Filosofía de la
cuchara
Miguel Martínez
Cálamo. Palencia,
2020.
Comenzamos a leer los versos de Miguel Martínez (Madrid,
1982) con una sonrisa. El primer poema nos parece el guion para un corto de
dibujos animados: “Venga Iván siéntate bien / y come como Dios manda. / Pero
Iván ha decidido / que esta noche hay un concurso / y ahora las cucharas de la
mesa / son las narices de toda la familia / a los dos segundos son micrófonos /
y luego sirven para jugar al tenis”.
El segundo
poema, “El no misterioso de las cosas”, ya nos pone sobre aviso de que en la
poesía de Miguel Martínez hay algo más que ludismo y refrescante disparate.
“Las cosas son las cosas y no hay mucho más misterio”, comienza. Imposible no
pensar en Alberto Caeiro, el pessoano poeta de la naturaleza que parecía poner
en verso las intuiciones de la filosofía de Hussler, su fenomenología.
Miguel
Martínez recurre una y otra vez a la personificación: “la mesa cada mañana se
pone su disfraz de mesa / y sigue el guion a rajatabla, no improvisa / pero es
imposible hacer tan bien la mesa como lo hace ella”. Su imaginería huye de lo
convencionalmente poético: “El corazón es famoso / acapara todas las portadas /
lleva gafas de sol y una nube de paparazis. / El corazón se lo tiene muy
subidito / pero el corazón es una estafa. / El corazón no es el corazón / no
hay corazón que valga / es un mito, son los padres”.
Coloquialismo,
ingenio, paradoja y parodia, antipoesía a la manera de Nicanor Parra… Vamos
leyendo con una sonrisa hasta que se nos hiela la sonrisa, como al final de “Mi
expedición imposible”, o en “Las pirámides de Egipto” con “esa pequeña familia
averiada / que cojeaba de una madre”.
Hay
parodias de la poesía religiosa. “El diazepam es mi pastor, nada me falta”
repite el estribillo de “Salmo 23”, con su final anticlimático:
“Bienaventurados los pobres / porque ellos verán a Dios. / Felices los
infelices / porque el reino de los cielos / pesa 150 miligramos / y cuesta 2
euros con 75”. Otro de los poemas se titula “Oración para una lavadora” y le da
la vuelta a un conocido texto litúrgico (“cordero de Dios”): “Lavadora de Dios
/ que quitas los pecados del mundo / y en tu infinita sabiduría / bajaste un
día a rescatarnos / de la mancha del mono primitivo / de la mancha de Adán / y
de la mancha de tomate”.
Parece que
Miguel Martínez nada se toma en serio y que el título del libro, Filosofía
de la cuchara, es una broma más. No hay tal cosa. Sus poemas tienen detrás
una metafísica, una desolada meditación existencial.
Pero toda
manera de hacer poesía tiene sus riesgos y los de Miguel Martínez resultan
evidentes. Una vez encontrada una fórmula puede repetirse hasta la saciedad,
con el consiguiente cansancio del lector. Cierto que la capacidad imaginativa
del autor –que nada tiene que envidiar a la de Gómez de la Serna-- parece
inagotable y que a la enumeración abierta de la mayoría de los poemas se le
trata de añadir un cierre donde se busca ese algo más que dota de trascendencia
al texto. Se consigue por lo general, aunque no en el poema último.
En unos pocos casos da la
impresión de que el autor toma como punto de partida un texto ajeno. Es lo que
ocurre con “Principio de sí contradicción”, escrito con el hiperbólico
desparpajo de ciertos poemas de Luis Alberto de Cuenca, o con “El país de
Justoantes”, variaciones sobre el tópico que Pedro Salinas enunció en un
título: Vísperas del gozo.
Uno
de los más representativos poemas del libro, “La memoria S. A.” lleva como lema
una cita de Alicia en el país de las maravillas y ciertamente Lewis
Carroll, que supo como nadie contar un cuento para niños y a la vez exponer
algunas de las paradojas del conocimiento, puede considerarse como el maestro
de Miguel Martínez.
La memoria
se equipara en ese poema con una empresa de mudanzas o con los operarios de un
teatro. Una vez que abandonamos nuestro domicilio en el presente comienzan las
reformas, el cambio de decorado. “¿Qué ocurrirá cuando acabe esta noche? / Me
preguntas”, comienza el poema. Y en las siguientes estrofas asistimos al
proceso de demolición del recuerdo: “Diligentes e implacables / los operarios
de la Memoria S. A. / verterán libros de
aguarrás y de pintura blanca / un día desmantelarán por completo el restaurante
/ y borrarán incluso el nombre de la calle. / Nosotros andaremos en otra cosa
mientras ellos / desclavan la enorme losa de este cielo sin estrellas / y ya no
recordaremos si hoy llovió / o hizo una noche despejada”.
Miguel
Martínez le quita los humos a la poesía, la hace bajar de su nube, juega con
ella y parece que se ríe de ella, pero solo se ríe con ella y con nosotros para
disimular que está hablando de algo muy serio: las máscaras de la muerte, el
sinsentido de vivir.
Y buen tipo, estuve con él leyendo en Campillo de Ranas hace unos años. Su obra me dio la impresión que ahora atestiguas: de un desenfado irónico, un tocar las narices a la formalidad estilistica y temática. Un romper con ese "ponerse estupendo" que tanto arraigo tiene en el hacer poético español, como si todo fuera trascendente. Tiene sus riesgos claro. Gracias por traerle.
ResponderEliminarHay ocurrencias, pero lo de "Lavadora de Dios", prefiero el original.
ResponderEliminarDe todas formas, si a la poesía le quitas la solemnidad, algo pierde.
Chistes, buen humor, personificaciones...hombre, está bien para pasar un rato, con el café o la cama.
Yo de niño pequeño hacía de los automóviles personas. Los faros, los ojos; el ventilador, la boca; los retrovisores, las orejas...
Esto lo perdemos.
Deberías poner tu nombre al final de lo que escribes (o al principio), "Unknown". El anónimo es siempre una fea costumbre.
EliminarNo entra
ResponderEliminar¿Cómo es eso? Lo escribes tras tu última frase, como otra más.
EliminarEl libro de Miguel Martínez me ha parecido extraordinario, y sí, me he reído mucho.
ResponderEliminarY, al contrario de lo que dice Unknown,pienso que a la poesía le pasa muchas veces como a la zarzuela:como sea muy solemne es mala