jueves, 30 de septiembre de 2010

Luis Alberto de Cuenca: Frivolidad y desolación

Luis Alberto de Cuenca
El reino blanco
Visor, Madrid, 2010
El Cuervo y otros poemas góticos
Reino de Cordelia, Madrid, 2010



Hay muchas maneras de entender la poesía, y cada una de ellas tiene sus riesgos. Para Luis Alberto de Cuenca “la poesía no ha de ser un tedioso / festín esencialista e incomprensible para / los miembros de una secta”, sino “una fiesta alegre / y comunicativa en que quepamos todos / los hombres y mujeres del planeta”, según nos dice en uno de los homenajes de El reino blanco a Agustín de Foxá.
No todos sus poemas pueden considerarse como “una fiesta alegre”, pero no hay ninguno que no sea “comunicativo”, que no busque la claridad expresiva. El riesgo de esa manera de entender la poesía es la banalidad y el prosaísmo. A veces parece olvidarse de que está escribiendo un poema y lo confunde con un artículo que no desdeña el tópico ni la frase hecha. “La más alta poesía que surgió de su pluma / figura en esas páginas” nos dice a propósito de El almendro y la espada, de Agustín de Foxá. Y en el poema siguiente: “Foxá, que lleva muerto tantos años, / seguirá vivo en Cui-Ping-Sing, su obra / maestra, que escribió en el 38 / y dio a la luz un par de años después”.
Nada perdería El reino blanco si tacháramos medio centenar de los textos que incluye. O quizá sí: ganaría en concentración expresiva, pero perdería parte de su encanto. Porque lo que caracteriza a Luis Alberto de Cuenca es tocar todos los registros, no desdeñar ningún tema, por frívolo o melodramático que pueda parecer.
Comienza el libro con un conjunto de “Sueños”, de relatos oníricos que cuentan historias confusas de la más clara manera; muchos de los poemas de Luis Alberto de Cuenca, no solo los que se incluyen en esta sección, tienen una estructura semejante. Destacan el “Sueño de mi padre” y “La maleta perdida”; “Sueño turco” incurre en el humor absurdo.
“Hojas de otoño” incluye algún retórico soneto, un buen poema, “La muerta enamorada”, en la línea que se antologa en El Cuervo y otros poemas góticos, y “La maltratada”, una muestra de que al autor ningún tema le es ajeno; en este caso uno que es noticia casi diaria: la violencia de género.
“Puertas y paisajes” termina con un “Elogio del sujetador”: “Sujetadores negros, rojos, verdes / (como en Irma la Douce), sujetadores / que realzan el busto, maravillas / de encaje, seda, blonda, tul o raso, / máscaras que, al caer, dejan las pomas / del pecho temblorosas e indefensas, / no habéis dejado de inspirarme nunca”. La poesía rococó del siglo XVIII ha encontrado en el Luis Alberto de Cuenca juguetón, decorativo y fetichista su mejor heredero.
“Fetichista” es el adjetivo que aplica a las cinco seguidillas que, junto unos cuantos haikus asonantados, integran la sección siguiente. No dejan de tener gracia: “¿De qué armario de diosa / mesopotámica / sale tu lencería / de seda grana? / —De un millonario / que es quien ha renovado / mi vestuario”. Otro poeta dudaría en incluir esas chistosas ocurrencias junto a sus poemas mayores. Y no dudaría en tachar algún haiku: “El dinosaurio / de tus sueños se ha vuelto / vegetariano”.
“Caprichos” y “Homenajes” se titulan las dos secciones siguientes; caprichos y homenajes son buena parte de los poemas de Luis Alberto de Cuenca. En la primera abundan las historias disparatadas, las mujeres perversas, las fábulas sin moraleja; uno de esos poemas, “Las cuatro heridas”, parece propio –como tantos otros suyos— de un Campoamor postmoderno, de un Campoamor guionista de Almodóvar. Los “Homenajes” hablan del placer de la lectura, del gozo de la biblioteca (a Luis Alberto de Cuenca le gusta llenar sus poemas con minucias de bibliófilo sobre princeps e incunables), pero también de muchas otras cosas. “La chica de la moto” es uno de los más conseguidos homenajes al goethiano “eterno femenino” de un poeta que ha hecho de la fascinación por la mujer uno de sus principales temas; “En la tumba de Joker” y “En la tumba de Soseki”, dos emocionados epitafios a su perro y al gato de Sánchez Dragó. “La casita de chocolate” recrea, a la manera de Amalia Bautista, el mundo de los cuentos infantiles; “Verano eterno” nos muestra al Luis Alberto de Cuenca más despojado: “Mientras el cuerpo aguante / cantaremos canciones para olvidar el frío. / En las canciones es verano siempre”.
“El cuervo” es un extenso poema publicado, además de en El reino Blanco, en la antología de poemas góticos a la que da título (muy bien ilustrada por Miguel Ángel Martín). Luis Alberto de Cuenca ha llevado a la poesía el mundo de la serie negra, de los tebeos, de los cuentos de terror, de las películas populares. Los alejandrinos y el detallismo de “El Cuervo” suenan a prosa. El poeta lee “The Raven” en “una edición / vulgar, sin interés, de esas que abundan / en los expositores de los Vips. (Recordé / haber leído también la traducción francesa, / hecha por Mallarmé, del poema de Poe, / y fui en su busca. Nada. Ni rastro de ese libro: / lo había extraviado para siempre jamás.)”.
“Recuerdos” se titula la sección siguiente, y aquí están algunos de los más conmovedores poemas del libro, los que vuelven la mirada a la infancia desde los umbrales de la tercera edad. Subrayo dos de ellos, la “Carta a los Reyes Magos” y “La bruja”.
A la sección final, “Paseo vespertino”, le da título un poema de amor que podría servir también como dedicatoria del libro. Aunque la imaginería no pueda ser más tópica (“Tú y yo, amor, a caballo, por las suaves / laderas de un crepúsculo dorado”), como de videoclips o anuncio televisivo, la magia del autor consigue que olvidemos lo consabido y nos llegue intacta la emoción.
Desolado y frívolo, obsesivo y abierto a cualquier incitación temática, minuciosamente virtuoso y descuidado improvisador, sin la menor concesión a la autocrítica, Luis Alberto de Cuenca es uno de los poetas más divertidos y memorables del último medio siglo. Qué importan las prescindibles páginas de El reino blanco si no escasean las que son una alegría –una heridora alegría, a menudo— para siempre.

jueves, 23 de septiembre de 2010

Francisco J. Uriz: Do, re, mi, fa, gol


Francisco J. Uriz
El gol nuestro de cada día
Poemas sobre fútbol

Vaso Roto Ediciones
Madrid/ México, 2010


Hubo un tiempo, según recuerda Miguel Pardeza en el prólogo a esta antología, en que abundaba “un tipo de intelectual, hinchado de prepotencia ideológica y prejuicios políticos, que denostó el fútbol y todo lo que significaba”. Eran evidentemente otros tiempos. Hoy, si a alguien no le interesa el fútbol (o si lo considera más o menos como el parchís y otros pasatiempos), no se permite ningún alarde prepotente, más bien calla avergonzado.
Francisco J. Uriz, aplicado traductor de las literaturas nórdicas, ha compilado una antología de poemas sobre fútbol que tiene más de centón que de antología. El criterio de selección ha sido temático: cualquier poema que tuviera que ver con el fútbol le valía, no importa lo insignificante que fuera o que ni siquiera fuera un poema. Nos encontramos así con el himno oficial del Boca Juniors: “Boca Juniors, Boja Juniors, / gran campeón del balompié, / que despierta en nuestro pecho / entusiasmo, amor y fe. / Tu bandera azul y oro / en Europa tremoló / como enseña vencedora / donde quiera que luchó”. Se incluyen también abundantes letras de tango, en algún caso “pura poesía experimental”, según señala el antólogo, como en el sinsentido basado en nombres de olvidados jugadores argentinos: “Largue, Chiessa a esa Mujica / por Souza y por Roncorini / y Parto Coty Spiantoni / porque Passini calor”. Otro “poema” –de un ignoto Luis Fernández Sevilla— termina de esta memorable manera: “Y mil pechos entonaban / la bellísima canción. / Alabi, alaba, alabim bom ba, ra, ra, ran. / Alirón, alirón, / Maravilla campeón, / alirón, alirón, / Maravilla campeón, / campeón, campeón, campeón, / campeón”.
No sé yo si esas curiosidades interesarán a los aficionados al fútbol. Todo es posible, aunque tengo mis dudas. Los lectores habituales de poesía tienen otras cosas en que entretenerse. Por ejemplo, la “Oda a Pep Guardiola”, escrita por un excelente poeta catalán, Narcís Comadira, al que el entusiasmo –como a tantos aficionados— parece hacerle perder la cabeza. “¡Salve, hermano de los potros / de pezuña de trueno!”, comienza. Y luego sigue: “Tú te alzas y relinchas / y con ojos penetrantes escrutas / el estentóreo horizonte”. Pero no son esos versos los más sorprendentes del poema, que a ratos parece una parodia gay: “¡Tú que cubres la gloria / que has dado al compañero, / con un beso en la mejilla! / Dices: aquí. Y es aquí. / Y entre los pelos de la cara / nace una rosa macho”.
Claro que también hay algunos buenos poemas en estas páginas. No falta el brillante ejercicio de Miguel d’Ors titulado “Tempus fugit”: “Lo dijeron Horacio y el Barroco: / cada hora nos va acercando un poco / más al negro cuchillo de la Parca. / ¿Qué es la vida sino un breve sueño? / Hoy lo repite, a su manera, el Marca: / en junio se retira Butragueño”. Juan Bonilla firma otra humorada semejante, “La caída del imperio británico”.
Merece destacarse igualmente el poema de Luis Alberto de Cuenca, donde el fútbol sirve de pretexto para la evocación de los días de infancia, como en los versos de Seamus Heaney. Y contundentemente antibélico se muestra Harold Pinter. Tampoco resulta desdeñable, y sí muy adecuado tras recientes delirios patrioteros, uno de los epigramas de Enrique Badosa: “Ya está en orden el caos de este pueblo. / De nuevo somos grandes y triunfales. / Con entusiasmo todos entonamos / el himno patrio: Do, re, mi, fa, gol”.
En el prólogo escribe Miguel Pardeza –exfubolista y doctor en Literatura con una tesis sobre César González Ruano— que el fútbol “puede tomarse como tema poético con iguales derechos que la fortuna o la desdicha”. No me parece que sean temas equiparables (la fortuna o la desdicha se ejemplifican con el fútbol o con cualquier otro asunto), pero de lo que no hay duda es de que los poetas pueden escribirle una oda lo mismo a la rosa que a la cebolla, ensalzar a los héroes de las Termópilas o, como Píndaro hacía, a los vencedores de las Olimpiadas. Lo que no conviene que hagan –con el pretexto del fútbol o con cualquier otro pretexto— es el ridículo, como Narcís Comadira (insuperable), Elena Medel y algún otro cultivador del humor involuntario que alegra estas páginas.
Francisco J. Uriz no parece haber entendido cuál es la labor del antólogo: seleccionar los mejores poemas de un autor, de una época, o sobre un tema. Él prefiere considerarse un coleccionista de rarezas, y por eso prescinde de Rafael Alberti o Miguel Hernández (la “Oda a Platko” y la “Elegía del guardameta” quedan fuera por ser “muy accesibles”). No prescinde, sin embargo, de abundantes poemas suyos. No en vano, según se nos indica en la solapa, es autor de un libro de poemas de tema exclusivamente futbolístico, Un rectángulo en la hierba.
También a los poetas, como a cualquier hijo de vecino (las excepciones deberíamos ser especie a proteger), les apasiona el fútbol, pero a juzgar por esta antología les motiva más bien poco. Salvo que sean malos poetas, o no simplemente no sean poetas.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Exiliados románticos rusos: La novela de la historia


E. H. Carr
Los exiliados románticos
Anagrama, Barcelona, 2010.
Traducción de Buenaventura Vallespinosa



¿Quién recuerda hoy a Aleksandr Herzen? Fue uno de aquellos aristócratas rusos liberales que, en la primera mitad del siglo XIX, se atrevieron a combatir el despotismo de los zares. Pronto el marxismo daría otra dimensión a esa lucha y aquellos políticos y pensadores que creían en una evolución gradual hacia una democracia parlamentaria quedarían arrumbados en el desván de la historia.
E. H. Carr no es un novelista, sino un historiador, el mayor experto en la historia de Rusia, pero Los exiliados románticos, aparecido inicialmente en 1933, no desmerece junto a las grandes novelas de cualquier tiempo. Gracias a este libro –ha señalado Pere Gimferrer con inteligente paradoja— Herzen, Ogarev y otros personajes menores de la historia política rusa “son tan reales como los seres de ficción”. Al igual que el Rastignac de Balzac, el Julien Sorel de Stendhal o el Raskolnikov de Dostoyevski, no necesitan de ninguna confirmación exterior, de ningún documento para ser memorablemente verdaderos.
Novela sin ficción, Los exiliados románticos es, sin embargo, una obra llena de literatura, pero esa literatura no la pone el autor, sino los propios personajes, que buscaban su modelo en los escritores admirados, especialmente en las apasionadas fantasías de George Sand.
Aleksandr Herzen, el gran protagonista de esta historia, escribió una novela con abundantes elementos autobiográficos, ¿Quién es culpable?, en la que narra un adulterio. Casi todo lo que refieren sus páginas ocurrió en la vida de Herzen, pero no antes de que la escribiera, sino unos años después. Eran tiempos en que parecía que la vida no era vida verdadera si no seguía un previo guión literario.
De las muchas historias que se cuentan en este libro, destacaría dos. La que narra el capítulo final, “La última tragedia”, ocurrió tras la muerte de Herzen. Su hija menor, que desde niña había dado muestras de una excepcional inteligencia, recién cumplidos los diecisiete años, se enamora de Charles Letourneau, de cuarenta y cuatro, casado y con dos hijos, lector en la universidad de Florencia y autor de un libro titulado La physiologie des passions. Se conservan las cartas intercambiadas entre ambos. La lúcida pasión de ella contrasta con el obtuso paternalismo de él, que no deja de sentirse halagado por tan ciega devoción: “En lo que concierne a frialdad, intento con todas mis fuerzas conseguirla. No siempre es fácil, sin embargo; tu sentimiento para conmigo, tan sin reservas, tan completo, tan entregado, siempre me conmueve y a veces debilita mi determinación”. La nota final que dejó Liza (la encontraron en la cama con un pañuelo de cloroformo sobre la cara) es la más extraña que haya dejado un suicida: “Ya veis, amigos míos, que he intentado hacer la travesía más pronto de lo necesario. Quizá no tenga éxito. En tal caso tanto mejor. Podréis beber champaña en honor a mi resurrección. No lo lamentaré; todo lo contrario”. Quiere matarse, pero se alegraría de no conseguirlo. Y añade, con macabro humor: “Si se me ha de enterrar, comprobad cuidadosamente que estoy muerta, pues despertar dentro del ataúd sería muy desagradable”. Humor y literatura hasta en el último momento: la vida ya entonces, antes de Oscar Wilde, imitaba al arte.
“Un volteriano entre románticos” nos cuenta la historia de un exiliado político, el príncipe Piotr Dolgorukov, cuya vida fugazmente se cruza con la de Herzen. Qué personaje. Merecía él solo un libro de muchas páginas. Nacido en 1816, parecía destinado a una brillante carrera militar, como su padre, su abuelo y sus tíos. Entró en el Cuerpo de Pajes Imperiales, pero una falta cometida a los quince años causó su degradación y expulsión. La naturaleza de esa falta quedó en secreto, pero resulta fácil adivinarla a la luz de los acontecimientos posteriores. Toda su vida resultaría condicionada por ese hecho. Con ironía escribe Carr: “Su presencia resultaba desagradable y cojeaba ligeramente. Intentó compensar estas desventajas con el diestro uso de una lengua cáustica, pero su maestría con esta arma mermó aún más su popularidad”.
En 1836, cuando aún no había cumplido veinte años, le mandó un anónimo a Puskhin: “Los Grandes Cruces, Comendadores y Caballeros de la Serenísima Orden de los Cornudos, reunidos en Gran Capítulo […] han nombrado por unanimidad al señor Aleksandr Pushkin coadjutor del Gran Maestre de la Orden de los Cornudos e Historiógrafo de la Orden”. Natalia, la mujer de Pushkin, mantenía amistad con un guapo joven francés, Georges Dantès, que había sido adoptado por el embajador de Holanda, el barón Hecckeren, a cuyo círculo pertenecía Dolgorukov. La razón de la carta fueron al parecer los celos: temían que Dantés se enamorara de Natalia. Lo que vino después es conocido: Pushkin, para salvar su honor, retó al presunto amante de su mujer y murió en el duelo. Dolgorukov negó siempre ser el autor de la nota, pero un peritaje caligráfico efectuado en 1927 demostró indudablemente que era obra suya. No sería el único anónimo que escribió este príncipe despechado que desde su expulsión del Cuerpo de Pajes Imperiales no tendría otro objetivo que vengar aquella ofensa. Se hizo experto en genealogías y no hubo secreto de la nobleza rusa que él no conociera y no aprovechara para el chantaje.
Anagrama publicó por primera vez Los exiliados románticos en 1969. Ahora lo rescata en una colección, “Otra vuelta de tuerca”, que pretende proponer a los nuevos lectores aquellos “tesoros escondidos” que fueron celebrados en su momento, pero que ya llevan tiempo ausentes de las librerías. Será una feliz sorpresa para muchos encontrarse con esta casi secreta obra maestra.

jueves, 9 de septiembre de 2010

Fernando Vela: Aventuras de la inteligencia

Fernando Vela
Ensayos
Fundación Banco Santander, Madrid, 2010
Edición de Eduardo Creus Visires



El ensayismo suele ser considerado un género menor. El ensayista que no se aventura en otros géneros está condenado a ser una nota a pie de página, o ni siquiera eso, en las historias de la literatura. Y más si apenas publica libros, si deja desparramada su obra por las páginas de los periódicos.
Fernando Vela tuvo la suerte de estar ligado a una de las más prodigiosas aventuras intelectuales del siglo XX, la Revista de Occidente, que sin él no habría sido lo que fue. Su nombre quedó así unido para siempre al de Ortega, al que consideraba, más que una figura individual, más que un filósofo, un acontecimiento: “Solo un acontecimiento puede influir con tal intensidad en los aspectos más heterogéneos de un país: en el pensamiento, en la literatura, la política, la enseñanza, las maneras y los estilos. A un hombre solo no se puede reconocer este fortísimo poder de trastocación y reforma que actúa en lo profundo, en la misma matriz de un pueblo”.
Pero Fernando Vela fue algo más que la sombra de Ortega y Gasset. La lectura de sus Ensayos, ejemplarmente seleccionados y prologados por Eduardo Creus, nos confirma que tenía un estilo propio, una curiosidad universal, una inteligencia siempre alerta. Y también que su prosa –menos brillante, pero también menos afectada— no ha envejecido como la de su maestro. La mayor parte de estas páginas se leen hoy con el mismo gusto y provecho que cuando fueron escritas.
En la trayectoria intelectual de Fernando Vela hay tres etapas. La primera está ligada a Asturias (nació en Oviedo, en 1888); la segunda, al Madrid de la Revista de Occidente; la tercera, al Tánger de su semiexilio.
Fernando Vela conoció a Clarín. Durante sus últimos años le veía casi diariamente: por la mañana, salir de la Universidad rodeado de discípulos (“como si la clase de hora y media les hubiera parecido corta”); por la tarde, en su casa (“un piso tercero de la calle de Campomanes y, en los últimos años, un bajo con jardín en la Puerta Nueva”). Uno de los hijos de Clarín, Adolfo, era compañero suyo de bachillerato y solían estudiar juntos. El gusto por la filosofía y por el periodismo lo aprendió Fernando Vela de Clarín, no tuvo que esperar a la llegada de Ortega.
Afiliado al partido de Melquíades Álvarez en 1913, impulsor de las actividades del Ateneo Obrero de Gijón (que convirtió en núcleo de una red de centros de cultura popular por la que pasaron todos los grandes nombres de la época), colaborador habitual del diario El Noroeste (en esta antología se ofrece una breve muestra de esa colaboración), la época asturiana de Fernando Vela resulta fundamental en su formación. Cuando en 1920 llega a Madrid ya está intelectualmente formado, dispuesto para ser el gran impulsor y divulgador de la vanguardia intelectual del momento.
Como no podía ser de otra manera, gran parte de los más memorables ensayos de Fernando Vela se publicaron entre 1923 y 1936 en las páginas de la Revista de Occidente. Algunas de esas colaboraciones las rescató él mismo en El arte al cubo (1927) y El grano de pimienta (1950), pero otras muchas quedaron allí olvidadas y ahora se reproducen por primera vez. De entre todas ellas, yo destacaría la reseña de El laberinto de las sirenas, de Pío Baroja, que es bastante más que una reseña. Comienza, muy autobiográficamente, con una evocación de “las húmedas piedras de Liquerica, el viejo muelle gijonés” y luego se entretiene en digresiones varias que acaban con una muy precisa silueta del novelista, “trapero de lo pintoresco”. Nada más adecuado para apreciar el arte literario de Fernando Vela que comprobar lo que es capaz de hacer con algo tan perecedero y ancilar como una reseña.
Fernando Vela fue uno de tantos españoles a los que los radicalismos de la guerra civil dejaron fuera de sitio. En el descabezado Madrid de los primeros meses de la guerra, fue denunciado por un presunto filósofo al que había rechazado un artículo; huido a la zona de los sublevados, allí su liberalismo no le servía precisamente de salvaguardia. En 1938, aceptó un puesto en el periódico España que el Alto Comisario de España en Marruecos quiso fundar en la ciudad internacional de Tánger para defender los intereses franquistas. Fernando Vela residió en Marruecos entre 1938 y 1943, pero siguió colaborando en el diario tangerino tras regresar a la Península. España, gracias a la colaboración de antiguos republicanos, no fue nunca un mero boletín propagandístico ni un periódico provinciano. En los años cuarenta, emulaba el rigor intelectual de El Sol y otros diarios anteriores a la guerra. Varias de las colaboraciones de Fernando Vela en España pasaron, sin necesidad de ser retocadas ni ampliadas, a las páginas de la segunda etapa de la Revista de Occidente.
Uno de sus últimos escritos, “Después de una lectura de Dostoyewski”, publicado en 1966, el mismo año de su muerte, comienza con una confesión: “Siempre he sido un mal lector de novelas y, más que malo, pésimo de las actuales”. Ya al comienzo de su vida literaria, en “La chimenea de leña” (es el primer texto que reproduce esta antología), nos habla de su pérdida de interés por el relato breve. Maupassant y Clarín, sus dos antiguas devociones, han dejado de serlo: el primero se le “cae de las manos”; los cuentos del segundo le emocionan aún, pero por lo que no es cuento, sino “confesiones íntimas del autor”.
No fue novelista ni autor de cuentos Fernando Vela, pero fue un prodigioso narrador de las aventuras de la inteligencia. Nunca quiso ocupar el primer plano, pero era el mejor actor de reparto en una época en que las estrellas se llamaban Unamuno y Ortega, Valle y Machado, y abundaban las figuras que luego se quedaron en figurones.
Hoy le leemos con el mismo gusto y el mismo tranquilo asombro con que en su momento le leyeron en El Noroeste, en la Revista de Occidente o en aquel periódico de Tánger donde la mejor España asomaba la nariz para no asfixiarse del todo. El tiempo no se ha puesto amarillo sobre estas viejas colaboraciones y su prosa se ha mantenido tersa, sin una arruga.

jueves, 2 de septiembre de 2010

Rito y poesía


La poesía sigue siendo tan útil hoy como hace un siglo o hace mil años. Anterior al libro, anterior a la escritura, seguirá existiendo cuando desaparezca el libro (no hay riesgo inminente), y también si una catástrofe cósmica hace que la humanidad olvide lectura y escritura.
Una poesía útil, necesaria “como el aire que respiramos trece veces por minuto”, pedía Celaya en tiempos de la poesía social. Cuando hay medios más eficaces para la protesta, ¿deja de ser necesaria la poesía? ¿Se convierte en una antigualla que solo interesa a los poetas y a algunos pocos escogidos?
La poesía es palabra en el tiempo, decía Antonio Machado y se ha repetido hasta la saciedad. Y tenía razón. Pero junto al tiempo lineal de la historia existe el tiempo circular del rito y del mito.
También en las sociedades democráticas, incluso en la imposible democracia perfecta, tiene sitio la poesía social, una poesía que no se limite a ser tediosa materia académica ni culto casi secreto de unos pocos arcaicos aficionados.
Bodas, nacimientos, muertes (y también jubilación, mayoría de edad), la vida humana está punteada por momentos que no pueden reducirse a un trámite administrativo. Las diversas religiones les han dado la solemnidad adecuada, han inventado los ritos que nos permiten aceptar el misterio. Pero lo fundamental es la ceremonia, no la cobertura religiosa, que ha ido cambiando a lo largo de los siglos.
Hay poesía, gran poesía, en las celebraciones religiosas. Y nada mejor que la gran poesía para dar la solemnidad adecuada a cualquier acontecimiento. “Versos para ceremonias laicas” se subtitula El árbol rojo (Demipage), una novedosa antología. Tan hermosos como el texto de San Pablo, que se lee en las bodas católicas, son los poemas de Salinas o Cernuda que propone Andrés Rubio. “Todo dice que sí”, de La voz a ti debida, repite casi una docena de veces la palabra “sí” y peca quizá de una cierta blandura –muy saliniana—; otra fuerza tienen los versos de Cernuda: “Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien / cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío”. Menos conocido es el poema de tres versos de Alejandra Pizarnik: “Recibe este rostro mío, mudo, mendigo. / Recibe este amor que te pido. / Recibe lo que hay en mí que eres tú”.
Una película hizo famoso el “Blues del funeral”, de Auden: “Detened los relojes, descolgad el teléfono, / haced callar al perro con un hueso jugoso…”, pero no menos adecuados resultan los despojados versos de Alberto Caerio –el maestro de los heterónimos pessoanos— que Andrés Rubio selecciona: “Cuando llegue la primavera, / si ya me he muerto, / las flores florecerán de la misma manera / y los árboles no serán menos verdes que la primavera pasada. / La realidad no precisa de mí. / Siento una alegría enorme / al pensar que mi muerte no tiene importancia ninguna”.
En la mayoría de los casos, resulta fácil encontrar la equivalencia laica de la ceremonia religiosa, y así el bautizo se convierte en una “bienvenida a la comunidad”; pero otras veces –primeras comuniones, por ejemplo— habría que buscarle un nombre adecuado para ese “rito de paso”. Los poemas que propone el antólogo resultan más adecuados para la llegada a la adolescencia. Las Hojas de hierba, de Walt Whitman, ofrecen abundantes ejemplos para esta sección como para cualquier otra del libro: “Siéntate un poco, hijo mío, / aquí tienes pan para comer y leche para beber, / mas tan pronto como hayas dormido y te hayas puesto ropa fresca, / te daré un beso de despedida y abriré las puertas para que salgas”.