lunes, 25 de junio de 2018

Una antología de poesía no hispánica



Subir al origen
Antología comentada de poesía occidental no hispánica (1800-1941)
José María Castrillón
Trea. Gijón, 2018.

José María Castrillón, poeta y profesor, ha querido ofrecernos en un libro abierto –el epílogo vale como anuncio de una continuación– varios libros. El título procede de Jovellanos, un poeta que podía haber sido nuestro Wordsworth si no le hubieran distraído otras muchas beneméritas dedicaciones:”Conócete a ti mismo, y de otros entes / sube al origen”.
            Al origen de la modernidad poética ha querido subir José María Castrillón con esta antología que es algo más que una antología. Es, en primer lugar, una didáctica reflexión sobre la tradición plural que está en la base de la mejor poesía contemporánea. Tiene el acierto de dirigirse a toda clase de lectores, no solo a los especialistas. Es el libro de un profesor de literatura que fuera además un gran lector de literatura, y no solo de la que entra en el programa que debe explicar, algo no demasiado frecuente.
            Los poetas antologados son de lengua inglesa (Wordsworth, Keats, Whitman, Dickinson, Yeats, Eliot, Stevens), alemana (Novalis, Rilke, Benn), francesa (Baudelaire, Verlaine, Rimbaud, Mallarmé, Apollinaire, Saint-John Perse, Éluard), italiana (Leopardi, Montale), griega (Cavafis), portuguesa (Pessoa) y rusa (Anna Ajmátova). Solo la enumeración de esta veintena larga de nombres bastaría para recomendar el volumen. Habría que añadir que bastantes de las traducciones que se nos ofrecen son inéditas y por lo general a cargo de traductores que también son poetas, como Jordi Doce o Tomás Sánchez Santiago.
            Las presentaciones de los poetas constituyen algo más que la habitual síntesis biobibliográfica. José María Castrillón nos ofrece una creativa estampa que podría leerse con independencia de los poemas que prologa. Constituyen el germen de otro libro.
            Como una novela romántica comienza la primera de las viñetas: “El joven viajero se ha bajado de la diligencia mientras esta asciende penosamente uno de los empinados tramos característicos de Cumberland, la región de los lagos, al noroeste de Inglaterra”. Para presentar a Keats se reproducen fragmentos de sus cartas, como si de una novela epistolar se tratara, y se copia su epitafio. La vida de Verlaine se condensa en dos imágenes: una fotografía que lo presenta envejecido y beodo en la mesa de un café; el cuadro de Fantin-Latour en el que aparece, cuando aún no ha cumplido los treinta años, sentado en el rincón de una mesa junto al adolescente Rimbaud. La semblanza de Yeats nos lleva a octubre del 36  y al poeta en un automóvil que se dirige a los estudios radiofónicos de la BBC. Apollinaire se nos presenta con una carta de amor ficticia, pero rigurosamente verdadera. “¿Dónde está Paul? –leemos al comienzo de otra entradilla– En los círculos artísticos de París se pregunta por Éluard. Su esposa Gala desconoce el paradero. En meses, ni una noticia”.
            Tras la presentación creativa, los poemas seleccionados de cada autor acompañados de un breve comentario. Alterna Castrillón los poemas bien conocidos –“Tabacaría” o “El poeta es un fingidor”, de Fernando Pessoa, por ejemplo– con otras selecciones más novedosas e incluso arriesgadas.
            Al final de cada selección, como propina, nos ofrece un “Homenaje en la poesía hispánica”. Se trata de la parte menos desarrollada del volumen y la más discutible. Los poemas que reproduce son de muy desigual calidad, desentonan muchos de ellos en el conjunto. ¿A qué viene poner un poema de Viktor Gómez junto a los versos de Ana Ajmátova? Lo copio entero dada su brevedad: “vagones grises / lentos se van oscuros / mugre el índice / numerados patanes / del cero al olvido”. ¿No podría haber encontrado algo mejor en Benjamín Prado, por citar solo un ejemplo?
            El epílogo se titula “Otra antología” y en él se comentan brevemente veintidós poetas, de Hölderlin a Marina Svietáieva, que podrían haber sido incluidos en la antología. Y que sin duda lo serán en un nuevo tomo, tan valioso como este, o más, si el autor trabaja un poco más la parte dedicada a seguir la huella de esos poetas en la literatura de lengua española, y el editor corrige algunos descuidos, como el desganado índice (había que indicar los títulos de los poemas seleccionados), la imprecisa manera de señalar el autor de los poemas de “homenaje” (aparece escondido en el comentario) o el poco relieve que se da al nombre de los traductores.
            Una idea feliz la de esta “antología comentada de poesía occidental no hispánica”, mejorable sin duda (son los riesgos de un empeño tan ambicioso), pero no por eso menos imprescindible para el buen lector de poesía.
           

sábado, 23 de junio de 2018

El universo en un grano de arena



Y
Andrés Trapiello
Pre-Textos. Valencia, 2018.

De un autor que comenzó a escribir hace más de cuarenta años, y que ha cultivado con profusión y regularidad los más diversos géneros literarios, no esperamos muchas sorpresas. Casi nos confirmaríamos con que no hubiera un exceso de reiteración y con que las nuevas versiones de los viejos temas no desmerecieran demasiado junto a las anteriores.
            Comenzamos por eso a leer el nuevo libro de poemas de Andrés Trapiello (sorprende su escueto título, Y, bien explicado en la nota inicial) con cierto escepticismo. Desaparece de inmediato. Qué importa que los temas sean los de siempre, qué importa que homenajee a Unamuno y al primer Juan Ramón, que abunden los buenos sentimientos (esos con los que, según Gide, no se hace literatura). Pronto nos ganan la emoción y el asombro, el mismo asombro y la misma emoción que al contemplar, una noche de verano, el cielo estrellado o al escuchar el canto del ruiseñor.
            Al ruiseñor, por cierto, le dedica varios poemas Andrés Trapiello en este libro, y un poema se titula “Amapola” y otro “Claro de luna”. ¿Qué poeta de hoy se atrevería a algo así? Solo él, o su admirado Eloy Sánchez Rosillo, que tampoco teme a la insistencia y que también ha ido progresivamente sustituyendo el tono elegíaco por la celebración del misterio de la existencia y de sus inmensas o minúsculas maravillas.
            “Pájaros, versos” se titula uno de los poemas y sus nombres, sus trinos y su variado plumaje llenan el libro: “El gran abejaruco y la oropéndola, / jilgueros, chichipanes y rabúos, / por no citar a los de toga negra, / a mirlos, golondrinas y vencejos”. También abundan los insectos, contemplados menos con la mirada del naturalista que con el asombro del niño: “Una pequeña araña que tranquila / se mueve entre los dientes trepidantes / del ciego cortasetos. Una hormiga / caminando paciente / y algo desorientada sobre un leño / que lleva ardiendo un rato, ajena a todo”.
            Mucho de fábula y de cuento oriental tienen también estos poemas, que hablan de una cotidianidad rural en la que todo se convierte en canto y en cuento, lo mismo la contemplación del vuelo de la libélula que revisar “las quintas pruebas” de uno de los tomos de sus diarios: “¿Quién no ha sentido / que con solo una vida no se alcanza / a realizar los sueños? / Se nos va la primera en galeradas / con erratas y a medio conseguir”.
            Hay poemas que tienen algo de scherzo, de jugueteo o de ejercicio de virtuosismo. El que yo prefiero se titula “La vida de un escritor”, descripción de una ciudad cuyo nombre se nos descubre en el último verso. A ejercicio suena también el romance “Un día completo”, tan juanramoniano –pero del Juan Ramón de Arias tristes, no del de Dios deseado y deseante–, con su silencio que vuelve una y otra vez como estribillo. Muy distinto, –dría haber sido una “dolora” de Campoamor– “Esta misma mañana”, donde se escucha un tañido de aldea en medio del bullicio del centro de Madrid, aunque luego resulte ser muy distinto de lo que parecía.
            También sorprende, aunque de otra manera, el final de “Ciruelo en flor”: “Me puse nerviosísimo creyendo / que apenas duraría aquel prodigio, / tan prosaico es el viento, y sin pensarlo / corrió mi corazón hasta el sepulcro / donde a Dios le pusimos. / Levántate, le dije, resucita: / el ciruelo está en flor / y no hay por aquí cerca ningún otro / de igual rango que tú / a quien darle las gracias”.
               No podían faltar los poemas familiares, como saben muy bien los lectores de Andrés Trapiello. Un poema antológico es “Mont Saint-Michel”, que parte de una anécdota trivial, el encuentro de un viejo vídeo doméstico. Igualmente merece destacarse ese canto a la amistad y a la música titulado “Schubertiada”.
            El tono más grave del libro, el más emocionante, se encuentra en los dos poemas dedicados al padre. “Una certeza”, se titula el primero, con su comienzo en esos becquerianos espacios “que separan la vigilia del sueño”, o el fantasmal “Claro de luna”, con su superposición de tiempos y de presencias y ausencia.
            Apenas hay página de este libro que no encierre una maravilla. Pocas veces se ha cantado con tanta verdad y con tanta austera belleza, sin levantar la voz, el sucederse de las estaciones, el temblor del cielo estrellado, el escondido canto del ruiseñor o ver amanecer desde la ventanilla de un tren.
            Poesía de madurez esta, poesía de la intrahistoria que no teme la anécdota, poesía de quien sabe ver el universo en un grano de arena, la eternidad en un instante. Y poesía que ama los pequeños detalles exactos, que sabe dar nombre a cada cosa, que no se pierde en vaguedades más o menos metafísicas. Lo mejor de la poesía de siempre en la voz de un poeta de hoy.




jueves, 14 de junio de 2018

José-Carlos Mainer, literatura y más



Periferias de la literatura. De Julio Verne a Luis Buñuel
José-Carlos Mainer
Fórcola. Madrid, 2018.

Conviene decirlo en voz baja, para que no se enfaden mis colegas, pero la mayoría de los trabajos universitarios dedicados a la literatura española contemporánea son de muy escaso interés para el público en general y casi me atrevería a afirmar que para cualquier público. Se trata de escritos de consumo interno que sirven solo para la promoción funcionarial de sus autores. Suelen oscilar entre la erudición menor y las vaguedades teóricas que lo mismo valen para un roto que para un descosido (“posmodernidad”, “pensamiento débil”, “modernidad líquida” y otros conceptos igualmente gaseosos).
            Pero hay excepciones, afortunadamente, y una de las más notables es la de José-Carlos Mainer. En 1974 publicó La Edad de Plata (1902-1936), Ensayo de interpretación de un proceso cultural y toda su obra posterior puede considerarse como un desarrolla de ese título pionero y fascinante. Por primera vez se nos contaban tres décadas de la historia de España, no como un conjunto de acontecimientos aislados, una sucesión de generaciones caricaturizadas en los manuales, sino como un proceso cultural en el que literatura y arquitectura, filosofía y música, pintura y política estaban relacionadas.
            El núcleo central de Periferias de la literatura añade nuevos capítulos a ese inagotable estudio de una de las épocas más fecundas de la historia de España, la llamada Edad de Plata (por contraposición a los siglos de Oro), un membrete que Mainer no inventó, pero que hizo popular.
            Los trabajos que se reúnen en Periferias de la literatura tienen un origen académico y se publicaron primeramente en actas de congresos y en misceláneas de homenaje a algún catedrático. Afortunadamente no se han quedado ahí y el interés de la mayoría de ellos hace que le disculpemos al autor que no haya sido más decidido a la hora de eliminar cierto enojoso andamiaje propio de su destino original (tampoco el prólogo ayuda a ganar nuevos lectores).
            El núcleo del libro lo constituyen la media docena de artículos dedicados a glosar temas y figuras de la Edad de Plata, como ya dije. “De la España negra. Apuntes literarios de una obsesión” busca antecedentes en el reformismo dieciochesco y llega hasta los apuntes carpetovetónicos de Camilo José Cela. “Apuntes para un marco” toma como pretexto al caricaturista Luis Bagaría para hablarnos de la bohemia, de la hermandad de las artes y de muchas cosas más. “La hermandad de las artes” se titula precisamente el capítulo que lleva como subtítulo “Literatura y pintura en el tiempo de Miguel Viladrich”. Al pintor simbolista Miguel Viladrich comienza presentándonoslo en el salón de Carmen de Burgos, Colombine, donde se derraolla una desopilante escena de la que dejó constancia Cansinos Assens en sus memorias.
            De “Nacionalismo y modernidad” se ocupa el capitulo “Alrededor de 1915”. Ahora que tanto se habla –por lo general, para denostarlo– de nacionalismo conviene leer las páginas que Mainer dedica a la nueva formulación del nacionalismo español –convertido en nacionalismo estético– por parte de Asorín.
            A la arquitectura de los años treinta se dedica “Geometría lírica”. Mainer nos descubre sus afinidades con la poesía pura juanramoniana y con el regreso al orden –cita como abanderado a Jean Cocteau– tras los lúdicos disparates de la vanguardia.
            El capítulo inicial, “Para los lectores de Julio Verne”, nos muestra a un Mainer con perfiles inéditos, menos reticente que otras veces a las confidencias autobiográficas. Nos habla aquí de sus primeras lecturas, de su deslumbramiento con Dos años de vacaciones, la primera obra de Verne que leyó. Estas pocas páginas nos permiten imaginar lo interesante que serían, dejadas ya de lado sus servidumbres académicas sus servidumbres académicas, unas memorias intelectuales de José-Carlos Mainer, un investigador cuyo talento estilístico está a la par de los más notables escritores de la genración del 68, que es la suya.
            Menos interés tienen otros trabajos que reúne en este libro, como los dedicados a a la poesía (que nunca ha sido el punto fuerte de Mainer) o el que se dedica a glosar los artículos que se publicaron con motivo de la muerte de Max Aub, una ocupación de principiante, no de un maestro.
            Termino como empecé. Los estudios universitarios de literatura contemporánea por lo general tienen más que ver con pseudociencias como la homeopatía o la astrología que con la ciencia (¡tantas supuestas ediciones críticas llenas de notas que copian definiciones del diccionario de la RAE o de datos accesibles a todos en la Wikipedia!). Hay excepciones, claro está, y Mainer es una de las más notables. Pero cuando reúne sus trabajos –como en esta ocasión– para el público en general, debería ser más audaz a la hora de sacudirse de inanes y tediosas convenciones gremiales.

viernes, 8 de junio de 2018

Berta PIñán, trazos de una vida



Trozos / Cachos
Berta Piñán
Prólogo de Noni Benegas
Saltadera. Oviedo, 2018.

La poesía, si lo es de verdad, se escribe en una lengua, pero puede traducirse a cualquier lengua. En contra del tópico, lo que el poema pierde al traducirse suele ser lo menos importante: los juegos de palabras, el sonsonete de la rima, las alusiones en exceso localistas. Claro que traducir poesía, traducirla de verdad, no hacer un traslado más o menos literal, es tan difícil como escribirla.
            Cuando es el propio poeta el que se traduce –el caso del catalán Joan Margarit, el caso de la asturiana Berta Piñán–, las dificultades son menores y casi podemos hablar de una doble versión original.
            Trozos puede leerse como un libro nuevo, a pesar de que selecciona poemas publicados a lo largo de los últimos treinta años, a los que añade un puñado de impactantes inéditos. El volumen se dirige tanto a los que ya conocen su poesía, como a los que se adentran en ella por primera vez.
            Como todo poeta verdadero, Berta Piñán va creciendo en espiral a partir de unas pocas intuiciones básicas. Su poesía tiene un pie en la vida, en su vida privada y en las calamidades del mundo contemporáneo, y otro en la literatura.
            Uno de sus poemas se titula “A la manera de Szymborska” y otro “Variaciones sobre un poema de Eugénio de Andrade”, pero son más mucho más los homenajes y las variaciones: “Ofrenda” recrea el “Pequeño testamento”, de Miguel d’Ors; “La impostora (Variaciones sobre un mismo tema)”, uno de los más conocidos poemas de Xuan Bello, “Variaciones del mio nome”; “Papel en blanco” parafrasea a Ángel González (“¿Sabes que un papel puede cortar como una navaja? / Simple papel en blanco / una carta no escrita / me hace hoy sangrar”); Víctor Botas y Miguel d’Ors están detrás de “Lectura en la playa o mares de tinta” (la literatura que nos permite ver de otra manera la realidad o que nos la oculta). Y termino este recorrido, que daría mucho juego en un taller de escritura, con el poema “Los límites de un corazón”, que tras una minuciosa enumeración borgiana (“He recorrido los caminos del agua, / de Estambul a Venecia, / la nieve en St. Michel…”) concluye con unos versos de Ana de Noailles: “pero ni un solo paso he dado / fuera de los angostos límites / de tu corazón”.
            Berta Piñán conocer bien la poesía contemporánea, no oculta a sus maestros, como tampoco los ocultaban Garcilaso o Virgilio, pero eso no le resta personalidad, aunque esta se manifieste más claramente en las otras líneas que caracterizan a su poesía.
            Hay por un lado, una línea costumbrista y de recuerdos de infancia que nos remite al mundo rural de su infancia, ya desaparecido para siempre. Poemas como “Eros y Thánatos”, “Herencia”, “Sidra” o “Mitos de familia”. Algunos de estos poemas, como el espléndido “Naranjas”, entremezclan los propios recuerdos con las historias familiares de la guerra o de la emigración. Cuando se escriben en prosa, están, como en Carver, a medio camino entre el relato y el poema.
            Espléndidos resultan los poemas de amor y dolor, los que hablan de presencias y ausencias, que van progresivamente eliminando la anécdota hasta quedarse solo en inteligencia y emoción. Bien conocido resulta el titulado “La casa” (lo citó en uno de sus discursos, cuando era príncipe, el hoy rey de España), pero hay muchos otros igualmente memorables.
            La poesía de Berta Piñán canta y cuenta, celebra y denuncia. Especialmente sensible a los problemas de la inmigración, en el poema “Playa de Tarifa, Cádiz” todo el drama de las pateras es evocado por uns simples zapatos encontrados en la playa. Con no menor emoción leemos “Senegalesa”, “Lección de gramática” o “Un reloj”.
            Poeta de línea clara, experiencial, no rehúye Berta Piñán la anécdota ni los homenajes a otros escritores ni cierto ternurismo, pero con los años parecer ir haciéndose más desnuda, más esencial, más heridora. Un buen ejemplo de ello puede ser “El hueso”, uno de los poemas inéditos.
            Berta Piñán –local y universal, intimista y comprometida, culturalista y cotidiana– escribe en asturiano, una lengua minoritaria, pero su poesía, como toda verdadera poesía, no se dirige solo a los lectores de asturiano, sino a todos los lectores de poesía. Para muchos de ellos, esta antología constituirá una memorable sorpresa.

viernes, 1 de junio de 2018

Historia de un converso



Un vocal español en la Komintern
Óscar Pérez Solís
Edición de Steven Forti
Renacimiento. Sevilla, 2018.

Todo en la vida del asturiano Óscar Pérez Solís (1882-1951) resulta novelesco. Militar de carrera, un recluta le contagia sus simpatías por el anarquismo. Ese recluta tenía un nombre muy literario, Juan Salvador, que es el pseudónimo que, tras la muerte del amigo, utilizará Óscar Pérez en sus primeros escritos políticos.
            Pronto se desengañará del anarquismo y comenzará a ser un activo militante socialista. Ocupa cargos importantes en las agrupaciones de Valladolid y Bilbao; es detenido, mal herido por la policía en el asalto a una Casa del Pueblo; contribuye decisivamente a la escisión que dará origen al Partido Comunista Español. En 1924, asiste en Moscú a una reunión de la Komintern, esto es, de la Internacional Comunista; en 1936 está en Oviedo, donde es detenido por conspirar contra el Frente Popular; liberado poco después, se convierte en uno de los más eficaces colaboradores de Aranda en la ciudad sublevada.
            La estancia en Moscú la contó Óscar Pérez Solís en varias ocasiones. La última, una serie de artículos publicados en El Español, el semanario que dirigía Juan Aparicio, entre noviembre de 1942 y marzo de 1943, cuando las tropas alemanas estaban en Rusia, ayudadas por la División Azul. Esos artículos son los que ahora se reúnen por primera vez en un libro que comenzamos a leer con cierta prevención. Tememos encontrarnos con la encendida soflama antisoviética propia de la época y de quien fue cocinero antes que fraile, comunista antes que fascista.
            Pero de inmediato nos sorprende su moderación. La visión que se ofrece del Moscú de 1924 está muy lejos de las caricaturas de la propaganda, sin que se oculten los aspectos negativos –como no podía ser de otra manera– de la realidad de entonces.
            El editor de estos artículos, Steven Forti, ha tenido la feliz idea de publicar junto a ellos, los escritos durante la visita y aparecidos poco después en La Antorcha, el periódico oficial del comunismo español. El memorialista de 1942, atento matiz y al detalle preciso, es en 1924 un mero propagandista que se entusiasma ante los innumerables logros de la Revolución. Llega incluso a elogiar el régimen de las prisiones rusas: “¡Cómo lo envidiarías, presos españoles, si lo conociérais!” (él conocía las prisiones españolas, pero de las rusas solo sabía lo que le habían contado). Las elogia, pero amenaza con ellas: el puño de hierro del Estado soviético “dispone de unas magníficas cárceles y de una Siberia excelente para los burgueses olvidados de que ‘esto’, lo de ahora, ha matado a ‘aquello’, lo de entonces”.
            En 1924, Pérez Solís se entrevista con todos los que representaban algo en la Rusia del momento. Le acompañaba como intérprete Andrés Nin, trágica y rocambolescamente hecho desaparecer por los rusos durante la guerra civil española.
            De los líderes soviéticos, Bujarin era el de mayor formación intelectual. Mostraba una gran curiosidad por las cosas de España. “¿Qué españoles cultivan la filosofía”, preguntó. Pérez Solís menciona, en primer lugar, a Ortega y Gasset. Pero Bujarin no le tenía por filósofo, sino “por un excelente escritor que conoce y traduce muy bien la filosofía alemana”. Tampoco valoraba mucho al decadente Unamuno, cuyo pensamiento correspondería a la decrepitud de una burguesía “envejecida antes de llegar a su madurez social”.
            La figura más admirada es la de Leon Troski, “al que dudo que haya igualado nadie en el campo bolchevique”. Si no hubiera abandonado el comunismo en 1928, Pérez Solís habría corrido muy probablemente la misma suerte que su amigo Andrés Nin. De hecho, él mismo cuenta que en Bilbao llegó a conocérsele como “el Troski de las Siete Calles”, que era donde él tenía un cuarto en el que consolaba sus horas de hambre “con los delirios comunistas”.
            Peor parado, como no podía ser de otra manera, sale Stalin, quien le recibió afablemente en su gabinete de trabajo, nada ostentoso, pero que enseguida perdió su amabilidad.  A Pérez Solís le acompañaba su intérprete habitual, a quien achaca el repentino cambio de humor del dirigente: “La culpa era de Nin, que hacía con mis preguntas en castellano, al traducirlas al ruso, lo que le daba la gana. Menos mal que la iracunda mirada de Stalin, después de rebotar en los lentes de Nin, vino hacia mí con cierta suavidad, en las que sospeché que no faltaba su poquito de lástima, como si Stalin comprendiera que no era del todo mía la culpa de haberme metido en aquellos berenjenales”. Quizá el odio de Stalin hacia Nin, que culminaría en su asesinato, comenzó entonces.
            Encarcelado en Monjuic tras su regreso a España, Perez Solís recibe la reiterada visita del padre Gafo, también asturiano, una de las principales figuras del sindicalismo católico. Cansado de la mala vida que había llevado por sus actividades políticas, recuperó la fe católica, renunció públicamente a sus ideas comunistas y aceptó un puesto bien remunerado en la Compañía Arrendataria del Monopolio del Petroleo (la CAMPSA), recién creada por Primo de Rivera. Su deriva fascista se iría acentuando progresivamente: intervino en la fundación de Falange, fue a Oviedo a preparar al sublevación militar, ocupó diversos cargos durante el franquismo. Pero no se convirtió nunca, como tantos, en un feroz perseguidor de los que habían sido sus compañeros. Todo lo contrario, los ayudó en lo que pudo y, en 1942, fue capaz de darnos una impresión de la Rusia que había visto en 1924, muy alejada de la siniestra imagen que esperarían sus lectores. No duda en subrayar la honestidad de la mayoría de los líderes comunistas y la modestia con que vivían.
            En 1931, contó su vida en Memorias de mi amigo Óscar Perea, un libro que, como la mayor parte de las autobiografías, vale tanto por lo que cuenta como por lo que calla, y que merecía una reedición. Óscar Pérez Solís no fue nunca un comunista ni un anticomunista de manual.  Hubo en su vida dos encuentros providenciales, el del recluta Juan Salvador, que le hizo rebelarse contra las injusticias del mundo, y el de José Gafo –asesinado en 1936, beatificado por Benedicto XVI–, que le devolvíó el consuelo del otro mundo. Un hombre que siempre quiso ser fiel a sí mismo y que estaba, como su época, como quizá todos los hombres y todas las épocas, lleno de claroscuros.