jueves, 30 de marzo de 2023

Retórica y poética

  

Derrotero (Poesía 1969-2022)
Jon Juaristi
Edición de Rodrigo Olay Valdés
Renacimiento. Sevilla, 2023

Vaya por delante que Jon Juaristi es uno de los grandes poetas contemporáneos, que sus mejores poemas no desdicen puestos a la par de los de sus maestros Unamuno y Blas de Otero (o de Gabriel Aresti), que en su voz resuenan muchas voces, pero que entre todas la suya resuena inconfundible, que Derrotero, el tomo en que Rodrigo Olay ha reunido ejemplarmente, sin lucimientos eruditos, su poesía completa es uno de esos libros que no se agotan nunca. Y sin embargo…

            No hay poeta de verdad que no sea varios poetas, aunque no se desdoble expresamente en los heterónimos pessoanos o en los complementarios machadianos, y al Juaristi poeta mayor de las Españas le acompañan un chistoso coplero y un versificador para todas las ocasiones a los que deja campar cada vez más a sus anchas.

            Y no es que humor y poesía resulten antagónicos. A fin de cuentas es el humor, más que la ironía, el idioma de la inteligencia. Aunque no suela considerarse así, La venganza de don Mendo es uno de los títulos del teatro español más memorable y ha envejecido mejor que tanto Benavente. Jon Juaristi, émulo de Muñoz Seca, ha escrito dos largos poemas burlescos, “Los tristes campos de Troya” y “Dos de mayo”, que no pueden leerse sin admiración ni regocijo, lo mismo que su eutrapélica “Sátira primera (a Rufo)”. Otra cosa son los poemas-chiste (tan frecuentados también por Ángel González) y los juegos de palabras más o menos ocurrentes a los que no puede evitar recurrir incluso cuando claramente desentonan. Basten uno o dos ejemplos. El hermoso poema “Mar de Castilla”, con sus pareados que son toda una precisa antología, termina de esta manera. “Mar de Castilla desde cuyas naves / toda la noche oímos pasar AVES”. Con más ingenio aparece el tren de alta velocidad al final del enumerativo y machadiano “Ligero de equipaje”: “Una guía de Estonia, prismáticos y lentes, / mi hiena de peluche, mi cepillo de dientes, / y así que parta el AVE que nunca ha de tornar / me encontraréis a bordo, después de facturar”. Hay poemas que parecen construidos para el juego de palabras final: “Cuando tú te hayas ido, / me envolverán las sobras” termina “Restaurante chino”.

            No escasean tampoco los ajustes de cuentas —con sus paisanos vascos, con sus detractores políticos, hasta con algún crítico literario—, unos “cantos de escarnio y maldecir” que, en más de una ocasión, parecen estar demás, por circunstanciales, en una recopilación de la poesía completa. El soneto “Que / qué”, cuya cita inicial es un chiste bilingüe, puede servir de ejemplo.

            Pero aparte de estos tropezones, que abundan algo más en los inéditos “Saldos de fin de temporada” con que se cierra el volumen, cuánta verdad y cuánta emoción en estos versos, cuánta prodigiosa artesanía. Cito algunos poemas que están en mi memoria, y en la de tantos otros lectores, desde hace tiempo: “Ruleta rusa”, elegía de una generación cuya adolescencia terminó con los primeros disparos de la violencia terrorista; “Última lección”, poema al padre al que se contrapone “Palinodia”, dedicado al primer hijo; “Campos del romancero”, “Noche de reyes”…  Y un poema por el que yo siento especial predilección, “Comentario de textos”, que ejemplifica bien la capacidad de Juaristi de hacer poemas con material no considerado poético, sino más propio del ensayo o de otros géneros literarios. “Comentario de textos” incluye un comentario de textos de Guillén que vale también para el mejor Juaristi (“¿Apreciarán la tersa palabra, el verso claro, / conciso, exacto, austero, el lenguaje hecho médula, / la precisión soberbia con que plasmó la vida / en secos fogonazos?”) y reflexiona sobre la enseñanza de la literatura mejor que cualquier tratado de pedagogía.

            Como en la época en que se puso de moda el teatro en verso y un autor escribía los diálogos en prosa y otro los versificaba —así fue la colaboración entre María Martínez Sierra y Eduardo Marquina—, Jon Juaristi ha jugado más de una vez a poner en verso pasajes de sus ensayos sobre la tradición vasca o de sus escritos autobiográficos (“All iron”, por ejemplo), dando muestra de sus habilidades como versificador. Pero eso no justifica lo       que dice en el prólogo: “Creo que he intentado siempre escribir poesía cercana a una prosa decente y no poética, o sea, clara, concisa y pública, no del todo impersonal, pero sin desnudarme de cintura para abajo”. Afortunadamente, no siempre ha sido así: “Río del tiempo / que cruza el alma / fluyendo siempre / desde el mañana, / orillas mustias / por donde pasa / lánguida y lenta / su lengua el agua…”

            Poesía con nombres tituló Blas de Otero una de sus antologías y podía titularse la poesía completa de Juaristi, de ahí la utilidad del índice onomástico que acompaña a esta edición. Pocos poetas tan generosos, a la hora de elogiar en verso a sus amigos y maestros como Juaristi; pocos también más feroces a la hora de zaherir a sus detractores: “Muere matando. / No podrás con todos, / pero algún miserable / quedará sobre el campo, / tripa arriba / como en los viejos tiempos / (pues de vejez hablamos)”.

            Dos sorprendentes inéditos juveniles, traducidos del euskera, se añaden a esta edición; entre los “Saldos de fin de temperada”, destacan “Llanto por un bandido” y la irónica recapitulación, tan Juaristi, de “Al cumplir los setenta”.



jueves, 23 de marzo de 2023

Don de la ebriedad

 

 

Euforia
Carlos Marzal
Tusquets. Barcelona, 2023.

Pocos libros tan desbordados, tan llenos de amor a la vida como Euforia, de Carlos Marzal, que nos llega tras largos años de silencio poético. Se divide en cuatro partes —es un libro extenso para lo que estamos acostumbrados— y cuatro son su principales núcleos temáticos, aunque no estén agrupados, sino dispersos por las diferentes partes. El primero de ellos —y quizá el más deslumbrante— tiene un carácter hímnico. Marzal sabe como nadie cantar la belleza de lo cotidiano. Pueden ser las hierbas del campo o la lista de la compra, un viejo balón de fútbol o el camión de la basura: “Allí donde detengo la mirada / veo la perfección: / en cada objeto, / en ese vaso de cristal, en cada / cosa que me rodea por destino. / porque viene hasta mí para cumplirse”. Quizá el poema que mejor resume este tono, que algo recuerda a Claudio Rodríguez (aunque sin ninguna semejanza formal) sea el titulado muy precisamente “La belleza imprevista”: “La belleza imprevista está esperando. / Basta por esta vez con que tú seas / un hijo agradecido para el mundo”.

            El libro se escribe desde la afirmación y la exaltación —y de ahí el título—, aunque no excluya el dolor ni el desconsuelo. “Solo valgo la pena en mi alegría”, nos dice en uno de los versos, y en otro se declara “un buen huésped del mundo”.

            Junto al “do mayor” de los himnos están los recuerdos de infancia, a veces con rasgos costumbristas o sociológicos, como cuando nos habla de las tétricas Semanas Santas del franquismo o del quiero y no puedo de los muebles con escay, cuando evoca unos billares o las desaparecidas salas de cine. Su particular versión de la magdalena de Proust, la llave hacia su “infancia extraviada”, la encontramos en “Moussel: un producto Legrain (París)”.

            Otro núcleo temático lo encontramos en los poemas a los amigos y maestros desaparecidos, casi todos poetas. Comienza con el dedicado a Joan Margarit. Marzal sabe cómo huir del tópico, como evitar los convencionales elogios fúnebres: “Lo llamé en un poema / viejo zorro cabrón, / porque sabía cómo hacernos daño”. Imposible no seguir leyendo después de esos versos inesperados. Sigue Miguel Ángel Velasco: “Fue un dandy adolescente / y un maduro arquetipo / de hippie terminal: / dos paradigmas / de espíritu romántico”. A Francisco Brines —la más reciente de estas ausencias— se le evoca en la mañana de su entierro: “No quise claudicar ante el desánimo. / Esto habría supuesto una traición / no solo a su poética, / también / a su manera de entender el mundo”. La semblanza de César Simón resulta especialmente precisa y matizada: “Tuvo un gen perceptivo solo suyo. / gracias al cual sabía descubrir / raras epifanías sensoriales / en mitad de la nada / o del silencio, / como un perro que capta otra frecuencia”.

            Y están las estampas familiares, siempre tan proclives a la falacia patética, que Marzal acierta a evitar sin hurtar la emoción, como en “Patres et filios”, o en el poema final, sobre la muerte de la madre. En otros casos —“Artoplastia de cadera” puede servir de ejemplo— recurre al humor.

            Y están también los poemas que cuentan una historia (“Viejo hotel en Barbastro”, “Telequinesis”) y los poemas eróticos, que cantan a la vida “lujuriante y lujuriosa”. Carlos Marzal sabe que no se puede ser sublime sin interrupción y por eso no tiene inconveniente en escribir poemas como “Escatológica”, dedicar otro al tópico “Fumando después de” o terminar “La canción del verano” con sorpresiva vulgaridad: “Huele a jazmín / y llevas el biquini / nocturno y empapado. / Te he pedido / que bailemos de nuevo la canción. / Una luna de sangre encumbra el cielo. / Estoy indestructible / y muy empalmado”.

            No faltan las reflexiones metapoéticas —“Los poemas suceden, nos ocurren, / los versos acontecen cuando quieren, / solo siguen la ley de su capricho”—, a menudo autobiográficas: “Mi escritura requiere un cierto clima, / una temperatura del espíritu / que se aproxime a la felicidad; / sobre todo si trato / de explicar la experiencia del dolor / o hablo del desconsuelo”.

            Euforia es un libro para abrir por cualquier parte, como todos los libros de poemas, y también para leer seguido. Marzal, que tanto gusta de la figura retórica de la “amplificatio”, de la insistencia anafórica, en este volumen se muestra más contenido, sin renunciar por ello a la creatividad expresiva, a la fórmula a la vez sorprendente y precisa, jugando a veces con una frase hecha (“vivir del aire”, “hacerse la boca agua”) o con la sorpresa como en el poema “Los conspiradores”.

            Es también un poeta conceptual que busca acercarse a la realidad desde ángulos inéditos, y casi siempre lo consigue, aunque en algunos pocos casos parezca perderse en la algo sofística argumentación. Sabe mirar y ver más allá de lo que todos vemos, entusiasmarse y transmitir su entusiasmo. “El baile en la llama” —que copio íntegro— puede servir para compendiar su poética: “Estoy hace ya un tiempo ensimismado, / viendo bailar la llama en el pabilo / de una vela de aroma. / Sigo en antojo de sus contorsiones, / las volutas del humo perfumado, / su danza en amarillo maleable. / ¿Cómo no perseguir para mí mismo / tanta ductilidad, hecha de nada, / tanta adhesión tajante a lo que existe? / Suscribo su ideario en esos términos. / bailar sin dirección, sin objetivo, / ser perfume en el aire / y daros luz”.



martes, 7 de marzo de 2023

Silva de varia lección

 

El ego, la otredad
Daniel Rodríguez Rodero
Prólogo de Jon Juaristi
Renacimiento. Sevilla, 2023.

Mirlo blanco o cisne negro es, entre los poetas jóvenes, Daniel Rodríguez Rodero. Tiene una cultura —no solo literaria—  y un pensamiento propio infrecuentes a su edad. Nacido en 1995, ya ha tenido tiempo de publicar y rechazar de su bibliografía un primer libro de poemas, escrito en décimas. El buen conocimiento de la métrica clásica es uno de esos méritos que pueden convertirse en deméritos. Daniel Rodríguez Rodero corre el riesgo de limitarse a escribir tan brillantes como arcaicos ejercicios de estilo. Y con alguna frecuencia suena en El ego, la otredad a poeta de otro tiempo, del tiempo del primer Blas de Otero, los garcilasistas o Leopoldo Panero. “Oración por los que creen “ podría estar firmado por José María Valverde; “Job increpa a Jahvé” por el Blas de Otero de Ángel fieramente humano: “El prisionero”, recreación del anónimo romance, por Rafael Montesinos: “Pasa mayo y no viene / mi avecilla a cantarme. / Oigo un tic tac lentísimo, / un sucederse el aire, / los gritos de los libres, / tintineos de llaves, / el pesado chirrido / de puertas que se abren / en las celdas contiguas / y júbilo en la calle…”

Pero se equivocaría quien quisiera reducir el libro a un colección de homenajes, a ejercicios de buen lector. En El ego, la otredad —título quizá no demasiado afortunado, como de manual de psicología— hay técnica y llanto, para decirlo con un título feliz de Carlos Edmundo de Ory. Y quien lo dude puede comenzar leyendo el último poema, “13 de febrero de 1837”, dedicado a Larra, que merece figurar en cualquier antología del poema histórico tal como lo entendió Cavafis —nada que ver con las recreaciones del romanticismo— y lo practicó ejemplarmente Cernuda.

            Poeta culturalista, a la vez que experiencial y experimental, Rodríguez Rodero. Abundan en su libro los poemas que tienen como protagonista a un personaje histórico, a veces en forma de monólogo dramático. Pero acierta más cuando utiliza la tercera persona que la primera. Al espléndido “Quevedo” —que puede hacer pendant con el “Góngora” cernudiano— se le contrapone el rechinante “Leopoldo Panero”, que más parece una defensa del poeta escrita desde hoy que un monólogo del poeta. También disuena el verso final de “Alfonso X”. “Pagué con mi corona la ambición de un imperio” comienza, y luego, tras resumir la historia de su reinado, termina con estos versos: “Cuando llegue la hora de dar cuentas arriba / de toda la ambición que alimenté sin medios, / pediré que me impongan el máximo castigo. / Un rey puede estuprar, mas no sobreestimarse”. Ese último verso resulta más bien un corolario del autor contemporáneo, disuena en boca del personaje.

            Dos son los riesgos de la poesía de Rodríguez Rodero. El uso de cultismos extemporáneos es uno de ellos. “Porque este mundo nuestro es una biocenosis” leemos ya en el verso inicial. La mayoría de los lectores se sentirán forzados a buscar “biocenosis” en el diccionario.: “Conjunto de organismos , vegetales o animales, que viven y se reproducen en determinadas condiciones de un medio o biotopo”. ¿Era necesaria esa pedantería? Parece que no. El otro riesgo deriva de una de las mayores cualidades de este poeta joven: su ambición temática, su deseo de llevar al poema inquietudes que otros considerarían más bien ensayísticas. El poema dedicado a un soldado de la “generación perdida” incluye versos que parecen más bien prosa de artículo periodístico: “Las industrias, aún inadaptadas, / después de un lustro fabricando guerra, / no dispondrán de un puesto que ofreceros, / a vosotros, los héroes del orbe, / hasta dentro de tres o cuatro años”.

            Pero no tiene demasiado sentido insistir en las insuficiencias de El ego, la otredad, un libro insólito en la poesía joven de hoy. Mejor subrayar sus logros: el reflexivo “Helada en sazón”, la paradójica verdad de “Síndrome de Estocolmo”, la libérrima versión del más famoso soneto de José María Blanco White, alguna de sus Rubaiyat, como la dedicada —como el poema final— a Larra: “No. No me quejaré de que la vida es breve, / cuando la brevedad es toda mi esperanza. / Joven soy y lamento los años que he vivido, / mas dudo de mis fuerzas para andar el atajo”.

            Daniel Rodríguez Rodero, además de poeta, es un notable articulista de lecturas e intereses no demasiado frecuentes en la gente de letras. Va camino de convertirse en uno de los más destacados divulgadores y defensores del pensamiento liberal conservador, un poco a la manera de Ignacio Peyró. Uno de sus maestros es Aquilino Duque, tan provocador ideológicamente, tan poliédrico poeta, culto y popular, al margen de ideologías. A partir de ahora habrá que tener muy en cuenta su nombre.

Ejercicios de memoria y estilo

 

 

Castigado sin dibujos
Julio José Ordovás
Xordica. Zaragoza 2023

Hay libros que no conviene comenzar por el primer capitulo, y este es uno de ellos. Tras las palabras iniciales —"Bajo un cielo impasible hay"— sigue una enumeración: placas solares, antenas repetidoras, torres de electricidad, torres mudéjares... Y sigue así durante cerca de tres páginas. El autor parece tener particular predilección por este tipo de ejercicios de estilo y lo repite a menudo: con los colores ("Alpino & Plastidecor"), con las cenizas de los cigarrillos ("Detective privado"), con los camareros ("Bares"), con todos los personajes del libro en la página final: "Entonces me doy cuenta de que los músicos y yo no estamos solos. Detrás de nosotros van mis padres y mis hermanos. Y mi abuelo Julio y mi abuela María, y mi abuela Josefina y mi abuelo José, que me guiña un ojo. También me guiña un ojo mi tío Jesús, y mi tía Carmen me saluda levantando los brazos y moviendo las manos como si tocara castañuelas". Y siguen el Indio y Vicki y Luis y Raquel y la tía Rosa, y etcétera, etcétera, pero el lector ha aprendido ya a saltarse —o a acelerar— en estas algo mecánicas enumeraciones

Otro capítulo, "Solo momentos", adapta el "Je me souviens", el yo me acuerdo de Perec, que tanto juego ha dado en la literatura posterior (es un esquema que cada autor puede rellenar a su manera). Julio José Ordovás alterna los recuerdos autobiográficos y costumbristas con otros de carácter más lírico: "El repentino silencio de los pájaros, minutos antes de que estallara la tormenta".

Castigado sin dibujos es un libro en el que los ejercicios de la memoria se entremezclan con los ejercicios de estilo. En la literatura española, el punto de partida puede estar en Las confesiones de un pequeño filósofo, de 1904, firmadas por un J. Martínez Ruiz que pronto cambiaría el nombre por el de su personaje: Azorín. A esa colección de breves estampas, tan próximas en ocasiones al poema en prosa, añadiríamos un libro de comienzos de los años veinte, La novela de un novelista. Palacio Valdés convierte cada capítulo de estas "Escenas de infancia y adolescencia" en un relato que puede leerse independientemente. En los mejores capítulos de su libro, "El Indio", por ejemplo, Julio José Ordovás hace lo mismo. Pero no parece que Ordovás haya tomado como modelo a Palacio Valdés. El antecedente de "La batalla definitiva", por ejemplo, no está en "La batalla de Galiana", sino quizá en La guerra de los botones de Louis Pergaud.

Julio José Ordovás quiere hacer una autobiografía generacional, algo así como las Memorias de un niño de derechas de Francisco Umbral. Cuenta la historia de los niños de los Ochenta —él nació en 1976—, los años del felipismo. "A mi madre le brillaban los ojos cada vez que salía Felipe González en la tele", comienza uno de los capítulos, y luego sigue en tono artículo periodístico: "Felipe tenía esa habilidad, que solo tienen los grandes políticos y algunos dictadores, de hablar y hablar sin decir nada. No solo había metido los bustos de Marx y Engels en el baúl de los trastos viejos, también había limpiado su discurso de retórica marxista y de resabios antifranquistas y ofrecía un lenguaje político novedoso a un país que demandaba, entre otras muchas cosas, una nueva gramática y un nuevo vocabulario, limpio de arcaísmos".

              Memoria personal, familiar y generacional Castigado sin dibujos es un libro fragmentario y heterogéneo que quizá habría ganado optando por uno de sus tonos, el más narrativo: "Curso de mecanografía", "Detective privado", "Luis" o el ya citado "El Indio". Pero el autor quiere darle transcendencia situando la memoria familiar y las anécdotas intemporales de la infancia en un tiempo y un lugar muy concretos: "La democracia y yo dimos los primeros pasos y emitimos los primeros balbuceos casi al unísono. La democracia era una criatura muy frágil, con propensión a acatarrarse y a lastimarse, por lo que había que abrigarla y vacunarla y alimentarla bien y protegerla de los innumerables males que la acechaban".

            También se habla, como no podía ser de otra manera, de la iniciación literaria, a la que contribuye, junto a la literatura juvenil, una antología tan notable y olvidada como Primavera y flor de la Literatura Hispánica, dirigida por Dámaso Alonso y publicada por el desprestigiado Selecciones del Reader's Digest, en el que sin embargo colaboraron algunos de los más destacados escritores españoles de los años sesenta.

              Una infancia como todas y distinta a todas, en un tiempo y un lugar concretos, que el autor rememora cuando vuelve a vivirla en otra infancia. "Para Gabriel, responsible de que haya vuelto a ver dibujos animados. Y para Brenda, que le amenaza con castigarlo sin dibujos y siempre cumple sus amenazas", leemos en la dedicatoria.

jueves, 2 de marzo de 2023

Días felices

 

Recuerdos literarios (1943-1959)
Charles David Ley
Edición de José Esteban
Renacimiento. Sevilla, 2023.

Aquel Madrid de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas) era también, para muchos un Madrid de vino y rosas, de alcohol servido generosamente en las reuniones literarias y de juegos florales.

            El hispanista Charles David Ley, que desde 1939 había sido profesor en el Instituto Británico de Lisboa, a partir de 1943, y hasta 1952, lo fue en el de Madrid. De esos años nos habló en La Costanilla de los Diablos (1981), unas memorias literarias que ahora se reeditan acompañadas de La cueva de Salamanca, que completa sus años españoles con la rememoración de los que pasó en esa ciudad como profesor universitario hasta 1959.

            Esos tiempos oscuros desde tantos puntos de vista no lo fueron del todo desde el literario. El nuevo régimen, con Juan Aparicio como astuto Goebbels, quiso contrarrestar la propaganda de los exiliados (y la mala fama que le había dado el asesinato de Lorca), apoyando la creación literaria, que tenía cabida —y era a menudo bien pagada— en los suplementos culturales y en las varias revistas que se crearon por entonces, de La Estafeta Literaria a Fantasía o El Español. Los escritores tenían total de libertad, siempre que no se metieran en política, según el sabio consejo del caudillo. Incluso revistas que no parecían subvencionadas, como Garcilaso, también lo estaban de manera indirecta: a su director, José García Nieto, se le apoyaba con sustanciosas colaboraciones en la prensa del Movimiento.

            Chales David Ley de inmediato entró en contacto con los nuevos valores de entonces y con los consagrados. Aparte de su simpatía personal, y de que a partir de 1943, cuando se comenzó a comprender que Alemania no ganaría la guerra, Gran Bretaña fue gozando cada vez de más simpatías, en las reuniones que organizaba en su casa siempre abundaba el alcohol, segura manera de ganarse las voluntades.

            De la situación política se habla poco en el libro. No faltan, sin embargo, algunos detalles significativos. Sorprendente resulta lo que nos cuenta de un primer viaje a España, poco después de terminada la guerra. Un exsoldado que volvía a casa y con el que se encontró en el tren, le preguntó qué le parecía España y al responder educadamente que muy bien, le replicó: “Media España en la cárcel y la otra mitad muriéndose de hambre y usted dice que muy bien”. No parece muy verosímil esa libertad de expresión en esos momentos.

            Más verosímil resulta la respuesta de José María de Cossío en la tertulia del Lion cuando alguien, bajando la voz, sacó a colación la costumbre de la policía española de dar palizas a los que interroga: “Eso, supongo yo, es un procedimiento común a todos los países. Seguramente que en Inglaterra también harán lo mismo”. Y Ley añade: “Yo creía que no, pero no me parecía de buena educación decirlo”.

            Sorprende también lo que afirma cuando, en la Salamanca de los cincuenta tuvo un problema con una alumna: “En aquellos años, se seguía el principio americano de que el estudiante tiene siempre razón frente al profesor”.

            Tanto La Costanilla de los diablos como La cueva de Salamanca, menos centrado en el mundo literario, están llenos de pequeños detalles que reflejan la época mejor que cualquier voluminoso tratado sociológico. Sentado el autor en la terraza del Gijón con Leopoldo Panero, que entonces se ganaba la vida como censor, pasaron dos mujeres que trabajaban como limpiadoras en el Instituto Británico. Ley las saluda y el poeta comenta muy extrañado: “Veo que también conoce usted a gente del pueblo”.

            Aparte de los jóvenes de entonces, Baroja es presencia constante. Por entonces era la figura literaria más popular, todo un personaje, con su tertulia llena de personajes que parecían sacados de cualquiera de sus novelas.

            Especial interés tienen las páginas dedicadas a Cernuda, a quien visita varias veces en Londres. Le lleva varios números de Garcilaso para que conozca lo que se está haciendo entonces en Espala y Cernuda los hojea con displicencia: “No me gustan. Son versos muy medidos”.

            Asistimos al trato familiar que Cernuda tenía con la familia de Leopoldo Panero: “Cernuda hablaba mucho con el niño pequeño de los Panero, que se le vino a sentar en las rodillas”. Ese niño, Juan Luis Panero, evocaría luego la relación con el poeta en sus memorias y en el primer poema de Galería de fantasmas: “Allí también, / tantos días, mañanas frías de colegio, / soñoliento, cogido de su mano. / ‘Luis Cernuda te quiere mucho’, / y la última visita a Harrod’s, / mientras envolvían su regalo de despedida, / un pequeño barco pintado de rojo”.

            Cela, en estos años, más que un escritor notable es casi un señor feudal. Durante una cena en su casa, cuando un invitado se siente indispuesto, Cela le ofrece la habitación de uno de sus secretarios, que esa noche podría acostarse en el sofá de la sala. Los secretarios, si hemos de hacer caso Ley, eran como sirvientes dispuestos para todos. Y de la misma manera imponía su voluntad a los otros escritores.

            Pero el auténtico protagonista de los dos tomos de estas memorias, el ya conocido y el inédito, es el poeta Roy Campbell, uno de los pocos poetas de lengua inglesa que apoyó a los franquistas en la guerra civil. Reiteradamente se nos cuentan sus aventuras y desventuras etílicas, sus fanfarronerías, las disparatadas conferencias a las que le invitaba para compensar sus ditirambos al régimen.

            Los nuevos escritores, los representantes de la que luego se denominaría generación del cincuenta, no parece que traigan un nuevo clima moral a aquella España. Ignacio Aldecoa, tras volver de Mallorca donde participó en el guion de una película anglo-española, comenta en el Gijón: “Ahí estaba el gran maricón de Lord Maugham y todo un grupo de maricas inaguantables. Así es el cine internacional”.

            Por lo que cuentan y por lo que dejan entrever, no tienen desperdicio estas Memorias literarias. Lo que sí tienen son abundantes descuidos en la edición. “No traduzco más que a Wilderlin y a Shakespeare”, responde Cernuda cuando le proponen una traducción. ¿Quién será ese Wilderlin? Seguramente Hölderlin.