jueves, 29 de octubre de 2020

Diarista de alta gama

 

 

Ya sentarás cabeza. Cuando fuimos periodistas (2006-2011)
Ignacio Peyró
Libros del Asteroide. Barcelona, 2020.

  

Entre los escritores de la derecha española, hay una cierta competencia por ver quién puede ser nuestro Chesterton, que puso todo su talento literario –y era mucho, y en todos los géneros-- en demostrarnos que nada hay más revolucionario que la tradición ni nada más heterodoxo que la ortodoxia, entre un sinfín de rutilantes paradojas.. Con muchas papeletas para ello cuenta Juan Manuel de Prada, aunque a mí me parece que se acomoda más el poeta Enrique García-Máiquez, menos apocalíptico y malhumorado. En Ignacio Peyró encontrarán un gran competidor. Nacido en 1980, siempre aparentó más edad. “Pareces de otra época” es un reproche está acostumbrado a oír , según nos indica en una de las anotaciones de Ya sentarás cabeza. Lo considera el mayor de los elogios en una época como la nuestra. Vaya por delante que Ya sentarás cabezas, que abarca seis años de su vida, los que van de 2006 a 2011, es un libro excepcional, el autorretrato de un personaje que a nadie dejará indiferente y la crónica de un tiempo reciente desde una óptica –la de la buena gente de derechas, la de los ricos de toda la vida-- a la que no estamos acostumbrados.

            Se subtitula “Cuando fuimos periodistas” (así, con plural mayestático) porque el autor, tras abandonar la empresa familiar, quiere probar fortuna en el periodismo. Comienza escribiendo reseñas en el ABC Cultural, de la mano de Fernando Rodríguez Lafuente, y termina en La Gaceta de “pluma para todo”, alternándola con otras publicaciones como El Confidencia Digital, para el que hizo de corresponsal en el Congreso, o la opusdeísta Alba. Para La Gaceta escribe noticias, un perfil internacional los domingos, “unos apuntes sobre restaurantes, el agitador y la doble página frívolo-intelectual de los sábados”. Aunque él procura dar gran importancia a la cultura –busca colaboraciones de los escritores que admira, comenzando por Valentí Puig, su maestro--,es consciente de que ese periódico (como los otros medios ligados a Intereconomía) “es solo carga dinamitera antizapaterista”.

            En Ya sentarás cabeza abundan, como no podía ser de otra manera, las ironías sobre los políticos socialistas del momento, comenzando por José Luis Rodríguez Zapatero y María Teresa Fernández de la Vega, pero no son menos, acaso sean más, las que se dedican al otro bando. Pocos salen bien parados, quizá solo Rajoy, con el que luego iría a trabajar a Presidencia del Gobierno. Especialmente feroces son los cuatro trazos que dedica a Álvarez Cascos, al que cita con su propio nombre, y no con las iniciales que suele utilizar en otros casos: “Se hizo construir un cuarto, con cama de matrimonio, junto a su despacho. Fueron incontables las chicas de las juventudes que hizo pasar por allí”.

            No es el único personaje o personajillo vapuleado en estas páginas, pero ese aspecto de ácida crónica social, de chismoso amarillismo (que se va acentuando según pasan los años), no es lo más destacado del volumen. Las referencias al Opus, en cuyos medios periodísticos colaboró ampliamente, no son precisamente amables. De uno de sus compañeros en el periódico nos dice que es de los pocos que conoce que están en el Opus “sin que pensemos que es porque no tenían ningún otro sitio donde ir: durante años cogieron a los mejores –cuando España era un país católico--, pero ahora cogen lo que pueden”. Y termina la semblanza con una frase que dice mucho sobre los medios en que colaboró: “Cómo llegó este señor al alcantarillado del periodismo es cosa que sorprende, aunque me encanta la idea de que haya un hombre bueno en un lugar donde el que no es un hijoputa sueña con serlo”. Otro ejemplo: “Me veo con el chico que lleva ahora Nueva Revista. Opus sección ñoña. Los hacen a todos iguales: sonrientes, falsamente cálidos, con sus politos y sus náuticos, su manera de decir ‘joé, macho’ y casi siempre alguna banal fijación cultural, por lo general cinematográfica, joé, macho, es que Malick es un genio”. Con emoción y remordimiento, se evoca un episodio de bullyng vivido, como verdugo o cómplice, no como víctima, en el elitista colegio en que estudió: “Que era distinto se notaba en todo, en esas pequeñas diferencias que los pequeños hijos de puta, ya conscientes del estatus, agrandábamos: Julián no llevaba zapatillas Nike o Reebok, llevaba Yumas o Fer-Gar,. No llevaba los libros forados con arionfix, sino con papel de estraza. No llevaba plumas de marca, sino un anorak sesentero. Julián no tenía semana blanca. No repartía gominolas cuando era su cumpleaños y nadie le llevaba a ver el Madrid. Lo tratábamos como si oliera diferente, a un jabón más barato”.

            Espléndidas resultan la evocaciones autobiográficas, los retratos familiares, las historias de los compañeros de colegio, las notas de lectura, los crónicas de los viajes que unas veces realiza como periodista (a Guinea, acompañando a Moratinos) y otras simplemente porque a un amigo se le ha antojado celebrar su despedida de soltero en Las Vegas. Muy sugerentes resultan las páginas dedicadas a Palma, donde el azar le lleva a encontrarse en la calle con uno de los escritores que más admira, José Carlos Llop.

            Abundan los aforismos, en los que nunca se condesciende con la pretenciosa obviedad, y no faltan los pasajes que se podían incluir en una antología del poema en prosa. Mi favorito está al comienzo del libro, lleva el título de “Happy hour” y creo que no habría desdeñado firmarlo Jaime Gil de Biedma: “Ponte guapa, alma mía, que esta noche salimos a cenar: aféitate bien, deja ya de leer a Schopenhauer, échate la colonia esa que apesta a nectarina, ríe, sonríe, recibe todo como un don, ponte la camisa de triunfar y sácales un poco de brillo a los zapatos. Alma mía, este frío y estas luces son el mediodía de la vida, los años breves, coronados de pámpanos; tus mejores tardes y tus mejores páginas. Ríe, sonríe; no te preguntes por quién mezclan los gin-tonics: es por ti”.

            Al comentar la noticia de la muerte de Umbral, Peyró lo trata con cierta condescendencia, pero él tiene mucho de heredero del mejor Umbral: es capaz de escribir un ingenioso y rutilante artículo literario sobre cualquier tema, lo mismo sobre Julio Iglesias que sobre un restaurante del barrio de Lavapiés. Los restaurantes, por cierto, ocupan un lugar destacado en el libro. Comimos y bebimos. Notas de cocina y vida se titula tu anterior publicación y no cabe duda de que a Peyró le gusta comer bien y beber mejor y que sabe dónde hacerlo. Tampoco falta el elogio del tabaquismo, y parece que considera la prohibición de fumar en lugares públicos como una de las peores herencias del zapaterismo.

            El personaje que protagoniza Ya sentarás cabeza, con su clasismo que a veces no se esfuerza en disimular, irritará sin duda a muchos lectores. Una de sus grandes éxitos en el periodismo lo consiguió porque en un restaurante se puso a su lado “una mesa de notable del PSOE”; tuvo el oído atento y luego contó todo lo que hablaron, “con gráfico de los sitios incluido”. Fue su segunda noticia de apertura, según nos dice. Añade que lo que más le extrañó fue, no que se expresaran con tanta libertad en un lugar público, sino que “unos socialistas tan destacados vayan a cenar a un sitio de ese precio –Sushi 99 es muy caro-- en plena crisis”. Al lector lo que le sorprende es que el periodista Peyró, que en algún lugar se queja del retraso en ingresarle la nómina y en otro nos informa de que un jefe le “gratifica” con un sobre en el que hay un cheque regalo de El Corte Inglés, cene en tales lugares sin que le parezca necesario explicarlo.

            No es un personaje de una pieza Ignacio Peyró, actualmente director del Instituto Cervantes de Londres (el mejor destino para quien ha escrito esa prodigiosa enciclopedia de la cultura y la vida inglesas que es Pompa y circunstancias). Por eso Ya sentarás cabeza disgustará a los lectores más ortodoxos de uno y otro lado del espectro ideológico. “Lo bueno de ser un escritor conservador –ha escrito aplicándose a sí mismo la ironía, algo que hace con frecuencia-- es que los contrarios no te quieren y los tuyos te detestan”. A Peyró podrá no querérsele, podrá incluso detestársele por algunas de sus afirmaciones, pero lo que parece imposible es no admirarle. Ya sentarás cabeza, no importa si irregular y excesivo como toda buena miscelánea, lo sitúa en la primera fila de los diaristas contemporáneos.

martes, 20 de octubre de 2020

Que viene el lobo

 

Mudanza del isonauta
Jorge Riechmann
Tusquets. Barcelona, 2020.

“Voz que clama en el desierto” la de Jorge Riechmann, como la de las antiguos profetas bíblicos. En verso y prosa, no se cansa de avisarnos de la inminencia del fin del mundo. Mudanza del isonauta, que lleva por subtítulo “Enkráteia”, pretende ser una advertencia, otra más, contra los riesgos del cambio climático. Una de sus secciones se titula precisamente “Zarandeo a Walter Benjamin en la era del cambio climático”. A Riechmann parecen gustarle especialmente los títulos que contradicen las expectativas del lector de poesía: “Margaret Thatcher no pillaba los chistes” o “Leyendo los Grundrisse en el final de los tiempos”. También anota sus poemas como si fueran ensayos, incluso llega a copiar íntegro, al final de “Poder y no poder”, uno de los epílogos (el libro cuenta con casi media docena), un artículo de Esther Vivas acerca de Podemos aparecido en Público.es en 2014. En uno de los breves textos que integran cada una de las partes del libro, se pregunta el autor, consciente de la extrañeza de mucho lectores: “Esto no es / literatura / y quizá tampoco poesía. ¿Desde / dónde escribes entonces?”. Pero lo que escribe Riechmann podrá no ser poesía, pero siempre es literatura y casi siempre excelente literatura.

            Mudanza del isonauta pretende tener la eficacia de un panfleto, cambiar conciencias y conductas, hacer que la humanidad –o al menos el mundo occidental-- modifique su rumbo para evitar que dé un paso más en el abismo. Pero un panfleto, como cualquier intervención política, debe ser oportuno. Mudanza del isonauta no lo es. El ritmo lento de la colección de poesía en que aparece hace que unos poemas redactados antes de 2015, según se deduce de las referencias del autor, aparezcan el 2020, cuando el riesgo del cambio climático parece un problema menor, como todos los otros problemas, salvo uno. Jorge Riechmann nos advierte de un inminente fin del mundo cuando parece que nos encontramos ante otro fin del mundo –o al menos de nuestro mundo-- que ningún profeta vio venir. ¿Ninguno? A la posibilidad de esa amenaza imprecisa alude Riechmann: “No hay afueras / dijo Derrida / Solo espejos / que se reflejan en espejos / reflejados en otros espejos / ¿Y cuál será entonces a la postre / la Gran Pedrada que por fin rompa el juego / de la infinita Semiosis? / ¿El cénit del petróleo / el apocalipsis climático / o alguna gran pandemia?”

            Salvo en el prólogo y los epílogos, los poemas de Riechmann no llevan título, pero al final, entre paréntesis y en negrita, aparece lo que unas veces podría considerarse tal y otra es un comentario o una dedicatoria. “¿Y cuál será entonces la Gran Pedrada?”, se pregunta al final del texto copiado anteriormente. Después de tanto gritar “que viene el lobo, que viene el lobo”, como el pastor del cuento, parece que lo que vino fue una alimaña muy distinta y que, al intentar cazarla, se causaron bastante más destrozos de los que ella misma causó. Pero Mudanza del isonauta es algo más que una reiterada y más o menos ingeniosa y documentada jeremiada, algo más que un panfleto de dudosa eficacia fuera del círculo de los ya convencidos; es también el libro de un poeta, a ratos parece que a pesar suyo. Entre tanto sermón y tanto dato, de pronto nos encontramos con un texto como el siguiente: “Cae un copo de nieve sobre el agua / Una vida humana se deslíe / Hablo de un singular copo de nieve cuya estructura única bellísima se pierde / Una vida cae girando se funde se deshace se desdice / se apaga como el cuchicheo de una estrella”. En la anotación final, que podría ser el título, leemos: “Perseidas en la noche de agosto”. Riechmann ronda a menudo la esencialidad del haiku o escribe directamente haikus: “Silbo del viento, / zumbido de las moscas /--mente en silencio”.

            Denuncia, apuntes líricos y algo de libro de autoayuda encontramos en Mudanza del isonauta. La denuncia parece parodiarse a sí misma en uno de los poemas: “143 por ciento / es el incremento del dióxido de carbono atmosférico / con respecto a los niveles preindustriales / 254 por ciento / es el aumento del metano / Todos los años decimos que el tiempo se está agotando / declaró Michel Jarraud / director de la Organización Meteorológica Mundial / al presentar estos datos / Nos estamos adentrando en terreno desconocido / a una velocidad de vértigo dijo el mismo sujeto”. Pero en la habitual acotación final entre paréntesis nos indica: “datos de la OMM en 2015 referidos al año 1750”.

            Las anotaciones líricas buscan el minimalismo: “Olor a café / olor a pan tostado / olor a ti / mejor desayuno / que el que viene después”, “Agua en el agua… / Si el ego se disuelve, / qué transparencia”, “¿Construir pirámides / o tender la hamaca en tal rincón / y luego en aquel otro / sin dejar otro rastro que el del sueño en el bosque. Los aforismos esparcidos acá y allá (“qué difícil es ver lo que tenemos delante de los ojos”, “el sentido de la vida es vivirla”) no eluden la obviedad: “la comunicación humana está hecha de malentendidos”. En Jorge Riechmann el poeta está al servicio del militante y eso no favorece demasiado su poesía ni tampoco quizá la buena causa –salvar al mundo del capitalismo depredador-- que con tanto empeño defiende.

jueves, 15 de octubre de 2020

Hoy es ayer

 

José Carlos Llop: una conversación
Daniel Capó / Nadal Suau
Elba. Barcelona, 2020.
 

A cierta altura de la vida literaria, o de la vida simplemente, conviene hacer un algo en el camino y volver la vista atrás. José Carlos Llop (entonces Josep Carles Llop) comenzó como poeta con “De ‘Lápida e indicio en Fez”, una serie de poemas, muy en la línea del vanguardismo culturalista novísimo, publicados en 1976 en la revista Papeles de Son Armadans; luego se hizo diarista con La estación inmóvil (1990) y más tarde, tras publicar dos libros de relatos, novelista con El informa Stein (1995); desde muy pronto comenzó a colaborar en los periódicos y de esos artículos nos ofreció una muestra en Consulados fantasmas (1996). Unifica su obra -sea cual sea el género-- una inconfundible voluntad de estilo, un mundo a la vez muy antiguo y muy moderno, y un crecimiento en espiral en torno a unos pocos temas: la infancia, transcurrida como todas las infancias en un país que ya no existe, el País de Nunca Jamás; las perplejidades de la adolescencia; la genealogía familiar; una ciudad, Palma, de la que se ha convertido en el mejor cronista; una Mitteleuropa leída y soñada, de la que de algún modo se siente ciudadano; la nostalgia de una época, de una manera de vivir que quizá solo haya existido en la coloreada ficción de la memoria y la literatura.

            El punto de partida de la conversación que Daniel Capó y Nadal Suau mantienen con José Carlos Llop es la admiración y la gratitud. El escritor, bibliotecario de profesión, ha vivido siempre en Palma y allí ha ido levantando una obra a la vez muy local y muy universal. Los jóvenes escritores, cuando se cruzaban con su figura (“tan Modiano, tan Visconti”, escriben los entrevistadores) veían en él un modelo a seguir, un ejemplo que pronto se convertiría en generoso maestro.

            Una conversación es un libro muy literario, como todo lo que toca Llop (se adivina que las charlas transcritas han sido cuidadosamente reescritas); contiene páginas admirables: evocaciones de ciudades (París, Burdeos, Venecia), de escritores admirados (Connolly, Jünger, el olvidado Bernard Frank); del padre, que fue general y gobernador militar de Baleares, gran lector de la Biblia... También hay algo más: como en ningún otro lugar de la obra de Llop: la persona se asoma  con cierta frecuencia por detrás del literaturizado personaje.

            Nos hace sonreír una vanidad un tanto infantil que le lleva a referirnos una y otra vez sus grandes éxitos en Francia, donde todas sus novelas fueron traducidas y aclamadas por la prensa. Uno de los días más felices de su vida, según nos cuenta, fue aquel en que, invitado a París, se levantó temprano y compró Le Figaro en un kiosco del boulevard Saint-Germain: “Al abrirlo, yo estaba ahí, en una fotografía de un tercio de página, junto a un artículo que hablaba de una novela mía. Ya había ocurrido allí en otras ocasiones, pero yo no había estado allí en ese momento. Luego, por la noche, Le Monde recomendaba también mi novela. Si eso no se parece a la felicidad…”

            Si eso no se parece a la felicidad, pues sería el momento en que le contaron que Seamus Henay, al leer un poema de Llop traducido al inglés, dijo que le habría gustado escribirlo a él. O cuando uno de sus libros tuvo doce o trece ediciones en España, “donde fue finalista del Premio Nacional de la Crítica aquel año, inmediatamente después del libro que lo obtuvo” y además logró “un gran despliegue crítico” en su edición francesa, con una “Mention Spécial del jurado del Prix Mediterranée”. O cuando otro fue reseñado por Javier Goñi en El País. Parece que no escuchamos al autor, sino a su agente tratando de vender alguna de sus obras.

            Pero a José Carlos Llop –creador y recreador de mundos-- le perdonamos esas vanidosas pequeñeces, también que no se olvide de decirnos que considera su novela sobre la educación jesuítica superior a AMDG de Pérez de Ayala o que reproduzca la frase que le dirigió su mujer cuando una noche le vio entrar en el dormitorio procedente del estudio donde escribía los versos catalanes de Quartet: “Tienes la misma mirada de Zhivago en Yaríkino mientras escribe los poemas a Lara y cae la nieve”. Llop lo considera una de las mejores cosas que le hayan dicho nunca, el lector piensa que es una de las cosas más raras que una mujer haya dicho a su marido al verle entrar en el dormitorio.

            El libro admite una lectura psicoanalítica en la que no vamos a entrar y que explicaría, tras su “rebelión” en la Barcelona de los setenta y primeros ochenta (fue allí un estudiante desaplicado que no desdeñó las incursiones psicodélicas del momento), el “regreso al orden” y la obsesión por el éxito, que acabó llegándole a través de Francia, gracias a excelentes agentes literarios, a los que no deja de mostrar su gratitud.

            El personaje creado por los poemas, las notas de diario, la prosa narrativa de Llop (tan sugerente y deslumbrante como el mejor poema) tiene que ver con la persona del escritor, pero a la vez es una construcción imaginaria. ¿Nos defrauda la persona que está detrás y que de vez en cuando se asoma a las páginas de Una conversación? En absoluto. Vanidades y contradicciones le humanizan: dice rechazar “la vida literaria” y, sin embargo, nos da a entender que lo mejor de su vida de adulto ha sido precisamente la vida literaria, las becas, invitaciones, presentaciones que le han llevado a descubrir Burdeos y Beirut, a encontrarse con Modiano y con tantos nombres admirados.

            Humano, demasiado humano se nos muestra Llop en unas páginas a las que no les habrían venido mal unas gotas de autocrítica: arremete contra el mito catalanista de 1714, culpa a las redes sociales de la decadencia contemporánea, repite que ya no se puede escribir nada serio por culpa de la tiranía de los 148 caracteres, afirma que los críticos franceses aman la literatura mientras que los españoles solo se aman a sí mismos… “El hombre es un Dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona”, habría que repetir una vez más con Hölderlin. Las opiniones particulares de Llop interesan bastante menos que su espléndida literatura.



jueves, 8 de octubre de 2020

Esclava y musa

Valor, agravio y mujer
Ana Caro de Mallén
Edición y prólogo Ana M. Rodríguez-Rodríguez
Instituto Cervantes/ Los galeotes de Almagro. Madrid, 2020. 

El pasado se lee desde el presente. Es el interés actual el que ilumina y saca del olvido a las figuras de otro tiempo. Ana Caro de Mallén, una anécdota en la literatura del Siglo de Oro, una nota a pie de página –o ni siquiera eso-- en los manuales, concita cada vez mayor interés. Fue esclava (en la católica España imperial había niños esclavos) y “décima musa”. Al ser bautizada –en 1601, había nacido algunos años antes--, era esclava de Gabriel Mallén, según consta en los registros eclesiásticos. Luego sería adoptada y desarrollaría una insólita trayectoria en el mundo de las letras, hasta llegar a convertirse en la primera escritora profesional de la literatura española. Escribió, por encargo y bien pagadas, crónicas en verso de fiestas oficiales, formó parte de diversas academias, estrenó diversas obras teatrales, los escritores de su tiempo le dedicaron abundantes elogios, entre ellos el habitual de “decima musa”.

            Su vida –de la que todavía se sabe más bien poco y en la que abundan las conjeturas—parece una novela y en una novela, Amar tanta belleza, la convirtió Herminia Luque, centrándose sobre todo en su relación de amorosa amistad con María de Zayas, la más famosa escritora de su tiempo, pero no la menos misteriosa: Rosa Navarro Durán aventura razonadamente que quizá no fuera una mujer, sino un heterónimo de Castillo Solórzano.

            Desatendida durante siglos, Ana Caro de Mallén es hoy una de las escritoras más estudiadas por la nueva crítica feminista. De las dos obras teatrales que de ella se conservan, se reedita ahora la que lleva un título que vale por toda una proclama: Valor, agravio y mujer. Al contrario que las “relaciones” publicadas en vida por la autora, que hoy se leen con esfuerzo y son mera arqueología, esta “comedia nueva”, en la estela de Lope de Vega, tiene encanto y brío. Si pasamos por alto las convenciones del género –esa mujer que se disfraza de hombre, esos personajes que tan fácilmente se hacen pasar por otros--, encontramos en ella rasgos de insólita modernidad. Seguramente vemos hoy en la obra lo que ni su autora ni los espectadores de entonces vieron –una relación lesbiana--, aunque quizá también ellos intuían lo que estaba en la realidad pero no podía verbalizarse.

            Esta nueva edición de Valor, agravio y mujer –hay otra de 1993 en la editorial Castalia-- está a cargo de Ana M. Rodríguez-Rodríguez, quien nos ofrece un prólogo que resume lo que sabemos de la autora y una anotación que quizá peca de escolar. En el prólogo, se nos indican como obras conservadas de Ana Caro de Mallén algunos autos sacramentales de los que, por lo que sabemos, solo se conservan los títulos. Se describen los manuscritos que se conservan de Valor, agravio y mujer, pero no se habla de las ediciones realizadas en vida o en la época de la autora. Se repite el tópico de que, si conservamos solo una mínima parte de la obra de la autora, ello se debe a que, al morir de peste en 1646, fueron quemados sus papeles. Pero si estrenó con éxito  numerosas obras y fue incluida “en las compilaciones de comedias realizadas por particulares en el siglo XVII, al lado de nombres como Lope de Vega, Calderón de la Barca, Juan Ruiz de Alarcón, sor Juana Inés de la Cruz, etc.”, no es posible que desaparecieran con la limpieza del domicilio tras su muerte. Todavía los archivos pueden reservarnos alguna sorpresa.

            A la hora de anotar un texto, debe tenerse en cuenta para el público al que está destinado. Ana M. Rodríguez-Rodríguez parece dirigirse a un público que ignora quién fue Góngora y por eso cuando en la obra, entre los cordobeses ilustres, se menciona a “don Luis de Góngora” ella anota: ”Luis de Góngora: autor cordobés (1561-1627), probablemente el mejor poeta español del Siglo de Oro (con permiso de don Francisco de Quevedo)”. A una información redundante añade una opinión que no viene a cuento. ¿Se imaginaría Ana M. Rodríguez-Rodríguez que va a leer a Ana Caro de Mallén alguien que ignora quién fue Góngora? Da la impresión de que en ciertas ediciones académicas, o más bien escolares, las notas se ponen no por necesidad, sino siguiendo una heredada rutina. Abundan las notas del estilo de “Camila: vid. supra”, “las espadas negras: vid. supra”, “Luis de Narváez: vid. supra”. ¿Qué sentido tiene anotar que unos términos ya los ha explicado anteriormente? Si el lector, recuerda la explicación, no hay problema, pero si no la recuerda, ¿a qué pedirle que busque y rebusque en las páginas anteriores hasta encontrarla? ¿No sería mejor indicar la página dónde está explicado el término o repetir la aclaración si no es muy extensa?

            En el primer acto de Valor, agravio y mujer nos sorprende un extenso elogio de la ciudad de Córdoba: tras retóricos elogios (“claro archivo de la ciencia, / epílogo del valor / y centro de la nobleza”), se hace recuento de sus hombres ilustres para que el interlocutor, y los oyentes, adivinen de qué ciudad se trata. El último en ser citado es un poeta que había muerto un año antes de que Ana Caro publicara su primera obra: “Mas porque de una vez sepas / cuál es mi patria, nació  / don Luis de Góngora en ella . / raro prodigio del orbe / que la lengua castellana / enriqueció con su ingenio, / frasis, dulzura, agudeza”.

            Este encomio de Córdoba parece indicarnos que la obra se estrenó en esa ciudad, aunque nada se sabe de las representaciones de Valor, agravio y mujer. En cualquier caso, llama la atención –aunque el prólogo no se refiere a ello-- el elogio de un poeta contemporáneo con fama de difícil, algo poco frecuente en las comedias de la época. No es el único rasgo de modernidad –no escasean las referencias metaliterarias--- de esta obra excepcional en la que se defiende la literatura escrita por mujeres y es una mujer la protagonista y quien mueve los hilos de la trama.

            Con ojos de hoy, vemos en la literatura de ayer rasgos que habían pasado inadvertidos y traemos a primer plano nombres de interés –a menudo femeninos, y no por intentar ser “políticamente correctos”-- que la incuria y el prejuicio habían traspapelado.

jueves, 1 de octubre de 2020

Una de los grandes

 

Antología poética
Edna St. Vincent Millay
Traducción de Ana Mata Buil
Lumen. Barcelona, 2020

“Poeta, por ser claro no se es mejor poeta; / por oscuro, poeta, no lo olvides, tampoco”, escribió Rafael Alberti. Pero cada una de esas maneras de ser poeta tiene sus ventajas y sus inconvenientes. El poeta oscuro, el que necesita escolios y exégesis, es el favorito de los estudiosos y le resulta más fácil encontrar un sitio en la historia de la literatura; al poeta claro, al que no necesita intermediarios para llegar al corazón de los lectores, le resulta más difícil, y a veces casi imposible, ser tomado en serio por los críticos.

            Eliot, el Eliot de La tierra baldía, puede ser considerado ejemplo del primer tipo; Edna St. Vincent Millay, la poeta más popular en la Norteamérica de los años veinte y treinta, del segundo. A su temprana fama contribuyó sin duda el personaje: una mujer joven que representaba el nuevo tipo de feminidad en el mundo enfebrecido y cambiante surgido tras la Gran Guerra.

            En contraste con la renovación poética de Eliot, Pound, Wallace Stevens o William Carlos Willians, una mujer que escribía sonetos y baladas, que hablaba impúdicamente de sus amantes, parecía una figura menor y su popularidad producto de la moda. Algo, bastante, de misoginia había también en el mirar por encima del hombro a Edna St. Vincent Millay, a pesar de sus reconocimientos y sus innegables méritos. Ana Mata Buil cita en el prólogo a la espléndida antología que le ha dedicado una frase de Eliot: “Me esfuerzo por mantener la escritura en manos masculinas porque desconfío de lo femenino en literatura”.

            Pero todas las razones extraliterarias que, desde los años cuarenta y tras su temprana muerte en 1950 (había nacido en 1892), habían contribuido a la postergación de la poeta hacen hoy de ella una figura especialmente atractiva. La lectura de esta Antología poética convencerá a los más escépticos de que este renovado interés no se trata de una ocasional moda. Hay en ella una verdad y una maestría que no han envejecido, junto a un puñado de poemas que nos cortan el aliento.

            Ana María Buil conoce bien la figura de Edna St. Vincent Millay (le dedicó su tesis doctoral) y tiene ideas muy claras sobre lo que debe ser la traducción poética: han de respetarse cuanto sea posible los elementos formales, el ritmo e incluso la rima del original. A veces, debido a la connotación de las palabras, no traduce literalmente, busca otro término que en español tenga idénticas connotaciones. Pide por ello que no sea lea el volumen saltando de la versión al original y del original a la versión, como suele ser habitual en las ediciones bilingües: la traducción de un poema requiere atención plena, como cualquier texto literario.

            A veces, como no podía ser de otra manera, la traducción parece solo el borrado de un poema, pero no escasean los poemas memorables que funcionan en español como si se hubieran escrito en esa lengua. Cito algunos: “Primavera”, “Lamento”, “Árboles de ciudad”, “Elegía antes de la muerte” o “Hasta que se consuma el cigarrillo”. de Segundo abril (1921). Resulta curioso comparar “Elegía antes de la muerte” con “El viaje definitivo” (“Y yo me iré, Y se quedarán los pájaros cantando”), de Juan Ramón Jiménez. Dos maneras distintas de tratar idéntico tema sin que ninguno de esos poemas desmerece ante el otro. “Hasta que se consuma el cigarrillo” es un soneto y muestra bien cómo esa estrofa que tanto se presta al sonsonete consabido es capaz de adquirir en mano de Edna Millay –que la cultivó toda su vida-- resonancias nuevas.

            La “Balada de la hilandera del arpa” es otro ejemplo de cómo no es necesaria la innovación formal para conseguir poemas que sean algo más que recreación arqueológica de la poesía tradicional. Ana María Buil ha conseguido el prodigio de que la musicalidad de esa conmovedora balada no se pierda en español.

            No era menor la maestría de Edna Millay en el verso libre, como demuestra “Que nunca se recoja el fruto” y tantos otros poemas.

            Bastaría el “Canto fúnebre sin música”, incluido en El ciervo en la nieve (1928), para que Edna Millay tuviera un lugar en cualquier antología de la poesía universal. Pocas veces se ha escrito una elegía tan escuetamente conmovedora.

            En la vida de la poeta, hubo dos vidas y ambas dejaron huella en su poesía. Corresponde la primera a los años vividos en el neoyorquino Greenwich Village, a la bohemia y un tanto escandalosa juventud, a los impúdicos –para la época-- poemas de amor y a los desenfadados epigramas, como “First fig”, “Primer higo” (el título alude a una cita bíblica), que Buil traduce como “Primer fruto”. En la segunda etapa, casada con el político Eugen Boissevain, residió en Steepletop, una granja cerca de Austerlitz, en el estado de Nueva York, hoy dedicada a su memoria, y la naturaleza –y el compromiso político-- adquirieron nueva presencia en su obra.

            Algunos de los poemas políticos de Edna Millay pueden resultar circunstanciales estar demasiado ligados a determinadas circunstancias históricas. No es el caso de “Apóstrofe al hombre” o de “Objetor de conciencia”, incluidos ambos en Vino de estas uvas (1934), escritos ambos cuando la perspectiva de otra guerra se iba haciendo más y más evidente y que siendo tan vigentes ahora como entonces. De estilo muy distinto es “El cervatillo”, incluido en el mismo libro.

            Hablamos de dos épocas, pero Edna Millay fue siempre una poeta plural, atenta a los grandes temas, el amor y la muerte, al tiempo circular de la naturaleza y a las turbulencias de la historia. Desde muy joven –desde que se dio a conocer en 1912 con el poema “Renacer”-- demostró su virtuosismo en todos los resortes de la escritura poética, pero nunca quiso hacer exhibición de ello: escribía para llegar directamente al corazón y a la inteligencia de los lectores. Y sigue llegando.

            Cito un poema más, en esta antología de la antología preparada por Ana Mata Buil: “Gorriones (Washington Square)”, descripción de un amanecer neoyorquino, un minimalista canto de amor a la ciudad.

            Edna St. Vincent Millay fue todo un personaje, pero fue también algo más: uno de los nombres fundamentales de la poesía contemporánea. Muchos de sus poemas siguen tan vivos y heridores hoy como en el momento en que fueron escritos, y no solo en el original sino también en esta traducción al español gracias al buen hacer de María Mata Buil.