jueves, 27 de abril de 2023

Vidas cruzadas

 

Víctima de la piedad. Araceli Zambrano
Pedro Chacón
Pre-Textos. Valencia, 2023.

Apasionante la historia que nos cuenta Pedro Chacón, buen conocedor de la vida y la obra de María Zambrano, en Víctima de la piedad, pero a ratos dudamos de si el ligero artificio novelesco con que se nos narra resulta o no necesario. El libro lleva un apéndice de fotografías y documentos (uno de ellos estremecedor en su torpe sintaxis burocrática) y quizá hubiera sido preferible una biografía sin novelar de Araceli Zambrano, la hermosa y desdichada hermana de quien tan atinadamente supo entreverar filosofía y poesía.

               María Zambrano, nacida en 1904, siempre sintió devoción por su hermana Araceli, siete años más joven. En ella veía “una compensación para nuestros padres de todo lo que yo no podía llevarles, la alegría, la belleza, la ternura, la bondad inmensa”. Cuando volvió a retomar el contacto, tras los desastres de las dos guerras, la española y la mundial, ya no la abandonaría hasta su muerte en 1972, y las dos vivieron, primero en Roma, luego en Francia, en una pobreza laboriosa rodeada de gatos (por culpa de los gatos, y tras reiteradas denuncias de los vecinos, fueron precisamente expulsadas de Roma) y con la constante atención de algunos pocos fieles admiradores.

            Araceli Zambrano se casó con Carlos Díez, un joven médico que se había destacado como opositor a la dictadura primorriverista, en enero de 1931. No tardaría en proclamarse la República como el mejor regalo de bodas. Pero los nubarrones comenzaron pronto, en lo político y en lo personal.

            El primer capítulo de Víctima de la piedad se titula “Carlos” y es un monólogo, fechado en septiembre de 1952: “Hace semanas que tomé la decisión y ningún motivo me mueve a retractarme de ella. Tengo solo cuarenta y ocho años, pero no cumpliré más”. El capítulo puede leerse de manera independiente. En esas páginas —como en el resto del libro—  la tragedia personal se entremezcla con la tragedia histórica. Y en medio de todo, está la figura de Araceli: “No es cierto que mi vida empezara cuando la conocí, pero siempre he sabido que comenzó a terminar cuando la perdí. Nada queda de aquel rebelde adolescente, ni de aquel joven apasionado, ni de aquel médico consagrado a su profesión, ni de aquel ferviente comunista… Nada queda y, por tanto, a nada voy a poner fin. Tan solo a las sombras de un sueño perdido”.

            El siguiente capítulo, “Manuel”, lo protagoniza el segundo amor de Araceli Zambrano, Miguel Muñoz Martínez, militar y político republicano que, en 1936, fue nombrado Director General de Seguridad. Se trata de dos cartas, o de una en dos partes, fechadas el 9 y el 10 de noviembre de 1942. El documento al que aludíamos al principio es una providencia del juez Jaquotot Ramón que dice así: “En la Plaza de Madrid, a treinta de noviembre de 1942. Por recibido despacho de la Inspección de Juzgados-Segundo Grupo en el que se da cuenta se circulan la órdenes oportunas para que en el día de mañana, martes primero de diciembre y a las siete horas y treinta minutos en las inmediaciones del Cementerio del Este, por un piquete al mando de un Oficial de la Guardia Civil, sea cumplimentada la sentencia de PENA DE MUERTE dictada contra el reo MANUEL MUÑOZ MARTÍNEZ, únase a estas actuaciones de su referencia y diríjase oficio urgente y reservado al Señor Director de la Prisión Provincial de esta Plaza interesando la entrega del procesado al Oficial que se designe a las siete horas del día de mañana; y trasládese este Juzgado a dicha Prisión a fin de llevar a efecto la oportuna diligencia de notificación de la sentencia dictada”. Otra historia de amor y otro capítulo de la historia de España y de Europa —a Manuel Muñoz Martínez lo detienen lo alemanes en París— compendiados en una pocas páginas.

            “María”, el tercer capítulo, se fecha en septiembre de 1972 y es un monólogo puesto en boca de María Zambrano. Nos cuenta la vida de las dos hermanas tras el reencuentro en los años cuarenta. Habla María con su hermana que acaba de morir, pero a veces nos parece que está informando a una tercera persona: “Nunca olvidaré tu fracasado viaje a México. Hacía diez años que Alfonso y yo nos habíamos separado. Él se había ido a México donde le habían ido bien sus negocios empresariales, por lo que gozaba de una buena situación económica. Era de justicia que, habiendo sido él quien había instado la formalización del divorcio, aportara una compensación económica que pudiera paliar nuestras necesidades”.

            Los mismos desajustes entre lo que se cuenta y la manera de narrarlo encontramos en el capítulo final, “Araceli”. Consta de dos partes, a modo de anotaciones de diario o de monólogos, una fechada en París en junio de 1942 y otra en La Habana diez años después. El tono confesional (“Cada día estoy más preocupada por Manolo. No creo que sea capaz de aguantar muchos meses encerrado en esa celda de La Santé”) contrasta con otro meramente informativo, como de narrador en tercera persona: “Se había acogido a la ley Azaña y abandonado la carrera militar tras haber combatido varios años en Marruecos, pero su trayectoria como político parecía estar consolidada: militaba en la Izquierda Republicana, tenía amplios apoyos entre los francmasones y había sido elegido en Cortes en las tres convocatorias de elecciones generales que se habían celebrado durante la República”.

            Las cartas y los fragmentos de diario que se reproducen facsimilarmente en el apéndice nos hacen imaginar otro libro que deje de lado la ficción y se atenga a la reconstrucción biográfica, pero tal como está se lee con emocionado interés que no decae en ningún momento.

jueves, 20 de abril de 2023

Gritos y susurros

 

 
Un Sartre muy distinto
François Noudelmann
Traducción de Laura Claravall
Ediciones del Subsuelo. Barcelona, 2023.

Desde el Balzac en zapatillas de Léon Gozlan, muchos son los libros que un amigo o un secretario ha escrito para contar las intimidades, a menudo escandalosas, de un escritor. Podría pensarse que Un Sartre muy distinto está en la misma línea, sobre todo si, al hojear el índice, nos encontramos con la pregunta “¿Sartre queer?” encabezando uno de los subcapítulos. Pero François Noudelmann no es un periodista que busca llamar la atención ni un indiscreto confidente, sino un filósofo, especialista en la obra de Sartre, que este libro se adentra en los enigmas que de alguna manera son también los de cualquier biografía: nadie es de una pieza, a nadie conocemos del todo. Su fuente principal es Arlette Elkaïm, primero devota seguidora y luego hija adoptiva de Sartre, y los papeles y filmaciones privadas que ella custodiaba.

            No es un libro contra Sartre, todo lo contrario, pero los detractores de quien, a partir de 1945, se convirtió en el principal referente intelectual de la izquierda revolucionaria, encontrarán reforzados sus argumentos. Tras visitar, casi como estrella invitada, la Rusia de los años cincuenta y la China en la que se está incubando la Revolución Cultural, en privado —muy en privado— expresa algunas reservas, pero nunca en público para no desagradar a sus generosos anfitriones. Rompe con los comunistas en 1956, tras la invasión de Hungría, pero no tarda en dejarse volver a querer por ellos. En 1963, presenta a la Unesco el proyecto de una reunión de intelectuales para facilitar el diálogo Este-Oeste. La verdadera razón es que su traductora rusa y amante, Lena Zonina, sea invitada a París. Así se lo cuenta en una carta: “Por primera vez en mi vida pondré los pies en esa casa de putas. Por ti, amor. ¡Si la gente supiera lo que se esconde detrás de esa pasión por la confrontación de culturas! ¿Sabes que sin ti, nada de esto habría ocurrido, que esa reunión en la Unesco no se habría celebrado, ni siquiera para los demás? Tú eres la confrontación Este-Oeste. O mejor dicho, el Este y el Oeste se confrontan en nuestra cama”. Cinismo se llama esa figura. Como Pablo Neruda, como Miguel Ángel Asturias, el fervor político de Sartre escondía a veces muy particulares intereses.

            Pero no por eso dejaba de ser de algún modo sincero, como sincera fue la toma de partido a favor de la independencia de Argelia. Su indignación ante el recurso a la tortura de los militares franceses, le llevó a apoyar expresamente la violencia terrorista de los insurgentes argelinos. En el prólogo a Los condenados de la tierra, el libro de Frantz Fanon que serviría de inspiración a los movimientos anticolonialistas y a las organizaciones guerrilleras de los años sesenta, llegó a escribir: “Matar a un europeo es matar dos pájaros de un tiro, suprimir a la vez a un opresor y a un oprimido”.

            Sin su postura de escritor comprometido, Sartre no se habría convertido en una figura pública, no habría conseguido la resonancia mundial que tuvo. Quiso ser como Víctor Hugo, que se enfrentó a Napoleón III; como Zola, defensor del injustamente condenado Dreyfus; como Gide, que denunció la explotación colonial del Congo. Para ello tuvo que sobreactuar, que representar un papel en el que no sentía a gusto del todo.  François Noudelmann explora las grietas de esa figura pública. Una de ellas, su relación con las drogas. Tras una primera relación con la mescalina, que se provocó varios meses de depresión y un miedo a la locura que le duraría toda la vida, sus compañeros inseparables fueron el alcohol, el tabaco y, a partir de 1950, otra droga legal: el Corydrane, una mezcla de anfetamina y aspirina. Sin el Corydrane, no habría sido posible su ingente trabajo intelectual. Comenzó a abusar de esa sustancia cuando trabaja en la que quiere que sea su obra mayor, la Crítica de la razón dialéctica. De tomar un comprimido al día, pasa a tomar diez, y el resultado parece milagroso: “Las frases se suceden, interminables, y el resultado son magmas teóricos de varias páginas sin párrafos que, posteriormente, Arlette Elkaïm tendrá que espaciar y dividir en capítulos para hacerlos legibles”. No tarda en recurrir al Corydrane para responder a cualquier encargo y, si le piden un texto urgente, es capaz de trabajar veinticuatro horas seguidas. Pero no solo lo utilizaba para eso. “El whisky era su bebida preferida y solía mezclarlo con Dorydrane, una combinación que demora la sensación de borrachera e incita a beber más”. Las intoxicaciones etílicas de Sartre fueron numerosas y varios de sus banquetes en la URSS, tras los brindis con escritores y altos cargos, los terminó en el hospital. La factura de esos excesos la pagó durante los últimos años de su vida. Ciego y cada vez más deteriorado físicamente, siguió siendo una figura pública, utilizado por unos y por otros, pero sobre todo por su secretario, Benny Lévy.

            François Noudelmann quiere centrarse en otro Sartre, en un Sartre apolítico que contradice el retrato oficial, un Sartre “más cerca de Stendhal que de Marx”, un Sartre que gusta de viajar como un simple turista, de tocar el piano, cantar y hacer un poco el payaso, que prefiere la fantasía y lo imaginario a los rigurosos análisis económicos, que padece frecuentes depresiones, que se deja seducir por la inacción y la melancolía.

            Fue un triunfador que fracasó quizá en lo que más le importaba, un defensor de causas justas —aunque no siempre— hasta la injusticia. El tiempo no ha sido demasiado piadoso con su obra. Hoy le vemos como un representante de algo de lo mejor y de mucho de lo peor del siglo XX.

jueves, 13 de abril de 2023

Personal y político

 

 

Diario V (1969-1973)
José María Souvirón
Edición de Javier La Beira y Daniel Ramos López
Centro Cultural Generación del 27. Málaga, 2023.

Cincuenta años después de la muerte de su autor, el poeta, novelista y ensayista José María Souvirón (1904-1973), se publica el tomo quinto y último del diario que había ido escribiendo a partir de 1955 y que dejó inédito. Emigrado, no exiliado, a Chile por motivos personales, en ese año regresa a España y se incorpora a la élite cultural del franquismo. Por edad, y por fecha de publicación del primer libro, pertenecería a la generación del 27, pero sus simpatías y diferencias le asimilan más bien a la generación siguiente, la de Rosales y Panero, dos de sus grandes amigos. Ese asunto, que parece menor, el de su adscripción a una u otra generación, no dejó de preocuparle en vida porque muy pronto comprobó que la atención crítica no era la misma para ambas y que la rutina de los manuales favorecía a los poetas del 27 frente a los que vinieron después.

            Desde el 69 hasta el 73 abarca esta última entrega del diario, en la que se entremezcla, como en los tomos anteriores, y como quizá en todos los diarios que merece la pena leer, lo público y lo privado. Son los años finales del régimen y los del surgimiento de una nueva generación poética, la de los novísimos, que parece querer arrumbar de golpe a la poesía anterior. Para Souvirón, los últimos poemas jóvenes son Claudio Rodríguez y Francisco Brines, “no reemplazados hasta el momento —escribe en noviembre de 1969—, ni por Gimferrer, ni por Carnero, ni por nadie”. A Brines alude con elogio repetidas veces, disculpándole incluso —Souvirón es visceralmente homófobo— su orientación sexual, menos secreta de lo que el propio poeta creía: “Brines, sobre todo, es persona de una sensibilidad muy fina y de una actitud entre triste y bondadosa, que le hace muy estimable. Así lo voy notando, lo que me deja caer en olvido —¿por qué no?—esa condición suya de homosexual, que en él, al contrario que en Bousoño, inspira cierta compasiva ternura”.

            Cuando escribe este tomo del diario, Souvirón ya es un hombre en buena medida fuera de su tiempo. Si resultan muy atinadas sus observaciones cuando habla de otras épocas o de otras literaturas, no ocurre lo mismo con la que entonces está surgiendo. Refiriéndose a Leopoldo María Panero, el tercer poeta de la familia, afirma que le parece mucho más poeta su hermano Juan Luis, aunque brille menos por no pertenecer al grupo “veneciano”, al que considera “una pandilla de posibles degenerados, ellos y sus coetáneos prosistas, en su mayoría catalanes”. Y a continuación nos deja un apunte costumbrista a lo Cansinos Assens: “Por aquí anduvo estos días Ana María Moix, jovencita que ha traído locos a varios de estos jovencitos (entre ellos, Leopoldo María que quiso matarse por causa de ella), pero que, al parecer, no está interesada por los varones. En Madrid ha producido un revuelo de viejas tortilleras, y ha desorbitado (si en órbita andaba) a Félix Grande, sin mayor éxito. Su hermano, Terenci Moix, tiene ese nombre desde hace poco. Se lo puso por su admiración al actor inglés Terence Stamp, tiñéndose el pelo del color que lo tiene Stamp en las películas. El jefe de línea —y mejor poeta de todos ellos—, Pedro Gimferrer, se ha dejado una melena a lo Andrés Révész —anciano húngaro redactor de ABC—, creyendo que con eso está al día… Bueno, ¿es que vamos hacia el andrógino? Se me ocurre que, por ese camino, vamos hacia el mierdógino”.

            Católico practicante, de misa diaria, Souvirón se muestra en desacuerdo con los nuevos rumbos de la Iglesia. Ante algunas declaraciones de Pablo VI, se siente decepcionado y enfadado. No le gusta que haya aludido a la necesidad de promover la justicia social en España: “No digo que aún no falte por hacer mucha justicia social en España; lo que sí digo es que no es tan terrible ni tan clamante al cielo la situación española en ese aspecto, y que me parece que peor está en el sur de Italia, en el Mezzogiorno, al que no se ha nombrado”. Y se aventura a dar una razón de tal presunto traspiés del papa: su amistad con “Joaquinito Ruiz-Jiménez, quien, viendo que aquí no le hacen caso (no se lo hace ni la vejez ni la juventud), acaso se dedique, con un pecado muy español, a conseguir que se lo hagan en Roma”.

            En la anotación del 24 de julio de 1969, cuando la proclamación del príncipe Juan Carlos como sucesor de Franco, deja constancia de la sorpresa que supuso, por increíble que hoy nos parezca: “Lo siento, sobre todo, por el pobre Luis Rosales, que debe estar frenético a estas horas. Por lo demás, no comprendo —ahora que lo he visto hecho— cómo podía haberse esperado que no se diera este salto dinástico”. Franco con ello habría demostrado una vez más “su perspicacia y su fabulosa tranquilidad”.

            Amigo de sus amigos, casi todos escritores, Souvirón muestra sin embargo un cierto desapego por la literatura española de su tiempo, no solo por la que escriben los jóvenes: “¿Cómo no voy a preferir, por mucho esfuerzo patriótico que empeñe, leer una novela de Cela o unos poemas de Aleixandre —para citar lo mejorcito— a un libro cualquiera de Green, de Camus, de Bernanos y aun de Sartre?”

            Admira el diario de Julien Green, a pesar de que su actitud ante la vida sea tan distinta y llega a sugerir, quizá irónicamente, peculiares razones por las que sus anotaciones ofrecerían menor interés: “Yo no padezco esas turbaciones que él expone con una claridad extraordinaria. Quizá esto le quite mucho atractivo a este diario. Pero ¿cómo podría inventar yo lo que no siento ni creo haber sentido nunca? Estaría bueno que me atribuyese tendencias homosexuales por vagas que fueran, sin haberlas notado en mí. O que contase masturbaciones que no practico. ¿Una lástima para el interés de la obra? Acaso, pero no puedo hacer otra cosa”.

            Personal y político, en algunos casos simple desahogo y en otros lúcida confesión, a ratos anotaciones a vuela pluma y en no infrecuentes ocasiones próximo al poema en prosa, irritante a veces, el diario de Souvirón —inédito en vida, aunque él alguna vez pensó en publicarlo— puede considerarse desde ya mismo como una de las obras fundamentales de la literatura autobiográfica del siglo XX.

jueves, 6 de abril de 2023

Reescribir la historia

  

Antonio Machado, poeta de todas las Españas
Enrique Baltanás
Rialp. Madrid, 2023.

Enrique Baltanás, poeta de línea clara, de serena emoción y precisa dicción, ha escrito un libro sobre Antonio Machado que suscita cierta perplejidad. No es un neófito en el tema, conoce como pocos la vida y la obra de los Machado —los dos hermanos y el padre, estudioso de la cultura popular— y a ambas ha dedicado estudios ejemplares. No podemos decir lo mismo de su última publicación, Antonio Machado, poeta de todas las Españas. Fetiche el poeta durante años de la izquierda antifranquista, pero rescatado ya para el bando vencedor por Dionisio Ridruejo en fecha tan temprana como 1940, creemos que nunca antes nadie se había atrevido a escribir, como hace Baltanás, que fue “un perfecto cómplice, probablemente a la fuerza, del gobierno rojo del Frente Popular”.

            La pasión política, el afán revisionista, nubla a menudo los ojos del estudioso, sobre todo en el nutrido apéndice, pero no solo. Y tampoco es solo Antonio Machado el poeta tergiversado en este libro escrito supuestamente a su mayor gloria. De Juan Ramón Jiménez llega a escribir algunas de las frases más desajustadas que hayamos leído. Según Baltanás, los nuevos poetas de los años veinte ven a Juan Ramón como “inactual” e “inservible” y él reaccionaría tratando de demostrar que es más vanguardista que nadie: “Y no dudará en reescribir —él decía revivir— viejos poemas suyos para adaptarlos al nuevo estilo. Él, que escribió aquello de ‘No le toques ya más, que así es la rosa’, acabará por chuchurrir la rosa de puro manosearla. Se inventa lo de la poesía pura, lo de la poesía desnuda; su obra está permanente en obras, rehaciéndose y retocándose, perpetuamente inacabada, acicalándose a la moda, sin terminar de arreglarse nunca, como una damisela presumida que nunca acaba de salir del tocador”.

            No menos disparatados, pero quizá más esperables, dada la inquina de Baltanás hacia la izquierda son los reproches a Dionisio Ridruejo, del que se pregunta “si un hombre que se equivoca así, según él mismo reconocerá después, no debería marcharse a su casa para siempre, renunciar a la política definitivamente”, como penitencia y como “un ejercicio de sanísima prudencia”. Pero no, después de haber sido falangista se hizo demócrata y “fundó en los sesenta el PSAD y luego en los setenta la USDE, unas fotocopias que, claro está, no lograron suplantar el original”, por lo que no conseguiría otra cosa que “representar el conocido papel de compañero de viaje”. Compañero de viaje del partido comunista, se entiende.

            Para Baltanás la república no se implantó en España “como una inequívoca expresión de la voluntad popular”, según afirmó Antonio Machado en sus escritos. Para Baltanás, “la legitimidad de la proclamación republicana, con argumentos jurídicos en la mano, es harto dudosa, pues esa ‘inequívoca expresión de la voluntad popular’ no se manifestó en unas elecciones (a no ser las municipales de 1931, que en realidad perdieron)”. Más adelante insiste: “Lo cierto es, sea como sea, que el 14 de abril después de unas elecciones, insistimos que municipales, la República quedó proclamada en loor de callejeras multitudes. Nunca, sin embargo, fue legitimada por ningún referéndum”. Como al parecer ocurrió, podríamos caricaturizar nosotros caricaturizando su argumento. tras el pronunciamiento de Martínez Campos en Sagunto que restauró la monarquía. Olvida Baltanás —le ciega su pasión política de converso— las inmediatas elecciones a cortes constituyentes tras la proclamación de la república.

            Es una lástima que el estudioso no haya sido capaz de contener al panfletista. Abundan más en ente libro los capítulos que compendian con inteligencia y buen sentido lo que sabemos sobre el vivir y el escribir de Antonio Machado que esos otros —por lo general llevados al apéndice— tan a menudo capciosamente polémicos. Nada que objetar hasta la página 60. Es en el capítulo titulado “Castilla, Andalucía, España” donde Baltanás se enreda por primera vez en sus argumentos y comienzan los tropezones. En su poema “A orillas del Duero”, escribe Machado: “El Duero cruza el corazón de roble / de Iberia y de Castilla”. Y Baltanás comenta: “A la zaga de Ortega y de Unamuno, Machado cae, sin originalidad alguna, en la trampa tendida por los nacionalistas periféricos: aceptar la equiparación de Castilla con España, considerar a Castilla (en la que Machado incluye, con matices, a la propia Andalucía) como la España por antonomasia”. O sea que, si en aquella época “todos daban por cosa probada —Ortega dixit— que Castilla había hecho a España” era por culpa de esa encarnación del demonio que son los “nacionalistas periféricos”.

            En el epílogo, se acumulan testimonios, de muy dudosa fiabilidad la mayoría de ellos, para tratar de demostrar una cosa y la contraria: que Antonio Machado se vio obligado por la fuerza de las circunstancias a apoyar a la causa republicana y que era un cómplice del terror que se negó a apoyar al encarcelado Félix Ros. Ejemplo de poca credibilidad es la cita de González-Ruano quien cuenta, que poco antes de comenzar la guerra, se encontró con Machado en un café y este, al saber que vivía en Roma, le dijo: “¿Ve usted al rey? No sé si sabrá quién soy yo… Pero si usted cree que lo sabe y esto puede alegrarle, dígale que estoy convencido de que nos equivocamos todos y que España sin el rey va hacia una catástrofe”. O la del comunista arrepentido Enrique Castro Delgado.

            Lástima que Enrique Baltanás no haya escrito dos libros: una sintética biografía de Antonio Machado, para lo que él está particularmente capacitado, y un panfleto contra la segunda república. Baltanás considera la sublevación de Franco, como uno más de los intentos de acabar con el régimen parlamentario, que se consideraba desfasado: “Hubo varios amagos, en 1931, en 1934, de subvertir —desde el cuartel o desde las minas— la legalidad vigente. Uno de esos amagos, una de esas tramas, se convertiría, el 18 de julio de 1936, en el golpe decisivo”.

            Así se reescribe la historia de España con pretexto machadiano.