viernes, 24 de abril de 2020

Tres en uno


Angelópolis
Miguel Pardeza Pichardo
Renacimiento. Sevilla, 2020.

Si menos es más, más puede ser menos. De nada le vale a un equipo de fútbol fichar a tres o cuatro jugadores estrella sin un buen entrenador con autoridad suficiente para coordinarlos y poner sus talentos al servicio de un objetivo común. Los muchos talentos de Miguel Pardeza  --futbolista de renombre en los años ochenta y noventa—no parecen sumarse en Angelópolis sino más bien todo lo contrario.
            Angelópolis continúa el empeño autobiográfico iniciado con Torneo (2016), donde recrea su llegada a Madrid en 1979, tenía el autor catorce años, para iniciar sus estudios y tratar de hacer realidad el sueño de convertirse en jugador profesional. Sus recuerdos de entonces, al recrearse tanto tiempo después, están muy mediatizados por la tradición literaria. Es el suyo un Madrid que tiene que ver con Baroja, con Galdós, incluso con la picaresca.
            Torneo era la novela de los inicios, recreaba las perplejidades de la adolescencia. Angelópolis es la novela –tomamos el término en el sentido coloquial, como en “mi vida es una novela”-- de la despedida como jugador en activo. No fue brillante el epílogo, sino más bien todo lo contrario. Transferido del Zaragoza de sus horas gloriosas al Puebla FC en 1997, su desastrosa actuación y las esperpénticas peripecias de aquel equipo mexicano están descritas con verdad y humor. Vino luego el regreso a una Zaragoza que había comenzado a olvidarle, la estafa de una entidad bancaria, las absurdas humillaciones (niegan la entrada a su familia a la piscina de la instalaciones deportivas del club porque ya no es un jugador de la plantilla), su reinvención como estudioso de la literatura.
            Esas páginas autobiográficas constituyen solo uno de los libros que se incluyen en Angelópolis. Publicadas independientemente, y limadas de alguna que otra minucia digresiva (“el secreto de aburrir es contarlo todo” decía Voltaire), constituirían sin duda una obra excepcional en su género. Doy una muestra de las digresiones que sobran: en la página 149 nos indica que fue a Veracruz a jugar con su equipo y que pasó todo el viaje leyendo a Salvador Díaz Mirón; desde esa página hasta la 158 nos cuenta, con divertidos pormenores,  toda la historia turbulenta de Díaz Mirón; luego el autobús se detiene y él cierra el libro. Esta semblanza encajaría mejor en un artículo independiente; algunos otras divagaciones que interrumpen la lectura, mejor en la papelera.
            El segundo libro es un conjunto de brillantes ensayos sobre la relación de determinados escritores con el fútbol. Son parte de una obra que no llegó a terminar. El autor justifica su inclusión con el peregrino argumento de que los escribió en la etapa de Puebla y que le ayudaron “a paliar lo incierto de las horas”. Afortunadamente, esos capítulos --el 2, que sirve de introducción, el 4, el 8, el 13-- se distinguen tipográficamente de los demás (es mayor el margen de la izquierda) y eso permite  leerlos uno tras otro como lo que son, un libro independiente desmembrado e incrustado en otro con discutible criterio. Nos hablan de Miguel Delibes, de Pier Paolo Pasolini, de Albert Camus y ejemplifican un ensayismo creativo en el que Miguel Pardeza se mueve con singular maestría.
            El tercer libro de este peculiar “tres en uno” que es Angelópolis resulta el más discutible. Las peripecias autobiográficas que se nos narran en cada capítulo –salvo en los ya señalados-- acostumbran a alargarse con ficciones realistas de muy desigual interés. A veces se nota demasiado el esfuerzo del autor por lograr la verosimilitud. En el capítulo 10, oye discutir de madrugada a una pareja en la habitación contigua del hotel en que se aloja. Podemos pasar por alto el que en la discusión se cuenten su vida, para que luego se nos cuente a nosotros, pero que después descubra que quienes celebran sus diez años de matrimonio en un salón son la misma pareja porque el orador que se dirige a ellos mencione que se alojan “en la habitación 312, que era la que estaba pegada a la mía” destruye la verosimilitud. ¿Cuándo en un discurso o en un brindis se menciona la habitación del hotel en que se aloja el homenajeado? Ese es un dato que solo suelen saber los huéspedes
            No es que carezcan de interés algunas de estas historias de ficción esforzadamente verosímil, como la peculiar relación edípica del capítulo 12 o la recreación de la vida en la guerrilla r que se nos narra en el capítulo 7, pero habrían ganado separadas de la peripecia autobiográfica en el Puebla FC y contadas por un narrador que no se viera obligado a justificar cómo se enteró de lo que cuenta. Los capítulos finales son especialmente borrosos y al lector le cuesta llegar al final de estas 565 páginas en las que parece primar la acumulación sobre la selección.
            Importa menos el descuido en algún dato: en la página 508 se nos dice que el euro estaba implantado desde enero de 1999 (lo fue en 2002) y en las páginas 373-374 nos refiere una anécdota que González Ruano cuenta de Unamuno en el capítulo que le dedica en Mi medio siglo se confiesa a medias, pero lo hace de memoria –y con muy mala memoria—cambiando los detalles y quitándole casi toda su gracia. Lo sorprendente es que Miguel Pardeza dedicó precisamente su tesis doctoral a Gónzalez Ruano y ha editado sus artículos.
            Pero no se engañe el lector con estos reparos. Miguel Pardeza no es un exfutbolista que escribe, sino un bulímico lector, un obsesivo bibliófilo  y un notable escritor que en su juventud fue futbolista.
Sorprende que el inseguro y laborioso protagonista que aparece en sus páginas, nada dado a la vanagloria y con mucho sentido común, haya prescindido de un buen entrenador –en literatura, un buen editor, un consejero independiente--a la hora de jugar un partido decisivo que podría decidir su paso a la primera división de la literatura o su descenso a la liga de los beneméritos aficionados.


jueves, 23 de abril de 2020

Tres meses de encierro




La habitación enorme
E. E. Cummings
Traducción de Juan Antonio Santos Ramírez
Nocturna Ediciones. Madrid, 2019.

La guerra del 14, luego llamada Primera Guerra Mundial, produjo abundante literatura antibelicista, como no podía ser de otra manera. Pocas veces un conflicto dejó tan a las claras el fondo de barbarie que había en los países que a sí mismos se tenían por civilizados y la sanguinaria incompetencia de los mandos militares, empeñados en estrategias suicidas con desprecio total de los cientos de miles de jóvenes vidas que tenían a su cargo.
            De toda esa literatura, el título más sorprendente es La habitación enorme, de E. E. Cummings, aparecido en 1922. El prólogo a su primera edición, reproducido en esta, puede confundir a los lectores llevándoles a pensar que nos encontramos ante un documento autobiográfico, no ante una obra literaria.
            Pero La habitación enorme es ante todo literatura, espléndida literatura. E. E. Cummings, licenciado en Harvard, de veintitrés años, al día siguiente de que Estados Unidos entre en la guerra, se alista como voluntario en un cuerpo de ambulancias que ayuda a los ejércitos franceses. A bordo del barco que le lleva a Europa conoce a otro voluntario, Willliam Slater Brown, estudiante de periodismo en Columbia del que se hace amigo. Los dos jóvenes, poco acostumbrados a la disciplina militar, pronto entran en conflicto con sus superiores. Unas cartas de Brown, escasamente complacientes con lo que veía e interceptadas por la censura, sirven de pretexto para la detención de ambos.
            Tres meses pasa Cummings en un improvisado centro de detención, sin poder comunicarse ni con su familia ni con la embajada de su país. El padre, catedrático de Harvard, hace todo lo posible primero por conocer el paradero de su hijo, luego por conseguir su liberación, incluso llega a escribir al presidente Wilson. Un telegrama, en el que se le da por desaparecido en un navío atacado por un submarino, acrecienta la angustia.
            Cuando por fin es liberado, el padre de Cummings quiere emprender acción judiciales contra la Cruz Roja, el gobierno francés y quizá el gobierno norteamericano. Al final, lo que hace es pedirle a su hijo –joven poeta que ya ha publicado en revistas pero no en volumen-- que escriba un libro contando su experiencia.
            Quienes conocen la poesía de E. E. Cummings saben que esta su primera obra en prosa no podía ser un simple relato autobiográfico ni un convencional alegato contra la guerra. Cummings está imbuido del nuevo espíritu vanguardista, de lo que en lengua inglesa de llama “modernismo”, y su prosa tiene el aire juguetón y rupturista de la nueva literatura del momento.
            La sorpresa que supuso en su primera aparición La habitación enorme, la sensación de extrañeza, se sigue manteniendo. Cuesta entrar en el libro, ponerse a tono con su vivacidad expresiva, con su lucidez sin alardes. Cummings no es un escritor que pretenda seducir de inmediato a sus lectores. Tiene algo de erizo. Sus espinas son el peculiarísimo uso de la ortografía, de la puntuación o de la sintaxis que da a sus poemas la apariencia de artefactos de época –de una época, años veinte, en que se buscaba ante todo la externa originalidad--, pero cuando sorteamos esos obstáculos nos damos cuenta de que no se trata de simple hojarasca vanguardista, que guardan dentro la pulpa fresca de la verdadera poesía.
            En La habitación enorme los primeros capítulos son casi bilingües, no hay página que no esté llena de frases en francés. El editor español ha decidido traducirlas en nota, pero esas notas no aparecen, como sería de esperar, a pie de página, sino al final y distribuidas por capítulos (no es la única decisión desacertada: también falta el índice). Quien no entienda francés, o no lo suficiente (hay expresiones coloquiales y en argot), se cansará pronto de interrumpir cuatro o cinco veces la lectura en cada página para rebuscar al final. Mi consejo es que tenga un poco de paciencia o que salte directamente al capítulo V, donde empieza realmente el tiempo sin tiempo del confinamiento –duró tres meses, pero no se sabía cuándo iba a terminar--, la extraordinaria aportación del autor a los relatos carcelarios.
            La habitación enorme está construida sobre la falsilla de una obra clásica de la literatura inglesa, The Pilgrim’s Progress, de John Bunyan, y como en ella se nos narra un peregrinaje desde los Abismos del Desaliento hasta las Montañas Deleitosas.
            La estancia en el centro de detención, en “la habitación enorme” --una capilla de un antiguo seminario en la que se hacinan más de medio centenar de hombres--, no fue precisamente fácil, y Cummings no nos ahorra ninguna de las estúpidas y gratuitas crueldades que él y sus compañeros (en absoluto idealizados, caricaturizados con la misma implacable lucidez que los guardianes) tuvieron que soportar, pero la conclusión es que allí fue “más feliz de lo que pueden pretender expresar las palabras más entusiastas”.
            También nosotros, si somos capaces de vencer las trabas de los capítulos iniciales, recordaremos siempre con gratitud y felicidad algunas de la historias y a algunos de los personajes que conocimos en este confinamiento, como el Vagabundo y su hijo de seis años, sin por ellos dejarnos de sentirnos conmovido por lo que tiene de alegato contra la estolidez humana, de denuncia contra lo que son capaces de hacer las buenas personas –o las que teníamos por tales-- cuando se declara el estado de Guerra, cuando el miedo al enemigo real y a mil y un enemigos imaginarios toma el mando, cuando la única ley es la ley de Lynch y bastan vagas sospechas para las mayores barbaries.



     

viernes, 3 de abril de 2020

Ernesto Cardenal, poesía e historia



Poesía completa
Ernesto Cardenal
Edición de María Ángeles Pérez López
Editorial Trotta. Madrid, 2019.

A propósito de Fernando Pessoa, escribió Octavio Paz una de sus frases más citadas y también más dudosamente verdaderas: “Los poetas no tienen biografía”.
            Los poetas tienen biografía, incluso en el caso del reconcentrado (“como un ovillo vuelto hacia dentro”) Pessoa  e incluso algunos parecen ir quedando reducidos a su biografía, como ocurrió con Lord Byron, como quizá ocurra con Ernesto Cardenal.
            Monje trapense, militante antisomocista, sacerdote, fundador de la comuna de Solentiname, ministro de Cultura, partidario de la compatibilidad entre marxismo y cristianismo, abroncado públicamente por el papa Juan Pablo II, disidente del sandinismo de Daniel Ortega… Su biografía llena la segunda mitad del siglo XX.
            Poco antes de morir, en 2020, dejó lista la que quería que se considerara edición definitiva de su poesía completa, más de mil doscientas apretadas páginas que asustan un poco al lector.
            Los primeros poemas que le hicieron famosos, los epigramas en los que reescribe a Catulo y Marcial, siguen estando entre los que menos han envejecido. El amor y la sátira política se entremezclan en versos de apariencia ligera, escritos como en estado de gracia. Algunos se han hecho populares, ya sin el nombre del autor, como quería Manuel Machado: “Si tú estás en Nueva York / en Nueva York no hay nadie más / y si no estás en Nueva York / en Nueva York no hay nadie”.
            Las preferencias de Ernesto Cardenal se inclinaron luego por el poema “documental”, así lo llamó él, cada vez de mayor extensión, que miraba más hacia fuera que hacia dentro del poeta y que, en buena medida, estaba hecho con retazos de textos ajenos.
Uno de los libros más famosos de esa tendencia, El estrecho dudoso, se publicó en España en 1966 y tuvo cierta influencia entre nosotros, especialmente en la nueva poesía épica de Fernando Quiñones. En el epílogo a Las crónicas de mar y tierra, la primera de su dilatada serie de crónicas, José Hierro señaló como antecedente el poema “Conquistador”, de Archibald Mc Leigh, y “los últimos poemas históricos de Ernesto Cardenal”, aunque Quiñones busque algo distinto: “Cardenal hace algo realmente más narrativo, quedándose, en cierto modo, fuera de su poema. Los textos se acumulan en un collage, como temas diversos a los que faltan las variaciones del poeta (entiéndase esto de una manera poco estricta). Cardenal es el negativo de un poeta medieval. Si este convertía el poema en crónica, él convierte las crónicas en poemas. Pero uno y otro seleccionan más que crean”.
            Los en un tiempo tan aclamados poemas-crónicas de Ernesto Cardenal ( a veces una más o menos conseguida antología de cronistas de Indias) hoy, en buena medida, se nos caen de las manos. La primera edición de El estrecho dudoso llevaba como prólogo una extensa carta de José Coronel Urtecho, que se reproduce en esta edición, y esas páginas, al menos hasta que comienzan a hablar del poema, nos interesan tanto o más que los versos.
            A Ernesto Cardenal el poema extenso, a pesar de que fue convirtiéndose cada vez más en su preferido, da la impresión de que siempre le queda demasiado grande, de que favorece en exceso su tendencia a la dispersión, a la digresión y a la acumulación de material ajeno. El mejor Cardenal no es el del ambicioso e inabarcable Cántico cósmico (más de cuatrocientas páginas en esta edición, más de dieciséis mil versos), sino el de los poemas de su experiencia trapense, Gethsemny, Ky, el de la reescritura contemporánea de los salmos bíblicos, el de Oración por Marilyn Monroe y otros poemas.
            En Los ovnis de oro (Poemas indios), desafortunado título y subtítulo, reescribe y glosa textos de los pueblos indígenas americanos. Nada que ver con –por citar solo un ejemplo-- la espléndida recreación de Miguel Ángel Asturias en su Poesía precolombina,de 1960.
            La distensión expresiva de Ernesto Cardenal llega al extremo en Pasajero en tránsito, donde escasos poemas breves, como “Viajando en bus por Estados Unidos”, alternan con crónicas viajeras, que leídas como artículos no dejan de tener interés, pero que al estar escritas en verso (o en prosa cortada como verso) crean unas expectativas en el lector que pronto resultan frustradas. El mejor ejemplo de ello lo constituye “Viaje a Nueva York (1973)”, minucioso recuento de una visita a Nueva York que no gana nada al ser incluido en un libro de poemas. Lo mismo diríamos de la “Visita a Alemania (1973)”, donde nos refiere que en la Feria del Libro de Frankfurt encuentra algún póster suyos, que le piden autógrafos y otros insignificantes pormenores anecdóticos, entre anotaciones de interés..
            Cierto que Ernesto Cardenal nunca quiso ser lo que comúnmente se entiende por un poeta lírico, que no en vano la corriente estética en que quiso incluirse recibió el nombre de “exteriorismo” por dar a la realidad exterior (con su belleza y su fealdad) el protagonismo del poema. Lo que nos disuena en Ernesto Cardenal no es el prosaísmo, tan común en la poesía contemporánea, que abomina de lo convencionalmente poético, sino la dispersión, el escribir como dejándose ir, el dar la impresión de que sus divagatorios poemas collages (al principio sobre la conquista y la opresión de las dictaduras latinoamericanas, luego sobre la evolución, las galaxias y el origen del Universo, un poco a la manera de Teilhard de Chardin), lo mismo podrían terminar a los cien versos que a los doscientos o continuar indefinidamente después del medio millar.
            ¿Devoró el personaje al poeta? No me atrevería a afirmar tanto, pero no resulta demasiado aventurado afirmar que de los setenta años que Cardenal pasó escribiendo poemas sobra casi todo lo que escribió en las últimas cuatro o cinco décadas, o al menos sobra para el lector más interesado en la poesía que la historia y en el personaje.


jueves, 26 de marzo de 2020

Viajes de papel



Suite italiana
Javier Reverte
Plaza & Janés. Barcelona, 2020.

Hubo un tiempo en que los viajeros eran unos pocos privilegiados y los libros de viajes el recurso de los que no podían permitirse ese lujo o no tenían ánimo para emprender aventuras. Luego, cuando todo el mundo pudo viajar, los libros de viaje nos permitían anticiparnos o comparar después nuestras experiencias con las de alguien más informado.
            Suite italiana se subtitula “Un viaje a Venecia, Trieste y Sicilia”, lugares hasta hace menos de un mes al alcance de la mano y hoy tan inasequibles como la más remota aldea amazónica.
            Volvemos a la lectura de libros de viaje como consuelo de nuestro forzado sedentarismo y lo primero que nos sorprende en esta obra epigonal del experimentado viajero que es Javier Reverte –recordemos El sueño de África, de 1996-- resulta comprobar que se trata menos de un viaje por un país que por un puñado de libros, los enumerados en la bibliografía final.
            Más de la mitad de esta Suite italiana, quizá el ochenta por ciento, podría haberse escrito sin salir de casa. Javier Reverte nos cuenta, con buen pulso divulgativo y periodístico, la historia de Venecia, la de Sicilia, con especial hincapié en la tremebunda historia de la Mafia. Nos habla también de un puñado de escritores que realizaron parte de su obra, o a veces lo fundamental de su obra, en esos lugares: Thomas Mann y La muerte en Venecia, James Joyce y el Ulises, Rilke y las Elegías de Duino, Lampedusa y El Gatopardo.
            No cabe duda de que Javier Reverte se ha informado bien y le leemos con gusto, aunque muchas de las cosas que cuenta resulten consabidas para el lector interesado en estos temas.
            La parte estrictamente viajera es de menor interés. De Venecia se nos cuenta que se alojó en un hotel caro y malo --da su nombre para disuadir a otros-- y que tomó varios cafés, a un precio prohibitivo, en el Florian. Poco más, aunque compensado con muchas citas de otros escritores.
            Suite italiana está escrito entre los años 2018 y 2019, según se indica al final del mismo, pero el viajero, nacido en 1944, es claramente un hombre de otra época. No duda en manifestar sus prejuicios xenófobos. Detesta a los turistas asiáticos y afirma distinguir a los grupos japoneses de los chinos en que los segundos se pasan todo el día escupiendo. Entra en una iglesia ortodoxa, la veneciana San Giorgio dei Greci, y escribe esas increíbles palabras: “No sé absolutamente nada sobre la liturgia de Bizancio, pero siempre he tenido la impresión de que sus sacerdotes son una pandilla de juerguistas amantes del buen vino, con apariencia de no haberse lavado desde que los sacaron de la pila bautismal. Sus ceremonias tienen poco que ver con las católicas, tan solemnes estas. Los clérigos, gordos y olorosos, como cochinos adultos, asoman de los cortinajes oscuros que ocultan el interior del santuario, bendicen, condenan, rezan o suspiran, y luego se esconden en la sacristía como lechones aterrados”. Nos frotamos los ojos y volvemos: no se puede ser más gratuitamente ofensivo. Por si fuera poco, añade que la misa ortodoxa, no es “una conmemoración del sacrificio de Jesús como la liturgia de Roma”, sino “un esperpento y una burla de su credo”. Consideraciones semejantes aparecen en otras páginas.
            Comparado con este despropósito, la insistencia en que los turistas no saben hacer fotografías y siempre que les pide que le hagan una le sacan sin piernas nos hace sonreír. Baste un ejemplo. Atravesando el estrecho de Mesina, le pide a una chica que le haga una foto: “La tiró a contraluz, con lo cual el retratado, visto ahora, puedo ser yo o cualquier otro ser humano de fisonomía lejanamente parecida a la mía. Y como era previsible, acometida la muchacha por la misma obsesión mutiladora de la mayoría de los turistas, aparecí en la imagen resultante con las piernas amputadas”.
            ----Pero, hombre de Dios –nos dan ganas de decirle al bueno de Javier Reverte--, si usted se colocó a contraluz, ¿cómo quiere que la chica no le hiciera una foto a contraluz? Otra cosa, cambie su cámara analógico –ya le va a ser difícil encontrar carretes—por otra que le permita ver de inmediato cómo ha quedado la foto para así, si no le gusta, pedir que la repitan. Y si quiere aparecer de cuerpo entero, dígalo, hombre, dígalo, y no nos aburra luego contando que siempre le cortan las piernas, como si no hubiera fotos excelentes sin que aparezcan las piernas (vea las que usted mismo incluye en la parte gráfica de Lucky Luciano, Salvatore Giuliano o el propio Giuseppe Tomasi Lampedusa.
            Tampoco parece muy apropiado, ni demasiado verosímil, describir de esta manera a la intérprete que le asignan cuando visita la casa de Lampedusa: “Era una chica muy rubia, de piel nacarada, y llevaba un ligero vestido de verano que, cuando se agachaba, deja al aire sus pechos, libres de sujetador, muy pequeños y muy blancos, coronados por dos cerezas sonrosadas”. Pero ¿cuándo tiene que agacharse tanto una intérprete que deje sus pechos al aire?
            Un hombre de otro tiempo Javier Reverte. Su Suite italiana interesa por lo que tiene de libro de libros y de incitación a leer otros libros de viajeros por Italia y a releer La muerte en Venecia o El Gatopardo.


viernes, 20 de marzo de 2020

Fantasía y humor



Por regiones fingidas
Felipe Benítez Reyes
Renacimiento. Sevilla, 2020.

Pocos escritores tan personales y plurales como Felipe Benítez Reyes, poeta de excepción, narrador inclasificable, ensayista paradójicamente perspicaz. En la literatura española, quizá únicamente Ramón Gómez de la Serna sería capaz de comparársele, pero él añade a la imaginación ramoniana un mayor rigor estilístico, nunca condesciende –como más de una vez el creador de las greguerías—con el apresurado borrador.
            Por regiones fingidas puede considerarse una obra menor, y quizá lo sea, pero incluye paradójicamente varias obras maestras. Reúne textos, ingeniosamente bienhumorados, escritos a lo largo de veinte años, entre 1998 y 2018. La agrupación en cuatro “series de invenciones”, con elaborados títulos y subtítulos, no disimula del todo lo que tiene de cajón de sastre.
            En la primera serie, “Pompas fantásticas”, encontramos un apólogo árabe (variación del famoso “El jardinero y la muerte”, de Cocteau), un cuento chino, un episodio bíblico (de frutal y transgresor erotismo), una fantasía kafkiana que se burla de su comienzo poco original, una metaliteraria fábula rusa y un goloso cuento de Navidad, además, entre otras ocurrencias, de páginas del diario del hombre invisible y de “El caballo cobarde (Una alegoría para niños)”, espléndida recreación de los cuentos tradicionales, con algo de homenaje a los relatos poéticos de Oscar Wilde.
El subtítulo de la serie es “Laboratorio de procedimientos narrativos” y tiene bastante de cuaderno de ejercicios. Pero se trata de ejercicios llevados a cabo con mano maestra, no exentos del raro humor marca de la casa, y que quizá deban ser leídos espaciadamente (como los poemas en un libro de poemas), ya que la acumulación de virtuosismo puede provocar fatiga en los lectores habituales de narrativa.
            Un variado conjunto de microrrelatos, ese género un tiempo tan de moda, son “Las ficciones en vilo”. Si hubiera que subrayar algunas de estas miniaturas, señalaríamos “Las edades del hombre” –magia, nostalgia y neuralgia--, una peculiar historia de la ilusión en relación con los Reyes Magos; “Bicicletas”, tan preciso en sus evocaciones (“la bicicleta del cartero Elías era un ruido de hierro negro”, “la bicicleta del afilador ambulante parecía un instrumento de tortura: echaba chispas, chirriaba”, “la bicicleta del repartidor de leche sonaba a estropicio de cristales y aluminio”), “Morituri”, el pasado y el futuro del hombre compendiados en las rutinarias llamadas telefónicas a los padres ancianos, y muy especialmente –para mi gusto-- ese sintético y eutrapélico capítulo de novela picaresca que es “La venganza líquida y fría”. Pero abunda el material dónde escoger en este muestrario entreverado con el relato de algún sueño.
            La sección más sorprendente del conjunto es la tercera, “Formulaciones tautológicas”, en la que surreales parábolas vienen acompañados por “collages” del propio Benítez Reyes, realizados a partir de las ilustraciones de revistas decimonónicas (el “collage” es un violín de Ingres muy frecuente en ciertos poetas españoles, de Adriano del Valle a Juan Lamillar.
Algunos comienzos bastarán para darnos cuenta del tono: “Dadas su peculiaridades de carácter, a Pablo, hijo único del magistrado Ferré, le buscaron sus padres una novia invisible”; “La viuda Losange tenía tan mala conciencia por ser hermosa que, cada vez que uno de sus pretendientes la invitaba a cenar, ella siempre pedía como segundo plato chuletas de chivo expiatorio”; “A la señorita Kazlauskas la llevaron presa porque tenía la cabeza demasiado gorda incluso para ser lituana”.
Todo el peculiar sentido del humor de Felipe Benítez Reyes –heredero de las eutrapelias vanguardistas-- se encuentra en estas fantasmagorías sin moraleja ni pretensión trascendental.
            Con una “Muestra de los milagros urbanos de los que ha quedado constancia en el archivo histórico provincial de Cádiz”, tres breves relatos fantasiosamente realistas, concluye un heterogéneo y a la vez muy homogéneo volumen que abunda en los chisporroteos del ingenio de un escritor que todo lo que toca lo convierte en espléndida literatura.



viernes, 13 de marzo de 2020

Ver lo que nadie ve




Las percepciones islas
(Antología poética)
Lorenzo Oliván
Pre-Textos. Valencia, 2020

La poesía para Lorenzo Oliván es el arte de la mirada, el arte de ver las cosas como nadie las había visto antes y poner luego esa visión en un lenguaje a la vez preciso y sorprendente.
            En la antología Las percepciones islas no ha querido prescindir del punto de partida: las evocaciones autobiográficas de Único norte, el ejercicio retórico de algún soneto a lo Miguel Hernández (“Hoy como ayer”), un prescindible caligrama.
            Detrás de los mejores poemas de Lorenzo Oliván, suele haber una ocurrencia ingeniosa, como las que le dieron a conocer con Cuatro trazos, su sorprendente homenaje a Ramón Gómez de la Serna en 1988, el año de su centenario.
“Ha de haber en la noche algún conducto / que vaya de tus sueños a mis sueños”, dicen los dos primeros versos de un poema de Visiones y revisiones, que luego continúa desarrollando la imagen de un “finísimo hilo” que aprovecha algún resquicio en la ventana para atravesar después “montañas, ríos, valles”, sufriendo interferencias como si de un cable telefónico se tratara.
El recurso que encontramos en ese poema temprano es el mismo de los poemas de madurez, aunque muy a menudo doblado con el procedimiento que Carlos Bousoño denominó “engaño-desengaño”: el poema parece que nos está hablando de una cosa y al final resulta, como en las adivinanzas, que nos está hablando de otra.
Un ejemplo: “En el principio”, de Nocturno casi: “En el principio tú fuiste una rueda. Quizá porque el principio necesita a su vez de la circularidad para empezar sin fin desde el principio. Te llevabas los pies a la cabeza, como haciendo camino poco a poco en tu avance hacia ti”. Está hablando, queda claro al final, de la gestación del ser humano.
A veces, pocas veces, el poeta ocurrente que nos permite ver el mundo de otra manera parece quebrarse de sutil. Es el caso de “Una alucinación”, también de Nocturno casi, donde se nos habla del “recinto de lo cuadrado”, del “recinto por excelencia de lo cuadrado” para referirse –pocos lectores lo averiguarán—a un cementerio, definido solo por los nichos, cuadrados, y prescindiendo de las sepulturas rectangulares y de los panteones y de las flores y las cruces, que ya es mucho prescindir. Nada que ver con un poema anterior sobre el mismo tema, “Ciudad de nadie”, incluido en Puntos de fuga, donde los nichos son “ventanas ciegas”.
De los poemas-enigma a los que tiende Lorenzo Oliván en su progresivo enrarecimiento, deliberada ocultación a veces, de la anécdota, quizá el más conseguido es “Como una forma de vencer al tiempo”, sobre uno de los juguetes de su infancia.
Los poemas viajeros son como un remanso en esta poesía que tiene su origen en lo concreto, pero que gusta de la abstracción: “Tren en mitad de la noche”, “Mont-Saint-Michel”, “Finisterre”. Se agradece también un poema como “La mosca en el cristal”, con su toque de humor. O el espléndido homenaje a Emily Dickinson, de quien es uno de los más destacados traductores, “Una ardiente bruma”.
Como ocurre con la mayor parte de los poetas, las caídas en la sequedad y en lo abstruso de Lorenzo Oliván son la otra cara de sus aciertos. Dotado como nadie para la retórica tradicional, buen conocedor de los secretos de la métrica y el ritmo, podría competir con el mejor sonetista contemporáneo (lo demuestra en “Cada vez cuesta más ser quien se ha sido” y, sobre todo, en el magistral “Centro”), pero él prefiere en su madurez un decir más elíptico, más sincopado, menos condescendiente con las expectativas del habitual lector de poesía.
Comenzó yendo de la imagen a la idea y ahora cada vez más quiere volver visibles las idead, visualizar el pensamiento.
La raíz del hombre no está en la tierra, como la de los árboles, sino en el aire nos dice en “Raíz”, Toda su poesía está llena de sugerentes hipótesis que nos permiten ver el mundo de otra manera. En “La imagen múltiple” no es su vida entera la que se le aparece de pronto al moribundo, sino los caminos que no tomó jamás, “sendas de amor hacia ninguna parte, / besos que no llegaron a sus metas”, lo no dicho “oído a gritos”.
Los mejores poemas de Lorenzo Oliván son los que no ocultan el referente ni se quiebran de sutiles. Cito algunos: “Unidad”, un panteísta poema de amor; “Presencia ausencia”, la realidad de las cosas en una habitación de hospital como una ofensa a la vida que acaba de desaparecer; el insomnio representado en una “Gota de agua”, que cae incesante; “El silencio en la copa”, entre Gaya y Guillén; la plasticidad de “Manzana”, la imprevista verdad de “Creación”: al respirar entra el mundo en nosotros.
Exigente, sorprendente, visual y conceptista, Lorenzo Oliván está lejos de sus chispeantes comienzos de niño asombrado ante la eterna novedad del mundo, pero a la vez está muy cerca, aunque se esfuerce en disimularlo y parezca todo lo contrario.


viernes, 6 de marzo de 2020

Orden sin concierto



Primeras voluntades
José María Micó
Acantilado. Barcelona, 2020.

 El libro nunca ha sido el mejor modo de difundir los versos. La poesía lírica antes de llegar al libro ha sido cantada o recitada, copiada en manuscritos, publicada en revistas, hoy en  Internet. Las redes sociales han acabado convirtiéndose en su medio de difusión favorito. La recopilación en libro llega, o debería llegar, después, en algún caso incluso póstumamente, como ocurrió con Góngora, Fray Luis o Garcilaso.
            En los volúmenes recopilatorios, lo disperso se reúne y ordena, añadiéndosele nuevos sentidos. El autor se convierte entonces en editor de si mismo y no todos se muestran muy duchos en tal función. De José María Micó, catedrático universitario, editor de clásicos, comentarista de Góngora, podría esperarse que aplicara todo ese saber a la reunión en un volumen, titulado Primeras voluntades, de toda su poesía publicada hasta la fecha.
            No parece que haya procedido con demasiado acierto. La presentación, retórica y contradictoria, no aclara demasiado, más bien confunde. Confiesa una obviedad, que escribe “poemas breves o extensos, pero no libros en el sentido editorial y moderno”. En eso se parece al resto de los poetas contemporáneos. Y añade otra obviedad: que los libros son consecuencia de una organización “distinta y posterior a la escritura de los textos y que tiene, por tanto, su dosis de artificiosidad y de astucia”.
            La artificiosidad de Micó en Primeras voluntades es manifiesta, la astucia no excesiva. Comienza y termina con un mismo poema, “Generación”, al que en la versión final añade dos versos un tanto tremendistas: “Mi mano es una perra caliente que te muerde / y ya no queda sitio para las dentelladas”.
            Los poemas publicados en sus siete libros, desde La espera de 1992 hasta Blanca y azul de 1917, ahora se agrupan en varias partes no siempre congruentes ni bien tituladas. En “Travesuras” –título especialmente desafortunado—se reúnen dos espléndidas traducciones (un soneto de Shakespeare y el famoso “Epitafio para un ejército de mercenarios” de Housman), varias letras para cantar (el autor actualmente se dedica a componer e interpretar canciones en el dúo Marta y Micó), unos cuantos poemas de circunstancias (escritos para presentar a un autor, para leer en la despedida de un congreso) y otros graciosos ripios, a ratos a la manera de Joaquín Sabina, a quien se homenajea; también se incluye alguna nadería (véanse las páginas 86-87).
            José María Micó es un poeta desigual, pero un poeta, no un erudito –a la manera de su maestro Francisco Rico—que de vez en cuando compone versos. Sorprende, sin embargo, que su extraordinario saber filológico y su rigor crítico parezca haber sido capaz de aplicárselo a sí mismo (y cuando lo hace, rescatando en el epílogo todas las citas y dedicatorias que previamente ha descartado, demuestra desconocer la diferencia entre editar a un clásico y editar la propia obra).
            No sería yo quien soy si antes de subrayar los muchos logros del Micó poeta, no señalara que de vez en cuando dormita. A la hora de reunir su obra, descarta poemas, pero deja en “Pecios”, donde van sus poemas más breves, el siguiente: “¿Cómo voy a estar solo / si estoy completo?”. ¿Y qué tendrá que ver el estar solo con estar completo?, nos preguntamos. En seguida se nos ocurre una variante mejor: “¿Cómo voy a estar solo / si estoy conmigo?”
            Varios poetas conviven en Micó. Uno aspira al poema de cierta extensión, reflexivo, sin apenas anécdota, o con la anécdota transcendida o vagamente aludida. Es el poeta de “Ser y estar”, de “Momentos”, de varios de los textos reunidos en “Camino de Ronda”. Más referencial, a ratos casi postal viajera, resulta “Divieto di sosta”, homenaje a Italia.
            En el otro extremo, están los poemas de circunstancia, en los que Micó se muestra muy dotado para la broma erudita y la ocurrencia ingeniosa. Es el caso de “Cien ripios para F.B.R”, aunque quizá resultan demasiados ripios (“Tras mil idas y venidas / por palacios y desvanes, / tiene amigos catalanes, / vascos, gallegos y aun bables”) y que termina como otro de sus poemas de ocasión, el dedicado a una reunión de filolólogos en Santander: tras estudiar a Cervantes, “no hay nada que no sepamos / sobre la melancolía” y tras leer a Benítez Reyes “no habrá nada que ignoremos / sobre la melancolía”.
            Ingeniosa resulta la “Letra bastarda”, homenaje a la literatura de lupanar, con su distinción (el tópico está ya en Marcial) entre el protagonista de los versos y el autor: “Por tu interés te diré, / caro lector, quien soy yo: / el que el poema escribió, / no el que de putas se fue”.
            Buen conocedor de los clásicos y de los modernos, de la métrica tradicional y del versolibrismo contemporáneo, de los tangos y de las milongas, Micó lo mismo nos ofrece un soneto que trata de emular a Lope, que unos ovillejos a lo Zorrilla, un delicado poema infantil que una epístola que recrea el tópico del “menosprecio de corte y alabanza de aldea” o un ambicioso poema metafísico. Todo revuelto y sin demasiado orden ni concierto.
            Resulta paradójico que a uno de los grandes estudiosos de la literatura española, a la hora de reunir, organizar y descartar (la principal labor cuando uno es editor de sí mismo) su propia obra le falte el tino y la sabiduría que pone en la de los demás.



viernes, 28 de febrero de 2020

Colección de asombros



Al pasar de los años
Artículos periodísticos (1930-1981)
Fundación José Antonio de Castro. Madrid, 2020.

¿Cuántos artículos escribió Álvaro Cunqueiro en medio siglo de vida periodística, o de vida literaria, que en su caso viene a ser lo mismo? Hay quien calcula que unos cincuenta mil, Miguel Somovilla los reduce veinte mil; en cualquier caso, los suficientes para que, por muchas recopilaciones de ellos que hayamos leído, sigan apareciendo desconocidas maravillas.
            En Al pasar de los años se reúnen doscientos artículos, unos ya reunidos en libros, otros rescatados por primera vez de las hemerotecas, todos ellos reproducidos de los diarios o revistas en que se publicaron con rigor filológico y con las notas necesarias para ser entendidos en su contexto. La selección puede ser discutible –¿qué selección no lo es?--, así como la ordenación temática que prescinde de la cronología incluso dentro de cada una de las secciones.
            Miguel Somovilla ha querido que estén presentes todos los intereses de Álvaro Cunqueiro, no solo los que mejor han resistido el paso del tiempo. Por eso nos encontramos con varias reseñas literarias, que quizá sobrarían, y con unos pronósticos cartománticos sobre la liga de fútbol gallega que no pasan de una curiosidad, aunque ciertamente divertida.
            Pero nos atrevemos a asegurar que el ochenta por ciento del volumen está formado por obras maestras de dos o tres folios que no nos cansamos de leer y releer. Cunqueiro sabía contar y sabía encantar. Hablara de lo que hablara no tardaba en dejar a sus oyentes, a sus lectores, con la boca abierta.
            Le gustaba jugar con la erudición, como a su maestro fray Antonio de Guevara, que fue obispo de Mondoñedo, o a Borges, pero su erudición no era inventada. Se trataba de un hombre muy leído, de abundantes y pintorescos saberes, unos procedentes de las bibliotecas y otros de la cultura oral. No podría haber fantaseado tanto si no tuviera los ojos muy atentos a los más curiosos impresos y a lo que se cantaba y contaba en las romerías, en las tabernas y en los figones.
            “Un mapa de Galicia” se titula una de las partes del volumen. Álvaro Cunqueiro, a quien tanto le gustaba viajar por países que solo existían en su imaginación, por ningún lugar viajó tanto como por Galicia, por una Galicia a la vez real y producto solo de su fantasía. En docenas de artículos nos habló de las ferias de San Lucas en Mondoñedo, de las capitales y de las más recónditas aldeas, de la costa y del interior. Nunca teme repetirse porque, como la lluvia y el amanecer, resulta siempre diferente.
            El mapa de Galicia se completa con los artículos de “Por la ruta jacobea” y “El mar que nos rodea”, en el que se incluye “Un viaje a las Cíes” y también, como no podía ser de otra manera tratándose de Cunqueiro, unas “Historias con sirena dentro” y un “Diccionario manual de bestias marinas”. Se prolonga este último con “Notas para un diccionario de ángeles”, que es el título de otra de las secciones, en la que también se nos habla de ángeles caídos, esto es, de espantables demonios o de pobres diablos.
            “Retratos y paisajes” alterna esplendidos relatos, como el dedicado a Quevedo en Venecia, con trabajos más ocasionales, como las pocas líneas dedicadas a la muerte de Unamuno. Miguel Somovilla, periodista, no filólogo ni profesor, como nos recuerda en la introducción, parece que quiere que tengamos en cuenta que la escritura de todos los días (Cunqueiro escribía dos o tres artículos al día) no puede ser sublime sin interrupción, pero estos descensos acentúan las cimas, que son la regla, no la excepción.
            No falta la sección dedicada a la cocina, “De re coquinaria”, en la que a menudo los asuntos estrictamente culinarios no son más que un pretexto para hablar de otra cosa, y es lo que más agradecemos muchos lectores.
            Sorprenden muchos de los capítulos de “Aprendiz de brujo”, en los que no suele saberse si Cunqueiro habla en broma o en serio, aunque casi siempre habla a la vez de las dos maneras, como es propio de todo humorista.
            Cunqueiro colaboró en docenas de diarios y revistas, y sabía adaptarse sin perder su personalidad. No son lo mismo los artículos de la serie “El envés”, publicados en Faro de Vigo día tras día durante años, que las colaboraciones aparecidas en Tribuna médica, que tratan de curanderos y de pintorescas medicinas alternativas (casi todas ellas se reúnen en “Días de curación”). Igualmente contrasta el estilo arcaizante de los publicados en la falangista Vértice con el desenfado de “Sal y pimienta”, una sección de la revista Primera plana, ya en tiempos del destape.
            “Al pasar de los años”, parte final de la antología y que le da título, trata del tiempo cíclico de la naturaleza, de los inevitables artículos, en el periodismo de la época, a la llegada del otoño o de la primavera, al solsticio de invierno o al primer día del año. Cunqueiro se nos muestra, como Pla, un maestro en el arte de darle una y mil vueltas de tuerca al tópico.
            No es Al pasar de los años un libro para leer, capítulo tras capítulo, de la primera a la última página, y por eso importa poco que el antólogo no respete la cronología. Es un volumen para tener siempre al lado, para abrirlo al azar, para escuchar algún sucedido que quizá nunca ha sucedido, para viajar a islas remotas o a la eterna Compostela, para adentrarse en un bosque o en un viejo infolio en busca de la fuente de la eterna maravilla.

viernes, 21 de febrero de 2020

El arma del crimen




¡Qué país, Miquelarena!
Biografía de Jacinto Miquelarena
Renacimiento. Sevilla, 2020.

Uno de los libros de Jacinto Miquelarena se titula Cómo fui ejecutado en Madrid. Pero este prosista del 27, discípulo predilecto de Ramón Gómez de la Serna, el primer periodista que convirtió en obra de arte la crónica deportiva, si murió ejecutado no fue en el Madrid sin frenos los primeros meses de la guerra, sino bastantes años después y en París.
            El arma del crimen, una carta, como en el poema de Ángel González: ¿”Sabes qu un papel puede cortar como navaja?”. La historia nos la cuenta Leticia Zaldívar en su biografía de Jacinto Miquelarena, un libro que lleva por título la frase que hizo popular su nombre, ¡Qué país, Miquelarena!, pronunciada por un amigo suyo, otro escritor raro y olvidado, Pedro Mourlane Michelena.
            Leticia Zaldívar es nieta del escritor y en su libro se entrevé una historia familiar en la que ella no quiere entrar y que quizá tuvo algo que ver con el dorado exilio –no tan dorado si entramos en detalles– de Jacinto Miquelarena, uno de los triunfadores de la guerra civil (falangista de la primera hora, a él se deben algunos de los más característicos versos del “Cara al sol”). Como tantos otros, no encontró luego un puesto en los manuales de literatura.
            Nacido en Bilbao en 1891, en una familia de la pujante burguesía vasca, se educó en Francia y en Inglaterra. Los viajes, el deporte y los malabarismos de la nueva literatura fueron sus principales aficiones. En El gusto de Holanda, su primera obra, reúne las crónicas de un viaje a ese país con motivo de las Olimpiadas celebradas en Amsterdam en 1928. Pero ellos no tienen bananas –un título quizá no demasiado afortunado– nos ofrece su visión del Nueva York de 1929, el Nueva York trepidante de Paul Morand y de Julio Camba, que nada tiene que ver –haz y envés– con el que vio García Lorca por esas mismas fechas. Stadium (Notas de sport), de 1934, es uno de los primeros libros dedicados íntegramente al deporte.
            Cordial, inteligente, bienhumorado, Jacinto Miquelarena, colaborador de la mejor prensa del momento, tanto del progresista El Sol como del conservador Abc, representa bien –aunque no se le incluyera en la nómina de la nueva literatura, luego canonizada como generación del 27– la renovación estética de los años veinte, la modernidad ramoniana y orteguiana que barrió los restos ajados del modernismo, la capa y el chambergo de la trasnochada bohemia.
            Pero la convivencia de la que puede ser símbolo la revista La Gaceta Literaria, la revista en la que confraternizaron quienes pocos años después andarían a tiros, duró poco. En las dos obras que publicó durante la guerra civil, la ya citada Cómo fui ejecutado en Madrid y El otro mundo, el escritor se convierte en propagandista. La primera arremete contra los políticos y escritores republicanos –de Azaña a Bergamín–, la segunda nos cuenta su estancia en una embajada, un género muy frecuentado por aquellos tiempos (recordemos Una isla en el mar Rojo, de Fernández Flórez). Luego trató de volver a la literatura anterior con Cuentos de humor (el humor de La codorniz) y Don Adolfo el libertino, pero ya el tiempo era otra y la renovación de antes sonaba a pasadista.
            En los años cuarenta estuvo en Argentina, como representante de la recién fundada Agencia F, luego sería corresponsal en Londres y en 1960, dos años antes de su muerte cambiaría ese destino por el París.
            Leticia Zaldívar, para reconstruir la biografía de este escritor olvidado, recurre a sus cartas, a sus diarios de juventud, a su correspondencia milagrosamente salvada; también cita con frecuencia sus artículos.
            La familia de Miquelarena se ocupó del traslado de su cadáver y de su enterramiento en el panteón familiar en 1962, pero todos los papeles privados del escritor aparecieron en 1994 en un mercadillo malagueño. Los encontró un joven estudiante, que los guardó hasta 2003, cuando que enterado de que una nieta del escritor estaba escribiendo su biografía se puso en contacto con ella.
            ¿Cómo llegó hasta Málaga el archivo de Miquelarena? Esa es otra novela que se nos insinúa en este libro y que quizá sirva para explicar las razones de un acoso, personal y laboral, que le llevó finalmente a un suicidio que bien puede calificarse de asesinato.
            El 28 de julio de 1962, Miquelarena recibió una carta del director del periódico en que colaboraba desde hacía más de treinta años. Le decía, entre otras lindezas, que su corresponsalía en París había defraudado “no ya al Abc que dirijo, sino a los lectores de Campo de Criptana, de Andalucía, de Extremadura, de Vizcaya, de Burgos”.
            En el diario íntimo quedan constancias de amenazas anteriores. Tras hacer una crónica de urgencia sobre el intento de golpe de Estado con motivo de los sucesos de Argelia, enviada a las dos de la noche, a las cuatro recibe una confusa llamada del director: “Definitivamente, Calvo está loco. Un loco agresivo y molesto. Y cabrón. Estoy destruido de trabajar y no dormir por su causa”.
            “Estoy tiene que arreglarse de algún modo” le había dicho en la última carta, en la que descalificaba su trabajo –una corresponsalía de varias décadas– porque “un literato puro” no pude abarcar lo que está ocurriendo en Francia.
            Y se arregló de manera definitiva. Unos días después el escritor se arrojó al metro. En su bolsillo se encontró una cuartilla manuscrita que decía: “A Luis Calvo, director de ABC. / Tu carta, recua de ultrajes, ‘is murder’. / Jacinto Miquelarena”.
            Al día siguiente el periódico, su periódico, publicó una sentida necrológica hablando de accidente, no de suicidio. Los papeles de Miquelarena quedaron en poder de Felicitas Flores, la mujer con la que vivía “en pecado” desde hacía varias décadas, quien los conservó hasta su muerte. Carecía de herederos y eso explica su aparición en un mercadillo malagueño.
            ¿Tuvo que ver el exilio laboral de Miquelarena y la animadversión con que le trató su periódico, defensor de los valores cristianos, con su irregular relación sentimental? Esa es otra novela en la que su nieta, Leticia Zaldívar Miquelarema, prefiere no entrar.



viernes, 14 de febrero de 2020

Poesía y parapoesía o el caso de Jaime Siles



Arquitectura oblicua
Jaime Siles
Fundación José Manuel Lara. Sevilla, 2019.

En algunas librerías, la sección de poesía se ha dividido en dos. En una está la poesía de siempre, la poesía seria, la que gana premios; en otra, la poesía que se vende, la que circula por Internet, la que llena los espacios –a menudo poco convencionales– en que se recita o canta. Algunos, desdeñosamente, han acuñado el término de “parapoesía” para referirse a este segundo tipo.
            Pero los juicios de valor no pueden hacerse en conjunto, sino obra a obra. El que una poesía sea minoritaria no garantiza su calidad; el que cuente con miles de lectores entusiastas, aunque se trate de adolescentes, no puede servir para minusvalorarla.
            Jaime Siles ejemplifica bien al poeta culto. La solapa de su último libro enumera todas las universidades de las que ha sido profesor y también todos los idiomas que domina y de los que traduce, nada menos que nueve: griego clásico, latín, griego moderno, francés, italiano, catalán, portugués, inglés y alemán. Los premios que ha obtenido –desde el inicial Ocnos para Canon hasta el reciente Jaime Gil de Biedma– son también numerosos. En los años setenta, era uno de los puntales de la novísima poesía española, junto a Gimferrer, Carnero o Colinas. Medio siglo después, cuesta encontrar un poema que se sostenga en pie en sus libros de poemas, aunque su prestigio –para los estudiosos de la poesía, que no para los lectores– continúe intacto.
            De dos tipos son los textos que se incluyen en Arquitectura oblicua. En un caso se trata de poemas rimados, por lo general de arte menor (romances y romancillos), con un acusado tono vintage: a veces nos recuerdan al garcilasismo de los años cuarenta e incluso a la poesía rococó de un Meléndez Valdés. Copio los primeros versos de “Bucólica”: “Estuve aquí cuando esto era un prado / y no crecía en él ninguna rosa. / Estuve aquí cuando iniciaba mayo / su más furtivo florecer de rosa. / Estuve aquí cuando no había prado / ni mayo erguía sus colores rosa. / Estuve aquí cuando en este prado / mayo pintaba su fulgor de rosa”. Y así sigue, con “el mismo prado y la misma rosa” (eso dice su último verso) durante todo el poema. Aunque para muestra basta un botón, añado algunos más: “Se cierra el clavel / y yo dentro de él”, comienza “Mise en mots”; en “Tres poemas sicilianos” nos encontramos con una palmera que anota algo “en su carnet de baile”; hay también un río de “breve voz / dulce y doliente” y una cancioncilla neopopular: “Olivares del Júcar: / rosada nieve. / Olivares del Júcar: / de blanco verde” y así continúa (“de cielo agreste”, “de tintes tenues”) hasta concluir con un caprichoso (la pregunta podría ser cualquier otra siempre que respetara la rima) “¿dónde mi muerte?”
            El gusto por la rima, una rima a menudo gratuita y ripiosa (“Para que me refleje / su cordillera andina / la memoria me teje / su sombra submarina”), quizá herencia postista (a Carlos Edmundo de Ory le dedica un homenaje), caracteriza a la mitad del libro, de la que apenas si se salvan un “Apunte sevillano”, evocación del poeta Fernando Ortiz que recuerda a los poemas de circunstancias de Manuel Machado, y algunos apuntes viajeros que no se pierden en la gratuita divagación (“Invierno en Clermont”. “Cabo de Gata”).
            Alternando con estos poemas de versificación tradicional y reiterado y algo caprichoso sonsonete, hay otros de tono ensayístico, de un versolibrismo cercano a la prosa, que parecen reflexionar sobre cuestiones metapoéticas y metafísicas. Extensos y algo descosidos, cuesta llegar hasta el final. Copio los primeros versos de los más de cien de “Espejo roto”: “Como columnas en la luz se alzan / las ruinas de lo que fuera un muro, / la solidez de un resistente arco / o las volutas de un pisoteado capitel / en los que la unidad de un todo destruido / permanece más bella aún que en su realidad / porque del ser existen solo los fragmentos / y la visión de lo disperso y roto multiplica / sentido y sensación / pues solo en la ruina de las cosas / la belleza se nos permite ver”.
            Parece que estamos leyendo algo muy profundo, pero la conclusión es cuando menos poco convincente. ¿Solo en la ruina de las cosas se nos permite ver la belleza? ¿No hay belleza en un bosque, en un cuerpo humano, en Las meninas, en una catedral que el tiempo ha respetado?
            Nada resiste a una lectura atenta en este poema que glosa cuestiones más o menos trascendentales: “Los dioses creían en sus dioses / solo porque tenían sus estatuas: / nosotros creíamos en el arte / porque nos daba la sensación de un yo / visible solo en los márgenes / de sus imágenes borrosas y en aquel flujo / de opacas percepciones de uno mismo / que parecía devolvernos / desde un fondo de vitrales rojos, / la misteriosa luz de un rosetón”.
            Relea el lector estos versos y verá que son tan absurdos como en una primera lectura parecen. El poema, tras una sucesión de afirmaciones semejantes, termina con este dístico: “Es en la terza rima donde naufraga el nombre / como en el ser siempre naufraga el yo”. Por supuesto, nunca se ha aludido antes a la “terza rima”.
            Hay poesía que se lee –la de Marwan, la de Elvira Sastre, la de Ajo, la de Karmelo C. Iribarren– y que suelen mirar ciertos críticos por encima del hombro; hay poesía que no se lee, aunque resulte muy premiada y prestigiada, y que quizá no merece ser leída.
           


jueves, 6 de febrero de 2020

Sobras completas



Instantáneas
Claudio Magris
Traducción de Pilar González Rodríguez
Anagrama. Barcelona, 2020.

Menos es más, según la manida frase de Mies Van der Rohe, pero no siempre. A veces es menos, mucho menos.
            Instantáneas, la más reciente obra de Claudio Magris, constituye un buen ejemplo de ello. Reúne artículos, escritos entre 1999 y 2016, que muy bien podían haberse quedado en las efímeras páginas en que aparecieron por primera vez.
            No todos son enteramente desdeñables, se salva alguna viñeta autobiográfica, algún apunte viajero, pero la mayoría o se ocupan de trivialidades, como la falta de urinarios públicos en Trieste y otras ciudades, o fracasan estrepitosamente cuando tratan de convertir la anécdota en categoría.
            “La escritura, prohibido el paso” nos refiere un encuentro del autor con los presos en una cárcel de Trieste. Uno de ellos, que cumple “grave pena por homicidio”, le dice que hay una diferencia fundamental entre los autores como él y los presos que escriben. Unos lo hacen para comunicar; los otros “para tener algo que sea nuestro, solo nuestro, fuera del control que obliga a someter cada trozo de nuestra vida y de nuestra realidad a los rayos X. Aquí no hay nada mío, solo mío; mi existencia está hecha para ser desnudada, cacheada, fichada. En cambio, lo que escribo es solo mío; no se lo enseño a nadie, jamás se lo daría a leer a nadie, es un mundo mío, donde los carceleros, la ley, los jueces, los otros prisioneros, todos los demás no pueden entrar. Y sobre el papel me siento libre, sin guardianes, sin nadie que me expropie de mí mismo”.
            ¿De verdad le dijo eso un preso? Resulta bastante dudoso, parece más bien un pretexto mal inventado para las banalidades que vienen a continuación sobre Facebook y la intimidad. ¿Dónde iba a guardar un preso lo que no quiere que lea nadie? ¿Qué rincón secreto hay en la celda al que no llegue la curiosidad de un compañero, que no sea revisado por los guardianes? ¿Qué preso puede pensar que, escribiéndola, guarda para sí mismo su intimidad? Solo quien no conozca el régimen carcelario puede inventar algo así.
            Quienes admiraron El Danubio, esa historia de un río que es en buena medida el alma de Europa, no deben leer este libro. La pobreza conceptual del autor queda patente en cuanto trata de levantar un poco el vuelo de aquello que cuenta, a veces con cierta gracia (como en la anécdota sobre la emperatriz Sissi y los poemas que supuestamente le dictaba Heine).
            En “Intraducible” nos refiere una anécdota que considera “genialidad inconsciente e intraducible”. Un niño de poco más de dos años, Isacco, está correteando con una niña algo menor, Vera: “Cuando el abuelo. mirando al cielo, que va clareando tras la lluvia recién acabada, se dice a sí mismo, a media voz inteligible para quien está cerca, ‘Llega primavera’, el niño, que estaba corriendo, se para, se vuelve y le dice dulce pero firme: No, primero Isacco”.
            La confusión tiene sentido en italiano: el abuelo dice “primavera”, el niño entiende “prima Vera” (primera Vera) y responde “no, primo Isacco” (primero Isacco). ¿Una genialidad inconsciente? Una gracia banal, simplemente.
            ¿Hacen falta más ejemplos? En “Selfi”, un vehículo bloquea la salida del garaje, un conductor impaciente toca el claxon, sale luego de su coche se acerca al otro y ve que en él “solo hay una niña de unos siete u ocho años. Está acurrucada detrás, con expresión inquieta, casi espantada; murmura que su mamá se ha ido un momento y volverá enseguida. El iracundo bloqueado se impacienta por momentos, pregunta a dónde ha ido la madre, a qué tienda; la niña no lo sabe, él toca el claxon del coche, a ella se le saltan las lágrimas, él toca y toca y dice que va a llamar a los guardias”.
            Cualquiera que le viera llamaría a la policía: abrió la puerta de un vehículo ajeno, asustó a una niña que había dentro y se puso a tocar furiosamente el claxon de ese coche. Continúa el relato: “Ella es una cervatilla atemorizada; él, inclinándose sobre el parabrisas, amenaza de nuevo con llamar a los guardias y ve su reflejo en la luna del coche”. Y entonces ocurre la sorpresa. Resulta que el psicópata que amenaza a la niña es el propio autor, que cambia de la tercera a la primera persona al contemplar: “Me doy cuenta de que nunca me he visto tan feo y desagradable y, mientras veo llegar apresurada y nerviosa a la conductora, también ella molesta por la situación, me alejo deprisa de su coche y para evitar el encuentro desaparezco unos segundos en la oscuridad del garaje”.
            Nos imaginamos –el autor no– que quien entonces llamaría a la policía sería la madre: ha visto cómo un desconocido abre la puerta de su coche, amenaza a su hija y luego escapa escondiéndose “en la oscuridad del garaje”.
            ¿Ha leído alguien críticamente este conjunto de olvidables naderías? No sabemos si el autor –aunque resulta dudoso–, pero desde luego ningún responsable en la editorial italiana ni en la española. ¿Claudio Magris es un autor de prestigio con un público asegurado? Pues se publica todo lo que envíe su agente, aunque sean “sobras completas” (el juego de palabras es de Savater, autor también de algún que otro producto editorial sin demasiada solvencia). Los suplementos culturales también lo elogiarán sin necesidad de leerlo. Conviene dejar constancia de que el rey, en este caso y en tantos otros (casi todo el último Umberto Eco), está desnudo.