Biblioteca en llamas
Poemas pequeñoburgueses
Juan Bonilla
Renacimiento.
Sevilla, 2016.
Mucho de juego de ingenio hay en todo lo que escribe Juan
Bonilla, lo mismo da que sean poemas, artículos periodísticos o relatos. Como Ramón
Gómez de la Serna, como Unamuno, cultiva un único género literario,
aunque disfrazado de muchos. Por eso no resulta un error que dos libros suyos
aparezcan a la vez en idéntica editorial: no se hacen la competencia, se complementan.
El lector que disfruta con Biblioteca en
llamas, aunque no sea lector de poesía, no puede dejar perderse Poemas pequeñoburgueses, que le
emocionarán y entretendrán –y en algún caso le defraudarán– de la misma manera.
Biblioteca en llamas no empieza del
mejor modo posible, aunque sí termina de la mejor manera, y quizá el lector
debería comenzar ese libro por el epílogo, que puede considerar también un
prólogo a los Poemas pequeñoburgueses.
Se trata de una espléndida pieza autobiográfica en la que el autor, a la vez
que nos cuenta el azaroso encuentro con “la casa de su vida”, para decirlo con
la afortunada expresión de Mario Pratz, nos traza un autorretrato de madurez
cuando, a punto de cumplir cincuenta años, importan más un gato y un naranjo que
las ambiciones de otro tiempo.
Los
artículos de Juan Bonilla no siempre son lo que parecen, y el lector debería
tenerlo bien en cuenta si no quiere hacer el ridículo como ciertos eruditos (es
el caso de Rodolfo Costa, editor de Borges) o escritores más o menos posmodernos
(es el caso de Juan Francisco Ferré), según se nos refiere en “Matilde Urbach
revisitada”.
Entre las
necrológicas de “Gente que ya no está” (una de las secciones de Biblioteca en llamas), se incluyen dos
relatos, “El librero Castillo” y “Una librería en Bogotá”, además de otra
notable pieza autobiográfica, “Primer libro”, que se refiere a su primer libro
de cuentos, El que apaga la luz, pero
no de su verdadero primer libro, Veinticinco
años de éxitos, que sigue conservando todo su atractivo y quizá sigue
siendo el mejor de los suyos.
“Una
librería en Bogotá” nos habla de un poeta modernista colombiano, Mario Andrés
Trujillo, cuya casa acabó convirtiéndose en un burdel y en una librería de
viejo. Se publicó anteriormente, con el título de “Un cisne patinando sobre un
lago”, en el volumen colectivo Bogotá
contada 2.0. Nada nos extrañaría que, como ocurrió con Matilde Urbach (el
misterioso personaje borgiano cuyo origen fingió descubrir), algún profesor
distraído acabara citando a Mario Andrés Trujillo entre los poetas modernistas
que merecen ser rescatados del olvido.
Pero no se
conforma Juan Bonilla con ser un humorista y un narrador que juguetea con la
erudición y la autobiografía. A veces se pone serio, demasiado serio, y
entonces acierta menos. Un ejemplo: el primer capítulo de Biblioteca en llamas, que no anima a seguir leyendo. “¿Por qué no
considerar literatura a la literatura que nunca pasa por literatura? ¿Por qué
no devolver a la literatura su concepción antigua”, se pregunta al comienzo.
Cierto que en el siglo XVIII la palabra
“literatura” se refería a todos los textos escritos (tratados de medicina, de
matemática, lo que todavía se llama a veces “literatura científica”), pero no
se rescata ese uso cuando se incorporan a la literatura epistolarios o diarios
escritos con otro fin. Juan Bonilla, al pedir que se incorpore a la literatura
un libro como Diario de un estudiante en
París de Gaziel, del que nadie ha dudado nunca que sea literatura (como no
nadie ha dudado de que lo sean los artículos de Larra), parece que está
confundiendo, como un periodista apresurado y desinformado, literatura con
literatura de ficción.
En lo bueno
y en lo malo, la poesía de Juan Bonilla tiene que ver mucho con su prosa. “Un
día de regalo”, el más extenso e impactante de los Poemas pequeñoburgueses podría incluirse en cualquiera de sus libros
de cuentos sin más que cambiar la disposición tipográfica (o sin cambiarla). Y
“Mateos, 14, 24”
es un microrrelato con final abierto que no perdería nada (solo ocuparía menos
espacio) si se dispusiera en prosa. A la inversa, la larga enumeración con que
concluye “Pedro y el lobo o la responsabilidad de los lectores” fácilmente
podría convertirse en un poema al estilo de “Desiderata” (y mucho más
convincente). Por su parte, “Beberse un árbol” y “Propiedades” glosan pasaje
del epilogo a Biblioteca en llamas.
Un libro se
salva por los mejores poemas y en Poemas
pequeñoburgueses los hay conmovedoramente magistrales, pero también hay
otros que incurren en la nadería o que se basan en una ocurrencia poco
afortunada, como la serie “Apuntes de bachillerato”. ¿Vale siquiera como chiste
el titulado “Historia del arte”: “Belleza es aquello / que te la ponga dura”?
Poca belleza hay en la mayoría de las películas pornográficas; mucha en el
Partenón. A veces Juan Bonilla da la impresión de ser uno de esos becarios que
trabajan como guionistas en “El intermedio” y de los que se burla el Wyoming.
En Biblioteca en llamas leemos: “Todo
el que imita a Proust acaba con problemas de proustata” (debería disculparse tras escribir eso como el Gran
Wyoming tras algún juego de palabras). También nos encontramos entre la prosa
con la reescritura del famoso dístico de Catulo: “Parodio y amo, tal vez
preguntes por qué lo hago; no sé, pero es así, y me lo paso bomba”.
Poemas
memorables: “El río”, que da la vuelta a la metáfora tradicional; “Por
regresar”, con su intento de evitar la falacia patética; todos los incluidos en
la sección final, “Cincuenta años de éxitos”, que juega con el título de su primera
obra. También en esos poemas hay ingenio (véase, por ejemplo, “La gala” donde
celebra su cumpleaños a la manera de los Oscars), pero no un ingenio que
chisporrotea y se queda en nada. “La secta de los viles” reescribe un pasaje de
la Divina comedia sustituyendo como
guía a Virgilio por Maiakovski.
A su libro
sobre Maiakoski le debe Juan Bonilla su mayor fortuna: uno de esos galardones
por el estilo del Premio Mastodonte de Novela de los que se burlaba en Veinticinco años de éxitos. Algo de mala
conciencia por haber dejado de ser el que era entonces, y haber condescendido con
el mercado editorial, encontramos en algunos capítulos de Biblioteca en llamas. Imperfecto (como todos) e imprescindible
(como pocos), Juan Bonilla sigue conservando buena parte de la desenfadada
agudeza de sus irreverentes comienzos y le ha añadido una verdad humana que en
aquellos años, por pudor juvenil, nos escamoteaba.
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En su día traté de leer "Nadie conoce a nadie". ;-)
ResponderEliminarLo están leyendo actualmente alumnos míos de segundo de Bachillerato. No habían leído con anterioridad un libro de ensayos. Alguno me ha dicho que le está gustando, porque aprende sobre cuestiones que desconocía y porque no se le hace pesado dada la extensión de cada ensayo. Personalmente lo recomendé porque leí hace años "El que apaga la luz" y "El arte del yo-yo" y conservaba un grato recuerdo.
ResponderEliminarTu comentario crítico me parece excelente.
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