Eloy Sánchez Rosillo
Venir desde tan lejos
Tusquets. Barcelona, 2025.
Uno de los términos que mejor define al poeta Eloy
Sánchez Rosillo es sin duda “fidelidad”. Pocos autores, a lo largo de medio
siglo de vida literaria, se han mantenido tan fieles a una concepción de la
poesía ajena a modas y a modos del momento. No quiere eso decir que no haya
evolucionado, pero su crecimiento ha sido orgánico, como el de un árbol (para
decirlo con una imagen que a él le gustaría), sin el mecanicismo al que son tan
dados ciertos profesionales de la renovación o de la destrucción del lenguaje.
Desde
Maneras de estar solo (1978) se ha ido despojando de heredadas galas
retóricas y de referencias culturales (en él nunca impostadas) para acercarse a
un decir llano y aparentemente conversacional. También ha ido disminuyendo el
componente elegíaco, el lamento por el tiempo perdido, para centrarse en el
prodigio de la hora presente, en el asombro de estar vivo y en la inagotable
maravilla de las cosas que estamos tan acostumbrados a ver que a menudo las
dejamos de ver.
La creciente inmensa minoría de lectores de Eloy Sánchez
Rosillo no se sentirán defraudados con Venir desde tan lejos. No hay
ningún asomo de decadencia en estos poemas escritos cumplidos ya los setenta
años. Tampoco la hubo en Borges, que escribió muchos de sus mejores poemas
pasada esa edad.
Cierto que los detractores del poeta encontrarán motivos
para perseverar en su rechazo. Aunque siempre escribe en verso, Eloy Sánchez
Rosillo parece empezar muchos de sus poemas en prosa, como si fueran una simple
anotación de un diario, pero siempre acierta a darles un toque final que nos
permite ver lo que antecede con una luz distinta. “Como ha llegado uno hasta
este día, / nadie puede decirlo”, comienza en voz baja y coloquial el primer
poema del libro; en el verso final, el poeta escucha en la noche cerrada “el
susurrar de las estrellas”, que es su manera de referirse a la pitagórica “música
de las esferas”.
No pasa nada en la mayoría de estos poemas, salvo el
tiempo: el tiempo que nos hace y nos deshace y el tiempo atmosférico. “Oro
molido” nos habla de los días de marzo que nos llevan a olvidar el cercano
invierno. Se inicia la claridad del día en los primeros versos; luego “irrumpe
el sol y se hace el mundo”. La personificación es el recurso preferido por
Sánchez Rosillo: “Las cosas, diligentes, van corriendo a sus puestos”. Al final
–tras las “horas de oro molido que discurren despacio”--, “la noche distribuye
/ en lo que encuentra al paso un gran silencio”.
Una y otra vez describe Sánchez Rosillo el amanecer,
siempre igual y siempre diferente, como sus versos. O el ocaso. O la lluvia. O
la aparición de la luna. O se limita a describir su cuarto: “En esta habitación
orientada a Levante, / hacia el lugar por el que nace el día, / cuántas cosas
pasaron y aún ocurren”. El pequeño recinto se convierte en un símbolo del
mundo, “espacio ilimitado que no empieza ni acaba”.
Las naderías de una vida como tantas, el día a día de un
jubilado ocioso que pasea, observa y a veces, raras veces, se deja invadir por
la melancolía, se convierte gracias al arte de Sánchez Rosillo en una
prodigiosa odisea.
En ocasiones parece incurrir en la moraleja, en la
explicación excesiva, como al final de “Sin porqué”: “Así ocurre a menudo, ya
sabéis. / No hay transición apenas, no hay motivo / aparente que imponga la
mudanza, / adviertes que de súbito has pasado / del negro al blanco y de la nada
al todo”.
Cada manera de entender la poesía tiene sus riesgos, que
se agrandan en los epígonos, de los que Sánchez Rosillo no escasea. Algunos de
esos riesgos solo él parece capaz de salvarlos sin miedo a la obviedad, al
sentimentalismo o a un esforzado optimismo de libro de autoayuda. Baste citar
el ejemplo del recuerdo infantil de “Magia”, con esas seis o siete luciérnagas
que danzaron en torno a él “con la magia de un sueño”: “Nunca más las he visto,
pero aún sigo mirándolas”. O del paseo, un día de invierno, por la localidad
costera y veraniega: “Soy el único habitante / de un silencio tallado al aire
libre: / un monasterio de oro y de cristal, / sin preceptos ni muros. / Esmalte
azul y sol en las alturas, / brisa leve que riza el mar en calma. / Me recojo
en mi ser y miro incrédulo: / la mañana anchurosa, / que se propaga lenta y no
termina, / ¿me está ocurriendo a mí?”
Hay poemas sobre la vejez, en la que uno se adentra con
incredulidad (“Camino que se bifurca”, “Domingo”) y sobre la muerte, cuyo
aliento se siente cada vez más cercano, pero predominan los que nos enseñan a
ver, a sentir, a paladear el gozo de estar vivo cada vez que amanece. “Ha
comenzado el alba”, leemos en “Mírala tú que puedes”. Y continúa: “Respírala
hasta el fondo, / que te limpie de sombras su milagro. / Y después confiado,
sin apremios, / libre y con la ilusión de quien espera / mucho de esta jornada,
/ sal a la calle y anda por tu vida”.
Fidelidad, claridad, misterio: tres palabras distintas y
un solo poeta verdadero.