jueves, 25 de febrero de 2021

Historia de una ambición

 

El joven Porcel
Sergio Vila-San Juan
Destino. Barcelona, 2021.
 

A Baltasar Porcel le gustaba apostar por los caballos ganadores: en 1973 dedicó un libro a loar la exitosa revolución cultural china; en 1977 conoció al rey Juan Carlos y acabó convirtiéndose en su asesor para asuntos relacionados con Cataluña; apostó desde el principio por Jordi Pujol y en la Cataluña pujolista fue un consejero de cultura oficioso, obtuvo todos los premios oficiales y dirigió instituciones creadas especialmente para él. Murió en 2009, sin tiempo para ver la defenestración de aquellos a cuya sombra había medrado, pero con tiempo para darse cuenta que en los medios culturales su figura –tan prestigiosa a finales de los sesenta y primeros setenta-- hacía tiempo que había dejado de contar. “A pesar de que había triunfado en todos los planos –cuenta Sergio Vila-San Juan--, se quejaba. no sé si con razón o sin ella, de una cierta falta de reconocimiento al máximo nivel que le interesaba, que era el de la cultura”. En aquella Cataluña, le bastaba quejarse para obtener lo que quería: “Animé a algunos amigos comunes y pusimos en marcha un encuentro de dos días en La Pedrera sobre su obra, que propició el entonces director del centro Alex Susanna y que obtuvo una gran repercusión. Sé que este encuentro le ilusionó, y tuvo la virtud de anticiparse a varios importantes reconocimientos que siguieron después y contribuyeron a alegrar la última etapa de su vida”.

            Pero Sergio Vila-San Juan tiene el buen criterio de desentenderse de los oropeles de esa última etapa y centrarse en la “década prodigiosa”, en los diez años que van desde 1960, en que un ambicioso veinteañero llega a Barcelona dispuesto a comerse el mundo, hasta 1970, cuando es temido, respetado y admirado tanto en Barcelona como en Madrid.

            El joven Porcel constituye una investigación periodística que se lee como una novela sin ficción y que interesa no solo a los que se interesan por Baltasar Porcel, si es que alguien –fuera de su natal Mallorca-- se interesa todavía por ese figura de otro tiempo que corre el riesgo de quedar sepultada por los cascotes de los próceres a los que apoyó.

            El joven Porcel era ambicioso, pero tenía casi tanto talento como ambición y un prodigioso olfato para acercarse a quien le podía ayudar. A los dieciocho años conoció a Llorenç Villalonga, cuarenta años mayor que él, una figura importante en la sociedad de Palma. El epistolario entre ambos, Les passions ocultes, es una apasionante novela epistolar que no desmerece –y puede que gane-- unto a las otras obras de cualquiera de ellos. En Villalonga tuvo Porcel a su primer, y quizá a su mejor, maestro. Le puso en camino de ser un triunfador, le enseñó a moverse sin demasiados escrúpulos por el mundillo literario, por el mundo en general. Y en Mallorca conoció al modelo de escritor que él quería ser, Camilo José Cela, un triunfador literaria y socialmente. En la redacción de Papeles de Son Armadan,s trabajó de “chico para todo” durante dos años.

            Más tarde le dedicaría uno de sus “encuentros” –las entrevistas literarias que le hicieron famoso-- y al infautado autor de La Colmena no le gustó nada lo que dijo de él: “El centro del universo es para Camilo José Cela su persona y su obra. No de otra forma se comprendería, al margen ahora de su carrera literaria, la industrial, rentable y lujosa organización en la que se ha envuelto”. Cela responde tratando de enemistar a Porcel con el editor de Destino. “Vergés me ha enseñado tu lamentable carta, tan digna de ti”, le escribe Porcel. “En cuando a la ‘vileza’ que he escrito, debo decirte que cuantos te conocen, me aseguran que es un artículo hecho con gracia y benevolencia”. Le recuerda luego sus actividades con la censura y se defiende de que le llame “peón de brega de Lara”: “Yo he trabajado con Lara y he cobrado mi mensualidad hasta que me ha convenido. Si ello es un peonaje, aplícatelo a ti y a cuantas veces has trabajado para una empresa, desde la cadena de prensa del Movimiento hasta los intentos de que el mismo Lara te publicara dos libros, que te rechazó por considerarlos carentes de interés, y que anunciara en tu revista, a lo que se negó porque apenas si se lee”.

            A Baltasar Porcel, que ya había conseguido algún premio más o menos amañado por Villalonga, pronto Palma se le queda pequeña. A su marcha a Barcelona ayuda su relación amorosa con la mujer del subdirector del diario en que colaboraba, la escritora Concha Alós. Su historia, personal y literaria, es la más triste de las varias que se entrecruzan en este libro.

            A Pujol lo conoció Porcel en su momento más heroico, durante el consejo de guerra de junio de 1960 por propaganda ilegal (había sido uno de los promotores de la campaña contra Galinsoga, el director de La Vanguardia impuesto por Franco, y de la interpretación por parte del público del prohibido “Cant de la Senyera” en el Palau de la Música). A Pujol le sugieren que pida perdón y entonces la sentencia será de dos años y no tendrá que cumplir condena. Se niega –tras escuchar el consejo de su mujer, la luego tan denostada Marta Ferrusola-- y la condena es a siete años de cárcel “por rebelión militar”. Porcel siempre recordará ese gallardo momento cuando tiempos después le reprochaban ser un “vendido al pujolismo”.

            La relación del joven Porcel con las figuras importantes de su tiempo no fue nunca de mero parasitismo, sino de aprovechamiento mutuo. Era la estrella del momento y a Villalonga o a Pla les vino bien para que los medios catalanistas olvidaran su pasado de colaboración con el franquismo. Durante sus mejores años, Porcel jugó a ser el enfant terrible –sus artículos solían ir acompañados de resonantes polémicas-- de la literatura catalana y a hacer de puente entre Barcelona y Madrid. Coqueteó con el anarquismo y el maoísmo y eso hacía más atractiva su figura para la gente de orden.

            Sergio Vila-San Juan ha tenido a su disposición el archivo de Porcel y ha entrevistado a quienes tuvieron más trato con él, a lo que se añade su buen conocimiento personal de la época. El resultado es un libro con excelente información que no incurre en la hagiografía, pero que tampoco subraya los aspectos oscuros de un personaje que podía haber sido protagonista de una novela de Balzac o de Marsé.

             

viernes, 19 de febrero de 2021

Burlas y veras

 

Filosofía de la cuchara
Miguel Martínez
Cálamo. Palencia, 2020.

Comenzamos a leer los versos de Miguel Martínez (Madrid, 1982) con una sonrisa. El primer poema nos parece el guion para un corto de dibujos animados: “Venga Iván siéntate bien / y come como Dios manda. / Pero Iván ha decidido / que esta noche hay un concurso / y ahora las cucharas de la mesa / son las narices de toda la familia / a los dos segundos son micrófonos / y luego sirven para jugar al tenis”.

            El segundo poema, “El no misterioso de las cosas”, ya nos pone sobre aviso de que en la poesía de Miguel Martínez hay algo más que ludismo y refrescante disparate. “Las cosas son las cosas y no hay mucho más misterio”, comienza. Imposible no pensar en Alberto Caeiro, el pessoano poeta de la naturaleza que parecía poner en verso las intuiciones de la filosofía de Hussler, su fenomenología.

            Miguel Martínez recurre una y otra vez a la personificación: “la mesa cada mañana se pone su disfraz de mesa / y sigue el guion a rajatabla, no improvisa / pero es imposible hacer tan bien la mesa como lo hace ella”. Su imaginería huye de lo convencionalmente poético: “El corazón es famoso / acapara todas las portadas / lleva gafas de sol y una nube de paparazis. / El corazón se lo tiene muy subidito / pero el corazón es una estafa. / El corazón no es el corazón / no hay corazón que valga / es un mito, son los padres”.

            Coloquialismo, ingenio, paradoja y parodia, antipoesía a la manera de Nicanor Parra… Vamos leyendo con una sonrisa hasta que se nos hiela la sonrisa, como al final de “Mi expedición imposible”, o en “Las pirámides de Egipto” con “esa pequeña familia averiada  / que cojeaba de una madre”.

            Hay parodias de la poesía religiosa. “El diazepam es mi pastor, nada me falta” repite el estribillo de “Salmo 23”, con su final anticlimático: “Bienaventurados los pobres / porque ellos verán a Dios. / Felices los infelices / porque el reino de los cielos / pesa 150 miligramos / y cuesta 2 euros con 75”. Otro de los poemas se titula “Oración para una lavadora” y le da la vuelta a un conocido texto litúrgico (“cordero de Dios”): “Lavadora de Dios / que quitas los pecados del mundo / y en tu infinita sabiduría / bajaste un día a rescatarnos / de la mancha del mono primitivo / de la mancha de Adán / y de la mancha de tomate”.

            Parece que Miguel Martínez nada se toma en serio y que el título del libro, Filosofía de la cuchara, es una broma más. No hay tal cosa. Sus poemas tienen detrás una metafísica, una desolada meditación existencial.

            Pero toda manera de hacer poesía tiene sus riesgos y los de Miguel Martínez resultan evidentes. Una vez encontrada una fórmula puede repetirse hasta la saciedad, con el consiguiente cansancio del lector. Cierto que la capacidad imaginativa del autor –que nada tiene que envidiar a la de Gómez de la Serna-- parece inagotable y que a la enumeración abierta de la mayoría de los poemas se le trata de añadir un cierre donde se busca ese algo más que dota de trascendencia al texto. Se consigue por lo general, aunque no en el poema último.

En unos pocos casos da la impresión de que el autor toma como punto de partida un texto ajeno. Es lo que ocurre con “Principio de sí contradicción”, escrito con el hiperbólico desparpajo de ciertos poemas de Luis Alberto de Cuenca, o con “El país de Justoantes”, variaciones sobre el tópico que Pedro Salinas enunció en un título: Vísperas del gozo.

            Uno de los más representativos poemas del libro, “La memoria S. A.” lleva como lema una cita de Alicia en el país de las maravillas y ciertamente Lewis Carroll, que supo como nadie contar un cuento para niños y a la vez exponer algunas de las paradojas del conocimiento, puede considerarse como el maestro de Miguel Martínez.

            La memoria se equipara en ese poema con una empresa de mudanzas o con los operarios de un teatro. Una vez que abandonamos nuestro domicilio en el presente comienzan las reformas, el cambio de decorado. “¿Qué ocurrirá cuando acabe esta noche? / Me preguntas”, comienza el poema. Y en las siguientes estrofas asistimos al proceso de demolición del recuerdo: “Diligentes e implacables / los operarios de la Memoria S. A.  / verterán libros de aguarrás y de pintura blanca / un día desmantelarán por completo el restaurante / y borrarán incluso el nombre de la calle. / Nosotros andaremos en otra cosa mientras ellos / desclavan la enorme losa de este cielo sin estrellas / y ya no recordaremos si hoy llovió / o hizo una noche despejada”.

            Miguel Martínez le quita los humos a la poesía, la hace bajar de su nube, juega con ella y parece que se ríe de ella, pero solo se ríe con ella y con nosotros para disimular que está hablando de algo muy serio: las máscaras de la muerte, el sinsentido de vivir.

           

jueves, 11 de febrero de 2021

Mejorable, insuperable

 

 

Horizonte de sucesos
Juan Bonilla
Renacimiento. Sevilla, 2021.

“Horizonte de sucesos”, según podemos leer en la Wikipedia y en el prólogo al más reciente libro de poemas de Juan Bonilla, es “la superficie imaginaria de forma esférica que rodea a un agujero negro”. Se llama así porque de nada de lo que ocurre más allá podemos tener información.

            A las líneas prologales,  prescindibles (la cita de un divulgador científico confunde más que aclara), le sucede un extenso texto en prosa, titulado “Aquí”, que ocupa la primera parte del libro. Parte de una ocurrencia ingeniosa: buscar en Google Maps “todas las casas en las que he vivido y hacer un mapa a ver qué sale”. La enumeración de esas casas le sirve al autor para trazar una impactante autobiografía fragmentaria. Cuando se olvida de ese propósito inicial, pasa a enumerar lugares que tuvieron algún especial significado en su vida, unos más triviales (la cafetería donde esperaba a su novia, el Café Gijón donde firmó el contrato para su primera novela ) y otros de tácito dramatismo: “Aquí, en el parque de Santa Ana de Jerez, juego al fútbol con un niño pequeño, luego volveremos juntos de la mano hacia una casa en la que pronto no me dejarán entrar y en la que todavía lo veo encerrado, a pesar de que los años lo habrán convertido en un muchacho que quizá no se acuerda nunca de sus chuts en el parque de Santa Ana”. Todos esos “aquí”, algunos ya desarrollados en otros textos del autor, y otros que se les irían añadiendo, podrían acabar conformando un libro por el estilo del  Yo me acuerdo de George Perec.

            El libro de poemas propiamente dicho comienza en la segunda parte. Sorprende el uso reiterado de la rima consonante, algo no demasiado habitual en la poesía contemporánea. Juan Bonilla es un poeta ingenioso que suele partir de una ocurrencia para desarrollar luego con aplicada artesanía el poema: en “Adolescencia”, los ensueños y las ambiciones de la adolescencia se asocian a los días de la semana y a las diversas asignaturas del programa académico: “Lunes, Carlos Martel en Poitiers, / fractales y cervezas, / ganas de huir a cualquier parte, / perderse con quien sea. / Martes, dibujo técnico / y El árbol de la ciencia, / La guerra de la Galias, / pero adónde y cuánto cuesta, / dormir en estaciones, / viajar a pie por las cunetas”.

Costumbrismo, costumbrismo andaluz como en tantos de estos poemas,  hay en “Música Ítaca”, donde una música banal permite un emocionado viaje en el tiempo. “Vencejos” aprovecha las lecciones que Bonilla aprendió en la poesía ultraísta –y que tanto deben a la greguería-- para ofrecernos una sucesión de ingeniosas comparaciones: la tarde cae “a cámara lenta / de un golpe seco en la mandíbula”, el sol del crepúsculo está “noqueado” como un boxeador, los vencejos al posarse alineados “parecen jugadores / de una selección nacional / cuando suenan los himnos”. Otro poema, “Identidad”, recrea un tema que viene de Borges (“No sé de quién recuerdo mi pasado”) y, sobre todo, de Pessoa: “estoy lleno de gente / soy tantos que no sé quién ya soy”.

            La parte tercera reúne un puñado de espléndidos poemas eróticos (“Música”, “Paradise”, “Quedarse con las ganas”), junto con alguna retorcida ocurrencia (“Filosofía”) o prescindible vulgaridad (“Caerse p’arriba” con su “bajo ti”).

            La sección titulada “Punta Umbría” recrea un día de verano, con indicación de la hora, desde el amanecer hasta el momento en que el sueño inducido –“Química” se titula el poema-- va “expandiendo su milagrosa calma”. Una imaginería de raíz vanguardista (“Por la arena mojada / dejas tus huellas solas / que el mar devorará / pues son el desayuno de su olas”), alterna con discutibles juegos de palabras (“Yo ya no fumo / ni resto” o el calambur fónico, pronunciado a la andaluza, de “Cero o no ser, / como dijo el poeta”). El poema “Periódico” utiliza muy eficazmente la técnica contrapuntística. Algo de juanramoniano hay en “Pinar” y de guilleniano en “Ría”: “Tan sólida, tan pura, / la luz del mediodía / hace del mundo partitura, / y es esa melodía / que en tus adentros suena / --andante, adagio, calma--, / la que te llena / el alma”.

            Los poemas de “Letras”, según indica el autor, están escritos sobre cierta falsilla musical.. Las líneas iniciales de “Aquí”, la prosa que inicia el libro (“Estoy bastante muerto últimamente. Ha crecido en mi corazón un pájaro. Un pájaro que come corazones”) se repiten con ligeras variantes en “Soleá”: “Estoy bastante muerto últimamente: / un pájaro crece en mi corazón: / el pájaro que come corazones”. En “El Si y el No”, subtitulado “Reguetón de Residente”, se imagina lo que habría sido su vida si en lugar de decir “no” hubiera dicho “sí” en determinadas ocasiones. Algunos de esos rechazos resultan poco verosímiles, como el que da a la editora “que me ofrece un gran premio si me animo / a terminar en dos semanas la novela / que ni estoy escribiendo ni jamás he escrito, / una gran primavera / para mis flacos bolsillos / y aun mejor que el premio, el galardón / de abandonar el ciego periodismo”. No parece que el escritor profesional que es el poeta rechazara muchas ofertas de ese tipo. Recordemos lo que afirma en la prosa inicial: “Aquí, en el Café Gijón de Madrid, una editora pone ante mí un contrato por una novela que ni siquiera pensaba escribir, pero gracias al cual se acabó vivir de prestado”.

            Continúan alternando los eficaces poemas (“El pasado”, “Alegría de la tarde”) con los habilidosos ejercicios de taller (“Respuesta del humano al replicante”, “Los poemas malditos”) en la parte última, en la que tampoco falta la falacia patética, el abusivo uso de la crónica de sucesos (“Callar a gritos”).

            Termina el libro con un irónico “Epitafio” que más bien debería haberse titulado “Evaluación final”. De la nota aclaratoria que cierra el libro sorprende –o no: confirma que Juan Bonilla no es un perfeccionista-- que nos hable de un poema, “Himno al Aire”, que no figura en el libro, o no figura al menos con ese título (probablemente se trata de “Vencejos”).

            Sobran chistes, o pretendidos chistes, sobran golpes bajos emocionales en la poesía de Juan Bonilla; falta un cierta conciencia autocrítica que evite, en los poemas con métrica tradicional, ripios y fallos rítmicos (dudosos endecasílabos como “esa cerca de cristales en picos”). O quizá no sobran: más pulido y repeinado, más respetuoso con lo que tradicionalmente se entiende por poesía, Juan Bonilla no sería Juan Bonilla y Horizonte de sucesos resultaría un libro tan aburrido y prescindible como tantos premiados libros de poemas. Tal como está resulta sin duda mejorable, pero con un puñado de poemas memorables e insuperables.



sábado, 6 de febrero de 2021

A propósito de "Leer la vida"

 

 UNA CONVERSACIÓN JOSÉ LUIS GARCÍA MARTÍN
A PROPÓSITO DE LEER LA VIDA
EL LIBRO COLECTIVO SOBRE SUS DIARIOS
 

¿Es posible escribir, cuando se lleva una vida nada aventurera como la suya,  más de veinte tomos de diario sin incluir elementos de ficción? Carezco de imaginación. “Yo escribo y la realidad me dicta”, como a don Ramón de la Cruz, el sainetero dieciochesco. Las mejores historias las escribe la vida. Pero ocurre que la vida no sabe escribir y a veces hay que ayudarla un poco.

¿Cuándo comenzó a escribir diarios? De manera regular, aunque una regularidad a mi manera, en 1989,. Desde entonces me he dedicado a poner en prosa mi vida (y la de algunos otros), a dejar constancia del tiempo que pasa. Lo he hecho sin pretensiones de exhaustividad: dejando siempre períodos en blanco, contando solo lo que quería contar, dividiendo el flujo informe de los días en etapas con su principio y su final, que nunca coincidieron con la mecánica división en años. A mí me gusta empezar en cualquier momento, nunca el primero de enero (qué vulgaridad) y terminar también al margen de cualquier fecha señalada. En una vida tan monótona como la mía, un fragmento, un fragmento cualquiera bastaba para representar la totalidad, como en la estructura fractal.

¿Desde el principio los publicó en la prensa antes de reunirlos en libro? No, eso no ocurrió hasta 2005. Ese año, el director de un periódico en el que colaboraba semanalmente, para evitar que me fuera al periódico rival, me ofreció ir anticipando semana a semana mi diario en sus páginas dominicales. No dudé ni un momento en aceptar la oferta. Yo no concebía mi diario como una obra unitaria, de miles de páginas, de publicación tardía o póstuma. Días de 1989 se publicó en 1989 y muy poco después de su escritura se fueron publicando los otros tomos. ¿Eso hacía que los diarios íntimos fueran menos íntimos? No lo creo, o al menos no serían más íntimos si estuvieran destinados a una publicación póstuma. Yo no soy Jaime Gil de Biedma: lo que de mí no quiero que ahora se sepa, no me gustaría nada que se supiera después de mi muerte. Y si se sabe, que no sea por mí.

¿Cuántas entregas de su diario ha publicado?  He publicado veintitrés entregas y está en marcha la siguiente, pero nunca quise que formaran una unidad, algo así como el Diario con mayúscula de José Luis García Martín. Siempre he pensado que la última entrega que publicaba era de verdad la última, y así desde el comienzo, apenas un experimento que duró unos pocos meses. Fueron instancias ajenas las que me decidieron a seguir en la tarea. Siempre he escrito para los lectores, pocos o muchos, nunca para mí. A mí mismo me tengo demasiado visto y, si quiero contarme algo, lo hago sin necesidad de tinta y de papel o de encender el ordenador. Y solo publico porque un editor, intermediario de los lectores, me lo solicita. En un cierto sentido, soy un escritor profesional: escribo únicamente por encargo; en otro, soy el escritor menos profesional del mundo: prefiero un encargo de mi gusto sin remuneración ninguna a otro muy bien pagado que me agrade poco. A partir de 2005, quien me encargaba los diarios era el director de un diario asturiano, La Nueva España. Los encargos fueron siempre por tiempo limitado: comenzar en septiembre, terminar en junio cuando el periódico se rediseñaba para el verano. Al año siguiente, ya se vería. Nunca estaba garantizada la continuación. Pero sigue hasta hoy, aunque en un momento dado, cuando comencé a notar que en el periódico habitual no era tan querido como al principio, me cambié a otro, en el que ya escribía a mi aire, verso o prosa, todos los veranos desde hacía años.

¿Y por qué ese poco tiempo, antes escasos meses, ahora unos días, entre la escritura y la publicación de las notas del diario? Pues para evitar la tentación de manipular. Si los tomos que he publicado hubieran permanecido inéditos y solo ahora se me ofreciera la posibilidad de editarlos, ¿habrían aparecido tal y como fueron escritos? De ninguna manera. No creo que hubiera podido resistir la tentación de borrar algunas cosas, de cambiar tal o cual pasaje, de no parecer tan ingenuo, de aparentar ser más inteligente de lo que soy. Habría hecho trampas, de eso estoy seguro, aunque lo negaría rotundamente y rompería los originales para que nadie pudiera demostrarlo.

¿No está de acuerdo entonces con los diarios publicados? Desde el momento de la corrección de pruebas, no he vuelto a releer ninguno de ellos (ni pienso hacerlo), pero de vez en cuando alguien cita algún fragmento, que yo por lo general ni siquiera recuerdo, o una opinión contundente que mejor me hubiera callado.

¿Son diarios en los que lo cuenta todo? No, por supuesto. Callar, siempre callé alguna que otra cosa. Bastantes cosas, en realidad. Nunca tuve intención notarial, nunca pretendí el imposible de contarlo todo. Me basta y me sobra con aquello que pudiera tener interés para los demás. Pero me temo, que sin pretenderlo, uno siempre cuenta demasiado. Lo que no decimos dice tanto de nosotros como lo que decimos.   

¿Y hasta cuándo piensa seguir escribiendo diarios? ¿No le parece que ya son demasiadas páginas? ¿No teme fatigar a los lectores? Cada uno de los tomos de diario que he publicado vale por sí mismo, no es parte de un todo, tiene un principio y un final, no precisa de antecedentes ni de consecuentes. Y de esa forma deben ser leídas las diferentes entregas, sin orden ni concierto, cada una como si no existieran las otras y prometiendo no reincidir sino al cabo de mucho tiempo.

Es raro el caso de un escritor que pide a sus lectores que no le lean demasiado.  Así me siento más seguro: si alguien leyera todas las entregas, de la primera a la última, sabría de mí incluso más de lo que yo sé. Me aterra esa perspectiva: sería como mostrarme en público sin la armadura que me protege. Confío en que eso no ocurra nunca. La mejor manera de evitarlo es seguir publicando y publicando de modo que nadie pueda abarcarnos por entero.

¿Cómo surgió la idea de publicar un libro, Leer la vida, sobre sus diarios? Se le ocurrió a Hilario Barrero, cónsul de la poesía española en Nueva York. Y a su tenacidad se debe el haber conseguido el milagro de haber reunido una treintena de colaboraciones.

¿La leyó antes de publicarse? ¿Ejerció algún tipo de sugerencia o censura? Por supuesto que no, aunque ganas no me faltaron. Nada mas conocer la lista de los participantes comencé a imaginarme lo que escribiría cada uno de ellos. Habrá quien haga un resumen escolar del tomo que le ha tocado en suerte, quien rebuscará las citas que me pueden enemistar con algún amigo, quien aproveche para rebatir mis opiniones políticas (si se trata de las que tienen que ver con Cataluña, Eduardo Jordá o José Luis Piquero, seguro) o para contarnos su vida con el pretexto de la mía (será la colaboración que más me divierta). También habrá alguna que otra lectura hiperbólicamente generosa (fácil me resulta adivinar quién me va a comparar con Chesterton), pero ya se sabe que en este tipo de volúmenes que algo tienen de homenaje, los elogios debe dividirse por dos y los reproches multiplicarse por cuatro.

Usted ha reseñado libros de alguno de los colaboradores y no siempre ha sido amable. ¿No teme que aprovechen la ocasión para vengarse? A todos les agradezco el esfuerzo que se han tomado y si alguno aprovecha la ocasión para vengar alguna antigua herida, pues se lo agradezco especialmente. Y me alegra comprobar que, entre los colaboradores, está la persona sin las cuales la mitad de mis diarios o no se habrían escrito o se habrían escrito de otro modo: Íñigo Noriega, director hoy de El Diario Montañés, que cuando era director de El Comercio me invitó a colaborar todos los veranos en su periódico con total libertad (y algún verano colaboré diariamente con traducciones poéticas) y, gracias a eso, para evitar que me pasara a la competencia, el entonces director de La Nueva España me ofreció anticipar mi diario los domingos.

¿Y no le preocupa que los lectores se echen atrás ante la monotonía del tema? Yo soy el primero que jamás leería un libro de casi trescientas páginas dedicado a José Luis García Martín, un hombre como tantos, en cuya vida –ya no demasiado breve-- apenas hay acontecimientos dignos de reseñar. Pero sospecho que en esas páginas yo será solo el pretexto: cada tesela de mi retrato colectivo tendrá mucho de autorretrato. Cuando parecemos hablar de otros, todos, queriendo o sin querer, hablamos de nosotros mismos. Y al revés. En estos treinta años de diarios, en estos miles de páginas, también yo he hablado de un tema bastante más interesante que mi rutinaria vida, que era de lo que parecía hablar. Un libro, cualquier libro que merezca la pena, no es nunca un retrato del autor, sino un espejo en el que se refleja cada lector.                                       

jueves, 4 de febrero de 2021

Una editorial, un mundo, una época

 

 

La tribu Einaudi. Retrato de grupo
Ernesto Ferrero
Prólogo de Manuel Rodríguez Rivero
Trama Editorial. Madrid, 2020.

Pocas palabras tan imprecisas como la palabra “novela”, que ciertos periodistas y editores suelen aplicar a cualquier obra literaria en prosa de cierta extensión. Por una vez, me gustaría incurrir en ese uso abusivo y calificar al libro de Ernesto Ferrero que en español lleva el título de La tribu Einaudi (el título original es más impreciso, pero también más adecuado: I migliori anni dalla nostra vita, Los mejores años de nuestra vida) como novela. Novela de no ficción, o sin más ficción que la que involuntariamente se añade a cualquier recreación memorialística de la realidad.

            Ernesto Ferrero evoca sus años de colaboración, con diversos grados de responsabilidad, en la editorial Einaudi, una de las más importantes en la Europa de los años sesenta y setenta, el modelo de lo que en España quisieron ser la Seix Barral de Carlos Barral o la Alfaguara de Jaime Salinas, pero lo hace de manera que interesa a cualquier lector, no solo a los estudiosos de la industria cultural, al contrario de los que ocurre con el prólogo de Rodríguez Rivero, ejemplo de escritura ensayística, pero no creativa.

            Cierto que por el libro cruzan unos cuantos nombres fundamentales de la literatura del siglo XX –Cesare Pavese, Natalia Ginzburg, Italo Calvino, Primo Levi--, pero entremezclados con otros personajes de los que no habíamos oído hablar y cuya peripecia no nos interesa menos. Y no es necesario para ello que sean como Malcolm Sky que se hallaba siempre donde no tenía que estar, al que le apasionaban las historias de fantasmas, que tenía contacto con los servicios de inteligencia y que un día apareció asesinado en una plaza de Turín. Cualquier oscuro profesor, cualquier sufrido corrector de pruebas, cobra vida, se vuelve memorable en estas páginas.

            El protagonista –amado y odiado-- es Giulio Einaudi, que dirigió su editorial como si fuera una corte del Renacimiento. Carlos Barral quiso tomarle como modelo, pero no llegó ni de lejos a igualarle. Opuesto a él –que nunca olvida su papel de rey Sol, en torno al cual giraba el mundo--, Italo Calvino es el laborioso trabajador –como sus antepasados campesinos-- que disimula todo lo que puede su talento. Ferrero cuenta una anécdota significativa: “En la primavera de 1984, Calvino está en Sevilla con su mujer, Chiquita, argentina de nacimiento. Jorge Luis Borges, ciego desde hace tiempo, se halla reunido en un hotel de la ciudad con unos amigos. Los Calvino se acercan a ellos. Mientras Chiquita conversa amablemente con su compatriota, el escritor, como siempre, se mantiene apartado. Tanto es así que ella considera oportuno avisar: Borges, también está Italo… Apoyado en el bastón, Borges levanta la barbilla y dice sin inmutarse: Lo he reconocido por el silencio”. Pero en ocasiones el silencio Italo no puede por menos de estallar, como cuando afirma en una de esas reuniones de los miércoles que Ferrero recrea tan admirablemente: “Este Camilo José Cela quiere que lo traten como a un Dios Todopoderoso. Es una de las personas más vacías e insoportables de la literatura internacional”.

            “El hermano infeliz” titula el capítulo dedicado a Cesare Pavese. Ferrero considera menos significativos el desengaño amoroso que el enfrentamiento con el editor –que él escribe siempre con mayúscula-- entre los motivos de su suicidio: “Hasta el último momento debió de pensar que el Editor acabaría acudiendo a la pequeña habitación del Hotel Roma, que se inclinaría sobre la cama, le daría un leve beso en la frente y lo despertaría. O a lo mejor sabía que el Editor, amando tanto la vida y odiando tanto la muerte, jamás habría tenido aquel gesto salvador para nadie”. Es probable que esa no sea la explicación más adecuada, pero Giulio Einaudi siempre pensó que el suicidio de Pavese había sido un acto en contra suya: “Por eso nunca llegó a perdonar a Pavese, por eso pasados tantos años el suicidio de Pavese seguía siendo un asunto de familia: algo que nos afectaba tanto que ni siquiera podíamos mencionarlo”.

            Ferrero no tuvo relación con Pavese –llegó a la editorial en 1963--, pero sí mucha con otro suicida, Primo Levi. Se ha hablado mucho de las razones que llevaron a Primo Levi a tomar esa determinación, incluso hay quien lo ha considerado una última consecuencia de su internamiento en el campo de concentración. Ferrero alude a otras causas, la principal de ellas “la partida que jugaba con la madre paralizada, a la que cuidaba día y noche como un enfermero”. Aunque sabía que era una partida mortal que solo admitía un único superviviente, se negaba a ingresarla en una clínica; no aceptaba salvarse a costa de ella. “Pasaba horas delante del ordenador, sin escribir, o con la madre, que lo llamaba y lo quería permanentemente a su lado”. Muchos le oyeron el más cruel de los desahogos: “Es peor que Auschwitz”.

            Algo de suicidio tuvo también el final de Pasolini. Ferrero lo vio por última vez, quince días antes de que lo mataran, en el feria de Frankfurt. No quiso alojarse en el hotel que le había reservado el editor y buscó otro “cerca de la estación, hacia el río, en pleno barrio turco, donde el comercio sexual adquiría las tonalidades de un matadero de cerdos, de una oscuridad sin posibilidad de rescate”. Aquellas arriesgadas aventuras lo ponían de buen humor: “Por la mañana, alegre y algo parlanchín, salió a hacer una compras largo tiempo deseadas. El verdadero tesoro de Frankfurt era una tienda Adidas, el paraíso de los equipos de fútbol, donde se vendían unos artículos futuristas que todavía no habían llegado a Italia”. Pasolini era patrono, entrenador y delantero de un equipo de fútbol, los Stukas, en el que ponía tanta pasión como en la literatura o en el cine. “Se fue de Frankfurt como un bandido feliz de su botín --concluye Ferrero el capítulo--. No sé si tuvo tiempo de sorprender a su equipo con las camisetas de Adidas. Sin duda, con su cuerpo en el descampado de Ostia, termina una época en la que un mundo ya perdido y degradado aún seguía arrojando destellos de una posible regeneración”.

            Aunque no novela, sí literatura de creación –gran literatura-- esta fascinante recreación de una época, casi tan remota ya para nosotros “como el paso de Aníbal por los Alpes”, y de sus personajes, protagonistas o parte del coro, olvidados o siempre recordados.