jueves, 1 de octubre de 2020

Una de los grandes

 

Antología poética
Edna St. Vincent Millay
Traducción de Ana Mata Buil
Lumen. Barcelona, 2020

“Poeta, por ser claro no se es mejor poeta; / por oscuro, poeta, no lo olvides, tampoco”, escribió Rafael Alberti. Pero cada una de esas maneras de ser poeta tiene sus ventajas y sus inconvenientes. El poeta oscuro, el que necesita escolios y exégesis, es el favorito de los estudiosos y le resulta más fácil encontrar un sitio en la historia de la literatura; al poeta claro, al que no necesita intermediarios para llegar al corazón de los lectores, le resulta más difícil, y a veces casi imposible, ser tomado en serio por los críticos.

            Eliot, el Eliot de La tierra baldía, puede ser considerado ejemplo del primer tipo; Edna St. Vincent Millay, la poeta más popular en la Norteamérica de los años veinte y treinta, del segundo. A su temprana fama contribuyó sin duda el personaje: una mujer joven que representaba el nuevo tipo de feminidad en el mundo enfebrecido y cambiante surgido tras la Gran Guerra.

            En contraste con la renovación poética de Eliot, Pound, Wallace Stevens o William Carlos Willians, una mujer que escribía sonetos y baladas, que hablaba impúdicamente de sus amantes, parecía una figura menor y su popularidad producto de la moda. Algo, bastante, de misoginia había también en el mirar por encima del hombro a Edna St. Vincent Millay, a pesar de sus reconocimientos y sus innegables méritos. Ana Mata Buil cita en el prólogo a la espléndida antología que le ha dedicado una frase de Eliot: “Me esfuerzo por mantener la escritura en manos masculinas porque desconfío de lo femenino en literatura”.

            Pero todas las razones extraliterarias que, desde los años cuarenta y tras su temprana muerte en 1950 (había nacido en 1892), habían contribuido a la postergación de la poeta hacen hoy de ella una figura especialmente atractiva. La lectura de esta Antología poética convencerá a los más escépticos de que este renovado interés no se trata de una ocasional moda. Hay en ella una verdad y una maestría que no han envejecido, junto a un puñado de poemas que nos cortan el aliento.

            Ana María Buil conoce bien la figura de Edna St. Vincent Millay (le dedicó su tesis doctoral) y tiene ideas muy claras sobre lo que debe ser la traducción poética: han de respetarse cuanto sea posible los elementos formales, el ritmo e incluso la rima del original. A veces, debido a la connotación de las palabras, no traduce literalmente, busca otro término que en español tenga idénticas connotaciones. Pide por ello que no sea lea el volumen saltando de la versión al original y del original a la versión, como suele ser habitual en las ediciones bilingües: la traducción de un poema requiere atención plena, como cualquier texto literario.

            A veces, como no podía ser de otra manera, la traducción parece solo el borrado de un poema, pero no escasean los poemas memorables que funcionan en español como si se hubieran escrito en esa lengua. Cito algunos: “Primavera”, “Lamento”, “Árboles de ciudad”, “Elegía antes de la muerte” o “Hasta que se consuma el cigarrillo”. de Segundo abril (1921). Resulta curioso comparar “Elegía antes de la muerte” con “El viaje definitivo” (“Y yo me iré, Y se quedarán los pájaros cantando”), de Juan Ramón Jiménez. Dos maneras distintas de tratar idéntico tema sin que ninguno de esos poemas desmerece ante el otro. “Hasta que se consuma el cigarrillo” es un soneto y muestra bien cómo esa estrofa que tanto se presta al sonsonete consabido es capaz de adquirir en mano de Edna Millay –que la cultivó toda su vida-- resonancias nuevas.

            La “Balada de la hilandera del arpa” es otro ejemplo de cómo no es necesaria la innovación formal para conseguir poemas que sean algo más que recreación arqueológica de la poesía tradicional. Ana María Buil ha conseguido el prodigio de que la musicalidad de esa conmovedora balada no se pierda en español.

            No era menor la maestría de Edna Millay en el verso libre, como demuestra “Que nunca se recoja el fruto” y tantos otros poemas.

            Bastaría el “Canto fúnebre sin música”, incluido en El ciervo en la nieve (1928), para que Edna Millay tuviera un lugar en cualquier antología de la poesía universal. Pocas veces se ha escrito una elegía tan escuetamente conmovedora.

            En la vida de la poeta, hubo dos vidas y ambas dejaron huella en su poesía. Corresponde la primera a los años vividos en el neoyorquino Greenwich Village, a la bohemia y un tanto escandalosa juventud, a los impúdicos –para la época-- poemas de amor y a los desenfadados epigramas, como “First fig”, “Primer higo” (el título alude a una cita bíblica), que Buil traduce como “Primer fruto”. En la segunda etapa, casada con el político Eugen Boissevain, residió en Steepletop, una granja cerca de Austerlitz, en el estado de Nueva York, hoy dedicada a su memoria, y la naturaleza –y el compromiso político-- adquirieron nueva presencia en su obra.

            Algunos de los poemas políticos de Edna Millay pueden resultar circunstanciales estar demasiado ligados a determinadas circunstancias históricas. No es el caso de “Apóstrofe al hombre” o de “Objetor de conciencia”, incluidos ambos en Vino de estas uvas (1934), escritos ambos cuando la perspectiva de otra guerra se iba haciendo más y más evidente y que siendo tan vigentes ahora como entonces. De estilo muy distinto es “El cervatillo”, incluido en el mismo libro.

            Hablamos de dos épocas, pero Edna Millay fue siempre una poeta plural, atenta a los grandes temas, el amor y la muerte, al tiempo circular de la naturaleza y a las turbulencias de la historia. Desde muy joven –desde que se dio a conocer en 1912 con el poema “Renacer”-- demostró su virtuosismo en todos los resortes de la escritura poética, pero nunca quiso hacer exhibición de ello: escribía para llegar directamente al corazón y a la inteligencia de los lectores. Y sigue llegando.

            Cito un poema más, en esta antología de la antología preparada por Ana Mata Buil: “Gorriones (Washington Square)”, descripción de un amanecer neoyorquino, un minimalista canto de amor a la ciudad.

            Edna St. Vincent Millay fue todo un personaje, pero fue también algo más: uno de los nombres fundamentales de la poesía contemporánea. Muchos de sus poemas siguen tan vivos y heridores hoy como en el momento en que fueron escritos, y no solo en el original sino también en esta traducción al español gracias al buen hacer de María Mata Buil.  

2 comentarios:

  1. UN AFORISMO

    El avispero español permite escuchar a Beethoven como cuando vivía.

    ResponderEliminar
  2. Hay que apoyar a la cultura para que la misma brote con fuerza, y medre poderosamente en la educación, y desarrollo de las personas.

    Artículos como el tuyo son excelentes para recordarnos estos buenos autores del pasado, que contribuyeron con su obra a la poesía, a la literatura y a la cultura.

    ResponderEliminar