Jardines en tiempos de guerra
Teodor Ceric
Traducción de Ignacio
Vidal-Folch
Elba. Barcelona,
2018.
Parafraseando un conocido eslogan publicitario, quizá
convendría crear un nuevo género literario, el de los “pequeños libros con
encanto”. Uno de sus mejores ejemplos sería Jardines
en tiempos de guerra, de Teodor Ceric, convertido desde su aparición, sin
necesidad de ninguna campaña especial, gracias solo al boca a boca (o, como
racionalizan los redichos, al “boca a
oreja”), en obra de culto.
¿Cuáles son
los ingredientes que debe reunir un libro para formar parte de ese particular
género o subgénero? Aparte de la brevedad, señalada en el nombre (los gruesos bestseller para ir rumiando las largas
tardes de verano o antes de conciliar el sueño quedan excluidos), el tono autobiográfico,
la variedad en la unidad –capítulos que pueden leerse independientemente– y un
tema –naturaleza, perros, gatos– con el que le resulte fácil identificarse a
una parte de la población.
Teodor
Ceric tenía veinte años cuando comenzó la guerra de Bosnia. No quiso participar
en ella y pasó los años del conflicto vagando por Europa, malviviendo con
trabajos ocasionales. Regresó a su ciudad natal, Sarajevo, cuando su país era
ya independiente. Tras alcanzar cierto renombre en la crítica literaria y en la
poesía, se dedicó, como el Candide de Voltaire, a cultivar su jardín.
Jardines en tiempos de guerra –el título
resulta a la vez preciso y engañoso– reúne las colaboraciones que a instancia
de Marco Martella, su director, fue escribiendo para la revista Jardins. Ese es otro de los rasgos de
los “pequeños libros con encanto”, que casi nunca fueron concebidos como tales,
que su unidad editorial le vino dada a posteriori.
Los
jardines por los que pasea o en los que trabaja Teodor Ciric no son los
bombardeados de Serbia o Bosnia-Herzegobina; la guerra del título es aquella de
la que él ha desertado, o quizá otra guerra simbólica, la que libran el tiempo
y la eternidad.
Hay
jardines famosos, de los que están en todas las guías –como el de Painshill, en
Surrey, o el parisino de las Tullerías–, y también jardines privados, que nos
resultaría más difícil visitar, que quizá no han existido nunca. Pero de la
mayoría podemos encontrar imágenes en Internet, y eso es otro de los encantos
de este libro, que no necesita las algo anodinas ilustraciones que lleva, que
cada lector puede ilustrar a su gusto y fantasear entre capítulo y capítulo con
un paseo solitario por los penumbrosos lugares en que transcurren sus páginas.
El apunte
autobiográfico, la anotación lírica, se inclina hacia el relato y la verosímil en
algún caso, el más significativos de los cuales es el que encontramos en “Un
ermitaño en su jardín”, donde el romanticismo dieciochesco del honorable
Charles Hamilton, creador de Painshill, llega al extremo de contratar a un
falso ermitaño para que ocupe uno de los rincones de un dilatado y artificioso
jardín que finge ser naturaleza libre.
Teodor
Ceric sugiere más que cuenta cuando habla de su vida. Se refiere a sus trabajos
ocasionales –estibador, camarero, jardinero–, pero calla pudorosamente otros
aspectos.
En la
inmensa Roma, su lugar favorito es un descuidado jardín, Monte Caprino, a
espaldas del Capitolio, que no visitan los turistas y que de noche se llena de
furtivas sombras: “Parecía que llevase tiempo abandonado. Bajo los árboles,
acantos de presencia clásica, crecían a la buena de Dios, formando una masa
oscura y reluciente, mientras que la hierba amarillenta crecía libremente por
todas partes. Seguí los senderos que serpenteaban por las laderas de la colina.
Iluminados por escasas farolas, se bifurcaban y luego volvían a reunirse tras
la espesura de los arbustos. Un laberinto. Y poco a poco me di cuenta de que el
jardín había empezado a cubrirse de sombras. Eran hombres, jóvenes y viejos,
silenciosos o absortos en conversaciones inaudibles, sentados en las
balaustradas de madera que bordeaban los senderos. No tardé en comprender.
Monte Caprino era un lugar de citas”.
Al lector
le resulta extraño que Ceric escogiera precisamente ese lugar tradicional del cruising romano –mencionado en todas las
guías gays– como su rincón favorito de Roma y que pasara en él las noches,
absorto en sus melancolías, contemplando las estrellas, ajeno al sigiloso
ajetreo habitual. Monte Caprino sería cerrado por las autoridades, con el
pretexto de unas obras de reforma. De día, cuando el autor se asoma entre los
barrotes, tiene otro aspecto: “montones de basura y bolsas de plástico (entre
los que seguían creciendo, indiferentes, las malas hierbas y los acantos), un
colchón destrozado al pie de un roble (probablemente el lecho de un vagabundo),
botellas rotas”. Infierno y paraíso aquel jardín, como quizá cualquier jardín.
El que
aparece al comienzo del libro, Prospect Cottage, lo dedica su creador, el
cineasta Derek Jarman, a sus amigos muertos, como le ocurriría a él, a
consecuencias del Sida.
A su propio
jardín, al que ha creado tras los vagabundeos de que da cuenta esta libro,
Teodor Ceric le dedica pocas líneas. Uno de los escasos visitantes que ha
tenido acceso a él lo describe como “una especie de pequeña jungla, perdida en
medio de los campos de trigo de la región, en la que se penetra a través de una
espesa maraña de árboles cargados de frutos de aspecto exótico, helechos y
lianas”. Un lugar para el ensueño y la nostalgia, pare evocar el paraíso y para
recuperar la infancia.
El primer
jardín de Ceric fue el huerto de su padre, “a la sombra de un inmueble
comunista de veinte pisos, en los arrabales de Sarajevo”. Allí aprendió a
sembrar, a podar, a observar cómo las plantas crecen hacia el cielo, y también
la lección a la que ha querido ser fiel toda su vida: “Si disponemos de poco
tiempo, si alrededor de nosotros el mundo vacila y la muerte, en todas sus formas,
avanza, lo único que podemos hacer es transformar una parcela de tierra, no
importa cuál, en un lugar acogedor, un lugar que acoja más vida”. En un jardín,
o en un libro como este, un jardín de jardines.
DESCARTES
ResponderEliminarEl tiempo me obliga a ser exigente con mis lecturas y con el arte en general. Antes leía siempre las cartelas de los cuadros para no perderme detalle, pero perdiéndolo. Ahora converso con el pintor y apenas tengo que saber el siglo en que vivió. También solía leer todas las notas al pie –seguidas, eso sí, y después del libro– y las introducciones y prólogos eran preceptivos. Ya no soporto la palabrería y las explicaciones teóricas. Reconozco que por ahora lo tengo fácil porque leo poca literatura actual. Aunque cuando la frecuente tampoco me será difícil orientarme gracias a la etérea tertulia martiniana.
No he leído al autor. Que su vida haya sido aventurera, por huir de la guerra, y ahora repose en su jardín, me parece una buena vestimenta para poder leerle.
ResponderEliminarCon o sin jardines, seguro que es interesante. Un saludo