martes, 27 de abril de 2010
Luis Antonio de Villena: Teoría y poemas
La inteligencia y el hacha (Un panorama de la generación poética de 2000),
Visor, Madrid, 2010.
Si la fidelidad es un mérito, nadie más benemérito que Luis Antonio de Villena, pertinaz zahorí de la poesía más nueva desde hace ya casi tres décadas. Sus continuas antologías —desde la inicial Postnovísimos— nunca han querido limitarse a ser meras antologías. Descubrir, destacar, seleccionar a los poetas que valen la pena entre la innumerable legión de jóvenes versificadores siempre le ha parecido poca cosa. Él aspira a algo más: marcar tendencia, sentar doctrina, etiquetar, clasificar.
La inteligencia y el hacha pretende ser la partida de nacimiento de una nueva generación poética, aunque los nombres que la integran no sean mayoritariamente nuevos: la generación poética de 2000. Los nombres no son nuevos, la generación sí. Los antólogos anteriores habrían incluido a estos autores en la generación de los ochenta, como prolongación o apéndice. Pero en opinión de Villena “el tajo de un hacha” (de ahí una de las partes del título, la otra alude a que se trataría de “poetas intelectuales”) los ha escindido de sus hermanos mayores.
La hipótesis es sugestiva, pero viene empañada por tres reparos que afectan, creo, a toda la labor crítica y teórica de Luis Antonio de Villena.
En primer lugar, sus dificultades con la sintaxis, que se han ido acrecentando con los años. Copio una frase tomada al azar: “Todo el mundo sabe hoy que ‘los novísimos’ (utilizando el término como se ha usado hace mucho sin explicitar ‘in extenso’ y no reduciéndolo a la sola nómina castelletiana) digo que era sabido el poco interés inicial de aquellos poetas nuevos en sus inicios por la hoy —no entonces— consagradísima ‘generación del 50’”. ¿Una errata la falta de concordancia entre lo que va antes del paréntesis y lo que viene después? Es posible. ¿Una errata la concordancia ‘ad sensum’ de la frase siguiente: “en parte por ello la llamada ‘generación del 50’ […] acudieron al rescate”? Es posible, pero no parece probable. Da la impresión de que Luis Antonio de Villena escribe cada vez más con los anacolutos y las imprecisiones del lenguaje oral; quizá debería pensar en la utilidad de contratar un corrector de estilo.
El segundo reparo es de índole conceptual, afecta a la manera de razonar del antólogo, sin duda más relacionada con la novedosa lógica difusa que con la tradicional lógica aristotélica. Comienza señalando que uno de los caminos de la ‘generación de 2000’ es “un realismo de nuevo cuño, que eludiera el tono familiar del 80 y que apostara por una mayor radicalidad, en un mundo lleno de injusticias y dificultades”. Pero luego resulta que esa línea la inicia Jorge Riechmann, de la generación anterior, y que no parece que haya menos tono familiar en Balbina Prior, por citar un ejemplo, que en Luis García Montero; en Javier Rodríguez Marcos —“una cortina / partía en dos la casa (el horno de carbón / a este lado -sin funcionar- / y al otro, aquel televisor en blanco y negro)”— que en Felipe Benítez Reyes. Lo mismo podría decirse del otro rasgo que —según el antólogo— caracteriza a la “generación de 2000”: el ser “poetas pensadores”. ¿De verdad alguien puede creer que lo que diferencia a Isabel Pérez Montalbán de Julio Martínez Mesanza, a José Daniel García de Aurora Luque o a Ana Gorría de Carlos Marzal (por no citar a Miguel Casado) es el mayor componente intelectual de la poesía de los primeros?
Un último reparo pondría yo a este aplicado antólogo de indesmayable vocación teorizadora: las incomprensibles lagunas en la información, que a menudo parece ser meramente periodística o de oídas. Baste un ejemplo. Tras comparar las poéticas aparecidas en dos antologías sucesivas (Última poesía española, de Rafael Morales Barba, y Deshabitados, de Juan Carlos Abril) se sorprende de que las primeras sean no solo “mucho más breves sino enormemente más simples”. ¿Qué le ha pasado a Carlos Pardo –se pregunta- para pasar de una poética de apenas media página con solo dos citas a otras que es casi un tratado? Y el mismo se responde: “No es solo, en absoluto, un pequeño ataque de exhibicionismo, es una aparatosa toma de conciencia generacional, en esos dos años, en uno de los poetas a los que alguno de sus compañeros ven como representante notorio de una poesía de cuño básicamente hermético, pero siempre con referentes intelectuales, valga decir, filosóficos”.
Pero lo que le ha pasado a Carlos Pardo —y a los otros poetas seleccionados por ambos antólogos— es bastante más sencillo y bastante más prosaico. Deshabitados, de Juan Carlos Abril, reúne las intervenciones en un encuentro celebrado en Granada en marzo de 2007. A los participantes se les pidió expresamente, según se indica en el prólogo, “una redacción alrededor de las siete u ocho páginas, mínimo cuatro o cinco (aproximadamente veinte mil caracteres con espacio) en la que cuentes tu historia como poeta: tus inicios como poeta, tus lecturas e influencias (de artes, de música, etc.), la historia de tus libros o de tus escritos, tus evoluciones, tus propuestas como poeta actualmente, un análisis sobre lo que estás realizando ahora…”. Renuncio a seguir copiando: el largo párrafo de Juan Carlos Abril no podría mejorarlo ni Luis Antonio de Villena. Señalo solo que si los participantes quería cobrar no tenían más remedio que esforzarse en esa redacción —y cómo se nota el esfuerzo de algunos— que para Villena representa nada menos que el más claro ejemplo de toma de conciencia generacional.
Estos reparos disminuyen un tanto el valor de La inteligencia y el hacha, pero no lo eliminan por completo. Aquí están algunos de los más notables poetas recientes, unos ya bien conocidos —González Iglesias, José Luis Piquero, Luis Muñoz, Lorenzo Oliván— y otros pocos que constituirán una sorpresa. Cierto que sobran más nombres que faltan (y faltan bastantes), pero eso se debe a que el antólogo “ha procurado velar los estrictos juicios de valor”, preocupado más por ejemplificar sus difusas elucubraciones que por ofrecer a los lectores una muestra de los mejores poetas de los últimos años, algo que deja para otros antólogos sin ambición teórica.
Gabriela Mistral: Último amor y otras miserias
Niña errante. Cartas a Doris Dana,
Lumen, Barcelona, 2010.
Más que una gran escritora, Gabriela Mistral es un enigma. En 1945, obtuvo el premio Nobel, pero desde nuestra perspectiva actual parece que se lo dieron más al personaje —una mujer de clase humilde que alternaba con los poderosos en defensa de los niños y de los indígenas— que a la discreta poetisa posmodernista.
Francisco Ayala nos ha dejado de ella un retrato impiadoso: “Sobre la humillada cabeza de los infelices indios, sobre los niños desamparados, sobre los desposeídos todos del mundo, derramaba Gabriela la ternura abundante de sus palabras. En la práctica, nunca noté que reparase en ningún niño, a no ser el día en que supo la noticia oficial de haber obtenido el premio Nobel. Ese día, sí, llegó a mi casa trayendo un montón de prendas de vestir con destino a los niños menesterosos y, como de costumbre, entró —sin prestar atención a mi hija, que al fin y al cabo era una niña privilegiada— y me dijo que había citado a los periodistas abajo, en el bar del Hotel Copacabana, cuya terraza se veía desde mi balcón. Los había citado para las cinco y media, y un poco antes bajó a esperarlos. Cuando llegaron, la hallaron allí rodeada de la chiquillería mendicante, con dos garotiños subidos a su falda. La prensa del día siguiente registró la escena, con fotografías y relatos”.
La principal obra de Gabriela Mistral fue, sin duda, su propio personaje. La publicación de sus cartas a Doris Dana, su última gran amor, ha causado cierto escándalo. El apóstol, la santa, la sacrificada heroína, no era más que una mujer torpe, ridícula, apasionadamente enamorada. Una mujer que, a menudo, empleaba el masculino para referirse a sí misma.
Doris Dana, neoyorquina de buena familia, tenía 26 años en 1946 cuando conoció a Gabriela Mistral, que daba una charla en el Barnard College de la universidad de Columbia. Quedó fascinada por ella, pero no se atrevió a acercarse. La ocasión vendría poco después, cuando tuvo que traducir un texto de la escritora sobre Thomas Mann. La relación, con altibajos, duraría una década, hasta la muerte de Gabriela, en 1957. No hubo lugar en ella para la monotonía ni para el aburrimiento. Doris Dana —según nos cuenta su sobrina en el epílogo a la correspondencia— se caracterizaba por “su dificultad para mantenerse sobria, sus luchas contra la depresión y sus cambios de humor propios de los maníaco-depresivos”; Gabriel Mistral, por su parte, era autoritaria, mitómana y manipuladora. Continuamente sacaba a colación su edad y sus enfermedades para retener junto a ella a una joven independiente —con un cierto parecido a Katherine Hepburn— que cada poco sentía necesidad de desaparecer: “No entiendo por qué no te veo dormir a mi lado; no sé por qué me faltas. Yo me doy cuenta de que viviré un poco más solamente. Para vivir con los tuyos tienes mucho plazo. Pero mi brazo ya toca los términos. No lo olvides, amor mío, tenlo presente. No te preocupes de ganar dinero sino después de que yo me acabe. No me despojes de tu presencia. Es toda la vida para mí, es toda mi alegría. Dame tu tiempo, devuélveme tu compañía, no te voy a durar mucho. No me arrebates ni cuarenta ni cincuenta días. Es mucho para mí. No sé si volverás. Todo es peligro en tu ausencia. Ves y hablas a muchos; están los que te desean en esa ciudad tremenda y tuya. Sí, nuestro lazo viene seguramente de otra vida. En las muchachas de Burnes-Jones yo te hallé y te quise, hace ya muchos años, diez o más”.
Doris Dana, heredera de Gabriela Mistral, custodia de su legado, la sobrevivió largamente. Murió en el 2006. En las pocas entrevistas que concedió desmintió siempre el carácter homosexual de sus relaciones: “Si ella tuvo, tal vez en su juventud, experiencias homosexuales, puede ser, yo no sé. No puedo decirlo. Sí puedo afirmar que nunca le conocí esas conductas de adulta. En mi vida con ella, no tuvo vida sexual”. Es posible. De lo que no cabe duda es de la intensidad del amor de Gabriela y de lo que la joven la hizo sufrir con sus ausencias, casi siempre caprichosamente inmotivadas. De los momentos de felicidad, hay menos constancia: cuando estaban juntas, no se escribían cartas.
La memoria es traicionera. En una entrevista realizada en 2002, le preguntan a Doris Dana si alguna vez recibió dinero por su colaboración con Gabriela: “Nada. Mi familia tiene bastante plata. Nunca hubiera recibido un centavo de ella”. Pero apenas hay carta en la que no se hable del dinero que le envía: “Necesito repetirte, por si no lees mis cartas —han sido cuatro— que yo te he dado o mandado un cheque de mil dólares y que tú solo me has acusado recibo de los cuatrocientos de antes. Dime por telegrama si has recibido esos mil. (Es urgente que me tranquilices respecto de ese asunto)”.
Estas cartas, que Doris Dana conservó durante medio siglo, que nunca tuvo intención de destruir ni de impedir que se publicaran, vuelven más fascinante el enigma de la escritora. ¿Cómo fue posible que una niña de familia pobre —su padre, alcohólico violento, abandonó pronto el hogar—, una niña que apenas fue a la escuela, que luego se convirtió con esfuerzo y dificultades en maestra rural, entrara en la diplomacia, se pasara la vida viajando por el mundo y alternando con las más altas personalidades, obtuviera el premio Nobel? Francisco Ayala se refiere “a su destreza manipuladora”, a “una especie de astucia aldeana, una al parecer innata habilidad que ella tenía para moverse con certero realismo en el nivel práctico más elemental, desde el que su mente saltaba a una esfera de fantasías un tanto disparatadas y baratas, sin detenerse nunca en el piso intermedio donde habita, con sus convenciones y usos, la sensata burguesía urbana”.
De Gabriela Mistral, genial mistificadora, la obra literaria que más nos interesa es ella misma, el gótico cuento de hadas, la historia de amor y terror, en que acertó a convertirla. Leemos estas cartas, no por curiosidad morbosa (lo que en su tiempo fue nefando, hoy resulta trivial), sino buscando la solución a un enigma que quizá nunca nadie sea capaz de descifrar.
José Antonio Fortes: Contra las mafias en general y García Montero en particular
José Antonio Fortes,
Intelectuales de consumo.
Literatura y cultura de Estado en España (1982-2009),
Editorial Almuzara, Sevilla, 2010.
Como una escritura “radical y razonada” califica la suya José Antonio Fortes. “Radical”, en el sentido coloquial de la palabra, en el de aparentemente no dejar títere con cabeza, es posible que lo sea; pero difícilmente se la puede calificar de “razonada”. Su libro pretende desenmascarar a los intelectuales posmodernos (alude a ellos como FICs, siglas de “funcionarios ideológicos y de clase”) y sus cómplices contra los que nadie se atreve “ni siquiera a rechistar”, aunque campen a sus anchas “sin más freno que su propio cansancio o su repetido aburrimiento. Intocables. Insaciables. Como dioses. Hechos mercado. Hechos mercadeo. Desde donde hoy nos dominan tan rica y absolutamente. Fuera de ellos se confina el infierno”. Por esa razón escribe: “Para romper la ley del silencio. Para poder respirar. Para no doblegarnos. Para volver a pensar”.
Y “pensar” le permite, entre otras cosas, dividir a los intelectuales tradicionales (según concepto de Gramsci, precisa) “en tradicionales antiguos, modernos y actuales”. Lo ejemplifica de la siguiente manera (a nosotros nos sirve también para ejemplificar su sintaxis): “Bécquer, construido en icono como un intelectual tradicional antiguo (muerto, claro), cuyas razones para su vigencia van en proporción directa a su reaccionarismo camuflado en sentimientos, en palabrería musical o amorosa, en intimismos, en reaccionarismo moral, etc. Por su parte, Federico García Lorca, modelo continuamente renovado de ‘los poetas jóvenes’, sería un intelectual tradicional moderno (en su caso, asesinado); pero Rafael Alberti pertenecería a esa misma categoría, solo que ha estado vivo hasta hace pocos años y ha podido urdir él mismo o reorganizarse de continuo sus estrategias de actuación e intervención en las relaciones intelectuales. En esta misma línea, Ángel González personifica el caso de un intelectual tradicional actual, todavía vivo hasta antes de ayer y cuya muerte permite rentabilizarlo al máximo, erigirle en culto, sacar provecho –en dinero y en capital ideológico— de su entreguismo, de su mediocridad poética última”.
¿Qué tienen en común esos nombres? Que todos ellos han sido estudiados, y son admirados por Luis García Montero, el auténtico protagonista de estas páginas, la personificación de todos los males, el gran corruptor de la España contemporánea.
García Montero y su “pandilla de amigos” constituyen “el comité central de la intelectualidad posmoderna”. Gracias a ellos fue posible “el fraude de los reajustes del capitalismo en su expansión globalizada” sin que “fuera a descoyuntarse o desajustarse más allá de su derrumbe controlado o de un coste que multiplique por millones su rendimiento”. No habría sido posible esa reconversión (“cuyo ‘vuelo rasante’ —¡la calle es mía!— estuvo recubierto de ‘cadáveres’ de obreros y de clases subalternas”) sin “la ayuda inestimable de poetas y cantantes adictos, intelectuales fieles, serviles, dóciles, dispuestos a todo por el negocio, por hacerse ricos y famosos”.
Si el gran jefe es García Montero, su segundo de a bordo es sin duda Joaquín Sabina: “Con sus canciones —ripiosas, facilonas, pegadizas— hasta machacar la mente del público joven repite el estereotipo de su fórmula del éxito. Tómese un fracaso social, agítese su rebeldía en el cuerpo de un interfecto o interfecta, a ser posible colóquese en un coche a toda pastilla, ‘aprieta el acelerador, nena’, que si no te estrellas en la próxima curva indistintamente a la izquierda o a la derecha, que si tampoco te caza la poli, vas de suerte, has triunfado, eres una heroína, sigue explotada, no preguntes nada, quédate callada, tu rebeldía de fin de semana te ha liberado”.
José Antonio Fortes alterna la crítica del mundo en general, del capitalismo global, desde una perspectiva que se pretende marxista, con las continuas referencias a la situación granadina. Y es que, en su opinión, fue en Granada donde comenzó todo: “Yo les aseguro que no hay lugar como Granada en donde el pensamiento mediocre y la traición propia de los FICs e intelectuales orgánicos posmodernos conquisten más dura, sangrienta y directamente el poder y la gloria, asciendan más irresistiblemente a los cielos de la hegemonía, la fama y los dineros”. De Granada, Fortes lo sabe todo y no nos ahorra ninguna localista minucia: “En enero de 1983 se produce un asalto al aparato político de la Ejecutiva Provincial del PSOE de Granada. Ganan ‘los catetos’ –hasta en sus luchas internas se demuestra la falta de conciencia de clase en los militantes de base socialobreristas—. Las élites dirigentes del partido se conmueven, los rebeldes les acusan de no ser más que ‘un movimiento para la defensa de cargos públicos’ (¡y ya en enero de 1983!), pierden y se ven forzados a refugiarse —es un eufemismo— en la Junta, en la Universidad y en el Ayuntamiento”.
Desde fuera, lejos de Granada, un libro como el de José Antonio Fortes da más bien risa (aparte de dolor de cabeza, si se quiere encontrar alguna lógica en sus presuntos razonamientos), ejemplifica hasta dónde puede llegar el resentimiento aliado a la demagogia y a la falta de sindéresis, “la furia del hombre ibero —para decirlo con palabras de Cernuda— que acecha lo cimero / con la piedra en la mano”. Pero cruzarse en los pasillos de la Universidad cotidianamente con quien te considera una reencarnación del demonio y arremete contra ti un día tras otro debe de dar un poco de miedo. Luis García Montero aguantó esa situación durante algunos años. Finalmente prefirió irse con la música a otra parte. Tuvo más suerte que Lorca.
Lorca (y la familia de Lorca y los estudiosos de Lorca) constituye otra de las bestias negras de José Antonio Fortes: “Todo es un montaje. Que Lorca no cuenta para nada, ni como piedra angular ni clave de bóveda de nada, ni cosa parecida. Que Lorca no es nada, fuera del círculo de amigos, fuera de los clubes de las élites y clases dirigentes. Que Lorca no es nada, socialmente hablando, en términos y lugares de socialización ideológica. Que Lorca no es nada, hasta la era o el régimen del imperio socialdemócrata”. Todo es un montaje, y Fortes da “poderosas” razones para desmontarlo. Por ejemplo: “¿Dónde están los jornaleros? Digo la realidad histórico-social de los jornaleros. Sí. Los jornaleros, ¿dónde están en la realidad histórico-ideológica de la escritura u obra pública de Lorca? No están en ninguna parte, en ningún lugar intelectual ocupado por el trabajo literario de Lorca. Porque Lorca no los ve. No los ve, desde su consciente e inconsciente de clase burguesa”.
Lorca, en realidad, no era más que un corrupto, el maestro en corrupciones de García Montero. Fortes quiere que se investigue “el proceso adjudicatario, los trámites oficiales de convocatoria y resolución, cómo y de qué manera y por qué obtuvo del Estado el nombramiento y la dotación adjunta al cargo como director del proyecto teatral de La Barraca”. Él ya sabe la respuesta: La Barraca fue objeto de una “subvención fabulosa” de cien mil pesetas y la única razón para que nombraran director a Lorca (y no al Fortes de la época) es que don Fernando de los Ríos, ministro de Instrucción Pública a la sazón, “tomaba café todas las tarde en su casa”.
La crítica “radical y razonada” a la sociedad contemporánea ha de hacerse conun pincel algo más fino que la brocha gorda que encontramos en este panfleto y con una documentación que no se limite a un montón de recortes periodísticos y unos pocos libros –como la irónica antología El sindicato del crimen— de los que no se conoce más que el título.
Operación Borges o el misterio continúa
Traiciones de la memoria,
Alfaguara. Madrid, 2010.
El 25 de agosto de 1987 fuerzas paramilitares asesinaron en Medellín al doctor, y activista de los derechos humanos, Héctor Abad Gómez. En uno de los bolsillos llevaba, copiado por su propia mano, un premonitorio soneto de Borges: “Ya somos el olvido que seremos. / El polvo elemental que nos ignora / y que fue el rojo Adán y que es ahora / todos los hombres y que no veremos”.
El primer verso de ese soneto le sirvió a su hijo, Héctor Abad Faciolince, para titular uno de los más hermosos y conmovedores libros que se hayan escrito nunca, El olvido que seremos. Pero poco después de publicarse esa obra, en Colombia en 2006, al año siguiente en España, comenzaron las dudas. ¿Ese soneto era de Borges? No aparecía incluido en ninguno de sus libros. Buscando en la red aparecía publicado por Harold Alvarado Tenorio, junto a otros poemas inéditos de Borges, y precedido de una historia que sonaba a cuento: Borges se los habría dictado, en 1983, a una joven argentina durante una visita a Nueva York; Harold Alvarado los habría copiado y los habría extraviado y olvidado; en 1992, casualmente, los vuelve a encontrar y al año siguiente los publica en la revista Número. Héctor Abad habla con el poeta y este le confiesa lo que todos sospechábamos: que la historia era falsa, y también algo más: que los sonetos los había escrito él. Pero, si eso es así, ¿cómo era posible que, siete años antes de su primera publicación, y algunos años antes de su escritura, estuviera uno de ellos en el bolsillo de un hombre asesinado?
A desvelar ese enigma se dedican la mayoría de las páginas de Traiciones de la memoria (el volumen se completa con dos relatos de menor extensión e interés), páginas que se leen como el mejor relato de suspense. No cabe duda de que Héctor Abad sabe contar y que su búsqueda bibliográfica no la habrían narrado mejor ni Alejandro Dumas ni Arthur Conan Doyle.
Pero cerramos el libro, reflexionamos sobre lo leído y comienzan a aparecer las inconsistencias. El autor, que vive en Alemania, ha contratado en Medellín a una estudiante de periodismo, Luza Ruiz, para que investigue en los archivos y bibliotecas de la ciudad, como en las buenas historias de detectivas. Se multiplican las hipótesis, los personajes, los raros hallazgos: el soneto aparece traducido al portugués en un libro de Charles Kiefer titulado Museu de coisas insignicantes aparecido en 1994. El autor dice que el poema se lo dio a conocer un poeta español, Luis J. Moreno, durante un encuentro que tuvo lugar en Iowa en 1987; con dificultad se localiza al escritor segoviano, que dice no recordar nada (a pesar de que lleva un minucioso diario de aquellos años, del que ha publicado varios tomos). Hay mil y una andanzas (Héctor Abad cuenta también con la colaboración de una amiga finlandesa, Bea Pina, que domina como nadie los laberintos de la red). Y finalmente resulta que la solución del enigma estaba en la propia casa: el padre del autor tenía un programa de radio y en él, poco antes de su muerte, había dado noticia de la publicación en la revista de Semana de dos sonetos de Borges, que formaba parte de un cuaderno publicado por unos estudiantes en Mendoza. ¿A Luza Ruiz no se le había ocurrido investigar en el archivo del muerto? Ahora esos programas están colgados en la red y cualquiera que teclee “Héctor Abad Gómez” puede escucharle leer “Ya somos el olvido que seremos”.
Esos cinco sonetos no los había escrito el mitómano y villeniano Harold Alvarado, quien sin embargo ya se había estrenado en el arte de la falsificación colocando un falso prólogo de Borges al frente de su primer libro, y no eran en absoluto desconocidos. Poco después de la muerte del poeta se publicaron en un folleto artesanal y varios suplementos literarios, entre ellos el muy leído “Culturas”, de Diario 16, los reprodujeron.
Héctor Abad viaja a Mendoza para averiguar cómo llegaron esos inéditos al grupo de estudiantes. Sus averiguaciones le llevan a afirmar que esos sonetos son inequívocamente de Borges, quien se los habría entregado personalmente o bien al poeta francés Jean-Dominique Rey o a Franca Beer (los relatos de ambos se contradicen, pero a Héctor Abad no parece preocuparle esa contradicción).
Héctor Abad, como investigador, da la impresión de que hace trampas, de que le preocupa más la eficacia de la historia que la verdad. Al lector no le importan esos juegos de manos, que le mantienen embelesado, que le llevan de una ciudad a otra, de un tipo curioso a otro, y le permiten escuchar a un librero de viejo judío una maldición que es una bendición (o al revés): “¡Ansina bivas siento veyntiún anyos i yo baya a tu entiero!”
Si no hace trampas, es un investigador descuidado. Dice que el tercero de los sonetos publicados por Harold Alvarado en la revista Número es “casi igual” al que su padre llevaba en el bolsillo, “aunque con algunos cambios que empeoran el resultado, bien sea por el sentido o, lo que es más grave, porque un verso deja de ser endecasílabo”. Pero el lector que compare la reproducción facsímil de la revista que aparece en Traiciones de la memoria (un libro abundantemente ilustrado) con la del poema encontrado en el bolsillo comprobará que son exactamente iguales. Los errores métricos aparecen, no en esa edición, sino en otra muy posterior, de 2005, publicada en la revista Arquitrave, que dirige el propio Harold Alvarado, y que es la que circula por la red.
Todo el libro está lleno de pistas que contradicen la rotunda afirmación final. María Kodama, a una pregunta que le hacen por encargo suyo, responden que son apócrifos. ¿Qué razón tendría para negar su autoría si fuera cierta? Cualquier inédito de Borges vale su peso en oro.
No se sabe quién mecanografió esos poemas, ni dónde han ido a parar las copias originales. En la versión que Héctor Abad da por buena estaban mecanografiados en un cajón y se los hace leer a Rey o a Marta Beer y les dicta algunas correcciones. ¿Resulta verosímil que el poeta enfermo, unos días después iría a Ginebra a morir, que acaba de publicar Los conjurados tenga ya abundantes poemas inéditos y que le entregue nada menos que seis de ellos a un poeta francés desconocido para que los publique, sin pagar derechos, en una ignota revista? Porque los poemas entregados fueron seis, aunque solo cinco se publicaran en el cuaderno de Mendoza; el otro no se incluyó porque “no era inédito, estaba en La cifra”. Pero ese soneto, “El testigo”, no estaba en La cifra, sino en La rosa profunda.
Y aún hay más. El despistado investigador reproduce en la página 155 uno de los sonetos escrito a mano y con variantes. Los versos finales en la versión conocida dicen: “el invisible tiempo que no cesa, / que no cesa y que apenas deja huellas. / Ese alto río roe las estrellas”. En la versión manuscrita, tachado, puede leerse: “el invisible tiempo que no cesa. / El que antes de los cuatro ríos fluye / que cercaron a Adán. Perdura y huye”. Dice Héctor Abad que el manuscrito es de Rey y que lo escribió al dictado de Borges, pero parece más verosímil que de Rey sean solo las palabras en francés, escritas con otra letra, que sugieren posibilidades de traducción.
Terminamos de leer esta maravillosa y mentirosa historia y la única certeza que tenemos es que esos presuntos sonetos de Borges no los ha escrito Borges, aunque quien los haya escrito, no solo es un buen lector suyo, sino además un excelente poeta.
Eruditos a la violeta
Jaime Gil de Biedma
Obras. Poesía y prosa
Introducción de James Valender
Edición de Nicanor Vélez
Galaxia Gutemberg /
Círculo de Lectores
Barcelona, 2010
Comenzamos a leer la introducción de James Valender a la más reciente y más completa edición de la poesía y la prosa de Jaime Gil de Biedma y no tardamos en temernos lo peor. “Para muchos lectores de la poesía española moderna –escribe el estudioso— el nombre de Jaime Gil de Biedma se asocia, sobre todo, con la publicación en 1960 de Veinte años de poesía española. 1939-1959, antología compilada y prologada por José María Castellet”. ¿Para muchos lectores? Difícil le resultaría encontrar a Valender, aparte de él mismo, a otro lector de poesía que asociara sobre todo el nombre de Gil de Biedma con una recopilación poética que nadie conoce, salvo los estudiosos. ¿La conoce el propio Valender? De nombre, por supuesto. Pero parece dudoso que la haya tenido en sus manos, a juzgar por lo que escribe a continuación: “Es una lástima que sea así, y lo es por dos razones. En primer lugar, porque la antología, como se sabe, ofreció un panorama muy incompleto y sumamente sesgado de lo que había sido la lírica española durante las dos primeras décadas de la postguerra, al pretender acoger en sus páginas solo a poetas representativos de cierta orientación social, o realista, omitiendo cualquier otra expresión poética del mismo lapso que se desviara de esta norma”. Hojea uno esa antología y se encuentra con poemas de Dionisio Ridruejo, Gerardo Diego, Luis Felipe Vivanco, Luis Rosales, José Luis Cano, José García Nieto… ¿Todos ellos son poetas sociales o realistas?
No es el único ejemplo de que James Valender, al referirse a la poesía española de postguerra, habla de oídas, aplicando malamente simplificaciones de manual. “Cuando Gil de Biedma comenzó a escribir poesía, a principios de los años cincuenta –nos dirá a continuación—, la poesía social española gozaba, en efecto, de mucho prestigio, sobre todo gracias a obras como Redoble de conciencia (1950), de Blas de Otero, Quinta del 42 (1952), de José Hierro, y España, pasión de vida (1953), de Eugenio de Nora. Pasemos por alto que las fechas estén equivocadas (el libro de Otero se publicó en el 51, el de Hierro en el 53), algo frecuente en el volumen. Pero nadie que haya hojeado siquiera Redoble de conciencia puede considerar ese libro de angustiada religiosidad como ejemplo de la poesía social: “Me hace daño, Señor. Quita tu mano / de encima. Déjame con mi vacío, / déjame. Para abismo, con el mío / tengo bastante. Oh Dios, si eres humano…”
El autor de la edición, Nicanor Vélez, tampoco estuvo muy afortunado. No solo toma decisiones discutibles, sino que además no acierta a explicar aquellas que toma. “Este volumen –leemos en la nota preliminar— no pretende ser una edición crítica de las obras aquí recopiladas, ni tampoco aspira a reunir más textos que los que el propio autor publicó en vida”. Curiosa afirmación cuando una de las obras fundamentales de Gil de Biedma, el Retrato del artista en 1956, solo se publicó íntegro al año siguiente de su muerte, y cuando se incluye Leer poesía, escribir poesía, conferencia-coloquio publicada por primera vez en el 2006.
Tras enumerar y datar los “Poemas dispersos” que incluye en el Apéndice escribe: “Esto implica que todos estos poemas se publicaron después de la última edición de Las personas del verbo hecha en vida del autor”. Los que se publicaron antes de esa última edición, también enumerados por Nicanor Vélez, no serían recogidos en los “Poemas dispersos”. Sin embargo, lo primero que incluye son los Versos a Carlos Barral, publicados inicialmente en 1952.
Un editor debe explicitar y justificar cualquier cambio que realiza sobre el texto ajeno. Nicanor Vélez lo hace de la más sibilina manera: “Por otra parte, adaptamos la presentación de las entrevistas a las características generales de nuestras ediciones; y solo intervenimos en ‘Leer poesía, escribir poesía’, por razones obvias de edición”. En ninguna parte se explicitan esas “características generales de nuestras ediciones” y las “razones obvias de edición” de Nicanor Vélez son cualquier cosa menos obvias.
Y en algún caso, claramente desafortunadas, como cuando decide entremezclar al final del volumen las notas propias con las que Gil de Biedma puso al final de sus libros de poemas o a pie de página en el diario y en la recopilación de ensayos. Cierto que unas van en letra redonda y otras en cursiva, pero el resultado es sobremanera confuso. Un ejemplo: en la página 1335 leemos: “Moralidades (Páginas 149-213) / ‘Asturias,
¿Y qué decir de la decisión de enviar al final del volumen las notas que el autor puso a pie de página? Pues que, al estar entremezcladas con las del editor y no señalarse en el índice las que se refieren a cada uno de los títulos, hay que tener mucha paciencia para dar con ellas.
En el laberinto de las notas finales (página 1354) descubrimos algo de las “razones obvias de edición” a las que se aludía, sin más explicaciones, en la página 78. “Con el fin de evitar repeticiones, giros y otras particularidades propias del discurso oral, corregimos algunas cosas de dicha transcripción —cumpliendo el deseo que manifestó Gil de Biedma en alguna ocasión, en una carta, a García Montero—, pero respetando al máximo las ideas de los interlocutores y consultando con ellos la versión definitiva del texto”. Pero teniendo en cuenta que el interlocutor principal es Gil de Biedma, difícilmente puede haber consultado con él la versión definitiva del texto. Y no se explica bien porque en este caso no da por buena la versión de Eugenio Maqueda publicada por Visor de “Leer poesía, escribir poesía” y sí lo hace con el resto de entrevistas o conferencias (como la pronunciada en Oviedo, en 1983, y transcrita por Ricardo Labra). Por otra parte, lo único que indica en carta a García Montero —de fecha 8 de junio de 1984— es, tras preguntarle si grabaron en cinta sus conferencias, que le transcriba unos versos que ha perdido: “En la primera de ellas leí una traducción castellana de la ‘Reponse de
Afortunadamente, el lector común se saltará el prólogo del distraído estudioso y las confusas vaguedades con que el editor pretende darnos cuenta de sus intenciones. Solo así podrá disfrutar plenamente de este volumen, el más completo publicado hasta la fecha, de la obra de Gil de Biedma. Aquí están las obras mayores y un sin fin de inagotables curiosidades.