía británica y norteamericana publicada en 1942, se le incluye junto a Auden, Marienne Moore, Stephen Spender, Wallace Stevens o Dylan Thomas, pero a partir de los años cincuenta iría progresivamente desapareciendo de cualquier estudio o antología.
            En España se editaron en los años cuarenta sus primeras novelas, en buenas traducciones de Rafael Calleja. El título de Los asiáticos se cambió por otro más sugerente, pero que disimulaba su condición de novela: Asia misteriosa a través de la aventura y el amor. En el éxito inicial intervino la fascinación por el autor, que gustaba de aparecer en las fotografías con pose de galán de cine, y que se presentaba como un erudito y a la vez un consumado deportista y un aventurero que había recorrido a pie los exóticos países en los que situaba la acción de sus novelas.
            Lo que había de verdad y lo que había de mito en estas afirmaciones lo va descubriendo poco a poco Jorge Ordaz. Los asiáticos nos cuenta el viaje de un joven norteamericano desde Beirut hasta China, pasando por Turquía, Siria, Persia, Rusía, Afganistan, India y lo que entonces se llamaba Cochinchina. El editor español no duda en afirmar que “el autor ha recorrido el trayecto que describe”. En realidad, escribió su novela soñando sobre los mapas sin salir de una biblioteca.
            Luego el sueño se haría realidad y Prokosch se convertiría en una incansable viajero, sin domicilio fijo, hasta recalar en la Provenza, en Grasse, que es donde tardíamente le volvió a encontrar el éxito.
            Las primeras novelas exóticas y cosmopolitas de Prokosch, escritas en una prosa poética que quizá no ha envejecido demasiado bien, tras reeditarse en ediciones populares, se fueron llenando de polvo en las librerías de viejo. La resurrección le llegó al autor en los años ochenta, de la mano, como en Francia, como en el resto del mundo, de Voces, sus fascinantes memorias. En ellas se hace a un lado y quiere aparecer menos como protagonista que como testigo, como el viajero de un siglo que ha conocido a los principales protagonistas del arte y la literatura y acierta a presentárnoslo en su verdad cotidiana.
            ¿Cuánto hay de verdad y cuánto de ficción en esas memorias? Lo que Prokosch nos ofrece no es un documento notarial, sino la novela de la memoria. Recrea, como un buen novelista, a los personajes que ha conocido –Auden, Ezra Pound, James Joyce– y los hace hablar para nosotros, que asistimos fascinados a un viaje en el tiempo donde verdad y mentira resultan igualmente verdaderas gracias a la magia de la literatura. Los párrafos finales que nos presentan al autor envejeciendo “en una casita de campo rodeada de cipreses, en un valle al pie de Grasse” constituyen un emocionante poema en prosa, una hermosa despedida de un autor que jugó a confundir vida y literatura.
            Otra obra maestra escribió Prokosch, El manuscrito de Missolonghi, diario apócrifo de Lord Byron que no desmerecería junto al que podría haber escrito el propio Byron. El prosista algo meloso de los primeros libros es aquí seco, descarnado, ajeno a hipócritas pudores. Lord Byron, sin dejar de serlo (no hay página en la que no tengamos la sensación de estarle escuchando) se convierte en la transparente máscara de lo que Prokosch habría querido ser, de lo que hoy es para los lectores.
            Jorge Ordaz, novelista, geólogo, hombre de raras erudiciones, nos habla de sí mismo tanto como de Prokosch en La mariposa en el mapa, un libro breve y minucioso que algo tiene de cajón de sastre: nos lleva por librerías, rescata cartas de algún amigo, nos cuenta sus peripecias con los editores, reflexiona sobre el éxito y el fracaso, “esos dos impostores”, al decir de Borges.
            Los capítulos propios alternan con otros de textos ajenos que la tipografía lleva en un principio a confundir con los propios. Algunos de ellos sobran claramente (“Pequeños azares”, “Del diario de un aviador”) y el lector pronto siente la tentación de saltárselos. Juega también Jorge Ordaz al apócrifo y con el título de “Catulo en Rottingdean” nos ofrece un supuesto capítulo perdido de las memorias de Prokosch.
            Lo que nos cuenta Jorge Ordaz sobre su trayectoria literaria no deja de resultar interesante, pero el lector hubiera preferido que nos hablara un poco menos de sí mismo y un poco más de ese fascinante mistificador de la vida y los libros que fue Frederic Prokosch, quien en su vejez, como en la adolescencia, soñaba hojeando un libro titulado La vuelta al mundo en ochenta días.
           


sábado, 14 de abril de 2018

Carmen Camacho y la pólvora mojada (con un cameo de Ben Clark)



Fuegos de palabras
El aforismo poético español de los siglos XX y XXI
Edición de Carmen Camacho
Fundación José Manuel Lara. Sevilla, 2018.

Los aforismos son textos breves, a veces de una sola frase, de carácter no narrativo (en ese caso se trataría de microrrelatos) que colindan al norte con la filosofía, al sur con la obviedad, al este con la poesía y al oeste con el chiste.
            Durante siglos, los libros de aforismos fueron escasos y muchos de ellos póstumos o colectivos: reunían la labor de un autor a lo largo de su vida o se trataba de recopilaciones temáticas de textos escritos en diversas épocas y lenguas.
            Hoy en día, el aforismo se ha convertido en una moda, sobre todo entre los poetas: apenas hay alguno que no haya publicado más de un volumen. La propia antóloga de Fuegos de palabras, selección del “aforismo” poético español entre 1900 y 2014, es autora de dos: Minimás y Zona franca.
            Gran parte de ese éxito se debe sin duda a la facilidad del género: quien hace un aforismo, hace un ciento. Pocos géneros o subgéneros –quizá solo el haiku supone alguna competencia– se prestan con tanta facilidad al abuso de la buena fe de los lectores.
            Por eso se hacen tan necesarias las antologías de aforismos: alguien ha de separar el grano de la paja, los beneméritos aficionados (¿quién no es autor de una serie de “pensamientos” o de greguerías?) de los maestros del género.
            Carmen Camacho lo intenta, pero es dudoso que lo consiga. Aunque utiliza abundante bibliografía, su trabajo no es estrictamente académico –algo que no tiene por qué resultar negativo–, sino más bien una aportación personal de lectora y cultivadora del género. Por ello, prescinde de indicar la procedencia de los textos de cada autor para “poder desordenarlos de manera que puedan leerse como una muestra representativa y dotada de cierta unidad, en la que cada aforismo, independiente y autónomo, dialoga sin trabas con el resto de la selección”.
            Pronto nos damos cuenta de que su gusto no es muy seguro, que como antóloga es poco de fiar. ¿Puede aparecer Federico García Lorca en una antología de aforismos? Por supuesto, seleccionándolos entre sus textos. Pero Carmen Camacho ha preferido incluir las parodias que hizo de los de Bergamín. Un ejemplo: “El pavo que nuestro director debe en el café es un pavo auténtico, Amadeo”. Otro: “El arte no es lo que creen las gentes. El arte es otra cosa”. ¿Incluir esas y otras bromas circunstanciales entre los mejores aforismos “poéticos” de un siglo no descalifica a una antóloga?
            La selección de Juan Ramón Jiménez concluye con esta eutrapelia: “¡Si renacemos, de veras, yo seré en otra vida guardia civil!”
            De Juan Eduardo Cirlot –ese “raro” que cuenta con tantos admiradores (entre los que no me cuento)– nos ofrece la siguiente vacuidad: “La unidad de la trinidad es la trinidad de la unidad”. Pues qué bien.
            Y de Jordi Doce: “El poeta inglés Peter Redgrove, en 1981, recordando un viejo sueño”.  Recordando un viejo sueño, ¿qué?. se preguntará el lector. Pero ya se sabe que en el aforismo poético, a juicio de Carmen Camacho, cabe todo. Por ejemplo, esta anotación del mismo autor: “En la catedral del Chester, un cura sexagenario pasando la aspiradora delante del altar”.
            Divaga abundantemente en el prólogo Carmen Camacho acerca del aforismo poético, pero no deja claro en qué consiste y para aumentar la confusión, en la “Nota a la edición”, nos dice que en su antología “convergen textos de aforistas puramente poéticos y antipoéticos con aforistas metafísicos y morales que cultivan, además de las formas conceptuales, aforismos de corte metafórico. Junto a ellos, figuran practicantes de los llamados aforismos indirectos, pensadores en cuyos fragmentos aparecen unidos el movimiento indagador de la filosofía y el pálpito poético, y aforistas que, al consignar nociones sobre arte, estética o poética, convierten la formulación de las mismas en poesía”. Idéntico barullo conceptual caracteriza al prólogo, en el que se juega a menudo (también en las introducciones a los autores) con la expresión “fuegos de palabras”, como si se tratara de un concepto preciso.
            No cabe duda de que Carmen Camacho conoce bien la mejor bibliografía sobre el aforismo español contemporáneo –cita a menudo a José Ramón González y a Manuel Neila–, pero no parece conocer tan bien la historia literaria del siglo XX. Al hablar de Eugenio d’Ors, nos dice que sus glosas, escritas entre 1906 y 1917, no están exentas de “lirismo y gracia” y que ella las lee en la versión de Alfonso Maseras. Da la impresión de no haberse enterado de que a partir de esa fecha escribió en castellano y que pocos autores hay tan proclives al aforismo como d’Ors. No ignora, sin embargo, los aforismos de los hermanos Álvarez Quintero. Y yo no puedo resistir la tentación de citar este aforismo de Fernando Arrabal que Carmen Camacho considera digno de figurar entre los mejores aforismos poéticos del siglo XX y lo que va del XXI: “No consigue hablar español, pero ya ha aprendido a no tirar de la cadena después de orinar”.
            ¿Qué es lo que salva, a pesar de todo, a este libro? Que nos permite descubrir a un poligrafo hoy olvidado, como José Camón Aznar; que incluye a nombres, como Andrés Rábago (firma sus viñetas como “Ops” o “El Roto”), poco habitual en la antologías literarias; que nos da una buena selección de Rafael Sánchez Ferlosio, Andrés Trapiello o Andrés Neuman; que incluye nombres poco conocidos, o no suficientemente conocidos, como Ángel Guinda.
            Hay mucha pólvora mojada en estos fuegos de palabras que ha preparado Carmen Camacho, con más laboriosidad que rigor. Pero también hay –para quien sepa encontrarlos– un puñado de dichos memorables que nos hacen pensar, soñar, sonreír y nos acompañarán para siempre.

[Como curiosidad, reproduzco aquí el elogio que el poeta Ben Clark dedica en "El Cultural" de esta semana a esta antología de aforismos. Su opinión no puede ser más entusiasta.]



viernes, 6 de abril de 2018

Literatura y bla bla bla



La lámpara maravillosa
Ramón del Valle-Inclán
Edición Facsímil
Alvarrellos. Santiago de Compostela, 2018.

A los clásicos hay que leerlos con la misma exigencia que a los contemporáneos. En realidad solo son clásicos, y no simple materia de erudición, cuando siguen siendo contemporáneos.
            La obra menos conocida y más enigmática de Valle-Inclán, La lámpara maravillosa, se ha reeditado facsímilarmente en sus dos ediciones, la primera de 1916, y la de 1922, que corregía algunos errores. Pocas veces tiene tanto sentido una edición de este tipo. La lámpara maravillosa iniciaba la serie de las obras completas de Valle-Inclán, que él denominó, “Opera omnia”, y que constituyen el más acabado ejemplo de la estética editorial modernista, con sus arcaizantes capitulares, sus viñetas y sus florituras. En 1916, ese amaneramiento tan fin de siglo estaba a punto de convertirse en algo de epigonal; en los años veinte, cuando aparecieron la mayoría de los tomos, era ya claramente “vintage” frente a la renovación tipográfica vanguardista y la elegancia minimalista juanramoniana.
            También lo era la estética simbolista que preconizaba Valle-Inclán, con su mezcolanza de elementos ocultistas, herméticos y teosóficos. La lámpara maravillosa cuenta con pasajes espléndidos, con esa musicalidad y esa magia propia del autor, pero entreverados con afirmaciones mistéricas propias de la pseudofilosofía y de la pseudociencia.
            A Valle-Inclán siempre le gustó la mixtificación, y sus entrevistas están llenas de afirmaciones epatantes, pero en este libro algunas de sus afirmaciones más llamativas y más confusas es posible que las hiciera en serio. A fin de cuentas, Yeats, Pessoa y otras de las mentes más brillantes de su tiempo también creyeron en las revelaciones de Hermes Trimegisto, los Rosacruces y Helena Blavatsky. Y Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes, en los ectoplasmas del espiritismo.
            La primera edición de La lámpara maravillosa está dedicada a Joaquín Argamasilla de la Cerda, carlista como Valle-Inclán, aficionado como él a la parapsicología y descubridor de una nueva ciencia, la metasomoscopia o capacidad de ver a través de los cuerpos opacos. El caso Argamasilla, que involucró a un premio Nobel de Medicina, Charles Richet, y al famoso mago Houdini, armó considerable revuelo en los años veinte. Valle-Inclán fue uno de los que creyeron a pie juntillas, y siguieron creyendo después de que se desenmascarara públicamente, que el hijo adolescente de su amigo era capaz de leer mensajes escritos guardados en cajas de metal herméticamente cerradas. Hasta el doctor Negrín intervino en uno de esos famosos experimentos, que dejaban con la boca abierta a los científicos españoles –entre ellos, “doce profesores del Instituto Médico y Oftalmológico”– y cuyas falsedades descubrió de inmediato Houdini en una sesión celebrada en el Hotel Pennsylvania de Nueva York.
            “El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona”, escribió Hölderlin. Valle-Inclán es un dios como artista y un menesteroso teorizador. La lámpara maravillosa se salva por lo que tiene de fantasiosa autobiografía. “Cuando yo era niño –comienza la primera parte–, la gloria literaria y la gloria aventurera me tentaron por igual. Fue un momento lleno de voces oscuras, de un vasto rumor ardiente y místico, para el cual se hacía sonoro todo mi ser como un vasto caracol sonoro”. Seguimos leyendo embelesados por la música de esa prosa, tan de otro tiempo, pero que no ha perdido su capacidad de seducción. Otro ejemplo que sobresale en el barullo conceptual que sirve de argamasa, comienza con “recuerdo un caso de mi vida”: una visión de la Tierra de Salnés, cuando “el campo se entonaba de oro con la emoción de una antigua pintura”, tras fumarse su “pipa de cáñamo índico”.
            Hay muchos más pasajes admirables, como la evocación de Toledo y de Santiago, o el recuerdo de su Madrina –“yo conocí a una santa siendo niño”–, aunque en algunos casos no podamos dejar de sonreír ante el florido amaneramiento del estilo, que Valle-Inclán ya había dejado atrás cuando publicó este libro.
            Buena parte del interés de La lámpara maravillosa lo constituyen las ilustraciones de José Moya, otro personaje que lleva consigo su novela (de pintor favorecido por el rey Alfonso XIII paso a ser el favorito de la burguesía californiana), y que fueron realizadas de acuerdo con las indicaciones de Valle-Inclán.
            Una de las editoriales que ha rescatado La lampara marvillosa en su apariencia primigenia, La Felguera Editores, se presenta como “una sociedad secreta”; eso nos indica que el interés de este libro tiene más que ver con la moda de filosofías alternativas, parapsicología y otros embelecos de gran tirón popular que con lo estrictamente literario.
            El tiempo, tan respetuoso con la obra de Valle-Inclán, no lo ha sido demasiado con este ambicioso embeleco, una heterogénea miscelánea con apariencia de tratado hermético. Aunque se salvan algunos pasajes antológicos, el Valle-Inclán de La lámpara maravillosa tiene menos de clásico que de amarillenta curiosidad de época.